En el cruce de Hermanos Iturrino con Easo pensé que, como allá se bifurcaban por última vez nuestros caminos, nos despediríamos. Se había hecho ya de noche y caía una intensa helada. Lejos, por la Parte Vieja o el Boulevard, sonaba de vez en cuando el estampido de algún disparo. Cruzamos la calle solitaria, y sin decirnos palabra ni haber tomado acuerdo de ir juntos a ninguna parte, seguimos andando en la dirección de mi barrio, lo que me dio sospecha de que algún propósito embozado apartaba a mi compañero de su rumbo. Al recuerdo me vino que por aquellas casas vivía don Dionisio Echániz. Considerando que a primera hora de la noche el viejo maestro parece que acostumbraba salir de paseo con el gozquecillo, supuse que Genaro Zaldúa habría hecho el ánimo de toparlo para calentarse las manos en su cara seca y después volverse. Ya estaba persuadido de ello cuando, a tiempo de atravesar la plaza de Zaragoza, me reveló lo que recelo no había querido contarme antes por si se daba la fortuna de perderme de vista y así correr a solas en pos de sus calladas pretensiones. Y era que se proponía mostrarle unos dibujos que guardaba en el cartapacio gris a no sé qué pintor de fuste avecindado en el barrio del Antiguo. Ni lo conocía en persona ni le había anunciado la visita. No pude menos de asombrarme. Él, que me estaba escudriñando con aquella mirada suya capaz de perforar el hueso de la frente, adivinó mis pensamientos, y con arrogancia y mucho toldo dijo de sí que no era hombre que se plegara a formulismos. Me largó una lección de mundología: que si el secreto del éxito radica en la audacia, que si notables talentos se malogran por causa de la timidez, que si para triunfar conviene ser un poco malo y a veces no tan poco. Afirmó que él se bastaba a sí mismo para recomendarse en cualquier lado, aparte que esa noche llevaba como cartas receptorias sus dibujos, los mejores que a su juicio se habían visto por la zona en mucho tiempo, Y no porque fueran suyos. Abrigaba grandes esperanzas de conseguir, mediante la amistad y trato con el pintor, pared en alguna sala de exposiciones de San Sebastián, que tal era el provecho que deseaba obtener de la visita. De paso cenaría lo que le ofreciesen. Al decirlo se esparrancó sin disimulo. Colegí que ventoseaba y, la verdad, no podía sorprenderme que después de tanto que acababa de embocar a expensas de la poetisa nariguda, hubiera de hacer hueco en la barriga a una nueva refacción. Concertamos ir juntos hasta el Antiguo, que a fin de cuentas me pillaba de paso, a pie por haber sido los autobuses de línea retirados de la circulación como consecuencia de los disturbios, aunque, conociendo la tacañería de mi compañero, dudo que se hubiese avenido a gastar dinero en un billete.
No me había sentado bien la mezcla de vino y cava ingerida al término del recital de la poetisa. A decir verdad, me sentía no tanto borracho como enfermo. Con el golpe de brisa glacial que me atravesó la ropa apenas llegamos al paseo de la Concha, terminé de destemplarme. A los pocos pasos me sobrevino una arcada. No tuve tiempo de arrimarme al tamarindo. Me dio un violento repeluzno y al instante la gorgozada vaporosa se desparramó sobre los baldosines de la acera. Temblaba de frío, de asco. Incapaz de moverme, inhalé durante dos o tres minutos mis propios vahos nauseabundos, al par que con el rabillo del ojo veía el cordón suelto de una bota de Genaro Zaldúa, que estaba parado junto a mí, contándome como si tal cosa que Josu Ruiz le había remitido una carta por correo en la que le solicitaba la reconciliación. Ni siquiera pensaba contestarle.
—Por cierto —añadió con retintín, dándome una palmada más bien recia en la espalda—, fui a despedirme de Cacharrito y ¿a que no sabes la última noticia? El Cojo y la Roja han disuelto su vínculo ideológico-venéreo. ¿No te decía yo hace un rato que hay que ser astuto para abrirse camino en la vida? Fíjate en la tía esa. Se adueña del piso y descarga al memo al otro lado de las olas.
Me arreó una nueva palmada.
—Se me ocurre que a lo mejor tú podrías aprovechar el pasaje que le sobra al Cojo. Tengo entendido que hacíais muy buenas migas. Dicen que os juntabais con frecuencia a solas. En fin, ignoro si te percatabas de que semejantes secreteos y confabulaciones perjudicaban seriamente la convivencia dentro de La Placa. Quiero suponer, sin embargo, que por tu parte no existía mala fe ni deseos de joderme, como era el caso del Cojo Ruiz, y espero que en adelante sabrás conducirte de una manera más solidaria con respecto a tus compañeros. ¿No crees que el grupo anda necesitando de un cerebro director? Quizá, si has terminado de cambiar la peseta, podrías indicarme a cuál de los actuales miembros de La Placa juzgas idóneo para asumir tan magna responsabilidad.
Sin aguardar la respuesta, que previsiblemente no le interesaba, dio media vuelta y reanudó la marcha. Comprendí que con él se alejaba mi porvenir de escritor, mi fama que aún no había nacido, pero que ya nacería, y mi única posibilidad de conocer a personas influyentes. Entre mí lamenté que no me hubiera golpeado. Estaba convencido de que una mano de bofetadas habría servido para que él lograra su desquite y yo mi paz. Escupí una flema violácea y me puse a andar, la boca agria, el pecho abrasado por la rescoldera. A la altura del hotel Niza di alcance a mi compañero. Temeroso de su conversación y sus ojos, caminé un largo trecho a su zaga. Poco antes de llegar al túnel de Miramar, se detuvo junto a la barandilla y sin más ni más, imitando a los lanzadores de disco, arrojó a las olas el libro que le había regalado la poetisa. Me miraba, altivo y burlón, expeliendo densas vaharadas, la escasa tez visible de su peludo semblante enrojecida por el frío. Colegí que me apremiaba a deshacerme de mi ejemplar. Me apresuré a darle gusto. El libro cayó al agua aleteando frenéticamente. El mar en calma lamía en silencio las piedras del muro. A lo lejos, por detrás de las torres del ayuntamiento, se veían ascender anchas columnas de humo. Oíamos estampidos sueltos, atenuados por el revoltijo de músicas alegres que se difundía desde los bares de la Cuesta del Culo. Enfrente, la isla iluminada, perfilándose en la vasta extensión del mar a oscuras, y por encima de luces y tinieblas, de ruidos y silencios, de desórdenes callejeros y juergas sabatinas, la noche gélida con su cielo raso, rebosante de estrellas indiferentes.
Genaro Zaldúa me pidió un cigarrillo.
—Que un tío prosaico como yo —dijo—, a quien la poesía se la refanfinfla bien refanfinflada, tire un libro de poemas al mar, pase. ¡Pero, hombre, que lo hagas tú, que vas por la vida exhibiendo sueños de poeta! ¿Acaso reniegas de tu fe?
—Reniego —respondí impensadamente, con una rotundidad que no pudo menos de causarme asombro.
—¿Debo interpretar que nunca volverás a escribir versos?
—En adelante me dedicaré a la prosa, como tú.
Ancha sonrisa y palmada en señal de aprobación. Echó de nuevo a andar y yo tras él, y en esto, sin volverse ni pararse, envuelto en la penumbra del túnel, me dijo, no sé si en broma o en serio, aunque más bien en serio:
—¿Sabes, Hilario? Debería tirarte al agua por las canalladas que solías hacerme de niño.
Minutos después llegamos al portal de la casa donde vivía el pintor, al comienzo de la calle de Matía, dentro del barrio del Antiguo. Habíamos subido dos o tres tramos de escalera, cuando Genaro Zaldúa colocó su mano abierta en mi pecho y dispuso que lo esperase abajo. La explicación cayó desde varios pisos más arriba:
—Apestas a vinagre.
Esperé fumando en la oscuridad, sentado sobre un frío escalón de mármol. Entre mí me dije que había sido grave imprudencia renunciar a la poesía delante de mi compañero. Que en el futuro yo seguiría escribiendo versos estaba fuera de toda duda; pero, ¿tendría valor de mostrárselos a mis amigos? Y si no es a los amigos, ¿a quién va a enseñar uno sus versos? Y si no pueden enseñarse, ¿para qué escribirlos? Con indecible torpeza acababa de ingresar en una suerte de clandestinidad. Estaba tan furioso que me abofeteé.
A Genaro Zaldúa le costó casi un cuarto de hora cansarse de llamar al timbre. Bajó profiriendo maldiciones, seguro de haber visto luz por la rendija de la puerta. Con ánimo de resarcirse, orinó abundantemente sobre la alfombra que cubría gran parte del suelo del portal. La trastada lo puso de buen humor, de suerte que salió a la calle sonriendo. Me dio el aire de que podría encajar una cuchufleta y le dije por decir y por puntillo:
—¡Quién supiera cabalgar en bolsas de basura!
Extrañado, me preguntó a qué venía aquello.
—No, nada —le respondí—. Desde hace quince minutos intento despoetizarme.
Le complació la ocurrencia, que le recordaba cierto procedimiento para ridiculizar la poesía, del cual, por ser invención suya, se sentía harto orgulloso. Lo designaba con el nombre de gurguño. El gurguño, comenzó a explicar mientras caminábamos por la calle adelante, consistía en una caricatura de verso. Su gracia dependía de que el gurguñista atinase a combinar hábilmente una secuencia breve de lírica convencional con un elemento antiestético. Consideraba que yo debía ejercitarme a toda costa en aquella modalidad del feísmo literario, convencido de que no existía medio más eficaz para curarse de fiebres poéticas. Yo, como advirtiese que llegábamos al final de la calle, empecé a asustarme recelando que mi compañero maquinara meterse en mi casa aquella noche. Impelido por un creciente temor, propuse que nos sentáramos en el pretil, al borde de la plaza de Venta Berri. ¡Menos mal que aceptó! La plaza se hallaba desierta, sin otra iluminación que la de los distantes faroles de la calle de Matía. Una enorme farola de cinco globos, apagada, se erguía en su centro. De la fábrica de cerveza, a nuestra espalda, donde yo había trabajado de temporero durante el verano, nos llegaba un intenso olor a cocedura de cebada. Sentados sobre la piedra que ya empezaba a recubrir la escarcha, Genaro Zaldúa se empeñó en que debíamos jugar a los gurguños. Estaríamos a varios grados bajo cero. Oídos unos cuantos ejemplos, aseguré que ya comprendía y acto seguido nos dimos a soltar mano a mano ristras de chabacanadas que tanto entusiasmaban a mi compañero. Él, como más práctico, sabía repentizarlas con prontitud, y, aunque maldita la gracia que me hacían, yo se las premiaba todas riendo. Tengo capricho de transcribir a seguida los diez primeros gurguños de una lista de más de doscientos que me entregó a los pocos días:
Te mandaré palomas ciegas por las vías férreas de mi alma.
Penaltis aterciopelados en la colina.
Labios sensuales como helicópteros.
Deja, mi amor, que el mar deposite rosicleres vibrátiles en tu fémur.
Hipotenusas oxidadas cual pituitarias estruendosas llamándome.
Adolescentes con muletas al caer la tarde.
Con el ardor inquebrantable de un recogepelotas vasco en un claro de luna.
Arroyos cristalinos donde humean sargentos desolados.
Oh, la cordura tempestuosa de tu caparazón.
Ingrávidos electrodomésticos gorjean con pasión en la cancha.
Así entretenidos, nos cogió la medianoche. Hacía largo rato que no veíamos transitar a nadie por la calle. De pronto atrajo nuestra atención una figura solitaria, que, perfilada borrosamente en la tiniebla, venía hacia nosotros tambaleándose, sin duda a consecuencia de una cogorza descomunal. Caminaba con tantas dificultades que parecía milagro que no se desplomase. Los faros de un taxi veloz alumbraron fugazmente al borracho. Capté un detalle: tenía puesta una boina. La idea de divertirnos a costa del pobre diablo partió de Genaro Zaldúa. Al punto convine en ello. Saber que la noche albergaba un ser humano más débil que yo despertó mi crueldad. Enseguida enristramos hacia el fantoche, que no dio la menor muestra de sentirnos llegar. Sin decir palabra, Genaro le arrebató la boina y la arrojó al centro de la carretera. Después empezó a mofarse de él, a zarandearlo con designio de que perdiese el equilibrio. El hombre se dejaba humillar en silencio. Puede que ni siquiera se percatase de lo que sucedía. Yo me puse a mirarlo con una especie de furor fruitivo. Su debilidad e indefensión me enardecieron. Una aguda punzada en el estómago acabó de enajenarme. Para cuando me quise dar cuenta, ya el hombre, que había recibido mi puñetazo en pleno rostro, yacía inmóvil sobre la acera. Genaro Zaldúa quedó paralizado. Barrunto que no abrigaba el propósito de llevar tan lejos el pasatiempo; pero después de mi ataque brutal cambió de parecer: a fin de cuentas el juguete estaba servido, era dócil, silencioso y muy fácil de manejar. A petición suya, traté de poner de pie al infeliz, que pesaba como una viga. Con mucho esfuerzo conseguí tan sólo sentarlo. Mi compañero le propinó a continuación una pega de patadas. El hombre cayó de espaldas, emitiendo un sordo gemido.
—Mira si lo puedes levantar —susurró Genaro Zaldúa—. Antes de irme quiero sacudirle un buen mamporro.
Me agaché para llevar a cabo lo que mi compañero me había pedido. Fue en ese instante cuando hice el espantoso descubrimiento, al llenárseme la nariz de aquel hedor nauseabundo que nadie podía conocer mejor que yo. El corazón me sacudió un violento latigazo. Mi mente sólo era capaz de un obsesivo pensamiento: evitar a todo trance que Genaro Zaldúa identificara a la persona que estábamos maltratando. Ofuscado por el temor a que un cambio repentino de mi conducta le infundiera sospechas, me di a descargar manotazos y puñadas en la cabeza de mi padre, con tan descompasado ensañamiento que el propio Genaro Zaldúa se asustó e insistía en que parase, diciendo que ya bastaba, hostia, que vas a matar al viejo. Al fin aferró mi brazo y de un recio tirón me apartó a un lado. Murmuraba arropelladamente: que si me había propasado, que si por mi culpa nos íbamos a meter en un gran lío. Dispuso a continuación que nos largáramos de inmediato, y así hicimos, cada cual a todo correr para su casa.
Largas horas permanecí asomado a la ventana, oteando la calle por ver si venía. Los remordimientos me mortificaban. Dieron las dos, las tres, las cuatro de la madrugada. A esa hora, considerando que seguiría tumbado a la intemperie, tal vez herido de gravedad o congelándose, resolví salir en su busca. Apenas hube recorrido un trecho de calle desierta, pensé que no iba a resultar fácil hacerse el encontradizo con naturalidad. Eso en el caso de que el padre estuviera consciente; porque, si no, ¿cómo explicar al médico de urgencia o a la policía que precisamente yo, el hijo de la víctima, había encontrado a ésta por casualidad en aquel sitio oscuro? Tampoco podía descartarse que el padre, a pesar de la curda, me hubiese reconocido mientras lo vapuleábamos. Fue este pensamiento el que, finalmente, me determinó a retroceder.
El alba despuntaba cuando el ruido de la llave en la cerradura me despertó. Traía el padre el rostro deformado por la hinchazón con un churrete de sangre seca o quizá helada desde la sien hasta el cuello. Sólo después de oírle decir que creía haberse caído en una zanja tuve valor de mirarle a los ojos. Su única preocupación era que la Petra, a mediodía, lo iba a regañar.