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Un anochecer de noviembre, volviendo todos juntos de la reunión en que el número 2 de La Placa quedó definitivamente listo para la imprenta, mis compañeros me arrojaron desde el puente de Santa Catalina al río. Sus reiteradas tentativas por convencerme de que no había existido mala fe, sino un deseo loco, pueril, de celebrar la concordia que de nuevo reinaba en el grupo, se estrellaron contra mi certidumbre de que tanto la bellaquería como el rosario de justificaciones que la siguió eran fruto de un plan preconcebido. El paso de los años no me ha hecho cambiar de parecer; aún pienso que fue un escarmiento o, por mejor decir, una conglobación de escarmientos ejecutados simultáneamente. El Pulcro, que desde la defunción de su abuela ya no me visitaba por las tardes, había estado por lo visto hablando mucho y mal de mí. Algunas insinuaciones al respecto, por parte de Rosa Benítez, me pusieron sobre aviso poco después de que Josu Ruiz y ella hicieran las paces con el grupo y se reconciliaran con Izaskun Ayestarán, que de la noche a la mañana se erigió en la principal valedora y aliada de ambos dentro de La Placa. Por desgracia, la gravedad de la advertencia no se me reveló sino cuando ya no cabía discurrir otro remedio que tratar de salvar la vida luchando contra las aguas pestilenciales del Urumea. Me tiraron entre todos, sin exceptuar (quién lo dijera) a Cacharrito, que desde el desastre de la Soledad participaba, como los demás, del convencimiento de que yo era un nadador experto. Supongo que los chismes del Pulcro Matallana acerca de mis presuntas actividades natatorias corroboraron aquella idea, de suerte que ninguno vislumbró, más allá del chapuzón jocundo, el grandísimo peligro a que me expusieron. La errónea presunción de que me movía en el agua con la destreza de un delfín indujo a Cacharrito a secundar la broma, en la inteligencia de que yo no recibiría daño y sería no tanto una víctima como la prueba de que los miembros de La Placa habían recobrado el espíritu lúdico y la predisposición a las diversiones colectivas de los primeros tiempos. Puede que le animara a pensar así el recuerdo de las travesuras de que él mismo había sido objeto en anteriores ocasiones. Las cuales, como se le figurase que fomentaban el buen entendimiento entre quienes se las gastaban, solía rememorarlas sin despecho; antes al contrario, agradecido de haberse hallado presente en este o el otro capítulo de la historia de La Placa, aun a costa de acabar con los fondillos empapados de mosto, perder una barca que ya no le pertenecía o sufrir indecibles escarnios y humillaciones. Todo lo daba por bien empleado si con ello hacía dichosos a sus amigos. Tengo para mí que aquel infausto atardecer de noviembre temió se le acusara de insolidario si no se prestaba él también a levantarme sobre el pretil y lanzarme a la fétida corriente. Tal vez supuso que yo acogería la broma con el mismo talante comprensivo que él al soportar las suyas. De sus equivocaciones de aquel día, ésta fue, con creces, la mayor. Y la pagó.

La tarde que solté los ratones en el piso de Izaskun Ayestarán, leí en su diario que Genaro Zaldúa había recabado de ella perdón por lo sucedido la noche de la fiesta. Izaskun dedicaba un párrafo extenso a encomiar la sinceridad de su amigo, así como a congratularse de estar otra vez en buenos términos con él. Hasta se habían besado, en prueba de que, después de todo, seguían intactos entre ellos los viejos lazos de amistad. A continuación, sin duda influida por las habladurías del sincero, me declaraba «principal instigador y responsable de la cerdada». De este modo pude explicarme las razones del distanciamiento y antipatía con que me trataba ella por aquellos días que siguieron a su reclusión. Me describía como un «tipo acechante, astuto, quizá no tan avieso como afirma Genaro, pero del que efectivamente más vale no fiarse». No menos disgusto que esas líneas me causaron, al pasar la página, otras en que mi compañera se permitía un rasgo de piedad a costa de mi persona:

«Huérfano de madre, obligado a vivir, según me ha dicho el cachorrito, con un padre borracho y seguramente despótico, solos los dos en una casa triste y no muy limpia, deberíamos ser más comprensivos con el pobre chaval y entre todos ayudarle a que supere esa enorme incapacidad suya para hablar claro, para compartir sus pensamientos y sensaciones, pues no me puedo imaginar que no sienta nada. Yo le quiero y le voy a ayudar. Estoy segura de que Jo da en el clavo cuando afirma que Flakúas es, no un zamacuco, sino una persona con grandes problemas de comunicación, un cacto con las espinas hacia dentro».

Ya estaban muy adelantados los preparativos de la revista cuando murió la abuela del Pulcro, un lunes lluvioso. Don Raúl Matallana dispuso que el cadáver fuera trasladado a la casa, a fin de poderlo velar en familia hasta el día de la conducción al cementerio. Inflamado de placer maligno, contaba el adolescente las diabluras que perpetraba a escondidas: escenas, no sé si ciertas o inventadas, comparables a las descritas en los cuentos tenebrosos de Lovecraft, que él aseguraba leer sentado sobre la tapa del ataúd. Sea como fuere, se nos hizo saber que ya no podíamos reunirnos en la casa, por lo que no hubo más remedio que acudir con el bullicio y los papeles a otra parte. Cacharrito se apresuró a ofrecernos su piso, que era el que a mí más me gustaba, no sólo a causa de su comodidad, sino porque en él se nos atendía y agasajaba como no cabía esperar en ningún lado. Genaro Zaldúa pensaba de fijo en ello cuando argumentó en favor de la propuesta, abogando por que el Resti tomara parte en la elaboración de la revista, al fin y al cabo sólo posible gracias a su largueza. Pero imbuidos de buenos deseos hacia el grupo, terciaron Josu Ruiz y Rosa Benítez y a petición suya el apartamento de la calle de Zabaleta se convirtió, como en tiempos pasados, en el lugar de nuestra reuniones. Allí acabamos de confeccionar el número 2 de La Placa, de allí salimos a celebrarlo aquel anochecer de noviembre en que fui arrojado a las aguas inmundas del Urumea.

Las sesiones de trabajo discurrieron en un ambiente de insólita concordia. Fueron tardes de gestos corteses, de elogios recíprocos, de chistes inocuos; tardes presididas por una voluntad unánime de respeto y tolerancia, como raras veces se había visto entre los miembros de La Placa. Apenas surgía, al hilo de la conversación, un conato de discordia, rápidamente los que en otras ocasiones se hubieran enzarzado en una feroz esgrima de insultos y sarcasmos, proclamaban el yerro propio y daban la razón al compañero. Al principio recelé, presumiendo que aquella tregua de lobos no duraría; pero duraba y, poco a poco, le fui tomando gusto. Llegado el momento de presentar mis versos para la revista, los leí persuadido de que a continuación me lloverían objeciones y malas críticas. La sorpresa no pudo ser más agradable. Todos mis poemas recibieron alabanzas y fueron admitidos sin reservas. ¿Cómo dudar de que la paz reinante entre los componentes del grupo se asentaba sobre cimientos sólidos? Confiadamente me dejé llevar por el raudal de buenas maneras y acabé en el otro de aguas residuales.

Aceptar el apartamento de Josu Ruiz como lugar de trabajo supuso la admisión tácita del séptimo miembro que tuvo La Placa. Nadie pidió ni anunció el ingreso de Rosa Benítez; simplemente se dio por hecho. La primera tarde se limitó a oficiar de anfitriona, con una sonrisa invariable que parecía grabada a cincel en un rostro de piedra. Servía el té, cortaba rodajas de limón, iba, venía, y entre una y otra actividad, de pie junto a la ventana, observaba a los circunstantes en silencio: al Pulcro, encargado de las tareas mecanográficas; a Josu Ruiz, que no bebía otra cosa que agua mineral; a Izaskun Ayestarán con Mitia en el regazo; a Cacharrito, cuyos estertores servían de contrapunto a Los Planetas, de Holst, que escuchamos repetidamente; a Genaro Zaldúa, que componía las páginas y llevaba la voz cantante, y a mí, que no paraba de callar. Se dijera que Rosa Benítez, al mantenerse tan ostensiblemente al margen, trataba de demostrarnos su voluntad de no interferir en las deliberaciones. Después de todo, la literatura despertaba en ella un interés reducido, que se trocaba en repulsa a poco que el espíritu de la letra discrepase de su particular ideal político. Esto no lo ignorábamos nosotros y por eso, la primera tarde, a ninguno sorprendió que ella pareciera conformarse con un papel secundario dentro del grupo. Al fin de la reunión, cuando nos poníamos los abrigos, rehusó con su voz larga y cadenciosa un ofrecimiento de Izaskun Ayestarán, que pretendía suprimir la página en euskara (tributo impuesto por la dualidad lingüística de nuestra tierra y aceptado por mis compañeros en virtud de razones meramente estratégicas) para ponerla a disposición de Rosa Benítez. Alegó ésta que lo suyo no eran los cuentos ni la poesía. Ahí quedó la cosa, al menos por esa tarde, la misma en que, aprovechando que nadie nos oía, me dio a entender que el Pulcro me traicionaba y me intimó a que cesase de incitar a su novio a la bebida; lo cual dijo con mucho enfado, que yo supongo fue la causa de que días después se confabulara con los demás para tirarme al río.

La segunda tarde fue Josu Ruiz quien llevó en peso los menesteres de la hospitalidad. Más voluntarioso que práctico, preparó un chocolatillo aderezado con pinole y harina de centeno. Se conoce que últimamente les había tomado afición a las cazuelas, y no sin una punta de orgullo mencionaba varios éxitos gastronómicos recientes, entre ellos un sapo en salsa que al parecer dejó admirados a sus comensales. Lejos estábamos nosotros de maliciar entonces dónde y con qué objeto aprendía las recetas, hasta que un día, a poco de ser publicada la revista, saliendo del apartamento vimos que Rosa Benítez introducía una llave en la cerradura del piso de abajo. Izaskun Ayestarán husmeó en los entresijos del misterio y antes de acabar noviembre, cuando señales poco halagüeñas hacían augurar el fin del periodo de armonía y fraternidad y en el diario Rosa Benítez volvió a ser la Mulata, nos reveló, con media cara mustia y media crispada por la risa, el increíble descubrimiento a que había conducido su averiguación:

—Les ha regalado el piso y les ayuda en los quehaceres domésticos.

El soconusco resultó un engrudo indigestible que, no obstante, hizo las delicias de Genaro Zaldúa. El chocolatómano despachó una taza tras otra y al final rascó el perol con la cuchara de palo, hasta que ya no hubo pella ni churrete con que relamerse. A su lado, callada, Rosa Benítez seguía con atención las diversas intervenciones y lecturas. De rato en rato hacía escuchitas con Izaskun, o por mejor decir ésta con ella, pues las más de las veces mantenía Rosa Benítez la cabeza erguida con hierática tiesura mientras la otra le picoteaba susurros al oído. Ignoro en qué paraba la incesante secretina; pero, en cualquier caso, no había duda de que las dos muchachas estaban bien avenidas por aquellas fechas. Al cabo de uno de tantos cuchicheos, formuló Izaskun Ayestarán nuevamente su propuesta de poner a disposición de Rosa Benítez la página destinada al texto en euskara, que Genaro Zaldúa había sacado al azar de un folleto sobre deportes vascos, humorada a la que el Pulcro había añadido, a guisa de acompañamiento gráfico, una imagen de judíos en el campo de concentración de Auschwitz. La aludida guardó silencio, en espera de que los demás nos pronunciásemos acerca de aquella proposición que ella misma había rechazado la víspera. El cambio, admitido por unánime callada, tropezó de pronto con un serio inconveniente, al descubrir el Pulcro un fallo en la paginación de la revista; y era que por descuido de Genaro Zaldúa había dos hojas con el número 8, correspondientes ambas al fragmento de Un hombre sin posguerra que yo había seleccionado por indicación y deseo de Josu Ruiz. De ese modo, la revista contenía una página más de las dieciséis pagadas por Restituto a la imprenta. Entre estertores asmáticos, el de siempre se apresuró a renunciar a las suyas. El granizo de protestas no lo disuadió. Abroquelado en su tozudez de acero, se empecinó en que él no había de publicar. A su alrededor crecía el barullo. De pronto, acallando con su magia eufónica el revuelo de voces, sonó, serena y suave, la de Rosa Benítez.

—Tú conservarás las dos páginas que te pertenecen.

Callaron todos a un tiempo y Cacharrito hizo una mueca ostensiva de sumisión para manifestar que se daba a partido. La revista entera fue rehecha conforme al criterio de Rosa Benítez. No recuerdo una sola sugerencia suya que no fuera inmediatamente admitida por mis compañeros, cuya docilidad llegaba en ocasiones al extremo de arrebatarse unos a otros la palabra para inquirir el parecer de ella sobre cualquier cuestión que acabase de surgir. Me sublevé callando y Rosa Benítez lo notó. Ni una sola vez, en el curso de esa y de las tres reuniones ulteriores, me dirigió la palabra; sí, en cambio, esporádicas miradas cuajadas de tenso desdén, anuncios de la represalia que no tardaría en consumarse; aunque, en honor a la verdad, he de decir que ni siquiera cuando pusimos el primer pie sobre el puente de Santa Catalina tenía yo la menor sospecha de lo que me aguardaba. Por consejo de Rosa Benítez accedió Genaro Zaldúa a cambiar el dibujo de la portada. A ella se debió también la supresión del texto en euskara, con la estampa macabra de Auschwitz, así como una carta apócrifa de André Pieyre de Mandiargues al Pulcro, que éste había garabateado con unos trazos lo suficientemente indescifrables como para que nadie reparara en su precario dominio del francés. Poco le costó a ella, al poder persuasivo de su hablar pausado, conseguir que Cacharrito le cediese una de sus páginas, donde incluyó un alegato sin firma contra la Alianza Atlántica; el cual, andando el tiempo, descubrimos había sido copiado de un panfleto electoral del Partido Comunista. Hasta el tipo de letra fue elegido a gusto de la muchacha. Por complacerla le dedicó Izaskun Ayestarán uno de sus poemas; por complacerla nos abstuvimos todos de fumar durante las reuniones en el apartamento; por complacerla, y nada más que por complacerla, aceptamos que la revista se editase con el nombre de La Plaka, ridícula estratagema encaminada a compensar la falta de escritos en lengua vasca dentro de sus páginas. No fue, en fin, su triunfo más pequeño apropiarse de un tercio de la edición para distribuirla gratuitamente, desde no sé qué oficina, a los militantes del partido. Para celebrar todo lo cual salimos del apartamento un anochecer de noviembre, con rumbo a los bares del centro de la ciudad. En el puente de Santa Catalina me agarraron los seis por sorpresa, sin que mediara entre ellos palabra alguna, sino como cosa que traían de antemano convenida. Caí al río desde una altura de siete u ocho metros. Al punto comencé a bracear y apuñear desesperadamente el agua hedionda, convencido de que aquellas acciones dictadas por el pánico eran las últimas de mi vida. En esto me vi debajo del puente y allá mismo, al amparo de la oscuridad, puse por obra mi primera venganza. Ya había perdido las esperanzas de salvarme, si es que en algún momento tuve alguna, cuando de pronto noté que hacía pie y que, erguido, el agua apenas me cubría hasta la cintura. No me costó ganar las piedras que sobresalían junto a la base de uno de los pilares, donde permanecí tiritando de frío tanto tiempo como juzgué conveniente para hacer creer a mis compañeros que me habían matado. Una voz, entre los ruidos del tráfico me llamaba pitorreándose. Bajo su timbre gutural, atenuado por la distancia, me pareció entreoír el eco de una voz más fina: la de aquel niño escuálido y desvalido a quien, años atrás, yo me complacía en arrojar de vez en cuando a las aguas de otro río pestilente. Y al poco rato ya no oí nada.