Me despertaron a media mañana los timbrazos del teléfono. Por la noche, leyendo hasta horas indispuestas, me había dormido en el sofá, con la lámpara encendida y el Zarathustra de Nietzsche sobre el vientre; al levantarme de golpe, el libro cayó al suelo.
—Diga.
Una voz, que al pronto no reconocí, me respondió con acritud. Era Josu Ruiz. Llamaba para anunciarme la convocatoria de una reunión que había de celebrarse al día siguiente con el propósito de aclarar posiciones. Ah, bien, bueno, y en ese instante me vino a la memoria la tarde de mi última visita al apartamento, la misma en que fui arrojado al río. En un tono petulante, amenazador, manifestó Josu Ruiz que estaba en juego el futuro de La Placa, por lo que más me valía no faltar. Me dio el olor de que su enojo guardaba relación con la entrevista publicada recientemente en el diario Unidad y se lo pregunté.
—Eres —contestó— el cuarto con quien converso por teléfono en lo que va de mañana y el cuarto que me sale con la misma pregunta. Te digo lo que a los demás: mañana, cuando estemos todos juntos y tenga delante vuestras caras, daré mi opinión sobre esa porquería que habéis sacado en el periódico. A lo mejor alguno acertará a explicarme las razones de atacarnos públicamente a Rosa y a mí.
—Me parece que no ves el lado humorístico de la entrevista.
—¡Aj, no me vengas con la cantilena de Cacharrito! Mañana sabré definitivamente si La Placa va a seguir camino de convertirse en una pandilla de chistosos; en cuyo caso, adiós y felices navidades por el resto de vuestros días.
Saqué un cigarrillo del paquete y, mientras lo encendía, sostuve el auricular entre las piernas.
—… que nadie piense como yo, sino que nadie piense contra mí. Como todavía me considero amigo tuyo, quiero que sepas que Rosa y yo tenemos confianza en que te sumarás pronto a nuestros ideales revolucionarios.
Se despidió hasta el día siguiente y colgó, dejándome a solas con los pipidos del teléfono. Entonces, seguro de que no me oía, le pregunté cuál había sido su razón de tirarme al Urumea, así como por qué, si se decía mi amigo, andaba llamándome por detrás «cacto con las espinas hacia dentro». Le concedí tres segundos para que me pidiese perdón; pero pasó el plazo y seguía sin hablar. Tras avisarle que mi paciencia tenía un límite, le otorgué una segunda, enseguida una tercera oportunidad para que mostrase su arrepentimiento y suplicara reconciliación. En todos los casos me dio la callada por respuesta, conque, sintiéndolo mucho, le comuniqué que al día siguiente conocería el castigo de que era merecedor por la ofensa y ruindad que me había hecho.
—Puede que tú seas amigo mío, pero yo no soy amigo de nadie —le dije por último, y colgué.
La casa apestaba a aire estadizo, a tabaco, a fruta pasada, a guisos y fritos de los días precedentes: un hedor que me perseguía a través de las paredes, lo mismo que las miradas reprobadoras de la madre en el retrato de la sala, sin que yo pudiera defenderme, como tampoco pude evitar que sonase en mi cerebro la voz de Zarathustra. Hombre apocado, me decía, abre de par en par las puertas y ventanas, para que el viento fresco purifique la casa y barra de ella la podredumbre que inficiona sus paredes y tu existencia. Si la casa te aprisiona, no tengas reparo en destruirla. Si el universo entero te oprime, ¿a qué esperas para hacerlo saltar en pedazos? Sé malo si quieres ser fuerte. Y aprende que a cada instante el hombre está forzado a elegir entre victimario y víctima. Desde hace varios días te agobia el remordimiento de haber causado perjuicios a un amigo. Águila con mentalidad de conejo. La mala conciencia te roba el reposo, roe tu vigor y te debilita. Pero yo te digo que no hay sentimiento más despreciable que la compasión. Te avergüenzas de haber pintarrajeado un coche. ¿Acaso no es más vergonzoso avergonzarse? Ten valentía de creer en tu inocencia; sé digno de tu amigo tanto como de tu propia mirada en el espejo. Y si la salvaguarda de vuestro vínculo lo exige, cuéntale, mientras danzas a su alrededor, lo que le hiciste o píntale de nuevo el coche. Así habló Zarathustra.
Apenas me hube asomado a la ventana de mi habitación, avivó mi recuerdo de aquello mismo que trataba de olvidar un intenso olor a laca de carrocería, procedente de un taller próximo donde, como cada día laborable, una orquesta de mecánicos ataviados con buzos cochambrosos interpretaba un horrísono concierto de martillazos sobre chapa. Todo lo que en aquel instante se ofrecía a mi vista parecía enderezado a deprimirme: la humedad triste de las fachadas, el gris desvaído del cielo, la llovizna, los vehículos ruidosos que pasaban levantando una sucia rociada. ¿Y éste es el gran mediodía, el soplo vivificador que ha de librarme de mi debilidad? Había llegado el autobús de línea a la parada. Se apearon los pasajeros y al rato se apeó el conductor, que se puso a mear al amparo del seto de aligustre, en la parte trasera de la marquesina. Definitivamente Zarathustra era un botarate, Thomas Mann tenía razón al recomendar en el prólogo del libro que no se tomase en serio a Nietzsche y el conductor del autobús salió de su escondite secándose la mano en los fondillos. Zarathustra, degustador de miel y cordero, barbudo y comilón, o sea, Genaro Zarathustra, el hijo de los ladrones, cuyas pupilas (ahora me daba cuenta) tenían idéntica fijeza lancinante que las de Nietzsche en alguna de las fotografías que de él nos han quedado. Y entonces pensé: yo no tengo esos ojos terroríficos, ni una gran capacidad retórica, ni un carácter impulsivo, pero mi anhelo de victoria también es la sustancia de que están hechos mis huesos, y si carezco de vigor para hundir a palazos la cabeza de mis oponentes, ejerceré la crueldad a ras de suelo, como los escorpiones.
Ese pensamiento me persuadió a reanudar la serie de venganzas contra los que me habían arrojado al Urumea, interrumpida temporalmente por la pena que me daba Cacharrito. Y justo entonces, como si el azar hubiera estado aguardando mi decisión para poner por obra su caprichoso designio, sonó el timbre de la casa. Salí a la puerta y hallé en el descansillo al cartero, que venía a entregarme el ejemplar de El Heraldo de Aragón que yo había solicitado contra reembolso varios días antes. Temblando de nerviosismo, rasgué la cinta con que estaba atado el rollo y al punto me puse a hojear y rehojear aquellas páginas tan grandes. Leía o, por mejor decir, miraba una hoja y la tiraba, y otra y otra, hasta que al fin quedaron todas desparramadas en el suelo. Mi decepción no podía ser mayor. Me agaché a recogerlas con el ánimo decaído y la amarga certidumbre de que a mí la vida me destinó a bichito. Esto pensaba cuando me fijé por casualidad en un pequeño titular que en la frenética revisión de un rato antes debía de haberme pasado inadvertido. Allí estaba la noticia que con tanta ansiedad había buscado. Impelido por una repentina euforia, corrí durante diez minutos por la casa, brincando, haciendo cabriolas y saludando con los brazos a las lámparas, los muebles, las puertas, los tabiques…
Al día siguiente, por la mañana, me topé con Genaro Zaldúa en las inmediaciones de la avenida de la Libertad. Me dirigía al quiosco de Justo, él venía de allá. Ufano, me mostró dos ejemplares de La Placa que acababa de robar. Para que la lluvia no los dañase, los traía dentro de un bolsa de plástico, que un momento hizo oscilar ante mi rostro con ademán de cazador satisfecho de las piezas que ha cobrado. Sonaba por alguna calle próxima gritería de manifestantes. El tiempo era desapacible y ninguno de los dos llevaba paraguas. Hablamos poco. Él me preguntó con guasa en cuál de los bandos pensaba contender durante la guerra civil prevista para esa tarde en el chiscón del Cojo. No quise comprometerme y recurrí a un subterfugio.
—¡Pues qué bandos se van a formar! —repuso él de buen humor—. Los rojos de una parte; Izaskun, el Pulcro y yo de otra. Es probable que Cacharrito se compadezca del adversario y le dé su apoyo, circunstancia que, como tú bien sabes, supondrá un serio inconveniente para el adversario. En cuanto a ti, ¡cualquiera sabe!
—Contad conmigo —le dije, simulando firmeza.
Me sacudió una recia palmada, al parecer amistosa, en la espalda y se alejó calle adelante, balanceando el corpachón con desgaire de cuartazos, envidiablemente fornido y seguro de sí horas antes de conseguir imponerse a la única persona que hasta entonces había sido más o menos capaz de dominarlo. Entre dos autobuses estacionados delante de la catedral perdí de vista sus melenas nazarenas. Mirando en aquella dirección, enarbolé mi particular trofeo: un sobre dirigido a La Voz de España, que minutos después introduje en el buzón de una calle próxima. Contenía la copia de un recorte de El Heraldo de Aragón junto con la solicitud cortés de que fuera publicada con la mayor brevedad la noticia del importante premio obtenido por nuestro compañero Genaro Zaldúa en Zaragoza, además de una fotografía del afortunado ganador.