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Varias críticas en los periódicos locales celebraron la publicación del número 2 de La Placa. Como de costumbre, las recorté para el archivo. Todas ellas coincidían en el tono guasón, signo patente de simpatía, pero también de que no se nos tomaba poco ni mucho en serio. Josu Ruiz se emberrinchó hasta el punto de jurar que en adelante sólo participaría en acciones capaces de poner a las fuerzas de seguridad en estado de máxima alerta. Tampoco a los demás gustó el paternalismo con que todos los reseñistas sin excepción juzgaban nuestra obra. Este nos tildaba de «semillero de promesas literarias», aquél se envanecía de habernos dispensado ya su aplauso con anterioridad, y unos y otros lastraban sus encomios por la vía de adosarles, o delante o detrás, vocablos (juventud, primicia, novel) a cual más desdoroso para un artista. A Rosa Benítez aquellas recensiones se le figuraban argucias tramadas por la sociedad burguesa con el objeto de atraernos al redil. Postuló, en consecuencia, la entereza ideológica a ultranza, a su modo de ver la única estrategia que nos preservaría de ser transformados por las clases privilegiadas en ruiseñores del poder vigente y corifeos de las masas populares conformistas. Y concluyó, en olor de militancia, con una especie de frase proverbial:

—Temen nuestra fuerza, por eso alaban nuestra debilidad.

El Diario Vasco publicó, además, en su sección de Cartas al Director, una extensa misiva en la que La Placa era objeto de encendidísimos elogios, rayanos en la idolatría, tan inverosímiles como el nombre de quien los firmaba, un tal Rigoberto Wright Cascabanella. El estilo pomposo, la prosa laberíntica, sarpullida de locuciones inusuales, y una a modo de zumba soterrada a costa de la poesía y los poetas, delataban con no poca claridad la mano ejecutora de Genaro Zaldúa, y aunque él negaba tajantemente ser autor de aquel escrito en el que, no está de más declararlo, su cuento recibía las mayores alabanzas, determiné que en el archivo figurase como suyo y así ha quedado.

Por esos días apareció también en los periódicos una nota del Pulcro Matallana. En ella se rogaba amablemente a los ciudadanos que se abstuvieran de seguir bloqueando los teléfonos de nuestra oficina, pues ya la jefatura de La Placa había cursado orden de sacar una tercera edición de la revista, de forma que a partir del 1 de diciembre, las personas interesadas en adquirir algún ejemplar de la misma podrían hacerlo sin dificultad ni agobios en los puestos de venta habituales. Prometía una tirada grande, en previsión de que no se agotase con tanta rapidez como las anteriores. Me dijeron que el mensaje había sido asimismo difundido por radio.

La verdad fue bien distinta. Un vendedor de prensa llamado Justo, que tenía su quiosco al comienzo de la avenida de la Libertad, según se viene de la playa, por razones que sólo él sabría, compró, pagándolos a toca teja, los cerca de sesenta ejemplares que habíamos previsto distribuir en la ciudad. Durante varias semanas las revistas permanecieron expuestas sobre la mesa, al aire libre, junto a un sinfín de publicaciones diferentes que el buen quiosquero, en los días de lluvia, protegía con un plástico. A menudo acudíamos allá a comprobar cuántos números habían sido vendidos; el resultado, descorazonador, siempre era el mismo: nadie adquiría nuestra revista. Molesto por ello, Genaro Zaldúa comenzó a robar ejemplares y en breve tiempo reunió un buen montón que le fue admitido en otro quiosco de la misma calle, de donde oí decir que también se los fue llevando poco a poco.

Algunos libreros afincados en las provincias vecinas aceptaron poner a la venta revistas nuestras, a condición de que no les mandáramos demasiadas. Estuve presente en la estafeta de correos la mañana que consignamos los paquetes, nervioso lo mismo que mis camaradas y tan seguro como ellos de que nos hallábamos a las puertas de la gloria. Semanas más tarde recibimos la notificación de ventas, junto con los ejemplares que en ese tiempo no hallaron comprador. Cinco se vendieron en Bilbao, dos, respectivamente, en Pamplona, Vitoria y Estella y ninguno en Burgos. A fines de invierno, Genaro Zaldúa persuadió a Cacharrito para que lo llevara en su coche a cobrarlos, aun a sabiendas de que no recaudarían ni para amortizar una parte de la gasolina. A su regreso, Genaro Zaldúa vaticinó despechado que llegaría el tiempo en que los bibliófilos se desviviesen por poseer los números de La Placa. La verdad es que han transcurrido bastantes años desde entonces, se esfumó nuestra juventud y hasta ahora, que yo sepa, no se ha cumplido la profecía en parte alguna del planeta.

Otra forma de distribución del número 2 de La Placa nos reportó mayores satisfacciones y provechos. Josu Ruiz había logrado agenciarse, por mediación de un conocido suyo, de nombre Maraña, redactor de la revista Kantil, una runfla de señas correspondientes a una veintena de publicaciones literarias que se editaban en diversos puntos de España. A cada uno de los responsables de las mismas mandamos un ejemplar de la nuestra, con una nota adjunta en la que planteábamos la posibilidad de una recíproca colaboración. Pasó el tiempo y con él lo que restaba de aquel año de 1979, y por enero del siguiente, cuando ya teníamos el asunto echado en olvido, empezaron a llegarnos revistas por correo, en correspondencia por aquel envío nuestro de mes y pico atrás. Con gusto verificamos que varias de ellas registraban el número 2 de La Placa en sus índices de libros y publicaciones llegados a la redacción. A las revistas siguieron pronto poemas y relatos remitidos por particulares ansiosos de que sus obras fueran editadas; lo cual, dicho sea de paso, nos daba ocasión de mucha juerga, pues de cuantos escritos venían a parar a nuestra manos hacíamos nosotros burla, aun cuando no tuviesen mala traza, que de todo había. Textos míos y de mis compañeros aparecieron el año 1980 en revistas de Valencia, Tenerife y Valladolid, como compensación por la promesa, jamás cumplida, de que obtendrían idéntica fortuna en el siguiente número de La Placa los escritos de quienes tan generosamente contribuían a la fama y difusión de los nuestros.

Por las fechas en que los periódicos reseñaron el segundo número de La Placa, concertó Genaro Zaldúa una cita con una reportera que tenía encargo de entrevistarnos para el diario vespertino Unidad. Comoquiera que la mujer confesase por teléfono su total ignorancia a nivel, dijo, de vanguardismo (corriente en la que según sus referencias se incluía nuestro grupo), la persuadió Genaro Zaldúa a que dejase a nuestra elección y criterio el cuestionario, que le entregaríamos respondido y, por supuesto, mecanografiado; lo cual, como la exoneraba de la tarea, le pareció muy bien y a nosotros mejor. A primera hora de la tarde nos juntamos en un rincón de la cafetería Bidasoa, situada en la plaza de Guipúzcoa, donde hora y media más tarde debía la reportera reunirse con nosotros. Llegó Izaskun Ayestarán con su máquina de escribir portátil y al punto nos informó que ni Josu Ruiz ni Rosa Benítez acudirían a la cita, ya que estaban ocupados empapelando el piso que aquél había regalado a la señora de sus pensamientos. No me pasó inadvertido el desdén con que lo dijo, ni el gesto de disgusto de Genaro Zaldúa al enterarse de que los novios (como entre nosotros se les llamaba) no vendrían. Finalmente, el Pulcro Matallana, por medio de una de sus típicas salidas, terminó de confirmarme en la sospecha de que la concordia reinante entre los miembros de La Placa desde hacía varias semanas, había comenzado a resquebrajarse.

—Esta entrevista —dijo— bien pudiera servir para hurgarles en las llagas ideológicas a los bolcheviques de Gros.

Pasaba el tiempo, se presentó la reportera, quien a la vista de los folios pulcramente mecanografiados se mostró admirada, y Cacharrito, tan escrupuloso en cuestión de puntualidad, seguía sin aparecer. Decidimos esperarlo quince minutos, ni uno más. Durante ese lapso, Izaskun Ayestarán leyó en voz alta la entrevista, que sería publicada al día siguiente junto con una fotografía de los cuatro que acudimos a la cita; al pie de ella podía leerse esta frase debida a la mala fe de Genaro Zaldúa: MIEMBROS DE LA PLACA HUIDOS ANOCHE DE UN GULAG SOVIÉTICO. El texto, que el diario Unidad publicó incompleto y plagado de erratas, rezaba así:

¿Cuándo nació el grupo La Placa?

Nunca. La Placa ha existido desde siempre, si bien la mayor parte de sus miembros vivió y murió sin sospechar su pertenencia al grupo. Incluso militantes ortodoxos, como Galileo o Gustav Mahler, ignoraron la fe profunda en que militaban. La Placa es anterior a las constelaciones, vio tramar los imperios y las creencias y sobrevivirá en las ratas cuando este planeta infausto, del que el linaje humano es plaga, pierda su nombre.

Vuestra primera revista estaba dedicada a la revolución nicaragüense. ¿Qué objetivo perseguís con este nuevo número?

Por un lado, la revista nos permite perseverar en el ser; por otro, desmentir aquella pijadita de Ortega y Gasset, según la cual ser vasco comporta una renuncia nativa a la expresión verbal, lo cual, amén de falso, no es verdad. Hicimos la revista de rodillas, que te diga éste, entre horribles espasmos epilépticos, a consecuencia de los cuales dieciocho compañeros continúan hospitalizados. Les han puesto mordazas para evitar que ataquen al personal médico. Han sido desahuciados por los doctores, que no les dan ni una semana de vida. Y todo este sacrificio, ¿para qué? Para salvar al hombre, ese truhán; salvarlo de sí mismo, de su lúgubre inanidad cotidiana. Pretendemos, en suma, por medio de la magia poética y del poder de la palabra, transformar al hombre en una máquina azul capaz de producir, con el solo esfuerzo de las pestañas, treinta mil bolitas cuadradas por minuto. En a sentido, como ves, estamos absolutamente de acuerdo con nosotfos mismos.

¿Cuántos ejemplares habéis editado?

La mitad, no queríamos propasarnos. Profesamos la austeridad, privilegio de temperamentos enérgicos. Admitiremos, por lo tanto, que la revista sea traducida a diez idiomas. Ni uno más. Que se vayan haciendo al ánimo los alemanes. No nos vengan luego con lamentaciones.

Según mis informes, la revista ha sido distribuida no sólo en San Sebastián, sino también en Vitoria, Bilbao, Pamplona, Burgos y Estella. ¿Qué hay de cierto en ello? ¿Significa que os expandís?

¡Es que insistían tanto! Sus lágrimas nos partían el corazón. Al final condescendimos. Desde estas páginas suplicamos a nuestros feligreses que disculpen tan execrable debilidad. Porque, como dijo Schopenhauer, somos vida y voluntad, y quien diga lo contrario, una de dos, o profesa algún tipo de creencia abominable que ahora mismo no podemos especificar por falta de datos, o padece ofuscación a causa de las centellitas del espíritu que caracterizan al hombre imbécil.

¿Recibís alguna clase de apoyo institucional?

Sí, nos apoyan los pájaros en las tardes de lluvia.

¿Cuáles son los próximos proyectos de La Placa?

Hasta fines de mes seguiremos ocupados día y noche en la profanación de tumbas. Es que, ¿sabes?, estamos realizando una intensa campaña de culturización entre los muertos. Solemos levantar las losas para introducir libros principalmente de ensayo, pero también novelas dentro de los hoyos. Aparte de esto, pronto reanudaremos las negociaciones con la autoridad municipal para conseguir que de una vez para siempre sea asfaltada, en beneficio de la clase trabajadora, la playa de la Concha. Por último, es posible que uno de estos días volvamos a abrir las puertas de nuestro restaurante para hombres perfectos.

En los ambientes intelectuales de la ciudad se os conceptúa de anarquistas. ¿Qué tenéis que manifestar al respecto?

Son infundios promovidos por el hampa castrense local con el conchabamiento de sectores nacionalsocialistas afines a la extrema izquierda diocesana. Lo sospechábamos desde hace tiempo. Su abyección llega una vez más al extremo de fingir que no nos admiran. Defendemos, eso sí, la anarquía, pero siempre que la anarquía nos defienda a nosotros. Somos anarquistas, qué duda cabe, pero que conste que estamos absolutamente en contra del anarquismo. Por lo demás, la culpa de todo la tiene el alcalde.

¿Qué porvenir le veis a la literatura?

El porvenir de la literatura depende de que se logre desarrollar un método pedagógico adecuado para enseñarles a las ratas a leer y escribir. Sin embargo, nos tememos que quizá sea demasiado tarde para intentar una empresa de semejante envergadura. En breve el planeta habrá caído en poder de los japoneses, que, como todo el mundo sabe, representan un estadio mixto de hombre y rata.

¿Queréis añadir algo más para información de la canalla en general?

Queremos manifestar lo siguiente: todo en la vida es frustrante menos la literatura, que también es frustrante.

Oída la lectura de la entrevista, la reportera se deshizo en elogios. Tenía la mujer al pie de treinta años y un principio de bocio mal oculto bajo un pañuelo floreado, tan vistoso que no hacía sino llamar la atención sobre lo mismo que trataba de encubrir. Tenía la amabilidad solícita de los ignorantes, que alaban lo intelectual con la boca abierta. Ignorante, pero no tonta, sabía despachada la tarea y no se recataba de mirar de vez en cuando su reloj, con evidente deseo de perdernos de vista. Empezaba a oscurecer y en su opinión pronto faltaría luz para una buena fotografía, ya que su cámara no era lo que se dice una alhaja. No hubo más remedio que admitir lo increíble: por primera vez en su vida, Cacharrito faltaba a una cita. Resignados a hacernos retratar sin él, salimos a la plaza y junto a la barandilla del estanque la reportera nos sacó varias fotografías. De ellas eligió para el periódico una en que mi cabeza tapaba media cara de Genaro Zaldúa, lo que disgustó a éste hasta el punto de prohibirme con malas maneras que en adelante me volviese a colocar a su lado cada vez que posásemos para un fotógrafo. Al fin nos despedimos de la reportera, no sin antes rogarle que por favor se abstuviese de ofendernos llamándonos jóvenes en el prefacio que pensaba anteponer a la entrevista. Nos dio muy seria su palabra y se fue. Nosotros cruzamos la calle, de vuelta al soportal, y entonces, ante la puerta de la cafetería, topamos con Cacharrito, que tenía el semblante más mustio que se pueda imaginar. Tristemente nos abrazó a los cuatro y dijo:

—Sé que llego muy tarde y os pido perdón. He sido víctima de un atentado. No logro coordinar las ideas, perdonadme. La impresión ha sido fortísima. Pero tenía que venir, aunque fuera con retraso, para pediros que andéis con mucho cuidado. Sospecho que el grupo figura en la lista negra de alguna banda armada. Perdonad que no me haya sido posible llegar a la hora convenida.

Acto seguido, ante los ojos atónitos que lo escrutaban, refirió la causa de su pesar. Y era que al salir de casa para reunirse con nosotros, había encontrado su automóvil convertido en una especie de bandera española. Alguna mano aviesa había trazado con pintura una franja amarilla en torno a la chapa roja y escrito sobre las ventanillas amenazas del tipo: «muerte a los poetas», así como consignas en favor de los guerrilleros de Cristo Rey y de la Guardia Civil y en contra de los vascos, su idioma vernáculo y sus aspiraciones autonómicas.

—Quizá os parezca ridículo —añadió con un dejo de profundo desánimo— que no me haya atrevido a venir en coche.

Izaskun Ayestarán trató de consolarlo.

—Has hecho bien, porque seguramente te habrían matado a pedradas en la primera esquina.

El Pulcro encontraba el asunto divertido, y aunque, por la cuenta que le traía, se guardó de intercalar comentarios jocosos, no cesaba de sonreír a hurtadillas. Genaro Zaldúa, en cambio, atendía con ostensible preocupación a las palabras de su atribulado compañero. Una sospecha lo inquietaba.

—Creo —dijo— que Cacharrito no anda descaminado cuando supone que estamos en el punto de mira de alguna organización ultraderechista. Voy a revelaros una cosa que hasta ahora no he referido a nadie. Hace dos días, durante mi estancia en Madrid, vino un tío raro a la tienda, diciendo que trabajaba para el periódico. Mi madre se tragó la bola, le contó al tipo lo que a éste seguramente le interesaba saber de mí e incluso le dio una foto mía. Pero eso no es todo. El individuo se piró y después de un rato volvió a la tienda para hacerle a mi madre una guarrería.

—¡No me digas que le causó algún daño! —exclamó Izaskun Ayestarán, asustada.

—En realidad mi madre no está segura de lo que pasó. Dice que el policía o quien fuese se vino a ella y le tiró un eructo a la cara.

Al Pulcro le tomó la risa; pero al instante, los gestos desaprobatorios de sus compañeros, tanto como el ademán de zumbarle un revés que le hizo Genaro Zaldúa, lo compelieron a reportarse. Izaskun Ayestarán, airada, lo sotaneó:

—Nunca, ¿te enteras?, nunca dejarás de ser niño. ¿Crees que a ti no te vigilan? ¡Pues sí que eres inocente! A mí no me extrañaría que ahora mismo hubiera un par de espías en la plaza, acechándonos te puedes imaginar con qué intenciones.

Movidos de un impulso instintivo, los cinco reviramos simultáneamente la vista en derredor. El Pulcro, callado con expresión risueña, me miraba como tentándome a la complicidad o como si dijera: anda, cacto, sácate una púa y pincha a estos idiotas. Dispuesto a seguir ese juego, que acaso sólo existía en mis pensamientos, manifesté que aquella historia de persecuciones y atentados me inspiraba dudas. En una época, añadí, en que las distintas facciones políticas andaban a la greña, en que los violentos de uno u otro signo se combatían sin descanso, ¿a quién podía importarle un puñado de poetas? ¿Quién reparaba, en medio de la porfía de tiburones, en unos pececillos insignificantes como nosotros?

¿Insignificantes? Genaro Zaldúa frunció las cejas, echó hacia atrás la cabeza y durante unos segundos se mesó las barbas en actitud cavilosa. También los demás parecían sorprendidos. No más que un pedacito de momento me exaltó la satisfacción de mí mismo, aniquilada, como quien dice, de un zarpazo por el temor acuciante de haber enojado a Genaro Zaldúa, cuyas pupilas encendidas y tensas facciones se me antojaban un augurio de cólera terrible, pronta a estallar. Pero habló y no hubo truenos, sino que sosegadamente se dio a tratar de convencerme de que éramos famosos en la ciudad, y aun fuera de ella, y mencionó opiniones ajenas que respaldaban su certidumbre, y dijo y dijo, expresándose con tan patente falta de acritud que al fin, desconcertado, me plegué a sus razones y admití que, efectivamente, no podía descartarse la posibilidad de que nuestros nombres figurasen en la lista de futuras víctimas de alguna banda armada. El Pulcro terció, socarrón:

—Es cierto. En todas partes se nos admira y respeta. A mí mismo, sin ir más lejos…

Izaskun Ayestarán se apresuró a atajarle:

—Los niños no deben entrometerse en las conversaciones de los mayores.

Camino del quiosco, Cacharrito refirió nuevos pormenores del presunto atentado. Su padre, no bien se enteró de lo sucedido, echó el cerrojo a la tienda de bebestibles y sin pérdida de tiempo corrió a proveerse de pintura en una droguería. A la diabla tacharon padre e hijo las consignas antivascas que fácilmente habrían podido convertir el vehículo en blanco de la ira de algún viandante patriota. Se dirigieron después a un taller del barrio de Loyola, donde un carrocero amigo les hizo un presupuesto de cuarenta mil pesetas por pintar el coche de gris, color que el Resti y Cacharrito eligieron de común acuerdo por considerarlo el menos aprovechable para banderas. Todo lo cual nos contaba el muchacho con un temblor de pena por la calle, repitiendo a cada instante que no eran los gastos derivados de la reparación del automóvil lo que a él le afligía, sino el acto de violencia en sí. Su llaneza y sus palabras dolidas conmovieron a Izaskun Ayestarán, que aferrándose a su brazo, rompió a llorar. Caminábamos los demás a la zaga de ellos, silenciosos y pensativos, el Pulcro inclusive, por fin contagiado de la inquietud que a todos invadía.

Del escupitajo sobre el parabrisas nada dijo Cacharrito. Quizá ya estaba seco y no lo distinguió entre las innumerables manchas y salpicones del chafarrinón.