El cepo, o los mataba al instante, o los dejaba tan maltrechos que se me morían desangrados dentro de la talega. Yo los necesitaba vivos y por eso discurrí una trampa consistente en una caja de cartón sin fondo, apoyada por uno de sus bordes en un palito. Había anudado a éste un hilo; tiraba de él y la caja se venía abajo. No tardó en acercarse a la artimaña el primer ratón. Lo vi salir cautelosamente del ovillo de cuerda; avanzaba a pasitos, deteniéndose de trecho en trecho para olisquear el aire. Al fin enristró hacia el cebo y quedó atrampado; pero, apercibido para la fuga, no bien levanté un poco la caja por cogerlo, arrancó a correr y en un santiamén desapareció entre los cachivaches apilados junto al tabique. Tuve más cuidado con el siguiente, y en buena hora, pues se defendió tirándome una dentellada, que no me alcanzó porque aparté la mano a hurta cordel, circunstancia que el feroz animalillo aprovechó para escaparse. En vista del malogro resolví cambiar de método. Con ese fin ideé unos cuantos artilugios, que después de numerosas tentativas y probaturas resultaron tan poco manejables como inútiles. No me desanimé, persuadido de que tarde o temprano mi perseverancia obtendría fruto. Así ocurrió. Con tres listones trabados a manera de horca, confeccioné un armadijo semejante a una u tendida, en cuyo interior se albergaba la carnada. Los dos largueros estaban rematados en sendas escarpias, de cada una de las cuales partía un hilo de pita. Estos pasaban por debajo de la puerta al pasillo del sótano, donde a intervalos de media hora yo les sacudía un fuerte tirón. De este modo, al adosar de golpe la trampa a la puerta, no había abertura por la que las presas pudieran escaparse. El problema, al principio, es que tampoco había presas ni señales de ratonaduras en el corrusco. Supuse que el cebo no les gustaba y lo cambié, como también cambié la hora de caza. El éxito rebasó mis previsiones. Amparados en la oscuridad, los roedores acudían a pares a mordisquear las pencas de acelga. Yo interrumpía la lectura de mi libro cada media hora, bajaba al sótano y, sin encender la luz, tentaba el suelo hasta encontrar los hilos de pita. Al tirar de ellos, la trampa golpeaba con estrépito las tablas de la puerta. Se abría ésta hacia dentro, de forma que empujándola con suavidad arrastraba consigo los tres listones. El cerco, así, no se deshacía y era fácil agarrar las presas con las pinzas de ensalada. Al filo de la medianoche había capturado catorce. Después, el sueño y la fatiga me hicieron perder la cuenta; pero aún seguí cazando hasta el amanecer. Para entonces, más de veinte ratones bullían en el fondo de la talega. El número no sé de fijo ni me tomé la molestia de averiguarlo, pues sólo me importaban que no fuesen pocos, como no lo fueron. De paso conseguí ahorrar nuestra ración del matarratas, que el ayuntamiento había suministrado a los vecinos a fin de ayudarles a combatir aquella plaga que todos ellos estaban unánimes en achacar a la suciedad reinante en nuestro choco.
Pasé la mañana dormido sobre mi viejo sofá verde, donde tuve un sueño que no he olvidado. Me arrastra la corriente impetuosa de un río ancho, legamoso, cribado de remolinos. A mi lado flotan ramas, troncos y alguna que otra res cediza de panza hinchada. En vano trato de vencer la violencia de las aguas. Menguan mis fuerzas y con creciente ansiedad compruebo a cada momento que la vegetación lujuriante de las orillas permanece siempre igual de lejana. Al fin llego a un lugar infestado de serpientes, donde el caudal se remansa. Largos y flexibles tubos vivos se desenroscan en los arenales y con presteza se sumergen en el agua. De todas partes se acercan a mí docenas de pupilas escrutadoras, cuya inmovilidad diabólica parece de continuo acrecentada por contraste con la nerviosa sacudida de los réspedes. De pronto percibo que las serpientes cuchichean, sí, cuchichean unas con otras y sueltan risitas sin dejar de mirarme. Por lo visto hay algo en mí que las divierte. Pasado un rato, la mayor y más torva de todas abandona el populoso corro, llega y se me encara. A escasos centímetros de mi rostro veo abrirse la horrible boca rosada en que despuntan los dos colmillos. Aguardo con pavor la mortífera mordedura; Pero lo que recibo es otra cosa: un eructo colosal que provoca una gran burbuja dentro del agua, a la que acto seguido se suman los borbollones ocasionados por las risotadas en que prorrumpe a un tiempo la muchedumbre de ofidios.
En ese instante me despertó una especie de voz envuelta en una hedionda bocanada de vino repuntado. Entendí tan sólo el final de su pregunta: ¿… algo para comer? Y contesté que no.
—Tranquilo, hijo, tranquilo. Me abriré una lata de sardinas. Aunque en realidad no tengo ni gorda de hambre. Tranquilo, hijo.
La víspera le había declarado mi determinación de dedicar la noche al exterminio de ratones. El padre encontraba plausible la idea y me lo manifestó con su habitual servilismo que cada día me resultaba más fastidioso. Algunos vecinos lo habían parado en las escaleras para increparle. Le achacaban la plaga de roedores. Últimamente me había parecido advertir que sufría apagones de la memoria, y por eso, y porque además ya estaba borracho a las tres de la tarde, cuando me despertó, no le creí capaz de recordar lo que le habían dicho el día anterior, pero lo recordaba.
—¿Cuántos saguchos han caído? —preguntó, supuse que no tanto por curiosidad como por deseo de moverme al diálogo.
—Bastantes, pero aún quedan más. Encontrarás abajo lo que me ha sobrado del veneno. Esta tarde te toca a ti.
Tenía la boina calada, vinosas las facciones, la barba entrecana de tres días y un destello lacrimoso, bobalicón, en las pupilas. Por aquella época empezaba a beber de mañana: bebía nada más levantarse, seguía bebiendo en la fábrica y al término de la jornada laboral regresaba a casa tambaleándose y sin hambre. Los domingos, a causa de las visitas de la Petra, que lo obligaban a moderarse, eran una tortura para él. A la tarde, cuando se iba su hija, se asomaba él a la ventana para verla desaparecer con su coche por la curva; después bajaba al sótano, donde, bebiendo con avidez, aplacaba en pocos minutos el temblequeo que le producía la abstinencia.
A las cinco llamé a Izaskun Ayestarán desde una cabina telefónica situada en las inmediaciones de la catedral. En cuanto dijo diga, colgué. Tal era, de un tiempo a aquella parte, mi forma de averiguar si se hallaba en casa. Al cabo de una hora de vigilancia en mi escondrijo de costumbre, la vi salir. No estaba sola. Una vez fuera del portal, tomó del brazo a Josu Ruiz y así enlazados echaron a caminar calle adelante, seguidos de cerca por Rosa Benítez, que iba ojeando un periódico. Se detuvieron unos segundos ante el escaparate de la óptica. Después, frente al mercado de San Martín, compraron un cucurucho de castañas asadas; comiéndolas, atravesaron la avenida y enseguida se perdieron por una de las entradas del aparcamiento subterráneo de la plaza de Cervantes. Entonces me volví.
Llevaba intención de soltar unos ratones acá, otros allá; pero en la primera habitación, apenas abrí la talega, saltaron tantos al suelo que determiné liberar a todos de una vez, y era ésta la habitación en que Genaro Zaldúa lanzó el calzoncillo por la ventana la noche de la fiesta. Los ratones corrieron en cómica dispersión, entrecruzando sus trayectorias, rápidos unos, otros indecisos y aturdidos, hasta que al fin se ocultaron todos bajo los muebles. Sólo restaba firmar la venganza. Con ese propósito lancé un escupitajo al suelo, conforme al ritual previsto en mis planes. Me dirigí a continuación al dormitorio de la muchacha. Ojeando su diario, me enteré de las ruines inculpaciones de que escondidamente me hacía objeto Genaro Zaldúa, así como de la poca estima que me profesaban los compañeros. Mi enojo, muy grande desde que días atrás fui arrojado al río, subió de punto entonces, llenándome el pecho de brasas. La ira me ofuscaba de tal modo cuando salí del piso que olvidé la talega sobre la cama de Izaskun Ayestarán. Lo advertí en la calle y regresé.
Al cabo de media hora, al enfilar la calle de Corsarios Vascos, noté que mi coraje disminuía y que ya no era la llamarada del odio la que provocaba aquellas punzantes palpitaciones dentro de mi pecho, sino el temor, el puro e indominable temor que al mismo tiempo entorpecía mis pasos, haciéndolos cada vez más cortos. Forcé, con ánimo de envalentonarme, el recuerdo de la poca y mala vista de la mujeruca. Como medida precautoria, me acercaría a ella por su izquierda, según lo había determinado la víspera al leer en una revista especializada en enfermedades neurológicas que las personas mayores, a causa del natural desgaste de su cerebro, pierden más rápidamente por ese lado sus capacidades perceptivas. Entre mí me dije que no había razón para temer. Genaro Zaldúa se hallaba, además, ausente de la ciudad. Ninguno de mis compañeros tenía noticia de a dónde había ido ni por cuánto tiempo, aunque todos ellos coincidieron en suponer que andaría buscando amigos por los salones de cultura y las cafeterías de Madrid. Se deja imaginar cuánto me aliviaba, momentos antes de poner por obra mi venganza, la certidumbre de que quedaba descartado un encuentro fatal con él dentro de la tienda.
Desde la calle vi a la mujer traspuesta en su sillón de mimbre. Entre sus piernas, el gato se lamía placenteramente el pelambre. Sonaba la radio, como de costumbre, a todo volumen encima del mostrador. La soledad e indefensión de la vieja me infundieron confianza; pero no entré en el local cochambroso, saturado de rancio dulzor, hasta que el recuerdo del río hediondo y de los no menos hediondos renglones del diario reavivaron en mi mente el torbellino de rencor de los últimos días y me confirieron la valentía necesaria para trasponer finalmente la puerta y llegarme a la víctima de mis designios con la firme resolución de propinarle una mano de bofetadas. Y ya estaba a punto de caer sobre ella, cuando abrió los ojos, que, dilatados por las lentes, parecían escudriñarme desde el fondo de una sima negra de estupor. Me detuve en seco, dudando entre preguntar por Genaro Zaldúa o comprarle alguna chuchería y marcharme de inmediato. Opté por lo primero, receloso de que la vieja me hubiese reconocido.
—Usted viene por lo del premio de mi hijo, ¿verdad?
El tono afable, sereno, de su voz me desarmó. Pero no fue ésa la única causa que me indujo a desistir de mis violentas intenciones, sino, con mucha más fuerza, la repentina curiosidad que me produjo la palabra «premio». Concebí una sospecha tan acuciante como el prurito de dilucidarla.
—Yo con quien quiero hablar —dije— es con don Genaro Zaldúa
—¿Usted es del periódico?
Asentí sin vacilar, persuadido de que el embuste me abriría las puertas del secreto.
—Pues sepa usted que mi Genarito se marchó ayer a Zaragoza para cobrar el premio. Vuelva usted mañana por la tarde y podrá hacerle la entrevista, porque como me tiene que empaquetar las palomitas, pues ahora servimos palomitas a un bar de aquí al lado, ¿sabe usted?, pues estará de vuelta, así que venga usted mañana porque mañana ya estará.
Le di promesa de volver al día siguiente. El juego me divertía y agregué:
—Mi director está empeñado en publicar la noticia antes que llegue a conocimiento de los otros periódicos. ¿Le importaría declararme cómo se llama el premio que ha ganado el señor Zaldúa?
Bajó la mirada hacia el gato, como si esperara que éste le soplase la respuesta.
—Eso sí que no lo sé —dijo—, pero Genarito me ha contado que era una cosa de mucha importancia.
—¿Y sabe usted a cuánto asciende el importe del premio?
De nuevo dirigió una mirada interrogativa al gato antes de contestarme.
—Pues debe de ser mucho, porque precisamente me estaba Genarito venga decir: mamá, con lo que cobre me arreglaré la dentadura, que buena falta le hace al pobre, así que debe de ser un buen pellizco. Vuelva usted mañana, mi hijo le contará.
Dispuesto a seguir tirando del hilo, y tras prometerle por segunda vez que al día siguiente vendría a la tienda, le rogué me proporcionase para mi artículo algunos datos de la vida de don Genaro.
—¿Qué le podría yo contar? Pues es un chico excelente, muy trabajador, eso sí, y bueno como él solo. Me ayuda horrores, pero no crea, las golosinas no dan para lujos, y por eso yo la alegría más grande que tengo es que Genarito se me ponga a ganar dinero con lo que escribe.
—Refiérame, por favor, vicisitudes concernientes a la infancia de su hijo.
—¿Lo qué?
—Que me cuente algo de cuando don Genaro era niño.
Me miró sorprendida.
—Pues una niñez normal, como la de todo el mundo.
La estreché a preguntas que ella no supo responder sino con gestos de perplejidad y generalidades. Harto de aguantar consultas oculares, el gato se escabulló hacia la trastienda. Mi asombro crecía por momentos. Llevábamos cinco minutos a vueltas con la infancia de Genaro Zaldúa y la vieja, que se mostraba francamente comunicativa, aún no había hecho una sola mención de detalles y episodios concretos. Mis indagaciones parecían haber llegado a un callejón sin salida cuando le pregunté:
—¿Dónde vivían ustedes entonces?
—Pues dónde íbamos a vivir. Aquí, en Amara.
Al pronto pensé que me mentía, aunque su aire de pasmo candoroso no corroboraba en absoluto mi sospecha. Luego me dije: si no me ha reconocido, ¿de qué le sirve la mentira? Y si sabe quién soy, ¿cómo se atreve a mentir, sabiendo que no es posible engañarme? Decidí cortar por lo sano:
—Yo vivo en Illarra-Berri. ¿Sabe usted dónde cae Illarra-Berri?
—Pues no.
—¿No?
—No, señor.
—¿Seguro que no?
—¿Cómo ha dicho usted que se llama ese pueblo?
—Illarra-Berri. No es un pueblo, es un barrio, partido por la carretera que conduce a Igara.
Mirándola de cerca al rostro, para vigilar la mínima reacción de sus facciones, concadené una ristra de referencias: la ermita del Ángel de la Guarda, el río de aguas lechosas, el bar José Mari, el frontón, el taller de carrocería y, finalmente, la casona donde ella había vivido largos años. No se inmutó.
—Perdóneme usted —dijo—, es que una se pasa el santo día encerrada entre cuatro paredes, y lo que no sean las calles del barrio, para mí es ya el extranjero. Conozco Eguía, donde el cementerio, eso sí conozco, pero lo que dice usted no.
De este modo descubrí que la memoria de la mujeruca era un libro al que le habían arrancado las cincuenta o cien primeras páginas. Poco más hablamos y ese poco volvió a demostrar que un largo capítulo de su pasado había desaparecido por completo de su mente. Le tendí sutiles trampas dialécticas y le formulé preguntas oblicuas con el fin de que se contradijese; pero una y otra vez mis empeños se estrellaron contra el sólido muro de su amnesia. La vieja abrigaba la certidumbre de haber residido toda la vida en Amara. Aunque atinó recordar el nombre del colegio a que acudía Genaro Zaldúa de niño no supo explicarme por qué razón se hallaba éste inscrito en uno tan lejano de su actual vivienda. Le solicité después una fotografía de su hijo para el periódico. Se levantó con sorprendente agilidad y tomó una billetera de cuero ajado que guardaba dentro de la caja registradora. Sentada de nuevo en el sillón, sacó varias fotografías y me permitió elegir una. Al hacerlo se le cayó sobre el regazo otra amarillenta, de orla festoneada, en la que reconocí enseguida a Pichablanda con sus pantaloncitos cortos, las piernas esqueléticas y el peinado dominical que más parecía obra de lamedura que de peine. No resistí la tentación de pedirle que me contara algo sobre aquella imagen antigua y, en especial, sobre un monte que al fondo se vislumbraba. La mujeruca acercó los ojos cegatones a una estampa del Sagrado Corazón; pero enseguida notó el yerro y dirigió la mirada a la fotografía.
—Ah pues sí, pues sí, aquí tengo una de cuando mi Genarito era chiquitillo. Entonces, en Amara, había mucho campo.
—Gracias, señora. Ya tengo bastante.
—¿Volverá usted mañana?
—Volveré y entrevistaré al gran cuentista.
Estreché a mi pesar la mano que me tendía, una masa amorfa de carne pegajosa y dedos tumefactos, y salí. Caminando por la calle embarrada, recordé con una mezcla de indignación y de placer maligno vituperios antiguos y recientes de Genaro Zaldúa contra los concursos, sus miradas abrasivas en son de advertencia para el caso de que algún miembro de La Placa sucumbiera a la tentación de tomar parte en semejantes farsas, sus risas estentóreas con que más de una vez festejó los chistes del Pulcro Matallana sobre ganadores de contiendas florales. Y también recordé la tarde en que le oí afirmar que compartía el odio y asco de Josu Ruiz a los concursos, y cómo uno y otro alegaron inmadurez para defenderse de la réplica maliciosa del Pulcro, que no había olvidado que ambos se conocieron a raíz de un triunfo literario.
Impelido por la urgencia de lavarme la mano con que acababa de tocar la de la mujeruca, entré en un bar próximo a la tienda de golosinas. De pie junto a la barra, despaché tres cañas seguidas, mientras discurría la forma de airear el gatuperio de Genaro Zaldúa sin que ninguno conociese la identidad del informante. Barajé diversas opciones; pero todas ellas tropezaban con un mismo y grave inconveniente, que hacía, si no imposible, muy difícil la venganza. Las revelaciones de la vieja no daban para una denuncia con todas las de la ley. Cierto que había hablado mucho; pero, en definitiva, ¿qué me había contado? Por desgracia no lo suficiente como para que yo me formase una idea cabal del asunto. Cuanto más pensaba en ello, con más fuerza iba ganándome el convencimiento de que me convenía desplazarme sin tardanza a Zaragoza. Haría el viaje en el día: saldría por la mañana, visitaría una hemeroteca y al atardecer estaría de vuelta en casa con los datos que había ido a buscar. Entre mí me dije, a tiempo de apurar la última caña: llegó tu hora, Pichablanda, ya vas a ver cómo dentro de poco cualquier sitio en que te sientes, sea una silla, un sofá, un banco público, el suelo o una piedra, será para ti un banquillo de acusado. Y absorto en estas cavilaciones y urdimientos, saturado de gases de cerveza, salí a la calle, donde me sobrevino una gana muy grande de regoldar. Entonces, como el fulgor súbito de un rayo, se iluminó en mi mente el recuerdo del sueño de la mañana; entreví el río legamoso y el círculo de ofidios, sus cuchicheos y carcajadas, y aún seguían relampagueando en mi pensamiento retazos de imágenes soñadas, cuando entré en la tienda y a bocajarro descargué en el rostro de la mujer un recio eructo que la dejó pasmada. Escupí al suelo y, tan rápido como había venido, me marché.