Primero pensé: esta pobre señora se ha caído y, como no puede levantarse, gatea. Pero al llegar al extremo del tramo vi que en realidad estaba arrodillada, fregando con agua y lejía el suelo del descansillo. Pasé junto a ella sin saludarla. De refilón miró mis botas, recelosa quizá de que le pisara lo mojado. Se lo pisé, no había otro remedio. Por la abertura de la puerta salía tufo de pescado frito. Subí, camino del apartamento, unos cuantos peldaños más, y al volverme a mirarla, me percaté de que bajaba prestamente la cabeza, como para ocultar el rostro, en cuyos bordes eran visibles los estragos de la psoriasis. Nunca antes había visto a la madre de Rosa Benítez, nunca después volvería a verla.
Llegaba con retraso por causa de la revisión de apuntes de todos los domingos. Yo siempre había creído que el disimulo, los ardides y la mala índole eran una necesidad defensiva de los vulnerables. Nada más fácil de comprender para mí que las púas del erizo, el color de los camaleones o la escopeta del hombre. ¿Para qué diablos le serviría a un tigre la facultad de tender telarañas entre los bambúes? Excepción a esta norma era y es mi hermana Petra, en quien la naturaleza dispuso que la condición dominadora no excluyese la artera, lo que dio lugar a una de las peores bestias que puedan imaginarse.
Aquel domingo último de noviembre revisó mis papeles con meticulosidad exasperante. No conforme con leerlos, me reclamó los de semana anterior para cerciorarse de que existía continuidad entre unos y otros. Me estrechó a preguntas malévolas a fin de pillarme en contradicción. Yo le respondía con deliberada mandanga y tiesura que la incomodaban, por lo que, apenas emprendía las explicaciones, me andaba callar sacudiendo imperiosamente la mano, ademán al que por lo común sucedía un refunfuño. El padre, por echarme un capote, le aseguró desde el umbral que me pasaba las noches en vela estudiando.
—En vela seguro —rezongó mi hermana—, pero está por ver que estudie. Lo que sí hace es fumar, que menudas están las cortinas de esta pocilga.
Y prosiguió la inspección de apuntes con un detenimiento que tenía más que nunca la apareciencia de un castigo. Descartaba yo que estuviese al alcance de su sesera descubrir que aquellas notas eran copia literal de las de un compañero de clase. Reflexionando a la busca de otras razones que justificasen su enojo y aspereza, me pregunté si el padre le habría ido con algún cuento sobre mis hábitos de vida durante la semana. La estupidez del pobre diablo, ¿llegaría al extremo de exponerse a que yo, a mi vez, describiese ante su hija las escenas nauseabundas a que a diario daba lugar su miseria alcohólica? El temor a ser delatado por mí cada domingo lo abrumaba, volviéndolo servil y dadivoso. Y ni siquiera era ése el único ni acaso el menor perjuicio que habría de recibir de mí si me traicionaba. Además, conociendo el talante de la Petra, albergo la certeza de que si tenía algún motivo de disgusto por causa de mi comportamiento, no habría esperado a meter el segundo pie en casa para empezar a dirigirme uno de sus habituales rapapolvos. Bastó ese detalle para convencerme de que el viejo estaba franco de culpa. La comida, por lo demás, había discurrido sin incidentes. El padre elogió como de costumbre las viandas que apenas había de probar; la Petra comió de pie, mientras fregaba la vajilla, y yo pasé el tiempo pensando entre bocado y bocado en la desgracia de pertenecer a una familia semejante.
Así las cosas, mencionó mi hermana, sin que viniera poco ni mucho a cuento, la entrevista reciente de La Placa en el periódico, con evidente deseo de burlarse. Me preguntó si alguno de los que habían participado en ella era hijo del director de Unidad; de lo contrario, no se explicaba que un periódico decente se hubiera rebajado a publicar las necedades de una cuadrilla de locos. Caí entonces en la cuenta de que la mortificaba una envidia voraz, única y verdadera razón de su extremada chinchorrería aquel domingo, y en mi fuero interno me alegré. Insinuó que deberíamos llamarnos La Caca. A pique estuve de pincharla respondiendo que yo podría trasladar su recomendación a mis compañeros; pero no me atreví ni creo que me habría reportado la provocación beneficio alguno. Hizo después que le pusiese en autos acerca de los «jovencitos» que salían conmigo en la fotografía. Como se chancease de su aspecto, que recordaba con absoluta precisión, se me encendió la sangre y formé propósito de corresponder a su curiosidad de modo que durante una temporada no le diese descanso la dentera. Y así, le dije que aquél a quien llamaba «barbudo con cara de orangután» era un director de cine que acababa de cobrar trece millones de pesetas por el rodaje de una película sobre la vida del general Zumalacárregui. En cuanto al «bebé que miraba los patos», afirmé que se trataba de Arthur Rimbaud, un famoso poeta francés venido ex profeso de su país para conocernos. Por último, fingí asombrarme de que no supiese quién era la chica a quien motejó de «pajarito pelado»; tras lo cual, como si me moviese la sana intención de refrescarle la memoria, enumeré diversos títulos de obras de Marguerite Yourcenar y de Virginia Woolf, que yo conocía de oídas, atribuyéndoselos sin titubeos a aquella presunta novelista de nuestro grupo a quien la fama permitía vivir de sus escritos. Mi hermana, cuyos conocimientos literarios se limitaban a saber que los libros están hechos de papel, atendió a la sarta de embustes con la dignidad impasible del reo al que le trae sin cuidado la condena que le impongan. Con todo, la sosegada indiferencia de su rostro (en cuyos rasgos hinchados y rubicundos me parece a mí que trasparecía el tipo mongólico característico de las hembras vascas según Ortega, siempre propenso a destacar lo bárbaro en nosotros) no concordaba con un temblor perceptible de manos que hacía vibrar los papeles asidos entre sus dedos.
—Supongo que tú serás el recogepelotas de toda esa gente.
Su sonrisa desdeñosa le duró el pedacito de momento que tardé en replicar con dulce malicia a su ironía.
—Te aseguro que se me valora, especialmente en Francia.
—Unos trabajamos y otros salís adelante —dijo despechada, y demostrativamente emprendió a continuación la relectura de mis apuntes, que estuvo inspeccionando o haciendo como que inspeccionaba durante largo rato. Le insinué por fin, con mucha suavidad, que se acercaba la hora de irme. No hubo respuesta, quizá no me oyó. Pasados varios minutos, la voz menos empañada, le declaré que me aguardaban en el museo de San Telmo, donde a media tarde comenzaría una reunión de escritores y filósofos cuyo discurso de apertura yo debía pronunciar. La Petra respondió secamente que aún no había terminado de examinar mis papeles. Tragué un terno que me subió a a boca impelido por una descarga de coraje; transcurrieron los segundos y, ya más calmado, dije:
—El alcalde en persona me está esperando.
Fue peor que insultarla. No lo pudo soportar y se despeó: que qué se le daba a ella de alcaldes y de gandules sabidillos como yo y que no me hiciese ilusiones de salir si no ordenaba primero el escritorio. Con ese y otros pretextos me entretuvo y humilló durante más de media hora, y cuando ya me disponía a marchar me obligó a descalzarme, a embetunar y cepillar mis botas, porque le parecía una vergüenza que las llevase tan sucias a una reunión con el alcalde. A tiempo de despedirme ridiculizó mi bigotillo y mi manera de caminar, que juzgó propia de un «cheposo herniado», y al fin, con la boca torcida de desprecio, me mostró sin tapujos lo poco y mal que me quería, diciendo:
—Supongo que si te haces famoso no te meterás con la religión, porque eso faltaría, que vinieran a contarme que soy la hermana de un perdido.