Yo, la verdad, siempre he sentido un poquillo de aversión por la literatura femenina. Desde luego no tanta como Genaro Zaldúa, que a menudo se vanagloriaba de no tener en su vasta biblioteca, reunida con infalible y persistente habilidad, una sola obra escrita por mujer. No fue por razones literarias por lo que decidí acudir a la presentación del libro de aquella poetisa de nariz aguileña, sino porque había leído en el periódico que al término del acto los asistentes serían agasajados con un ágape. Pensé que deambular entre personas cultivadas, con un picatoste recubierto de caviar en la mano, redundaría en provecho de mi fama, y que en el peor de los casos, como no fueran la sed o el hambre, no tendría nada que perder. Figuraba en la nota de prensa, todo hay que decirlo, un nombre que me atrajo: el de un señor de quien había oído decir editaba libros de versos. Me pareció que me habría de acomodar conocerlo y aún más que él me conociera a mí.
Llegué a la sala de conferencias con quince minutos de adelanto. En aquel instante, la poetisa (una mujer de treinta o más años, envuelta en un vistoso abrigo de chinchilla) subía los cuatro o cinco escalones de la entrada principal. Acarreaba con dificultades una caja de cartón. No vi su caída. Cuando entré en el recibidor, uno de los asistentes al acto estaba ayudándola a levantarse, otro la consolaba y un tercero recogía los ejemplares desperdigados sobre la moqueta. No me pude detener a contemplar la cómica garulla de cuerpos agachados, pues por detrás venía pidiendo paso un hombre fornido y barbinegro que transportaba una caja similar a la de la poetisa. El hombre depositó la carga en el suelo y estrechó a la llorosa mujer contra su pecho. Docena y pico de personas, reunidas en varios corrillos, observaban silenciosamente la escena. A todo esto, la poetisa y el hombre que la abrazaba se enzarzaron en una esgrima de bisbiseos con atisbos de disputa. Yo me hallaba muy cerca de ambos y oí que ella musitaba: «mis tranquilizantes en el tocador». Él trataba de infundirle sosiego por la vía de zarandearla cada vez más fuertemente, al tiempo que rebatía con meneos de cabeza lo que fuera que ella le susurraba, de forma que era el hombre quien parecía tener mayor necesidad de ser calmado.
De repente alguien gritó mi apodo en la sala contigua. Por un momento juzgué imposible que la llamada, estentórea, por no decir bestial, estuviera dirigida precisamente a mí, que no pintaba nada en medio de aquella grave concurrencia, que no merecía la atención de nadie y que acababa de entrar en aquel santuario cultural punto menos que de puntillas. Como quien no quiere la cosa, me encaminé hacia el lugar de donde se me figuraba que había partido la llamada, deseoso de que quienquiera que había voceado, viéndome llegar se abstuviese de proseguir el escándalo. No lo conseguí. La destemplada voz pronunció de nuevo el apodo de marras, añadiendo si había yo ido allá a cenar. Pensé que el corazón se me salía por la boca. La poetisa y el hombre que la abrazaba se separaron sobresaltados, volviéndose hacia donde los demás también miraban. Media docena de espaldas y cogotes me impedía ver a quien estaba montando a mi costa el numerito. Algunos comentarios reprobatorios a mi alrededor aumentaron mi bochorno. Me estremecí previendo la metralla de ojos enfurecidos que caería sobre mí en cuanto los presentes descubriesen que yo era el destinatario de la acusación de gorronería. La proximidad de la puerta me inspiró el propósito de escabullirme. Pero en esto el que había gritado volvió a llamarme, ahora por mi nombre, en tono mesurado y puede que hasta congraciante, y comprendí que no me quedaba más remedio que llegarme a él. Obedeciendo a un gesto de su mano, que me identificaba a vista de todo el mundo como el carota que se nutría de tentempiés ofrecidos en eventos culturales, fuimos mi vergüenza y yo a sentarnos a su lado, en una de las filas centrales de la sala de conferencias. Alguien rumoreó a mi paso:
—Son los de La Placa.
Y al punto comenzó a propagarse la noticia:
—Han venido los de La Placa. Han venido los de La Placa.
Por primera vez en mi vida me fue dado experimentar el calambre de saberse conocido, el cual me pareció que se sentía detrás de las orejas y, con particular intensidad, en los bordes del espinazo. El placentero cosquilleo no mitigó un ápice mi rubor; pero me ayudó a sobrellevarlo tanto como notar que los rostros de los concurrentes no traslucían hostilidad. No bien hube tomado asiento, se me reveló la causa de no haber reconocido antes el vozarrón de Genaro Zaldúa, y era que lo cambiaba el salir por una boca completamente vacía de muelas y dientes. Interesado al parecer en que yo no lo descubriera por mí mismo, mi compañero se apresuró a mostrarme la roja y apiltrafada orla de su sonrisa, al par que, socarrón, ufano incluso, declaraba que el dentista le había dejado la boca como un coño. La chusca comparación casi coincidió con el saludo de la poetisa. Vuelta la cara, me encontré de golpe con la de ella, tan próxima que pude percibir el vientecillo maloliente de su respiración. Me asusté, pensando que quería la mujer besarme, de suerte que espoleado por el instinto protector retiré la cabeza de una sacudida, como para defenderme del súbito picotazo de su nariz picuda.
La gente que hasta entonces había permanecido de pie en el recibidor entró tras la poetisa en la sala de conferencias y comenzó a dispersarse por las filas de asientos. Dos señores transportaban la caja rota, llena de libros, al estrado, en el centro del cual se veía una mesa cubierta con un mantel celeste. Acarreaba la otra caja el hombre que había abrazado a la poetisa. Esta se congratuló de nuestra presencia. Lamentaba, dijo, que «a nivel de artistas existiera en Euskadi tanta desconexión, a pesar de que todos estamos embarcados en una misma tarea de creación de una cultura, ¿no?». Añadió que nos conocía bien y que había leído con muchísimo interés algunos trabajos nuestros.
—¿Sí?, ¿cuáles? —le preguntó Genaro Zaldúa con ostensible retintín.
La mujer infló la boca, en prueba tal vez de que la tenía toda llena de respuesta, soltó aire y mencionó dos o tres publicaciones de La Placa en el periódico. ¿Y nuestras revistas? Uy amá, pues no sabía que hubiéramos editado revistas, que cómo las podía conseguir, por favor que se lo dijéramos porque, lo juraba, ¡le caíamos tan bien! Confesó que estaba algo nerviosa. ¿Lo notábamos?
—Sí, bastante —le contestó Genaro Zaldúa, movido del cruel propósito de exasperarla.
Diqueló la nariguda las carlancas del desdentado. Visible en su rostro la inquietud, rogó con dulce gesto y con patente mansedumbre que no le reventáramos el acto, y como para persuadirnos de que la amistad con ella podría reportarnos grandes beneficios, en tono confidencial, luego que hubo vuelto la mirada a uno y otro lado con objeto de cerciorarse de que nadie la escuchaba, añadió que un pez gordo de la caja de ahorros le había prometido una subvención para editar una revista de literatura. Que si no nos animábamos a participar en la empresa. Genaro Zaldúa rebulló en su asiento. Extendidos los brazos, las palmas hacia arriba, hizo un ademán a manera de gran jerarca, al parecer en señal de cortesía, al tiempo que en nombre del grupo La Placa aseguraba a la poetisa toda la ayuda necesaria para su proyecto. Sacó después, de un bolsillo de su chaqueta de lana, una pluma estilográfica y anotó con ella, en el borde de un cartapacio gris que llevaba consigo, el número telefónico de la poetisa. Le dijo después, mintiendo, que no podía darle ejemplares de nuestra revista, porque los habíamos repartido todos; pero que perdiese cuidado, pues aún quedaban algunos en los quioscos de la avenida, que fuera allá a mirar y a lo mejor tendría suerte. Se despidió ella encantada, según dijo, de habernos conocido. Volvió el triste rictus y la nariz aguileña hacia el que la había abrazado, le mandó venir y que nos entregara sendos libros, tras lo cual se encaminaron juntos al estrado, la poetisa delante, sonriendo y saludando a los poco más de veinte concurrentes esparcidos por la sala. Sobre el estrado los esperaba un señor de barba entrecana y ojos saltones, a quien la poetisa estampó un beso en el moflete. Le pregunté a Genaro Zaldúa si aquel señor era el que decían editaba obras de poetas, a lo que respondió mi compañero con mucha guasa que no sabía de nadie allí presente que fuera editor, pero que si por casualidad yo guipaba alguno, que se lo hiciera saber enseguida, porque al instante habría de ir a sentarse a su lado.
—Lo mismo me da que sólo publique libros de versos, que yo, partiendo los renglones por la mitad, haré pasar mis cuentos por poemas.
Después, como le disgustase que los del estrado, entretenidos en cuchicheos y escuchitas, demoraran el inicio del acto, me susurró al oído: r
—No me sienta bien la sopa fría, conque voy a disponer que comience la función.
Y sin más ni más se puso a aplaudir con mucha fuerza. El escaso público secundó al instante la ovación y de este modo la broma surtió el efecto deseado. Sorprendida por las inesperadas muestras de homenaje, la poetisa agradeció el aplauso mediante una brusca reverencia. Hizo una seña imperiosa al hombre que la había abrazado para que se retirase; luego otra, amable, pero igualmente ostensiva de nerviosismo, al de las barbas rucias, invitándole a sentarse junto a ella a la mesa, y una tercera a un adolescente provisto de guitarra, a quien indicó el lugar donde debía colocarse con la silla. Y tomando en esto el barbicano la palabra, inflamado de grandilocuencia declaró que constituía un honor para él, después de innumerables años de dedicación a la cultura vasca, presentar en público a la autora de A la sombra de un álamo iluminado por tus ojos, que así se titulaba el libro de la poetisa, a quien estuvo el hombre ensalza que te ensalza por espacio de cinco o seis minutos, mientras Genaro Zaldúa hacía exactamente lo contrario junto a mí, hablando entre dientes o, por mejor decir, entre encías, muchas y muy malas cosas de las mujeres metidas a escritoras, y de paso contra la poesía. Días después, un escrito suyo en el periódico, sobre el mismo tema, suscitó una riada de protestas. Cometió la ruindad de firmarlo con el nombre de Izaskun Ayestarán, de suerte que a ella fueron dirigidas las furiosas réplicas, sin que le sirviera de nada enviar al director una carta de autoexculpación, pues no se la publicaron. Vertía Genaro Zaldúa en su escrito asertos similares a los que el sábado anterior me había susurrado al oído en la sala de conferencias. «El género poético», afirmaba, «es adecuado para nosotras las mujeres, por cuanto proporciona campo ancho a la futilidad, la cursilería y la propensión al chisme sentimental que conforman la parte nuclear de nuestro carácter. Pero también, seamos sinceras, porque de todas las actividades creativas humanas ninguna requiere tan poca constancia, trabajo, erudición y cerebro como la poesía.» Y unas líneas más abajo: «Los demás géneros, particularmente los de índole científica, nos están vedados, sea porque en ellos no es admisible el uso de vocablos con el fin de no decir nada, sea porque exigen raciocinio, extremos ambos que exceden en demasía a nuestras limitadas aptitudes intelectuales. No hay que olvidar que el poema es el punto de intersección entre la ignorancia y el narcisismo. En todo tonto que se gusta palpita el corazón de un lírico». Puesto a zaherir, continuaba: «Con una falta absoluta de honestidad, llaman misterio a la confusión y al sinsentido; al pedazo de línea, verso; al tralará escandido, ritmo; inspiración al concadenar tres adjetivos a la ventura, y al tener una miaja de significado lo que escriben lo llaman luz. Se ve que son escritores lámpara, con vocación de colgar del techo». Y concluía: «El panadero cuece pan, el trompetista toca su instrumento, el albañil pone ladrillos. Hacen cosas. Lo nuestro es lamentarse. Nos lamentamos sin descanso de que nadie nos comprenda. Pamplinas. Se nos comprende demasiado, y tal es hoy como ayer nuestro mayor problema y la causa principal de que las obras de los poetas sólo las lean los poetas».
Comenzado el recital, el sonido arrullador de la guitarra, la atmósfera mortecina y la agradable temperatura reinante en la sala adormecieron a Genaro Zaldúa, que ostensiblemente se repanchigó en su asiento no bien la poetisa emprendió la declamación de su primer poema.
—Lo que faltaba —dijo para sí al oír el título del segundo.
Apoyó la frente en una mano, con la que al mismo tiempo ocultaba los ojos, y en un santiamén se quedó traspuesto. Algunos conatos de ronquido me alarmaron. Primero los gritos extemporáneos, ahora la cabezada: ¿qué vendría después? ¿Tramaba mi compañero una provocación, como había temido un rato antes la poetisa? Se me figuraba a mí que debía de faltar poco para que al público se le agotase la paciencia. En pensamiento vi cómo Genaro Zaldúa y yo éramos arrastrados a viva fuerza fuera del local por un grupo de asistentes, entre los cuales destacaba a causa de su brutalidad el famoso bienhechor de los poetas, el que les costeaba de su peculio la edición de versos, movido de una pasión desbordante por la gaya ciencia. Sus puñetazos eran los más certeros, sus patadas las más dolorosas, sus insultos los más vejatorios. Y cuando todos nuestros agresores habían dado por terminada la trepa y volvían desagraviados a sus asientos en la sala de conferencias, dejándonos tendidos en la calle con la cara ensangrentada, él proseguía a solas la paliza. Nos escupía, nos pateaba sin piedad. De pronto Genaro Zaldúa le hacía saber con un hilo de voz estertorosa que a su juicio un patrocinador de poetas carecía de competencia para premiar y mucho menos castigar a un escritor de cuentos y novelas, y le pedía que cejara en el abuso, que en todo caso me golpease a mí, por ser de los dos el único que practicaba el arte que él protegía y auspiciaba. El policía poético, visiblemente corrido, solicitaba perdón a mi compañero. Ayudándole a levantarse, le imploraba volviese al local de donde, a causa de una lamentable equivocación, lo acababan de sacar como a un perro apestado, y disponía que le sirviesen una ración doble de refrigerio. Acto continuo se ensañaba conmigo y me decía, entre sopapo y puntapié, mordiendo rabiosamente las palabras, que en adelante ya sólo me cabría esperar el consuelo de una gloria póstuma, porque de publicar un libro, como no me saliera un editor en la punta del Aconcagua, ya me podía despedir para siempre.
Sumido en estas fantasías, se me ocurrió volver el rostro en derredor, convencido de que me hallaba en el centro de un círculo de miradas hostiles, y no sin sorpresa descubrí que en ninguna parte adonde alcanzaba con la vista existía razón que justificase poco ni mucho mi desasosiego. Me di asimismo cuenta de que en realidad la postura de mi durmiente compañero no tenía por qué antojársele a nadie escandalosa, ni siquiera incorrecta, sino, muy por el contrario, plausible y digna. La frente reclinada sobre una mano, ¿no representa el ademán pensativo por excelencia? Incluso a mí, que me hallaba a su lado, me parecía por momentos que Genaro Zaldúa se esforzaba por engolfarse en las palabras de la recitadora; esfuerzo que, dicho sea de paso, no habría estado en absoluto de más, por cuanto a nuestra espalda se oían murmullos, vocecillas y otras señales reveladoras de que por aquella parte oscura se parloteaba en abundancia. Por si todo ello no fuera motivo suficiente para recobrar la serenidad, me fijé también en que al menos dos espectadores, cinco o seis filas atrás, estaban arrellanados en sus asientos como Genaro Zaldúa en el suyo, y aun juraría que con mayor abandono.
Apenas me vi libre de inquietud, acudieron a mi mente las burlas de Genaro Zaldúa a costa de la poesía y los poetas, y a vueltas con ellas me tomó un grandísimo enojo pensando que también estaban dirigidas contra mí. Me di entonces a discurrir algún arbitrio para perjudicarlo, y como reparase en que se le había caído al suelo el cartapacio gris, por resarcirme se lo pisé. Me supo a poco el desquite y urdí una martingala con el objeto de atraer la atención de los circunstantes sobre mi amigo y que todo el mundo advirtiese que dormía. Comencé a toser, a carraspear y moverme; pero en breve desistí, abrumado por el temor de alcanzar lo que pretendía. Saberme cobarde aumentó mi rabia. Ebrio de ira, me volví hacia Genarito Pichablanda, el hijo de los ladrones, e imaginariamente lo maté clavándole en el cuello un aguijón venenoso de treinta o cuarenta centímetros de longitud, que me salía de la frente. A tiempo de expirar, Pichablanda contrajo los músculos faciales y profirió un agudo alarido. La muerte perpetuó a continuación aquella mueca de espanto. La tez de mi víctima se había tornado cárdena por efecto de la ponzoña. De su boca manaba espuma pestilente. No tardó en arremolinarse a nuestro alrededor un nutrido grupo de curiosos. El horror dilataba sus pupilas. Permanecí inmutable.
—Mi amigo —expliqué con gélida serenidad— ha pagado con la vida su desprecio por la poesía.
Mis palabras desencadenaron una granizada de aplausos. Estreché manos, abracé y fui abrazado. Varias personas se prestaron a trasladar secretamente el cadáver hasta el vertedero municipal. Alguien me tendió un pañuelo perfumado para que me limpiase el aguijón tinto en sangre, alguien una copa de champán. A ruego de la poetisa subí después al estrado, donde al son de la guitarra recité una selección de mis mejores poemas. El público no cabía en sí de entusiasmo. Corroído por los celos, el hombre que había abrazado a la poetisa trataba de sobornarme: quince mil pesetas si no me acostaba con su novia. Sin tiempo de responder, se desvanecieron mis ensueños y al punto todo volvió a ser como antes.
Ya no sentía enojo. En realidad, ¿qué me importaban a mí las opiniones y prejuicios del cavernícola sin dientes que dormitaba a mi lado? Tampoco los armarios leen poemas: ¿he de ofenderme por ello? La proverbial tosquedad de Genaro Zaldúa hubiera debido inspirarme, en todo caso, una sonrisa de lástima, y a lo mejor ni siquiera eso si, como había afirmado Josu Ruiz durante una de nuestras urgulinas del verano, su menosprecio de la poesía era comparable al reconcomio de un inválido que, condenado de por vida a la silla de ruedas, echara pestes contra el atletismo. Decidí ahuyentar el enjambre de cavilaciones que desde hacía media hora no me daba reposo y dedicar toda mi atención a los versos de la poetisa. Así hice y, de entrada, los hallé tan de mi agrado, que por mejor sacarles gusto y entenderlos me di a seguir la recitación en el ejemplar que había recibido de obsequio. La luz escasa dificultaba la lectura; pero pensé que valdría la pena esforzar la vista. Me contentaba manosear el librito, olerlo y hojearlo. No era fácil encontrar los poemas. La falta de un índice complicaba la búsqueda. Y así, cuando por fin localicé la página que leía la poetisa, ya sólo le quedaban tres o cuatro versos por recitar. El joven guitarrista, interpretando por lo visto erróneamente uno de tantos ademanes con que la mujer acompañaba la lectura, floreó brioso los bordones de su instrumento y enseguida los oprimió con la palma para acallar de golpe el trémolo. Cometió el fallo de terminar antes de tiempo, de suerte que el verso final («y que tu corazón viril alumbre la distancia nocturna de mi cama») sonó huérfano de música, poniéndome en la senda de descubrir lo que una ojeada atenta al libro me reveló a continuación con nitidez: la insufrible mediocridad de aquella escritora sin talento. Trivialidades, ñoñeces, cacofonías y ripios sin cuento hallaban camuflaje entre los gratos acordes de la guitarra, leído a cuyo compás se me hace a mí que hasta el listín de teléfonos habría cobrado apariencia de poesía. Despojada del ornamento musical, la obra de la poetisa quedaba reducida a lo que en verdad era: una pepitoria estomagante de versos aderezados conforme a la receta culturalista que por aquella época había llenado el país de poetas superferolíticos, al parecer muy eficazmente antologados. Cerré el libro y lo arrojé al suelo, cerca de donde se le había caído el suyo a Genaro Zaldúa. La poetisa anunciaba en aquel momento otro poema. Declaró que «a nivel sentimental» significaba mucho para ella, y antes de emprender la lectura permaneció por espacio de varios segundos en actitud recogida, los ojos cerrados como a la espera de entrar en trance. Con esa pose habría de aparecer al día siguiente en el periódico, retratada por un hombre pequeño que acababa de llegar a toda prisa a la sala y disparó con su cámara una ráfaga de fucilazos desde el pasillo lateral. El malentendido, en que, a juicio de Cacharrito, consiste la fama, seguía su curso. En plena recitación, el hombre que había abrazado a la poetisa abandonó su asiento de la primera fila y, encorvado como un chimpancé, corrió a entregarle un ejemplar del libro al fotógrafo. Minutos después terminó el recital. El público próximo al estrado, cómplice de la farsa, puesto de pie prorrumpió en aplausos, que la diva agradecía haciendo reverencias. También yo aplaudí, pero vuelto hacia mi compañero, tanto por tocarle diana a la oreja como por celebrar su determinación, que ahora se me antojaba prudente, de capear el tostón dormido. Genaro Zaldúa se despertó con sobresalto, dio un aplauso muy fuerte, seguido de otro moderado y de un tercero que casi no sonó. Tras recoger sus cosas del suelo, y con ellas mi libro, me encareció que lo llevase todo el tiempo conmigo, pues barruntaba que la poetisa, con achaque de escribirnos la dedicatoria, intentaría averiguar si aún lo conservábamos, como en efecto sucedió. A su pregunta de si se había quedado dormido durante el recital, le respondí que no me era posible saberlo, ya que acababa de despertarme. Rompiendo a reír de buena gana, afeó mi conducta, tildándola de rayana en la apostasía. Menos por defenderme que por seguir su broma, le pregunté si le habían complacido los poemas de la mujer, a lo que sin vacilar contestó que unos habían sido más de su gusto que otros. Dicho esto, abrió al azar el libro, y hundiendo un dedo entre dos páginas cualesquiera, sin fijarse en lo que señalaba afirmó que de todos los poemas aquél era su favorito.
Murmullos de admiración sonaron en la sala tan pronto como un conserje, vestido con uniforme gris, descorrió una cortina al fondo del recibidor. A la vista de los concurrentes apareció una mesa cuajada de manjares. Genaro Zaldúa me sacó a empellones de la fila, diciendo:
—Corre, corre, que ahora es cuando dan poesía de la buena.
Por fin me pudo adelantar y en dos zancadas llegó de los primeros a la mesa. Comía vorazmente cuando poco después me puse a su costado. Con calma tomé un palito salado de los que había dentro de un cuenco. Para evitar que se me reputase de tragón, lo sostuve unos segundos delante de los ojos, como si hiciese pensamiento de examinarlo al trasluz, de forma que por cualquiera fuese advertida mi templanza. Genaro Zaldúa interpretó que la timidez me volvía inapetente.
—Aquí todos son gorrones —dijo en voz no muy baja—. Atibórrate si no quieres dar que hablar.
Miré en torno y vi que tenía razón. Los más zampaban sin vergüenza, algunos como si llevasen varios días de ayuno forzado. De esta especie era el fotógrafo, que atacaba las lonchas de pernil igual que si les tuviese odio. Comiendo a dos carrillos, entablaron él y Genaro Zaldúa conversación. Yo no podía oírles por causa del barullo; pero no hay duda que mi compañero supo conciliarse la simpatía de su interlocutor, quien en el comentario de prensa aparecido al día siguiente habría de escribir que «entre las personalidades que acudieron a la presentación del libro destacaba el novelista Zaldúa, cabeza del conocido grupo La Placa, el cual aseguró al enviado de este periódico que el poemario de nuestra querida escritora viene a confirmar su idea de que hoy día la calidad literaria de los poetas vascos se acerca mucho al nivel europeo».
El conserje y una mujer se encargaban de llenar, aquél con vino tinto, ésta con cava, las copas que a su paso les alargaban los asistentes. Vacía la botella, iban en busca de otra. Topaban entonces conmigo, ya que no por casualidad me había colocado junto al hueco donde guardaban la provisión de bebida. Estaba bastante ebrio cuando Genaro Zaldúa, de vuelta de su plática con el fotógrafo, se llegó a mí comiendo saladillas que antes de introducir en la boca, donde la faltaba lo necesario para triturarlas, desmenuzaba con los dedos. Muy ufano, manifestó que al día siguiente nuestros nombres figurarían en el periódico. Para celebrarlo me arreó un codazo en la cintura, que pensé me hincaba una estaca. Se empeñó después en demostrarme que conocía a la mayor parte de los presentes y al oído me susurraba: ése es del Partido Socialista; aquél, miembro del jurado del Ciudad de San Sebastián. Yo me volvía a mirar hacia donde él señalaba; pero, nublado por el alcohol, no lograba discernir a los aludidos entre la masa bulliciosa de comilones.
La poetisa, mientras tanto, vagaba como una mariposa de corrillo en corrillo, libando aquí y allá el dulce néctar de las alabanzas. Fumaba un cigarrito postinero, de color azul y filtro dorado. Lo apartaba de los labios para saludar; sostenía un breve diálogo, que indefectiblemente la hacía reír, y una vez dedicados los ejemplares que por delante de ella iba repartiendo el que la había abrazado, se acercaba a representar la misma escena junto al grupito siguiente. Al fin llegó a nosotros, exhaló una bocanada plena de coquetería y nos preguntó si había sido de nuestro agrado el recital. Genaro Zaldúa se apresuró a complacerla, dedicándole sin vacilar un elogio desmedido. Ella correspondió con sendas dedicatorias ditirámbicas en los libros que nos había regalado. Reiteraron los dos su deseo de volverse a ver y de trabajar juntos en el futuro; tras lo cual, agradecida y satisfecha, se despidió la poetisa. Apenas se hubo alejado unos pocos pasos, Genaro Zaldúa me susurró al oído:
—¡Qué fea es la pobre!