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Cuando llegué al apartamento, la controversia acababa de empezar. Tenía su origen en una exigencia de Josu Ruiz, a cuya aceptación y cumplimiento condicionaban tanto él como su novia el perdón de los agravios que decían haberles causado nuestra entrevista en Unidad, tema sobre el que al parecer había versado la plática durante mi ausencia. Y era que, con la colaboración literaria de Cacharrito, habían redactado una réplica contra el político Onaindía, el cual, ignoro dónde ni con qué ocasión, había acusado al Partido Comunista de Euskadi de hacer demagogia sucia al definir a las fuerzas de orden público como colectivo de trabajadores con uniforme. Dicha réplica debía remitirse cuanto antes a los periódicos locales, firmada por La Placa; a pie de página se haría constar la adhesión de diversas asociaciones, todas imaginarias, de poetas, intelectuales y pintores, a fin de que cundiese en la opinión pública la creencia de que el arte y los artistas apoyaban al PCE. El escrito estaba ya mecanografiado y también la carta en que solicitaban la publicación del mismo a los directores de los diferentes diarios; pero desde un principio el proyecto tropezó con el firme rechazo de Genaro Zaldúa, que ni siquiera se dignaba tomar el asunto en serio.

—Esos abnegados obreros de color gris —se chanceaba— han tenido varias veces el gusto de vapulearme con sus herramientas de trabajo.

Arrodillado junto al hueco de la buhardilla, el Pulcro jugaba con Mitia. Se volvió y dijo:

—A mí un día, en el Boulevard, por poco me matan de un porrazo, quizá de dos, ya no me acuerdo.

—¡Qué pérdida irreparable! —terció con guasa Izaskun Ayestarán.

No desviaba Josu Ruiz la vista de la breva apestosa que su oponente saboreaba por gusto de infringir la prohibición más o menos tácita de fumar en el apartamento. Y por lo mismo, Izaskun Ayestarán habría de encender aquella tarde un cigarrillo tras otro, según concierto que tenía establecido con Genaro Zaldúa para llenar la pieza de humo. Josu Ruiz vertió miel en la tisana de hierbabuena, chupó la cucharilla y dijo:

—Te guste o no, la policía es una condición necesaria del funcionamiento del Estado.

Por la ventana se veía pintear. Cacharrito, sentado en el suelo a la usanza budista, observaba a los platicantes con ojos desmesurados, boca abierta y aire de no entender ni jota de cuanto se decía a su alrededor. Genaro Zaldúa extrajo una brizna de tabaco de las ruinas itálicas de su dentadura. Se notaba que ardía en deseos de porfiar y disentir.

—La picana y la bañera —dijo— son también formas de esa condición. Cualquier día oiremos que los trabajadores del gremio de la tortura se han declarado en huelga para que les suban el sueldo. Pobrecitos. Por otra parte, no estés tan seguro de que le profeso el mismo fervor que tú al Estado.

Josu Ruiz hizo un gesto de contrariedad. ¿Se daba tal vez cuenta de que sus pasados bríos intelectuales poco podían ya contra las valentonadas de su compañero? En su lugar tomó la palabra Rosa Benítez, cuya voz cálida y espesa acalló como por ensalmo a las otras, atrayendo la mirada de todos los concurrentes hacia la leve curva desdeñosa de sus labios.

—Los comunistas hemos sufrido como nadie la represión del franquismo. Con diecinueve años conocí la cárcel. Conque a mí —fijó en Genaro Zaldúa sus pupilas cuajadas de arrogancia— no tienes que explicarme en qué consiste una paliza en comisaría. Lo sé mejor que tú y que cualquiera de los que están aquí. Yo no necesito atiborrarme de libros para saber de qué color es el mundo. Y podría contar cosas que harían ciscarse de miedo a más de uno.

A Izaskun Ayestarán le sobrevino un pujo de risa.

—Y sin embargo —continuó, impasible, Rosa Benítez— no abrigo resentimientos. Venzamos o no, yo sé que nuestra lucha es noble.

—¿Es noble dictar a los escritores el panegírico de la policía? —le retrucaron.

—Tergiversáis mis palabras. Todos sabemos que hoy día las fuerzas de seguridad velan por los intereses de las clases privilegiadas.

—Otros afirman que velan por la preeminencia política de Madrid, en detrimento de las aspiraciones históricas de vascos y catalanes.

—Lo que Rosa quiere decir… —intervino Josu Ruiz, pero la aludida no le permitió continuar.

—Lo que yo quiero decir lo digo yo.

—Eso —ratificó de coña Izaskun Ayestarán.

Las dos muchachas se escrutaron con ostensible animadversión. Tenía Cacharrito la mirada extraviada en algún punto remoto de un horizonte quimérico, y en sus pupilas la lumbre de quebranto y la unción lánguida de aquellos rostros que pintaba El Greco. Junto a él, Genaro Zaldúa había transformado en cenicero una cascara de clementina. Con flema sardónica daba vueltas al puro que mordía complacidamente. Manoteó Rosa Benítez la humareda y dijo:

—La revolución proletaria eximirá a las fuerzas de orden público de la servidumbre que les impone el Estado capitalista. Ningún policía será forzado a desempeñar cometidos criminales para ganarse el pan. Ganarse el pan, ahí está el busilis, lo que no toma en consideración el etarra que se carga al policía o al guardia civil. Le ofusca el uniforme, pero no ve, como nosotros, al hombre y, en definitiva, al trabajador que hay dentro del uniforme.

—¡Pero qué rollo macabeo nos está largando esta tía! —exclamó Izaskun Ayestarán en un súbito rapto de expansión campechana.

—Y que lo digas —confirmó el Pulcro por lo bajo.

Se entretenía el chaval aguijando al canguro con una pajita. Otras veces la acercaba al hocico del animal, que al punto se afanaba en disputársela a dentelladas. Supe con posterioridad que sobre el Pulcro pesaba esa tarde la prohibición, impuesta por Genaro Zaldúa, de interferir en las conversaciones.

Izaskun Ayestarán hizo gala de vocabulario barriobajero.

—¡No te jode! Resulta que la superreunión a la que ni Cristo debía faltar, porque anda en juego el porvenir de La Placa, no es más que una puñetera tertulia para rajar sobre la bofia. Si lo sé me voy a donde tenía planeado.

—Seguro que a ojear revistas en la peluquería —le espetó con insolencia Rosa Benítez. Le dio a continuación la espalda y, muy señora, enristró hacia la ventana, que abrió de par en par.

Estoy viendo a Izaskun Ayestarán fingir que encajaba el desplante con risueña displicencia. Poco le duró, sin embargo, la sonrisa, convertida de pronto en el centro de un círculo de entrecejos fruncidos, de frentes cavilosas que terminaron de convencer a la muchacha, si es que no lo estaba por su cuenta, de la gravedad de aquella ofensa recibida. Muy nerviosa, se llevó el cigarrillo a los labios, con urgencia tal vez de encubrir el rubor. Al levantar la mano resbalaron por su antebrazo cinco o seis pulseras, cuyo leve chischás de bisutería pudo percibirse con nitidez en medio del profundo silencio que llenaba la pieza. Izaskun exhaló una larga bocanada, en la que tan visible como el humo era el suspiro de rabia sorda que iba envuelto en las volutas. Las lágrimas le aguaban los ojos; pero, apretando los dientes, las contuvo. Largo rato permaneció callada, absorta en su rencor, mientras esperaba que cesasen los efectos de la ponzoña que Rosa Benítez le había inoculado.

En ese ínterin entablaron Genaro Zaldúa y Josu Ruiz, fronteros uno del otro, aquella discusión que jamás olvidaré en tanto que viva y me acompañe la memoria. El primero la inició con declarada bravuconería y palabras terminantes, no muy distintas de éstas:

—Esa carta vuestra contra Mario Onaindía, que ni hemos leído ni vamos a leer, no se publicará en ninguna parte con firma de La Placa. El tema carece de interés literario y por tanto no nos incumbe.

El otro aceptó el reto.

—Está por ver —dijo— a quién no incumbe.

—A mí y a la mayoría de los presentes. Mal que te pese, formamos un grupo de escritores y es el hábito de escribir la razón exclusiva de que nos reunamos y realicemos tareas en común. Nos une la literatura, nos une el gusto por los libros, que, contra lo que tu novia cree, no constituyen nuestra única fuente de conocimientos, aunque sí, con certeza, la más importante. Se nos antoja que en ellos los hombres aparecen retratados con mayor veracidad que en los zafios panfletos de su partido. ¿O acaso debo decir vuestro partido?

—Se ve que gozas chapoteando en un fangal de simplicidades, camarada. Desde que te conozco no he oído de ti cosa que no sonase a arenga de capitán de novela juvenil. Yo voy a decirte lo que os une a ti y a esa mayoría gregaria que, a falta de cerebro propio, piensa por lo visto con el tuyo. Os une la ambición, el narcisismo y la superficialidad. Os une que no tenéis la menor visión histórica. Os une que no creéis en nada, lo que no os impide entusiasmaros con la ilusión de que los demás se mueren de ganas de creer en vosotros. Lleváis dentro de las venas una sobredosis de yo, eso os une, y así, poco le costará al río de la Historia tragaros de un bocado.

—Tragará a todos, y acaso en primer lugar a los que dragonean de andar metidos hasta el cuello en agua histórica.

—Discúlpame, a veces olvido recordar que tú vives más allá del bien y del mal.

—Vivo donde nací y desde pequeño he sido testigo de los desastres a que conducen ciertas ensoñaciones políticas, algunas de las cuales pareces haber prohijado desde que te echaste tu última novia.

—Hablando de desastres, presiento que tú y yo añadiremos uno más a la cuenta si empiezas con las alusiones personales.

—No he venido a esta casa a eludir las guerras que me declaren. Por mí podemos darnos de hostias ahora mismo, si es ése tu gusto, aunque, la verdad, no me agrada abusar de ti, teniendo en cuenta tu lesión de la pierna y no sé qué disgustos que me han dicho te causa el hígado, a lo mejor por no haber saciado siempre la sed en los manantiales cristalinos de la Historia.

Dejó Josu Ruiz que transcurriera una breve pausa, mientras escudriñaba el semblante de su interlocutor. Tenía la barbilla apoyada en la palma de la mano, en la frente un ramillete de surcos que tanto podía denotar desconcierto como la inminencia de un arrebato colérico. El otro le sostuvo la mirada y venció.

—Supe corregirme —dijo Josu Ruiz, en franca retirada hacia las trincheras del cinismo.

Genaro Zaldúa tiró a degüello:

—¿No será que te corrigen? —y por acabar de hombrearse, expelió con flema provocadora un aro de humo.

Josu Ruiz se encogió de hombros, haciendo una mueca indicativa de que le traían sin cuidado los desafíos jactanciosos de su oponente. El Pulcro Matallana, junto al cual me habían llevado a sentarme ciertas intenciones embozadas, saboreaba la disputa sonriendo a escondidas. Por señas me declaró su deseo de gorronearme un cigarrillo. Saqué del paquete uno para él y otro para mí. La llama del encendedor atrajo la atención de Rosa Benítez, que nos lanzó una mirada feroz. A fin de esquivársela, reviré la vista hacia Genaro Zaldúa, que se conoce estaba esperando esa ocasión para guiñarme un ojo con simpatía, sin duda por entender que yo había resuelto alistarme en su bando, en el bando de los fumadores. Se lo confirmé correspondiéndole a la guiñada.

—En resumen —dijo con garbo de jaque—, La Placa no hará apología de las fuerzas de orden público ni se transformará, como aquí prentendían algunos, en una célula de opinión al servicio del PCE. Personalmente no me opongo a que publiquéis esa carta contra Onaindía; pero eso sí, camaradas, dando la cara con nombres y apellidos. Nada de implicar a La Placa en politiqueos. Y no perdáis el tiempo predicándonos que la liberación del proletariado es una cosa acojonante, porque la verdad, aquí entre nosotros, la lucha de clases y todas esas zarandajas de la revolución social nos importan un comino.

—Hombre, eso no, Genaro, eso no —protestó Cacharrito en un tono de súplica temblorosa—. Hagamos un esfuerzo serio por salvar la amistad.

Y entonces Izaskun Ayestarán salió de su mutismo para decir desabridamente:

—Tú mejor cierra el pico, que ya sabemos por encargo de quién hablas.

Disgustaron sobremanera las palabras de la chica a Cacharrito, que dobló la cabeza con grandísimo azaramiento y permaneció ensimismado, roe que roe la pesadumbre que lo abrumaba, hasta el final de la turbulenta reunión. Se reamoscaron los anfitriones a raíz de la ofensa inferida a su adepto que en realidad lo era tanto de ellos como de la facción contraria, lo que acarreaba doble pena al pobrecillo; no dispuestos a consentir a nadie lo que no habían tenido más remedio que soportarle a Genaro Zaldúa, con achaque de revindicar a Cacharrito arremetieron de consuno contra Izaskun Ayestarán. Y se me hace a mí que se ensañaron con ella a la manera como se resarce a costa del débil el que viene de sufrir alguna humillación. No lograron, con todo, que Izaskun Ayestarán se arredrase; antes al contrario, se le desató a ésta el resquemor que desde hacía rato la repudría, y con inusitado coraje y lengua buida les plantó cara. Se enzarzaron las dos partes en una violenta esgrima de injurias y reproches. Intervino Genaro Zaldúa, deseoso de merecer algún insulto que justificara su intromisión ya consumada. De vez en cuando el Pulcro lanzaba una chirigota al corro de disputadores, que enfrascado en la rencilla no hacía el menor caso de ellas. Antiguos agravios revivieron; heridas cicatrizadas segregaron nuevamente el pus de la inquina; trapos sucios fueron aireados sin piedad; un vilipendio sucedía a otro y a cada cual, en fin, se le atacó y pinchó donde más le doliese. Se demudaba Josu Ruiz oyéndose llamar borracho en varadero, poeta envidioso y fracasado, hombre venido a perro de aguas —minerales, añadió el Pulcro— que con la pata chula brincaba y retozaba al son impuesto por la que no se había dado poca maña ni nada para sonsacarle el piso. Genaro Zaldúa alechuzaba las pupilas cada vez que sus rivales afeaban su gula bestial, su avaricia, su talante cerril o su hedor de boca y sobacos. Pero ningún vituperio lo irritó tanto como el de que abrigara la intención de valerse de La Placa para mangonear y hacer carrera. Hierática de cólera junto a la ventana, Rosa Benítez escrutaba con gesto altanero a quienes la llamaban mujer de mármol, tiorra engreída, víbora codiciosa y capataz de su novio, al que había dejado sin juicio, sin casa y sin amigos. Puestos a ofender, le soltaron que, viniendo de Extremadura, resultaba sobradamente comprensible su inclinación fraternal por la policía. No menor fue el lote de afrentas que correspondió a Izaskun Ayestarán en el curso de la trapatiesta. La tacharon de drogadicta, de mujer aniñada, voluble y despilfarradora y, repetidamente, de loro; salió a relucir su encubierto catolicismo, que ella negó tres veces, dando ocasión a que el Pulcro emitiese un quiquiriquí rebosante de malicia. Al fin, como a todos los ataques respondía zahiriendo, por puntillo le hurgaron en su llaga más ardiente, atribuyéndole celos por la que disfrutaba del amor que ella, a causa de su insensatez y propensión a la lascivia, no había sabido conservar. Dolida, desencajada, los ojos encarnizados y las manos que parecían tañer una guitarra invisible, reveló de sopetón una flaqueza venérea de Josu Ruiz. Contraatacaron el aludido y su novia, a cual más furioso, poniéndola de puta para arriba, afirmando que no cabía en su cerebro de hembra rijosa más pensamiento que lucir día y noche la canal, que sólo era miembro de La Placa merced a sus méritos vaginales y que después del de Miramar tenía entre pierna y pierna el túnel más transitado de la ciudad. Izaskun soportó el aguacero de afrentas sin inmutarse. Se irguió después con mucha calma, miró a unos y a otros, estrujó el cigarrillo contra la peladura de clementina, y, vuelta finalmente hacia Rosa Benítez, la señaló con el índice y le dijo:

—Puta como todas, pero no mulata.

Al punto se apartó la otra de la ventana, el semblante crispado, rojo de ira, y cayendo sobre Izaskun, le propinó de escopetón un revés fortísimo en la boca. La agredida, con el hocico sangriento, se desplomó de espaldas encima de la mesa atestada de vajilla y rodó al suelo, entre Cacharrito y Josu Ruiz, arrastrando en su caída tazas, platos y cubiertos. Se disponía a incorporarse, cuando su enemiga arremetió de nuevo contra ella. Se revolcaban abrazadas las dos mozas delante de Cacharrito, que observaba la pelea con mueca petrificada, como abismado en el estudio de una partida de ajedrez. Sobre el hornillo eléctrico empezó a pitar de pronto la tetera. En breve el terebrante silbido apagó las quejas, gritos e interjecciones que proferían las dos muchachas entre arañazo y bofetada. Un chorro de vapor nublaba el mapa de Suiza. Yacía Josu Ruiz al borde de la pelotera en postura embarazosa de la que no se podía librar, luego de haberse dejado caer hacia un costado para zafarse de los pataleos frenéticos de Izaskun Ayestarán, que no andaba lejos de hincarle en el vientre sus tacones. Ni atinaba a levantarse ni estaba a salvo tendido, y fue el Pulcro Matallana quien, tras depositar a Mitia en su predio de aserrín, acudió a poner remedio a la insoportable estridencia. Retirada la tetera del fuego, el muchacho se situó en el rincón del lavabo, desde donde probablemente se presenciaba mejor la pelamesa. Me vi solo junto a la buhardilla, libre de miradas, y supe que había llegado el momento de poner por obra mi designio secreto. Sacando entonces del calcetín un canutillo hecho con un trozo de hoja de acelga, atado con un hilo para evitar que se desenrollase y perdiera su mortífero contenido, disimuladamente lo arrojé delante del roedor, que sin demora se acercó a olisquearlo y con él entre los dientes se guareció en la caja de zapatos que le servía de cubil. Así las cosas, Genaro Zaldúa que, sentado en el suelo, de espaldas a la cama, no podía desatollarse si no empujaba la mesita contra las dos contendientes y Josu Ruiz, logró por fin salir a gatas de aquel espacio angosto en que estaba atascado. Irguiéndose de un brinco, se llegó a las que peleaban y, por separarlas, asió de un brazo a Rosa Benítez, que era, de las dos, la que se hallaba encima, y tiró de él tan fuertemente que dio con la muchacha en tierra. Se le encendió a Josu Ruiz la sangre, pensando que agredían a su novia. Como pudo se levantó, que no fue fácil, porque tenía una pierna enganchada bajo la mesa; aprestó el puño, lo retiró hacia el hombro a fin de procurar el recorrido conveniente al derechazo que a ojos vistas tramaba, y cuando ya se disponía a propinarlo, zas, se le adelantó Genaro Zaldúa con un brutal manotazo en plena cara. Josu Ruiz reculó aturdido; pero enseguida se repuso y, dándose la vuelta prestamente, alzó la pizarra que, unida al tabique por medio de una bisagra oculta, servía de tapa a una hornacina. De un ágil zarpazo sacó de aquella cavidad (cuya existencia ni yo ni mis compañeros conocíamos) una pistola. Apuntó a Genaro, luego al Pulcro, que se había movido, y otra vez a Genaro, completamente fuera de sí, el nimbo azul en torno a la cabeza, no menos visible que la marca rojiza del golpe que acababa de recibir en la mejilla. Con ceño torvo examinó uno a uno los rostros de los circunstantes, paralizados por el estupor, y se me hace a mí que viendo reflejada en ellos la desmesura y sinsentido de su acción, resolvió ponerle término cuanto antes. A ese fin señaló con el arma hacia la puerta y a grito pelado nos conminó a salir. En silencio recogió cada cual sus pertenencias; desfilamos después, ni deprisa ni despacio, ante el cañón de la pistola y abandonamos el apartamento, al que nunca más habríamos de volver. Una vez en la calle, Cacharrito, que también había salido con nosotros, se negó a acompañarnos, alegando muy seriamente que deseaba estar solo. Los demás nos dirigimos al piso de Izaskun Ayestarán, donde la muchacha se curó el labio y nos mostró inflamada de orgullo un mechón que había arrancado a su enemiga. Cenamos juntos, reímos y nos achispamos, y como remate de la velada extendimos una jocosa cédula de expulsión que Genaro Zaldúa se comprometió a enviar por correo a los novios.

Llegué a casa al filo de la medianoche. El padre me esperaba levantado para contarme que desde hacía más de dos horas no paraba de llamar por teléfono un amigo mío, el cual le había pedido repetidamente que me transmitiese el encargo de telefonearlo sin falta, aunque fuese de madrugada.

—Muy bien. ¿Quién era?

No supo responder.

—Acuéstate —le dije—. Si tanto le urge hablar conmigo, llamará de nuevo.

Se retiró a su cuarto y yo al mío, donde empecé a llenarme la boca de saliva mientras esperaba la llamada que de un momento a otro habría de confirmarme la feliz consumación de mi venganza. Al poco rato sonó el teléfono.

—Yo sólo sé —dije— que el Pulcro ha estado todo el tiempo jugando con el animal.

Cuando colgué el auricular, la saliva se me desbordaba de la boca; pero no corrí, como tenía previsto, a la ventana de mi cuarto para lanzar el escupitajo triunfal a la calle, sino que repanchigado en mi viejo y raído sofá verde me deleité sintiendo cómo me resbalaba la baba por la barbilla y el cuello.

Dos veces más, antes de acabar noviembre, tuve ocasión de cumplir con el rito salival: la primera, un martes lluvioso en que vi descender al Pulcro Matallana por las escaleras de la Biblioteca Municipal con un ojo a la funerala; la segunda, el día que a Genaro Zaldúa le mostraron la página del periódico en que figuraban su foto y la noticia de su premio obtenido a lo somorgujo en Zaragoza, publicación que no dudó en atribuir a la maldad vengativa de Josu Ruiz. Explicó destempladamente que necesitaba el dinero para costearse una dentadura postiza. Volviéndose después hacia Cacharrito, le instó a cesar de importunarle con sus diligencias y ruegos encaminados al logro de una reconciliación que ya era de todo punto imposible.

—¿Me entiendes?

Y repitió, corajudo, marcando cada sílaba con sendos puñetazos a la mesa:

—¡Im-po-si-ble!

Ese salivazo, por ser el que coronaba la serie, determiné lanzarlo al río desde el puente de Santa Catalina, y así lo hice una noche, de las últimas de noviembre.