Decidí hacer caso a Genaro Zaldúa, que me recomendó moderación en la bebida. Tenía él certeza de que a unas muchachas que llamaba bollitos les había tomado deseo de acostarse con escritores de La Placa, por reputarnos de personas importantes. Receloso, le pregunté cuáles y él las señaló con disimulo, diciéndome al oído cómo repetidas veces le habían insinuado la fascinación que en todas ellas despertaba nuestro predicamento, y que era cosa segura que las habíamos de gozar aquella misma noche. Reveló a continuación que andaba con mucho apuro del vientre y enseguida se encaminó hacia el cuarto de baño, desabrochándose por el trayecto los calzones de pirata. Yo, como advirtiese que las mozas, aunque no eran guapas, me miraban y sonreían desde el extremo opuesto de la sala, formé propósito de hundirme los dedos en el gañote hasta sacarme lo bebido, a fin de llegar lo menos mermado posible de potencia a la orgía que previsiblemente se avecinaba. Así lo puse por obra sin pérdida de tiempo, si bien no en el retrete, por los intersticios de cuya puerta cerrada salía una horrenda, formidable fetidez que casi hizo superfluo el arbitrio de los dedos, sino en el cubo de la basura de la cocina, delante de Cacharrito; el cual, después de cinco horas de trabajo paciente, deshuesaba por entonces las últimas aceitunas de la damajuana. Creyendo me hallaba enfermo de gravedad, vino a mí y asió mi nuca con no sé qué intención posiblemente sana, sin que yo entre basca y náusea, incapaz de articular palabra, pudiera defenderme de su auxilio. Tanto me importunaba que, por apartarlo de mi lado, sentí tentación de derramarle una gorgozada en los pantalones. A pique de ello, terminé de achicar el estómago y no tuve impedimento para explicarle que no hacía falta me llevase en su coche al hospital, ni que fuera a una farmacia en busca de medicamentos, como pretendía. Convencido de que no me pasaba nada malo, se tranquilizó. Yo le revelé mi propósito de desembriagarme, sin declarar la causa que movía a ello, de suerte que él elogió mi proceder, pensando estaba encaminado al bien de mi salud. A ruego mío se dirigió después a la sala a traerme alguna comida que me templase el cuerpo. Volvió, pasado un rato, con una almorzada de almendras y cacahuetes que depositó encima de la mesa. Yo no pude menos de sorprenderme al ver que se había puesto el gabán. Extrañado, le pregunté si, como parecía, albergaba la intención de marcharse. Cacharrito sacó entonces de uno de los bolsillos un manojo de llaves, y a tiempo de mostrármelo, me puso en autos sobre un encargo urgente que había recibido; y era que sin demora debía ir a Amara en busca de un calzoncillo limpio, ya que a Genaro Zaldúa acababa de sucederle una lamentable adversidad. En esto sonó el timbre. Abrí la puerta y me hallé ante dos ojos semejantes a dos brasas. Con un ímpetu y gesto que no auguraban nada bueno, don Raúl Matallana entró en la cocina. La lluvia había mojado los hombros de su chaqueta. Ni me saludó, ni lo saludé, ni correspondió al tímido saludo de Cacharrito. Tenso el semblante, los labios apretados, se colocó de espaldas a la ventana, con toda la cocina por delante, a la manera del torero que cede espacio a su víctima con el fin de estudiarla mientras se acerca. Chacoloteando nerviosamente con la suela del zapato, aguardó la llegada de su hijo, a quien Cacharrito había ido a buscar. El Pulcro no tardó en presentarse. Traía el abrigo puesto y un rictus apenadito, dulce, en medio de las facciones demudadas. Le preguntó su padre si sabía qué hora era. Modoso, el adolescente farfulló unas cuantas disculpas relativas a la representación de títeres, que dijo le había tenido ocupado hasta ese momento. Mentira. Casi dos horas habían discurrido desde el final del espectáculo. El temor patente que atenazaba a mi amigo me conmovió. Acordándome entonces de nuestro reciente pacto de solidaridad y ayuda mutua, decidí echarle un capote y ratifiqué su embuste. Don Raúl Matallana me miró desconcertado, y aun diría yo que agradecido por haberlo librado con mi mediación de la bochornosa papeleta de inferir en público una injusticia a su hijo. En tono notoriamente más suave, transmitió a éste la orden de marcha a casa. Salieron del piso, y con ellos Cacharrito, quien a su regreso habría de contarnos cómo bajando por las escaleras mandó don Raúl al Pulcro le soplase en la nariz, porque quería olerle el aliento. Descubrió que el chaval había fumado y bebido alcohol, y comenzó a pegarle bofetadas; pegándole, llegaron a la calle, donde Cacharrito se despidió de ellos y ya no supo más.
Solo en la cocina, comí los frutos secos que me había traído mi compañero, más unas cuantas galletas blandas de un bote colmado de ellas encontré por mi cuenta en la alacena. Con agua del grifo me lavé después la cara, me sequé con los visillos, recompuse ante el cristal de la ventana mis cabellos y un bigotín que por entonces me tiznaba el sobrelabio, y aún me enjuagué la boca e hice gárgaras antes de salir pasablemente sobrio de la cocina en busca de Genaro Zaldúa. No lo hallé en la sala, donde el Reyecín del Monte Calvario, ebrio hasta la tonsura, se había metido en el tinglado del guiñol y obligaba a Cantapelote a pronunciar una arenga de peneque solitario, a la que nadie atendía. Tres o cuatro invitados trataban de sacar con ayuda de un tallo de rosa el lagarto de la botella. Cerca de ellos, amartelados, inmóviles, quizá dormidos, bailaban sin música el Innombrable y la Pinzona. Sin detenerme me dirigí al dormitorio de Izaskun Ayestarán, desde cuyo umbral pude ver a un numeroso grupo de asistentes a la fiesta desparramados por el suelo. Una aguja clavada en un brazo escuálido me disuadió de entrar: más que a la muerte temo yo un pinchazo. En la habitación contigua reinaba la penumbra. Vi dentro una pepitoria de cuerpos afanados en trajines amorosos y tampoco quise pasar de la puerta. De camino a la última alcoba, topé con Cacharrito, que acababa de volver de Amara. Traía en la mano, exhibiéndolo con imprudente ostentación, el calzoncillo que había ido a buscar a casa de Genaro Zaldúa. Le ordené que escondiera la prenda de inmediato. Sorprendido de que le hablase con acritud, me preguntó la razón de mi enojo. No había tal, le dije, sino deseo de evitar el apuro en que habíamos de poner a nuestro amigo si le entregábamos el ajado y amarillento zarrio delante de sus admiradoras. Esto lo entendió Cacharrito muy bien e hizo un derroche de afecto para agradecerme el favor de haberlo desviado de cometer un error imperdonable. Guardó después la prenda ominosa en un bolsillo de su gabán y juntos entramos en el cuarto donde se hallaba Genaro Zaldúa sentado en el suelo con las tres bollitos, a las que tenía embobadas con su palique. Estaban los cuatro solos y sonrientes. No bien abrimos la puerta, se apresuró nuestro compañero a llamarnos por señas, como si no fuera evidente que nos dirigíamos al corrillo que él presidía jovial, dicharachero y sudoroso.
—No tengáis miedo —se mofó.
Después, en parecido tono de guasa, nos presentó a sus amigas, tildándonos de chicos apagados, pero estupendos poetas, duchos en la exploración del alma humana. Todo lo cual y otras alabanzas posteriores, igualmente insultantes, que no me apetece recordar, se me figura que dijo con miras a engrandecerse a nuestra costa delante de su público femenino. Las tres muchachas nos contemplaban a Cacharrito y a mí con muestras de asombro, que a lo mejor no eran exactamente de asombro, sino de simple curiosidad; pero en cualquier caso sin mota de malevolencia, como enseguida demostró la prontitud y cordialidad con que nos ofrecieron un sitio a su lado. Cacharrito ocupó el suyo sin quitarse el gabán, y con ello y haber rogado candorosamente que por favor lo llamasen por el mote, porque no de otra forma lo nombraban sus amigos, y hasta de un tiempo a aquella parte su propio padre, se atrajo el interés y simpatía de las muchachas. Las cuales se me hace a mí que barruntaron la ocasión de divertirse a expensas de nuestro cándido compañero, y desentendiéndose sin disimulo de la parla confusa, profusa y abstrusa con que Genaro las había estado camelando, se dieron a formular a Cacharrito preguntas no exentas de picardía que éste contestaba visiblemente corrido, mirando ora a Genaro Zaldúa, ora a mí, en petición tácita y angustiosa de socorro. Una de las cosas que le preguntaron fue por qué no se quitaba el gabán.
—Es por causa de mi apocamiento, que me hace sufrir mucho —respondió con aquella sinceridad aplastante a que, sin poderlo evitar, lo arrastraba frecuentemente su timidez.
Reconoció que estaba asándose de calor. Animado entonces por las tres chicas, accedió a aligerarse de ropa. Puesto de pie, trató de desabrochar el gabán; pero los gruesos botones se le resistían, de suerte que no daba con ninguno a través del ojal. Turbado, determinó desenfundarse la prenda de abrigo por la cabeza, sin soltarla; lo cual llevó a cabo con tan fatal precipitación, con tan adversa fortuna, que el oculto calzoncillo cayó al suelo y quedó a la vista de todos los presentes.
—Se te ha caído algo —acertó a balbucir entre carcajadas una de las muchachas.
Genaro Zaldúa se apresuró a intervenir antes que Cacharrito pudiera desenvainar su peligrosa franqueza.
—Aquí donde lo veis —ironizó—, este poeta es precavido. Acostumbra tomar sus providencias de índole higiénica cada vez que acude a tertulias y cuchipandas. Yo pienso que esta gente, los poetas, suele ser de suyo muy perversa.
Cacharrito encajó el escarnio con una sonrisa desangelada. Devuelto al bolsillo lo que nunca habría debido salir de él, depositó cuidadosamente el gabán en el rimero de impermeables, cazadoras y abrigos que se extendía sobre una mesa colocada en el centro de la habitación. Sus ojos enormes, aturdidos, miraban a Genaro Zaldúa como en demanda de una señal amistosa, de un gesto de clemencia por parte de éste. No bien se hubo reincorporado al corro, las tres muchachas le pidieron perdón por las risas. Cacharrito respondió que no había motivo alguno para ello, que todo caso era él quien debía disculparse y que si les parecía que estaba de más, no tenían sino hacérselo saber, que él se marcharía del cuarto sin demora. Esto dijo un tono de humilde gravedad que impresionó a las muchachas quienes sorprendí poco después intercambiando algunas señas en secreto. Genaro Zaldúa acababa de iniciar un nuevo capítulo de vaniloquios. Ellas lo interrumpieron para comunicarnos su propósito de retirarse un momento al servicio, adonde fueron las tres juntas, conforme se acostumbra a menudo entre chicas. Solos en el cuarto Cacharrito reiteró su petición de disculpas, y no conforme con que se las hubiésemos aceptado, sentenció:
—Merezco vuestro desprecio.
Genaro Zaldúa se dirigió a toda prisa en busca de su calzoncillo, lo sacó del gabán de su compañero y, amparándose detrás de una vieja cómoda, procedió a cambiarse rápidamente de muda. Se recataba, vuelto hacia la pared; pero aun así pude verle un muslo y parte de una nalga, tan rollizos ambos como pilosos. Tras vestirse, se encaminó hacia la ventana y la abrió. Un ramalazo de viento le arrebató el tricornio. La impetuosa corriente lo obligaba a recular. Tenía en ese instante su silueta un aire de marino que afronta los embates del turbión. Rachas horizontales de lluvia penetraban en el cuarto. Genaro Zaldúa se aferró con una mano al antepecho y con la otra arrojó a la calle el calzoncillo seguramente percudido. Venciendo la oposición del viento, logró cerrar la ventana. Su rostro peludo, salpicado de gotas, traslucía exultación. Le acometió un flujo de locuacidad:
—La noche se presenta favorable. Tenemos las bollitos en el bote. Son tres, somos tres, conque id desabrochándoos las braguetas. La cosa está clara. Y para colmo, a mediodía he comido macarrones, que son un fortaleciente de aúpa. Amigos míos, conjuguemos todos juntos, antes de entrar en la batalla, el presente de indicativo: yo follo, tú chingas, él jode, nosotros cohabitamos, vosotros copuláis, ellos echan un polvo. A vivir, a gozar y fornicar, que son dos días. Y a ver si cambiáis de cara, colegas. No estamos en un funeral.
Me pidió un cigarrillo. Se lo di, exhaló una bocanada y prosiguió:
—Seguro que las pobrecillas se han metido en el retrete a colocarse los diafragmas, no sea que las preñemos. Luego se perfumarán el clítoris y la verija, por miedo a que nos causen repugnancia los miasmas vaginales. Pero se equivocan, pues no hay nada que despierte tanto el apetito de un hombre como la miel escurrida de un chocho. No se lo toméis a mal. Pensad que al tenernos por gente selecta, estarán temerosas de defraudarnos. Aparte de eso, las imagino tocándose unas a otras las tetas, o sea, poniéndose húmedas y calentitas mientras acuerdan con quién cada cual, lo que en el fondo carece de importancia, porque para lo que vamos a hacer…
A Cacharrito lo invadió el estupor.
—Genaro, no sé si me atreveré.
—Bobadas. Tú fíjate en mí y en Flakúas, limítate a introducir la pilila en el agujerito y aprovecha tu asma para simular el orgasmo, y eso sí, haznos el favor de hablar lo menos posible.
Llevado de su euforia, Genaro Zaldúa se encaramó a la mesa y comenzó a pisotear las prendas de abrigo, profiriendo obscenidades mientras imitaba muecas y brincos de los monos. Aflojó entretanto las bombillas de la lámpara hasta dejar sólo una encendida, diciendo socarrón:
—A los varones nos basta con apagar la luz para ser bellos.
Bajó después de la mesa y, sentado otra vez a nuestro lado, con mucho misterio nos mostró un polvillo gris que guardaba dentro de una caja de cerillas. Él mismo lo había preparado en la trastienda de su comercio, según una receta que no quiso revelar. Contó que, una vez ingerido, estimulaba no sé qué secreción de hormonas, como consecuencia de la cual el cuerpo era sometido en breves minutos a un proceso de furor sexual incontrolable. Muy serio, pues no sin razón nos suponía remisos a creerle, declaró haber experimentado días atrás en sus propias carnes los formidables efectos del afrodisiaco. Había tomado, dijo, una pizca en el transcurso de una clase de Prehistoria. De pronto le estalló un fuego en el pecho que, rápidamente extendido al abdomen, lo obligó a salir del aula a espetaperro, ante las miradas atónitas del profesor y de varias docenas de estudiantes. Sin parar de correr se llegó hasta la orilla del Urumea, y allá, escondido entre los arbustos, pasó la mañana apaciguando como pudo el rijo bestial que lo consumía. A fuer de novelista, se acordó de rematar su historia con un detalle verosímil:
—Hacía un frío que pelaba, pero no me di cuenta hasta el final.
A este punto comenzó a espolvorear los vasos que las tres muchachas habían dejado abandonados en el suelo, cada uno con su resto de bebida, y mientras esto hacía, Cacharrito le suplicó no se excediese en la dosis. Argüía con buen juicio que si ya estaban ellas de suyo deseosas, ¿a qué fin administrarles aquella droga superflua, que acaso podía redundar en perjuicio de su salud? El sensato razonamiento encendió la sangre a Genaro Zaldúa, quien con mucho enojo reputó a su compañero de aguafiestas y de hombre para poco que teme al amor, sí, al amor, querido poeta, que os pasáis la vida ensalzando sensualidades y a la hora de agarrarlas por el rabo no valéis para nada, me cago en la puta, cállate o vuelco la caja entera en los vasos. Acto seguido, como advirtiese la pesadumbre que sus amenazas y exabruptos causaban a Cacharrito, aseguró en tono sosegado y conciliador que todos los ingredientes del polvillo eran comestibles. No podía, por tanto, seguirse de ellos trastorno alguno; antes bien, extraversión, euforia y ganas de gozar. Que perdiese cuidado, dijo a su abatido compañero, a tiempo que le ponía una mano amiga sobre el hombro añadiendo que lo único malo que en realidad podía ocurrir era qué después de todo la droga no produjese el efecto deseado. De buen humor citó a Quevedo e hizo un juego chusco de palabras con el polvo enamorado y con echar un polvo, mientras yo entre mí daba gracias al destino y a mi madre por no haberme hecho mujer de semejantes hombres.
Transcurridos diez minutos y quince y más de veinte desde que las muchachas se habían marchado de la alcoba, empecé a escamarme y a sospechar que no fuese tan descompasada su concupiscencia, ni tan propicia su ingenuidad, ni tan firme la afición por nuestras artísticas personas que Genaro Zaldúa les atribuía. Y así, antes que Cacharrito regresara a darnos cuenta de sus pesquisas, tuve por seguro que no había de encontrar a las mozas ni en el retrete ni en parte alguna, como efectivamente aconteció. No lo quiso Genaro Zaldúa creer, convencido de que su compañero había efectuado un rastreo poco minucioso de la casa. Para él estaba fuera de duda que ellas volverían. Fundaba su certidumbre en dos razones: las creía enamoradas y no les había visto retirar sus abrigos del montón de ropa extendida sobre la mesa. ¿Quién, por muy poco seso que tuviese, había de aventurarse a salir en mangas de camisa a la calle en una noche tan desapacible como aquélla? El argumento se me antojó convincente. Cacharrito, por el contrario, sacudía la cabeza en señal de rechazo. Preguntado por los motivos de su desacuerdo, contó que una parte de los huéspedes había depositado sus prendas de abrigo en la habitación de Izaskun. A Genaro Zaldúa se le heló la sonrisa. Sin perder un segundo salió a recorrer la casa, escudriñó rincones, inquirió, le informaron y al fin, cuando nos reunimos los tres en la sala, visiblemente decepcionado me susurró al oído:
—Tendremos que conformarnos con Izaskun.
La sala presentaba en aquellos momentos un aspecto lamentable, como si hubiera desfogado en ella su saña una horda de saqueadores. El Reyecín del Monte Calvario dormía el lobo sepultado bajo la armadura del guiñol, que se le había caído encima, dejándole tan sólo las piernas al descubierto. Desparramados por la alfombra yacían los títeres, perdidos en un piélago de cáscaras, añicos, botellas rotas, globos reventados, confetis y desperdicios de todas clases. Había más: cubiertos pringados y colillas, algunas humeantes. Del barril de Cacharrito, en una balda de la vitrina, manaba sin cesar un chorrillo del vino oloroso. Se conoce que la mano inhábil de algún metete no había sabido encajar debidamente la espita. Igual de lastimoso era el estrapalucio en la mesa de los manjares, colmada ahora de arrebañaduras, jirones de servilletas, cuencos usados como cenicero y vasijas volcadas que habían escurrido salsa al mantel y a la alfombra.
Nos dieron las dos de la madrugada bebiendo y conversando en la cocina. La mayoría de los invitados ya se había ido para entonces. Tambaleantes, saturados de alcohol y de drogas, atravesaban el vestíbulo en silencio y emprendían el arduo camino que a través de calles solitarias, barridas por el vendaval, debía conducirlos a la cama salvadora. Una y otra vez retornaba Genaro Zaldúa al tema de las tres muchachas que nos habían dado plantón. En su búsqueda obsesiva de razones que explicasen el fiasco, recurría a las más diversas conjeturas, desde la repentina indisposición de una de las bollitos, ingresada en el hospital sin saberlo nosotros, hasta el abandono del piso a raíz de una pelea entre ellas, pasando incluso por la llamada telefónica que anuncia la muerte de un familiar. Cacharrito estaba, sin embargo, convencido de que sólo a su torpeza al dejar caer el calzoncillo debía atribuirse la misteriosa escapada de las tres chicas, y con gesto de contrito nos pedía perdón por quinta, por sexta vez en lo que iba de noche.
A las dos entró en la cocina, dando traspiés, la moza nariguda a quien yo había puesto, durante la representación de títeres, el sobrenombre de la Tucán. Los ojos encarnizados, traía una curda de alivio, que era causa de que no pudiera andar sino trastrabillando. El habla no la tenía más clara ni derecha y costó entender lo que trataba de decirnos con aquellos sonidos que salían como chisporroteados de su boca. Al fin comprendimos que solicitaba nuestra ayuda para levantar a no sé quién del suelo. Quedó Cacharrito asistiendo a la muchacha. Genaro y yo salimos rápidamente de la cocina, dispuestos a socorrer a quienquiera que se hallaba en apuros. Llegados a la sala, nos detuvimos los dos a un tiempo, o quizá mi camarada una décima de segundo antes que yo, y empezamos a mirarnos, a escudriñarnos las caras en la penumbra. Ni supe entonces ni sé ahora la razón de aquel recíproco estudiarnos que desembocó en una sonrisa suya imitada a despecho de la voluntad por mí, como si yo no fuera yo, sino la imagen de él en un espejo. No tardé en percatarme de que aquella sonrisa equivalía a un acuerdo tácito, sobre cuya innoble finalidad empecé a concebir sospechas no bien entramos en el dormitorio de Izaskun Ayestarán y hallamos a ésta tendida en el suelo con los ojos en blanco, la boca entreabierta y un hilillo de espuma que brotaba de una comisura de sus labios y descendía hasta el cuello. No estaba sola; a su lado, la espalda recostada en la pared, Cumbres Pustulosas contemplaba el techo con deliquio. Tenía el mozo un aire de lasitud complacida y ausente. La abertura de su camisa desabotonada mostraba un pecho salpicado de granos y costras que me repugnó. Había alguien más, tumbado debajo de la cama; alguien de quien sólo atiné a ver un pie descalzo y que a ratos, entre sueños, emitía un zumbido monótono. Tanto como a la vista, hería aquel cuadro de apestados al olfato, pues es lo cierto que los tres cuerpos desfallecidos despedían un hedor agridulce, como de mejunje medicinal, muy penoso de sufrir. Advirtiendo que Izaskun Ayestarán se reponía de su vahído, le preguntamos qué le pasaba. No contestó ni parece que nos oyese. Resolvimos levantarla, agarrándola cada uno de un brazo. Percibí entonces el rictus sonriente de Genaro Zaldúa, una mueca morbosa y cruel, estoy seguro, aunque no tuve casi tiempo de fijarme, pues apenas habíamos comenzado a poner de pie a nuestra amiga, ésta se nos derrumbó como un pelele. Un instante hube de dedicar mi esfuerzo y atención a enderezarla, lapso brevísimo, pero suficiente para peinitir que Genaro Zaldúa adoptara de nuevo una expresión de socorrista voluntarioso. No sin dificultad sentamos a nuestra amiga sobre el baúl destinado a ropa sucia. Su aturdimiento y debilidad no le impidió reconocernos, y con un hilo de voz estertorosa pronunció la palabra baño. Comprendiendo cuál era su deseo, la llevamos o, por mejor decir, arrastramos a donde nos pedía. Por el trayecto le sobrevinieron los espasmos, cada uno precedido de un corto temblor que equivalía a un aviso para sujetarla con más fuerza, a fin de neutralizar los violentos tirones que daba su cuerpo al contraerse. Ninguna voz, ningún ruido se oía en el piso salvo el de sus bascas angustiosas. Genaro Zaldúa abrió de un puntapié la puerta del retrete; nos envolvió una vaharada pestilencial. Un asco indecible me oprimía la garganta. Tanto como fue posible, contuve el aliento; después me di a respirar a pequeños sorbitos, en la inteligencia de reducir al mínimo la inhalación de aire amoniacado. De pronto mis pies chapotearon en una balsa de orines que inundaba el suelo. Esto es peor que el infierno, me dije no bien encendió Genaro Zaldúa la luz. Esparcidos por el caldo nauseabundo, había jirones de papel higiénico, colillas desleídas, esputos y cristales, y en medio de tanta inmundicia flotaba, panza arriba, el lagarto gris de la botella japonesa. No menos de un dedo de orina cubría asimismo el fondo de la bañera, varadas en el cual se podían ver tres o cuatro jeringas, una copa, una cuchara y la escobilla tiznada de excremento. Genaro Zaldúa me ordenó que fuese a la cocina a poner agua a calentar. Él se las arreglaría solo, dijo, lo cual me pareció de perlas, por el mucho deseo que yo tenía de alejarme de aquella horrenda zahúrda. Y como para demostrar que mi colaboración ya no era necesaria, sujetó con ambas manos a Izaskun por los codos, y colocado a su espalda, empujó su cabeza hacia el lavabo, donde la muchacha comenzó enseguida a vomitar. Yo salí a escape del retrete, resuelto a purificarme sin demora mediante uno o dos tragos de coñá y abluciones en el fregadero de la cocina; pero al llegar a la sala, un recelo punzante me detuvo. Sigilosamente volví sobre mis pasos, pegué la cara a la jamba y asomé un ojo. Ignoro si en mi fuero interno esperaba ver lo que vi; pero lo cierto es que en aquel instante no experimenté el menor atisbo de sorpresa. Genaro Zaldúa sobaba muy a su placer los pechos de Izaskun Ayestarán y le besuqueaba la nuca, sin que ella, desmadejada al borde de la inconsciencia, diese muestras de advertir el abuso. Un largo filamento mucoso pendía de su boca. Fugazmente atiné a ver su semblante, revestido de cérea palidez. El resto de su menuda personita permanecía oculto bajo el corpachón que sobre ella se encorvaba, como si éste, un pulpo de gran tamaño, se dispusiera a deglutirla a través de unas fauces situadas en su abdomen. En esto reculé tan deprisa como pude, por esconderme; pero fue en vano. Genaro Zaldúa se había percatado de mi presencia y me llamó.
—Llevémosla a la cama —dijo—. Está muy mal.
Desde el vestíbulo Cacharrito se ofreció a ayudarnos. Genaro Zaldúa, enfurruñado, le mandó que preparase manzanilla, lo mismo que podía haberle mandado otra cosa con tal de perderlo de vista, y como aquél preguntara si debía hacerla con azúcar, le contestó:
—Con pollas en vinagre.
Parados después al costado de la cama, me pidió Genaro Zaldúa que sostuviese yo un instante a nuestra amiga mientras él retiraba los muñecos de la colcha. Dormía Cumbres Pustulosas con la barbilla hundida en el pecho, bajo la ventana cuajada de perlas de lluvia. Se conoce que Izaskun Ayestarán había recobrado algunas fuerzas después de la vomitina, de suerte que bastó con agarrarla de la cintura para que no se desplomase. Con todo, inclinó el cuerpo hacia atrás en busca de mayor apoyo. Su cabeza quedó a escasos centímetros de mis labios y la besé. Apenas hube revirado la vista hacia Genaro Zaldúa, comprendí que el encargo de cuidar momentáneamente de la muchacha entrañaba una trampa y que yo había caído como un tonto en ella. Con paladina y sonriente delectación saboreaba mi compañero el éxito de aquella triquiñuela con que había logrado a un tiempo deshacerse de un testigo incómodo y ganar un compinche. Arrojados al suelo los muñecos y retirada la colcha, tendimos a Izaskun Ayestarán sobre la cama. Ella misma se sacó las chinelas rozando un pie con otro. Encogida igual que un cachorrillo en las pajas de su confortable madriguera, expresó por medio de unos ruiditos cargados de mimo el bienestar y gusto que de pronto la invadían. Los ojos cerrados, el gesto plácido de los durmientes, nos pidió en susurros que le pusiéramos el pijama porque le parecía estar meada. No le faltaba razón. Mientras la despojábamos con cuidado de sus ropas y ornamentos femeninos, se puso a hablar consigo misma entre dientes como si delirase, y aunque era imposible entender sus bisbiseos y murmullos, al fin capté una imprecación dirigida al Cojo. Calló de golpe, tan pronto como notó su desnudez. Una leve sonrisa arqueaba sus labios gruesos, sensuales.
—Qué buenos sois.
Movido de aviesos designios, Genaro Zaldúa comenzó a desabrocharse los calzones, y yo no sé qué clase de complicada botonadura tenía la bragueta que no lograba abrirla. Sus dedos aporretados hurgaban, insistían, se afanaban inútilmente, arracimándose a manera de pequeños chacales en torno a su víctima. Perdida la paciencia, masculló una palabrota y arrancó un botón a viva fuerza. No pasó de ahí. Un súbito tintineo de taza y platillo en el umbral del dormitorio lo obligó a retirar las manos bruscamente, como si las hubiera puesto por descuido en un rescoldo.
—La manzanilla.
Cacharrito clavó sus ojos, de suyo estupefactos, cuajados ahora de terror, en la blanca desnudez tendida sobre la cama. Sin cesar de disculparse, depositó la taza vaporosa junto al listón del zócalo y a escape emprendió el regreso a la cocina, se me figura a mí que abrumado por los más espantosos pensamientos y sospechas. Genaro Zaldúa me transmitió en voz baja su inquietud. Había que desembarazarse del cagueta, dijo, o implicarlo como fuese en el asunto. A mí, más que la importuna presencia de nuestro compañero, me preocupaba y atormentaba en aquel instante cierto secretillo que a todo trance me convenía celar, y era (peores cosas he hecho) que bajo el pantalón llevaba puesta la braga azul de seda que por capricho le hurté a Izaskun Ayestarán durante mi primera estancia furtiva en su piso. La prenda me quedaba holgada, de suerte que varias veces, en el transcurso de la fiesta, se me bajó resbalando al sototrás y hube de acomodármela a escondidas. Ignoro por qué me la puse. Nunca perdí el tiempo en averiguarlo. Lo que sí sé y supe entonces es que antes de mostrarme con facha tan comprometedora renunciaría a mi parte del festín erótico.
Genaro Zaldúa me apremió con vivos ademanes para que lo siguiese. La muchacha se hallaba en ese instante tendida boca abajo, las fofas y pálidas nalgas en carne de gallina, y se arrullaba a sí misma al son de sus murmullos. Toda la luz de la lámpara parecía concentrarse con fruición en su desnudez desvalida. Abandonamos sigilosamente el cuarto y en la sala nos detuvimos a parlamentar. Genaro Zaldúa me preguntó al oído:
—¿Se te ocurre la manera de impedir que Cacharrito nos eche a perder la noche?
Conocía yo al muchacho lo suficiente para prever que costaría poco esfuerzo persuadirlo de que nosotros estábamos ayudando a Izaskun como buenos compañeros y de que la habíamos desnudado a ruego suyo, con el fin de ponerle el pijama. Sumido en un remolino de remordimientos, no sé si por haber pensado mal, pero desde luego por limitarse a preparar una manzanilla mientras los demás soportábamos la parte más dura y desagradable del auxilio, probablemente se soltaría a pedir disculpas, a reprocharse su pasividad, su poca diligencia, su falta de camaradería. Para obtener el perdón, se ofrecería como de costumbre a desempeñar algún cometido, no importaba cuál con tal que excediese a sus escasas fuerzas. Nosotros podríamos entonces alejarlo del piso, enviándolo con cualquier pretexto a una farmacia de guardia. De ese modo, él zurciría los descosidos de su conciencia y nosotros tendríamos paz y pista libre. Un repentino pensamiento me impuso, sin embargo, el cambio de estrategia. Considerando que las culpas, igual que las tartas, menguan con el reparto, le revelé a Genaro Zaldúa, en la esperanza de que reaccionase como lo hizo, que nuestro compañero me había confesado por la tarde su virginidad.
—¿Ah, sí? —dijo—. Pues ya va siendo hora de que la pierda.
Entramos a continuación en la cocina, donde la Tucán, sentada a la mesa, dormía con el rostro hundido entre los brazos. Sus cabellos endrinos se derramaban sobre la bandeja de las aceitunas, que, sobrepuestas en sucesivas capas circulares, formaban un cono perfecto. A su espalda, con delantal y en mangas de camisa, Cacharrito lavaba vajilla envuelto en el vapor del agua caliente y jabonosa que llenaba el fregadero. Genaro Zaldúa enristró tan desaladamente hacia el chaval que pensé se proponía golpearlo. Plantándose en jarras a su lado, con gruesa y severa voz le conmino a secarse las manos y a acompañarnos al dormitorio, ya que Izaskun, le espetó, no consentía en copular con nosotros si no lo hacía primero con él.
—Y apresúrate porque está a punto de dormirse.
A un tiempo se volvieron los dos a mirarme y confirmé. Esto viendo a Cacharrito petrificado de pavor al fondo de la cocina, con la mueca del que acaba de saber que antes de cinco minutos será irremisiblemente fusilado.
—Pero si yo no yo nunca… —balbucía.
Los ojos de Genaro Zaldúa, furiosos, prestos a lanzarme un chorro de lava, censuraban mi actitud de reserva, mi poca colaboración en la ruindad. No era difícil adivinar lo que esperaba y exigía que yo dijese y así, con palabras que pretendían sonar entrañables, reiteré lo que había dicho él de forma brusca: que Izaskun Ayestarán no nos entregaría su cuerpo si no le dábamos previamente el gusto de llevarle a Cacharrito para que lo gozase. No abrigo la menor duda de que éste sucumbió a la suavidad ponzoñosa, reptante, con que le hablé, y aunque más por resignación que por convencimiento, al fin determinó tener por primera vez en su vida trato carnal con hembra. Reconoció que el miedo lo atenazaba y que en esas condiciones creía imposible la erección. Luego, tras breve y caviloso silencio, mientras se voltaba el lazo del delantal, añadió:
—Se me ocurre una idea que someto a vuestro veredicto. Yo me tumbo en la cama, apagáis la luz y sin que Izaskun se dé cuenta uno de vosotros ocupa mi lugar.
—¡Pero Cacharrito! —se escandalizó fingidamente Genaro Zaldúa—, eso es engañar, eso es una repugnante traición a la generosidad de una buena amiga que en el día de su cumpleaños te ofrece su cuerpo, quién sabe si emocionada por ese poema del número 2 de La Placa donde dices: «En el amor asiento mi verdad».
—En el dolor —rectificó tímidamente Cacharrito.
—Es igual. Nunca, escucha, nunca te hubiera creído capaz de un vileza semejante. Me decepcionas.
Y en el apogeo de su grandilocuente cinismo, concluyó sudoroso, gesticulante, henchido de placentera y categórica indignación:
—Permíteme que te declare lo que pienso: eres un cerdo.
A continuación se volvió hacia mí, y guiñándome un ojo a hurtadillas, me ordenó comunicarle a Izaskun que ya podía ponerse el pijama, pues Cacharrito había resuelto por pura cobardía desairarla. La argucia produjo al instante el efecto apetecido, de suerte que sin haber dado yo el primer paso en dirección al dormitorio, se apresuró Cacharrito a suplicarme que me detuviera, y con muy dolidas y trémulas palabras rogó lo perdonáramos. Se dirigió después a Genaro Zaldúa en demanda del polvillo afrodisiaco, poniendo toda su fe en que obrara el milagro de procurarle el arrojo y deseo concupiscente que no tenía. Genaro Zaldúa le alcanzó la cajita que guardaba en un bolsillo de su casaca. El muchacho tragó dos pizcas del estimulante, y aun creo que llevaba propósito de tomar muchas más si no fuera porque de improviso la fortuna se compadeció de él, proporcionándole un buen pretexto para quedarse en la cocina por un tiempo que, a la postre, se habría de prolongar hasta el amanecer. Y fue que la Tucán, en sueños, zumbó un manotazo a la bandeja y la tiró. Una muchedumbre de aceitunas saltarinas se desparramó por el suelo de la cocina. Cacharrito había comenzado a recogerlas cuando Genaro Zaldúa le preguntó si venía o no con nosotros a la cama.
—Iré en cuanto note que el polvo me hace efecto.
Allá lo dejamos, acuclillado en medio de un mar de aceitunas, con la muda compañía de la muchacha ebria a la que no habían conseguido despertar ni el vozarrón de Genaro Zaldúa ni el estrépito causado por la bandeja metálica al caer. En la misma postura la encontré cinco minutos más tarde, cuando volví a la cocina en busca de agua que había pedido Izaskun y aproveché el paso por la sala para despojarme a toda prisa de la braga azul. Y le pregunté en camelo a Cacharrito:
—¿Qué, hermano, se te yergue la colita?
—No te lo vas a creer —me contestó con una ingenuidad impropia de persona adulta—. Te juro que no siento nada.
—Pues no te aflijas —le dije—, porque ya hemos terminado y ahora vamos a dormir. Hasta mañana, Cacharrito.
Regresé a la alcoba, que estaba a oscuras, con el agua que nadie habría de beber, cerré la puerta, puse el vaso en el suelo y a tientas me acosté. Una tufarada sudorienta, de ese sudor rancio que cuaja en las zonas menos oreadas de los cuerpos, me reveló que yo era el único que seguía vestido. Sentado al borde de la cama, me desnudé. La lluvia azotaba los vidrios de la ventana. De rato en rato, no sé cuál de los dos individuos que dormían en el suelo exhalaba una ráfaga de ronquidos. Tan pronto como advertí que los muelles del somier cesaban de rechinar, me monté sobre el cuerpo inerte y frío que yacía a mi costado y en silencio consumé mi gusto. De amanecida me despertaron unos grandísimos gritos y sollozos que profería Izaskun Ayestarán, desnuda en el centro de la cama, con las manos en la cabeza, donde le faltaba la trenza. Alguien debía de habérsela cortado mientras dormía. La buscamos con ahínco, primero por la alcoba, con ayuda de Cumbres Pustulosas, después por el resto de la casa, que Cacharrito había limpiado hasta dejarla tal que apenas quedaba rastro del formidable desorden de unas horas antes, con la única excepción del guiñol derrumbado, que no tocó por miedo a despertar al Reyecín del Monte Calvario. La trenza no apareció ni tampoco el desconocido que había pasado la noche debajo de la cama. Ninguno de cuantos al amanecer seguían en el piso, salvo yo, lograba acordarse de él. Cacharrito declaró que alrededor de las cinco de la madrugada, estando de fregoteo en el retrete, había sentido que alguien se marchaba de la casa. Lo estrechamos a preguntas; pero él no pudo más sino contar y repetir que sólo había oído ruido de pisadas. En vano confeccionamos una lista de sospechosos, en vano los telefoneamos y sacamos a algunos de ellos de la cama para inquirir, por medio de preguntas capciosas, dónde había dormido cada uno esa noche.
Cinco días duró el confinamiento que impusieron a Izaskun Ayestarán la rabia y la jaqueca; pasados los cuales, salió de casa para participar en los preparativos del número 2 de La Placa. Afirmó que daba por terminadas las averiguaciones, que no la habían llevado sino a malquistarse con una o dos amigas. Y como bromease y se mostrara igual de habladora que de costumbre, con temple para decir chanzas y aguantarlas, le preguntó Genaro Zaldúa:
—Por cierto, ¿cuántos años cumpliste el otro día?