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Durante meses notó el bultito en el pecho; pero sólo en las últimas semanas había empezado a dolerle y a crecer. A principios de diciembre se hizo inevitable la operación. Cacharrito fue ingresado en la Residencia Sanitaria. El mismo día, por la tarde, el Pulcro Matallana anduvo merodeando por los alrededores del edificio en busca de alguna entrada franca de vigilante. Por falta de tarjeta de acceso, y a buen seguro por la desconfianza que en todas partes provocaban sus pintas de pilluelo sonriente, le vedaron el paso en la puerta principal. Restituto lo sorprendió desde una ventana pintando palabras en una pared y lo mandó a casa después de asegurarle que al día siguiente su hijo estaría en condiciones de recibir visitas. Le rogó comunicara a sus amigos que no debíamos acudir todos juntos al hospital, sino a lo más de dos en dos, y que conforme con esto nos repartiéramos en tandas. Al atardecer, el Pulcro me llamó por teléfono para proponerme que lo acompañara a la Residencia, y con ese fin acordamos reunirnos delante del cine Astoria a cierta hora de la tarde siguiente. Insinuó que no le parecía decoroso presentarnos ante el enfermo sin un obsequio; acto seguido, declaró que él no tenía un duro, lo cual era de ordinario verdad, y sin darme ocasión de abrir la boca, me aconsejó que adquiriera bombones, porque conociendo el talante bondadoso y la generosidad de nuestro compañero, lo más probable sería que el chocolate acabara dentro de nuestras panzas. Su malicia me enfadó. Por puntillo, afirmé que ya tenía comprado un regalo para Cacharrito. Él me preguntó cuál con retintín. No quise responderle sino que no era cosa de comer, y con esto y falso afecto nos despedimos hasta el otro día, en que, de mañana, volvió a llamarme. No bien hube oído su primera palabra, que pronunció, como todas las demás, en el tono quejumbroso de un perrillo apaleado, colegí que alguna razón le impedía acudir a la cita que habíamos concertado. No me equivoqué. En susurros me pidió que pasase a recogerlo, pues abrigaba la certidumbre de que mi presencia ablandaría a su padre. De ese modo lo convinimos y una hora después tomé el autobús que había de conducirme al centro de la ciudad. Por el trayecto me vinieron a las mientes los chismes que sobre mi casa y mi familia había estado el Pulcro difundiendo tiempo atrás a mis espaldas; me acordé también de la jugarreta de los bombones, y así, por todo ello, y porque a decir verdad le profesaba tan poca simpatía como él a mí, determiné llegarme solo a la Residencia.
Soplaba un viento inclemente. Los charcos estaban helados. De lejos avisté a la Emiliana, que iba y venía con perceptible inquietud por la acera próxima a la puerta principal, deteniéndose a cada instante para otear en una u otra dirección. Tanto como eso, me escamó verla venir desaladamente hacia mí no bien me hubo divisado. Era la Emiliana mujer menuda, de mucho nervio y ojos saltones como el hijo, pero sin el pasmo miope de los de éste; antes al contrario, astutos y parleros, con una punta de suspicacia que parecía penetrar las intenciones y los pensamientos del prójimo. Tenía el pelo negro y ralo que dejaba traslucir en algunas partes el cuero cabelludo; el cuello salpicado de verruguillas rosadas, la nariz roma y salediza la mandíbula inferior, de suerte que al cerrar la boca los labios no coincidían. Al verla venir demudada y presurosa a mi encuentro (por más que no lo necesitaba, puesto que era evidente que el camino hacia el hospital me llevaba directamente a ella), inferí que había sucedido un infortunio. Temeroso, me detuve, y mientras me hacía el ánimo de recibir en breve un aguacero de sollozos y lamentaciones, traté de discurrir una fórmula de pésame que me ayudase a capear el lance con entereza. En esto me acometió un recelo, si cabe, aún más terrible: la tragedia no había terminado y la Emiliana venía corriendo hacia mí menos por derramar su congoja en las solapas de mi abrigo que para pedirme alguna clase de auxilio urgente. El corazón me dio un vuelco, viéndome de pronto cargado con una responsabilidad tan excesiva como desagradable. Al punto me arrepentí de no haber acudido a liberar al Pulcro de su arresto. Pensé que habríamos podido repartirnos la desgracia a partes iguales. Pero ya no había remedio y, en consecuencia, yo debía comer solo todo el pastel. Finalmente llegó hasta mí la Emiliana, expeliendo nubecillas blancas por la boca, muy excitada y jadeante, y, sin poder articular palabra, me tendió la tarjeta, que tomé con la misma repugnancia que si me hubieran puesto en la mano una víscera chorreante. La mujer me dirigió una mirada tan llena de alarma que estuve en un tris de transmitirle mi condolencia por la muerte de su hijo. Cuando por fin pudo hablar, agradeció que no me hubiese retrasado. Con ostensibles muestras de desasosiego, dijo que tenía que bajar sin demora a la ciudad, me dio unas cuantas indicaciones a cual más confusa sobre el modo de localizar la habitación de su hijo y declaró de manos a boca que estaba muy contenta. Yo no pude menos de confesarle que no lo parecía, a lo que respondió que después de la noche espantosa que había pasado, no era posible imaginarse mayor felicidad que la que ahora la invadía. Su marido acababa de anunciarle por teléfono la aparición del frasco. En su nerviosismo omitió decir de qué frasco se trataba y a mí, la verdad, no me pareció oportuno entretenerla con preguntas. Se despidió al instante, pasó la carretera y se alargó hasta un taxi que por lo visto estaba esperándola. Minutos después, hallé a Cacharrito leyendo en la cama La República, de Platón.
—No sufro por mí —dijo a poco de mi llegada—, sino por mis padres, porque me doy cuenta de que soy una carga para ellos. Yo deseaba evitar la hospitalización. Traté de convencerlos de que para mí es más fácil soportar el dolor que verlos preocupados por mi causa. Mi padre se enfadó y tuve que resignarme a ocasionarles una gran molestia.
Lo habían intervenido la víspera por la mañana. La operación, que al decir del médico no entrañaba dificultad, había transcurrido sin complicaciones y durado apenas media hora. El problema que trajo de cabeza a la familia surgió después, con la pérdida del frasco. Impelido por la curiosidad, pedí a Cacharrito me refiriese los pormenores del contratiempo.
—A mi madre le fue confiado el quiste para que lo llevara a examinar al Instituto Oncológico. Como le pillaba de paso, se dirigió primero a la tienda. Tenía ilusión de enseñárselo a mi padre, para que también él se alegrase viendo encerrada en aquel frasco la causa de sus desvelos de las últimas semanas. En la tienda, no se sabe cómo, lo extravió. Estuvieron gran parte de la noche buscándolo en vano. Mi padre lo ha encontrado hace una hora. Desde que nací no he hecho más que crearles problemas. Ahora mismo me duele la cabeza, pero no pienso decirles nada para que no vuelvan a preocuparse.
Y concluyó con gesto de abatimiento:
—No merezco su amor.
Tres pacientes compartían habitación con Cacharrito. Uno de ellos era un hombre ojeroso, de entre cincuenta y sesenta años, tez parduzca, muy rugosa, y facciones en las que el marasmo debido a una convalecencia que ya duraba meses había modelado una expresión de languidez inalterable. Tenía una pierna envuelta en vendas, enjaulada, por así decir, dentro de una armazón de alambre. Cacharrito me contó en voz baja que el hombre nunca hablaba y que gemía en sueños.
Un ser incógnito, oculto tras biombos blancos, agonizaba en la cama de enfrente, aislado en su mortuorio atajadizo desde el que parecía difundirse un espeso silencio perceptible al tacto. Cacharrito me susurró al oído la palabra que todo lo aclaraba: cáncer. Y en ese tono bisbiseante, respetuoso, conversamos hasta el final de mi visita.
El tercer paciente era un chiquillo vivaracho que semanas atrás, haciendo una travesura en la cocina de su casa, se había quemado una mano con agua hirviente. Tenía, según Cacharrito, doce años pictóricos de vitalidad e inteligencia y un corazón de ardilla que le impedía estar quieto más de tres segundos seguidos. Para las enfermeras, que lo adoraban, constituía un incesante quebradero de cabeza. Ruegos, halagos y reprimendas no conseguían disuadirlo de sus frecuentes expediciones a lo largo y ancho del hospital. Gustaba de corretear por pasillos y escaleras, de suerte que en ocasiones, llegada la hora de administrarle un medicamento o de hacerle un nuevo injerto de piel, se hallaba ausente de la habitación y había que buscarlo, y el médico se irritaba, y al fin alguien daba con él en una de las salas de espera, en el garaje de las ambulancias o en la cocina, donde a lo mejor estaba comiendo uva que le habían regalado. Cacharrito contaba con entusiasmo que la mañana de su ingreso, a tiempo de vaciar la bolsa y poner sus cuatro pertenencias en las baldas del armario, se le acercó el chavalillo y al punto comenzaron a departir con la misma confianza y naturalidad que si se conocieran de toda la vida. En esto le preguntó Cacharrito cómo se llamaba. El pequeño, sin vacilar, respondió que Lorenzo. Y siguieron conversando en buena avenencia: cómo es que te quemaste, Lorenzo; y dónde vives, Lorenzo; y Lorenzo por aquí, Lorenzo por allá, hasta que al otro día, que fue el de la extirpación del quiste, por unos familiares que vinieron a visitar al muchacho se enteró Cacharrito de que éste se llamaba Juan José. A mi compañero la burla se le antojaba deliciosa y le recordaba aquella del cambio de nombres que le gastamos por el tiempo de su incorporación al grupo.
—Esta es la quinta vez que ingreso en un hospital y la única en que no me he deprimido, todo gracias a la alegría que transmite este muchacho.
Preguntó si me importaba que Juan José probase los bombones que yo había llevado de regalo, adquiridos minutos antes en la cafetería de la Residencia, no por seguir las aviesas recomendaciones del Pulcro Matallana, sino pura y simplemente porque me había faltado tiempo para comprar otra cosa en la ciudad. Yo me volví hacia el chicuelo y le hice un gesto de que podía tomar la caja. Él se la llevó a su cama, sobre la que se acomodó de un salto. Desgarró después el envoltorio de celofán y se puso a dar cuenta muy a su sabor del chocolate. Cacharrito, entretanto, me decía:
—Mañana abandonaré el hospital y en breve iré a pasar una larga temporada en La Póveda con el consentimiento del médico. Me duele alejarme de vosotros, pero pienso que a mis padres no les falta razón: necesito reposo y aire limpio. Después de la angustia que han sufrido por mi culpa, sería incorrecto contrariarlos. Mis padres son muy bondadosos, Hilario. Sé que merecen un hijo mejor que el que tienen. ¿Para qué voy a engañarme? No recuerdo haberles dado jamás una alegría. Perdona que hable tanto de mí.
Asomaba por el borde de la sábana uno de sus pies, pálido y huesudo, con durezas y dedos torcidos, medio montados los unos sobre los otros.
—Amo la vida con todas mis fuerzas, a pesar de que el dolor y las enfermedades me impiden disfrutar de ella como quisiera. Pero aun así le estoy agradecido, muy agradecido incluso. Disculpa que no pare de decir estupideces. Yo amo la vida con todas mis fuerzas, aunque sufro, o quizá por eso mismo, porque no me puedo hacer a la idea de que sepa amar la vida intensamente quien ignora o ha olvidado que de un momento a otro la perderá. Mañana, cuando salga del hospital, me detendré a contemplar, lleno de agradecimiento, los pájaros, las ramas de los árboles, las cosas comunes que no merecen la mirada atenta de nadie. Con el ánimo de embellecer la vida escribo mis poemas, aunque ya sé que son muy malos.
Cerca de la cama hay una ventana que da a un patio destinado a aparcamiento. Más allá se alza un edificio blanco, en la parte baja de cuya pared puede leerse la pintada en letras negras del Pulcro Matallana: ¡VIBAN LOS COMPAÑEROS! PEDRO ROJAS.
—Sí, Rosa y Josu me han visitado por la mañana. Te juro que ha sido emocionante, Hilario, de veras emocionante. Admiro la firmeza de su ideal revolucionario. ¿Sabías que a finales de mes viajarán a Cuba y después a Nicaragua? Con lo que saquen de la venta del apartamento pagarán los pasajes y el dinero que les sobre lo dedicarán a la compra de lápices y cuadernos para los niños nicaragüenses. Impresionante, ¿verdad, Hilario? ¿Verdad que los admiras tú también? Se han enrolado en una brigada de trabajo con el fin de colaborar en la cosecha de algodón durante los meses de enero y febrero. No lo hacen por afán de aventura. Su solidaridad con los oprimidos es tan grande que cuando terminen la faena agrícola intentarán establecerse en alguna aldea y allí enseñar a la gente a leer y escribir. Yo los admiro de corazón. Y al mismo tiempo me avergüenzo. Sí, Hilario, como lo oyes. Me avergüenzo de seguir apegado al conformismo cobarde en lugar de partir con ellos. Aunque no te lo creas, he resuelto hacer en adelante de la entrega a los demás mi divisa.
Chacoloteando con sus zuecos, entró en la habitación una enfermera. Traía, encima de una bandeja metálica, cápsulas de diversos colores, de las que depositó dos o tres sobre la mesilla del hombre triste. Juan José se había apresurado a esconder la bombonera debajo de la manta. Advertido lo cual por la enfermera, se acercó al muchacho y, sonriente, le ordenó que enseñase lo que escondía. Este, con el morrillo churriento, mostró la caja, al par que candorosamente hacía un ademán de convite. La enfemera, aceptado un bombón, se dirigió a la puerta, y una vez en el umbral se volvió para decir en tono de benévola reconvención que la merienda estaba prevista para las cinco, conque tenga cuidado el señorito de guardar algo de hambre para entonces.
—De acuerdo, eso no lo discute nadie, pero te aseguro, Hilario, que el propio Josu es el primero en reprobar su conducta agresiva del otro día. Al hombre hay que concederle una segunda oportunidad, ¿no crees?, y al amigo todas las que hagan falta para no perderlo. Josu quiere perdonar y que lo perdonen. Me ha pedido os transmita sus disculpas, en especial al Pulcro, aunque sigue convencido de que fue éste quien envenenó a Mitia. Ya sé, ya sé que la reconciliación es imposible y Josu también lo sabe. Pero le agradaría partir hacia América con la certeza de que no deja enemigos detrás. Yo admiro sin reservas su actitud. ¿Permites que te confiese una cosa? A mí me ha dolido mucho todo lo que ha pasado. ¡Qué triste!, ¿verdad, Hilario? ¿No te gustaría pasar una tarde con Josu? Yo sé que él está deseando verte. Te aprecia de veras. ¿No te apetecería llamarlo por teléfono? Todavía tiene el mismo número, aunque actualmente vive con Rosa y su familia. ¿Lo llamarás? Llámalo, por favor.
Zócalo de azulejos blancos hasta media pared, blanca de cal la otra mitad hasta la moldura blanca y blanco el techo, sábanas blancas y barrotes blancos de cama, puerta blanca, mesillas blancas, lámparas blancas, radiadores blancos, persianas blancas, blancos los biombos que ocultan al moribundo, enfermeras con batas blancas, blanco el edificio frontero que es todo lo que se alcanza a ver por la ventana, salvo un pedazo de cielo cubierto de nubes blancas. Tan sólo unos cuantos detalles esparcidos por el blancor (la madeja de lana roja de la Emiliana, los rizos negros de Juan José, la bombonera dorada, la bata azul marino de Cacharrito) recuerdan que la vida aún existe en otra parte.
—Pues aunque no te lo parezca, te juro que Rosa no siente ninguna animadversión hacia nosotros, tampoco hacia Izaskun. Lo que pasa es que ella habita en un orbe muy distinto de ideas y convicciones, y esto hay que respetarlo. Me consta que hizo un esfuerzo grandísimo por integrarse en La Placa. ¡Qué persona, Hilario! Si la conocieras mejor te quedarías admirado. Créeme: no es ninguna exageración afirmar que carece de defectos.
Así hablando, llegó la hora en que debía reunirme con Genaro Zaldúa e Izaskun Ayestarán delante del hospital para entregarles la tarjeta de entrada. Tomé el abrigo, los guantes, la bufanda, y dije adiós a Cacharrito, a quien se me hace que le supo a poco la escueta despedida, pues enristrando repentinamente hacia mí, me estrechó con tanta fuerza entre sus brazos que, a no conocer su costumbre de prodigar afecto, pensara que le había acometido alguna pasión insana. Cariñosamente asió mi mano y la sostuvo entre las suyas mientras me escuchaba desearle un rápido restablecimiento. De nuevo me rogó llamar por teléfono a Josu Ruiz. Se lo prometí, para que me soltase, y me soltó. Camino de la puerta, al pasar entre las camas como un general que revistase con deleite una batería de carros de combate, me colmó la satisfacción de no estar enfermo. Puesta después la mano en el picaporte, me volví a mirar a Cacharrito. Lo vi sentado en el borde de la cama, con su bata de felpa, sus ojos atónitos, su expresión de bondad, y al punto me estremeció una ráfaga de remordimiento, más violenta que otras muchas anteriores, recordando aquella noche de noviembre en que, por venganza, le pintarrajeé el automóvil. Quise, pero no pude, dar el paso que me faltaba para salir de la habitación. Una a modo de soga invisible, que tiraba de mí hacia atrás, logró arrastrarme, sin que yo pudiera evitarlo, hasta donde mi amigo se encontraba. Abrazándolo, le pedí perdón. No dijo nada, no se movió, seguramente no comprendía de qué culpa podía absolverme, y aunque estábamos uno delante del otro, se dijera que sus pupilas escrutadoras me habían perdido de vista. Fue la última vez que vi aquel año a Cacharrito.