Anciano y perro verde. Al fondo, un castillo medieval desafía las leyes del equilibrio, asentada por un solo punto su ancha base sobre el pico afilado de una loma. En lo alto de la torre del homenaje campea la bandera de Cuba, que previsiblemente izó una mano maliciosa. Amo y perro sacian su sed bebiendo por turno de un jarro compartido. Las negras y móviles pestañas del anciano son hebras de lana que atenúan la fijeza excesiva de sus ojos. Y dice con ronquera postiza que no logra encubrir el marcado timbre femenino de su voz:
Muy cerca de aquí, señores,
en un país que sufría
desde antiguo los horrores
de una feroz tiranía,
discurre la historia mía.
De todos los dictadores
era éste que regía
a palos de policía
la tierra que antes decía,
el peor de los peores.
Verdugos, torturadores,
gente secreta que espía
y jueces condenadores
sentenciando noche y día
a su servicio tenía.
Pronunciarlo sin temores
su nombre nadie podía
ni librarse de temblores
quien su retrato veía:
tanto pánico infundía.
Al que a su paso unas flores
no arrojaba o no aplaudía,
a mayores y menores
por cualquier superchería,
en la cárcel los metía.
A artistas, a trovadores,
al que a opinar se atrevía
y al que a leer aprendía
sin tardanza por traidores
a la horca remitía.
A los libros y escritores
daba fuego en compañía.
El mejor de los licores
la sangre le parecía
que por el suelo corría.
Viendo al azar dos azores
surcando la lejanía
durante una cacería,
concibió una villanía
para burlar los dolores,
las cuitas, los sinsabores
que a sus gentes infería.
Con gran fanfarronería
dictó una ley que prohibía
volar a los pobladores.
Los brazos les contaría
a todos los infractores,
y enjaulados forzaría
a imitar en la agonía
gorjeos de ruiseñores.
La helada ciudadanía
que la ley no comprendía
temiendo nuevos rigores
creyó que creer debía
en los hombres voladores.
Entonces planeadores,
globos ni aviones había.
Escuche los pormenores
de aquella ocurrencia impía
el público ahora y ría.
Advierto con satisfacción que el Pulcro Matallana ha empleado en el preámbulo tres de las nueve rimas en ía que anteayer le sugerí. Llevado por el capricho de influirle, mostré mi desacuerdo con la idea de poner los versos iniciales en boca de un viejo. ¿Que por qué? Resulta convencional, le dije, a sabiendas de que para él no existe nada más aborrecible en la vida y en el arte que el lugar común. Salió disparado de mi cuarto y por teléfono propuso a Izaskun Ayestarán un retoque urgente al principio de la obra. La muchacha rehusó de plano. Estaba harta de coser títeres, conque han mantenido al anciano bien que agregándole un perro de felpa reclutado entre la muñequería que ella acostumbra tener desparramada sobre la cama. Eso sí, han seguido mi recomendación de no sacar al anciano con gafas negras de ciego. Parece que el Pulcro, desde que acude a mi casa por las tardes, me ha cobrado respeto. Anteayer, después de ayudarle a elaborar la lista de rimas, insistió en que los dos formáramos una sociedad secreta con el fin de patrocinarnos mutuamente. Cada uno por su lado hará campaña en pro del otro. La cautela me indujo a responderle que jamás he tenido fe en esa clase de maniobras, pero que perdiese cuidado: cualquier esfuerzo suyo en el sentido de favorecerme recibirá de mi parte la debida compensación. Me confesó que hasta la fecha su contubernio con Izaskun Ayestarán había dado excelentes resultados. De modo que ahora me hallo aquí, de pie al fondo de la sala, listo para iniciar la salva de aplausos al término de cada cuadro.
Muro de sillares con claraboya y esta inscripción: MORS FALLACIA EST. Un gentilhombre de cámara lee un pergamino en presencia del soberano. Transcurridos cinco días desde la promulgación del edicto que prohíbe volar, han sido apresados catorce infractores. Se les ha visto mover los brazos de forma sospechosa. El tirano monta en cólera, le parecen pocos. Ciñe una corona de papel de plata, tan mal cosida que a cada meneo de cabeza sube y baja a punto de desprenderse. Izaskun Ayestarán, responsable de los diálogos en prosa, ignora que los exabruptos en boca de muñecos carecen de fuerza expresiva. No es el guiñol el lugar más propicio para el naturalismo. Los cerca de treinta huéspedes arracimados sobre la alfombra intercambian miraditas y sonrisas.
Genaro Zaldúa está sentado junto a la mesa de las viandas. Con buen tino había predicho el Pulcro que la cola cocida del bogavante iría a parar al estómago del tragaldabas. Genaro come con ostensible voracidad. Durante los breves intervalos de silencio, la sala se llena con los chasquidos de su masticación. Cuelga ahora fuera de su boca un pedazo de carne blanca, que oscila ante su barba al ritmo de las dentelladas. Estas son un tanto trabajosas: se ve que está durillo el bogavante. Algunos rostros se vuelven de vez en cuando hacia el ruidoso comensal. Es evidente que a Genaro Zaldúa la obra de guiñol no le despierta ningún interés. De continuo dirige la palabra a los invitados más próximos, les pide tabaco, les indica por señas que le alcancen una u otra vasija de encima de la mesa, todo lo cual es causa de que haya un constante murmullo y agitación por su zona.
Atado con varias vueltas de cadena, un reo es conducido a la sala de tortura. Al ver la media docena de ahorcados que cuelga del techo, profiere un cómico grito de horror. El verdugo oculta su faz bajo un capirote negro, ingeniosa artimaña para ahorrarse un títere. Su atuendo es el mismo que el del gentilhombre de cámara.
—¿Qué debo hacer para salir de aquí con vida?
—Confesar.
—Vale, confieso.
—¿Confiesas? Entonces eres culpable y tendré que colgarte como a todos ésos.
—Pues entonces no confieso.
—Si no confiesas, es que callas y habrás de ser por ello igualmente ejecutado.
—¡Joder, qué dilema!
Risotada general, barullo y una incitación mía al aplauso que prospera. Izaskun Ayestarán asoma la cara entre los títeres ahorcados. En sus mejillas destellan las estrellitas plateadas.
—A ver si aplaudís, cabrones.
El público arranca a aplaudir frenéticamente, y en medio de la bulla y algazara una mozuela de cabellos cortos repinta sus labios con ayuda de un espejito. Me digo: vivir es amarse a sí mismo. Ni el más sesudo moralista logrará jamás convencerme de otra cosa. El Pulcro se equivoca. No la muerte, sino el amor al prójimo es una falacia. El narcisismo rige la existencia de los individuos: la de la muchacha que medio a escondidas unta de carmín sus labios, la de aquella otra, en primera fila, que a cada instante se retoca la melena, la del lechuguino con pendientes que está delante de Genaro mirando si lo miran, la del propio Genaro, que ahora pela langostinos y me hace señas de que están muy buenos. Uno va a los demás a buscarse a sí mismo, a besarse a sí mismo en la boca de los demás, a masturbarse con el auxilio de otros cuerpos. La madre ama al hijo, si es que realmente lo ama, porque ve en él carne propia. Y por idéntica razón, tomada del revés, el hijo ama a la madre. Y ambos se muestran complacidos cuando les dicen que sus semblantes se asemejan. Pero ¿a qué viene todo esto? Ya falta poco para la hora en que habitualmente el padre sale del sótano y sube las escaleras a trompicones. Después entrará en su dormitorio, diseminará las fotografías sobre la cama y llorará un rato antes de acostarse. Mañana, si nos cruzamos por el pasillo me pedirá perdón por haberse emborrachado la víspera. Perdón a mí, que también estoy emborrachándome.
El joven Catalino estudia desde la azotea el vuelo de las aves. Se esfuerza en imitarlas, sacudiendo sus torpes brazos de tela. Por encima de él se balancean varios pajaritos pendientes de un hilo. El público suelta la carcajada al ver que se incorpora a ellos un zapato volante de bebé. Al fin la bandada remonta el vuelo y desaparece de escena. Catalino recita entre suspiros:
Golondrina estival
que rasguñas el cielo
con el negro diamante
de tus ágiles vuelos.
Cuéntame tu secreto.
Águila que se cierne
en cenital lindero
y añade dos agudos
soles al firmamento.
Cuéntame tu secreto.
Hoja del árbol seca
que arranca y lleva el viento,
por sus furiosas rachas
impelida muy lejos.
Cuéntame tu secreto.
Nube del horizonte,
navegando te veo
por los mares del aire
como barco sereno
Cuéntame tu secreto.
Cuéntame, mariposa
(flor que se alza del suelo),
abeja infatigable,
mosca del resistero.
Cuéntame tu secreto.
Cuéntame tú, gorrión,
o tú, loro parlero,
o tú, blanca paloma,
cuéntame tú, vencejo.
Cuéntame tu secreto.
Noto de repente unos golpecillos en la pierna, y al mirar hacia abajo veo a Josu Ruiz que me indica por medio de señas su intención de hablarme al oído. Él y su novia se hallan sentados en el suelo, fuera del numeroso grupo que se apiña sobre la alfombra. La cara de Josu Ruiz trasluce irritación.
—¿Sabes —me susurra— si va a durar mucho este coñazo?
Según las últimas noticias, las adversidades no cesan de acosarlo. Murió la madre y él no pudo llegar a tiempo a las exequias, debido a una avería del automóvil cuando se dirigía, a través de Francia, a Suiza. Se ha quedado además sin inquilinos y, por tanto, sin fuente de ingresos. Y para coronar la mala racha, un achaque del hígado le impidió acudir a la reunión del jueves pasado, en la que Restituto se comprometió a financiar el número 2 de La Placa, que se editará impreso. Ahora que estoy agachado junto a él advierto que tiene las escleróticas amarillas. En voz baja me pregunta Rosa Benítez si me importaría traerle algo de beber. Su timbre lento, melodioso, cosquillea mis oídos. Josu Ruiz replica malhumorado:
—Hemos dicho que no probaríamos nada.
—Hilario, sírveme por favor un trago. Tengo sed.
Me acerco a la balda de la vitrina donde se alinean las bebidas. Le muestro a Rosa Benítez la botella que contiene el lagarto. La muchacha deniega sonriente, al par que señala la de champán puesta a enfriar en un pote con hielo. Mientras lleno la copa, oigo a los dos enzarzarse en una esgrima de refunfuños.
Encaramado a la baranda de la azotea, el joven Catalino se dispone a emprender el vuelo, sirviéndose de las alas postizas que ha confeccionado para él su amigo Cantapelote. Este es el vivo retrato de Josu Ruiz: testa atarugada, orejas a toda vela, ojos de perrote soñoliento. Sólo le falta cojear, y aun se me hace que no anda lejos de ello; pero al fin se lo impide su condición de muñeco sin piernas, que le obliga a desplazarse a saltitos y tirones. El Pulcro me reveló ayer que un títere habría de resultarme conocido. No dijo cuál, deseoso de guardar la sorpresa. Josu Ruiz permanece impasible; quizá no se reconozca en su doble, quizá sí y no le importa. Lo que parece dudoso es que a él y a su novia les haya pasado inadvertida la burla, a ellos destinada, de la banderita cubana en lo alto del castillo donde mora el tirano.
—Cantapelote, tan pronto como haya alcanzado las nubes te diré adiós con la mano, ¿vale? Esa será la señal de que todo marcha bien.
—Si caes y te prenden, no me delates.
—Tranquilo. Si caigo procuraré estrellarme de cabeza contra una roca. Dicen que así se evitan muchas molestias.
—Buen viaje, Catalino.
—Allá voy. A la de una, a la de dos y a la de tres.
De un brinco Catalino se lanza al vacío, y casi sin tiempo de aletear se precipita al suelo. La voz de Izaskun Ayestarán simula el estruendo de la caída: ¡pumba! Catalino, fuera de escena, profiere una ristra de palabrotas. El público ríe de buena gana.
De vez en cuando una ráfaga de lluvia golpea en los vidrios de las ventanas. Ya es de noche fuera y también es de noche en el guiñol. Los chivatos hacen cola ante la puerta del castillo, entre ellos una mujer que lleva sobre sus hombros las alas de Catalino. Fumo, bebo ginebra y paso el rato poniendo apodo a los espectadores. A esa chica menuda, con las palas montadas sobre el belfo, la llamo la Ratona. A su izquierda, larga y curva nariz, se halla la Tucán. Reyecín del Monte Calvario tiene la coronilla pelada y Don Balcón de las Ideas la frente en saledizo. Besugo Atónito atiende a las incidencias de la representación con la boca permanentemente abierta. Campo de Golf es una muchacha con tres agujeritos en las medias de nailon y el Innombrable un fulano al que no le encuentro mote. Veo a la Sota de Copas, que bebe champán; veo a Gatoseco, a Caraglobo y más aquí a la Pinzona, la que se pinta los labios a escondidas; veo a Cumbres Pustulosas, a Tubo de Escape, a Caramelo de Mentón, a Pangolín, al Bachiller Carrasco y, por supuesto, a Genarito Pichablanda, que está pidiendo le alcancen el arroz con leche.
Al iniciarse un nuevo cuadro, Catalino, denunciado por una vecina que lo vio caer de la azotea, aparece dentro de la cárcel, con la cabeza entrapajada. Comparte celda con su amigo y cómplice Cantapelote, quien le dirige reproches por no haber sabido guardar la boca delante del torturador.
—Me forzó a beber cera fundida.
—Si es por eso, también quema la sopa en casa.
—Luego me apretó con las tenazas.
—¿Qué te apretó?
Asoma de pronto en el escenario la cara sonriente del Pulcro, inmensa en comparación con la de los títeres, y dice:
—Los huevos.
Se desata una tempestad de carcajadas que obliga a suspender la obra durante medio minuto. Prosigue al fin, entre pujos de risa, Catalino:
—Vació un costal de alacranes sobre mi vientre. A la octava picadura, canté.
—Eso te afeo, que a tu edad y viniendo de la familia de que vienes no hayas aprendido a morir solo.
A continuación nos enteramos de que los dos amigos han sido encerrados en lo alto de una torre, a más de mil pies del suelo. El rey ha ordenado practicar un hueco en el muro. Concede así a los prisioneros la oportunidad de fugarse volando. Si no lo consiguen, serán ajusticiados al amanecer, en la plaza pública. Un bando intima a la población a que se congregue de mañana en torno al patíbulo.
Los cogotes de los invitados me traen ahora a la memoria una sesión de rezo colectivo en la capilla del colegio. Soy un niño flaco de diez, once, quizá doce años, con pantalón corto, zapatos húmedos y marcas rosadas en las rodillas doloridas. Es mediatarde y huele a pintura de pared. Los alumnos que ayer tuvimos clase de Ciencias Naturales en el laboratorio deberemos permanecer arrodillados hasta que aparezca la mano (la garra, según el padre Ovidio) que hurto la amatista de la caja de los minerales. En la fila precedente se apretujan Gomendio, Villagrán, Jáuregui, Ayepe y Osaba el Loco, estrechamente vigilados por el padre José María. Los frailes, sotana y cinto negro, repartidos por los bancos, entonan el Señor, ten piedad con unción patética destinada a impresionar. Constantemente escudriñan en torno, fijan la mirada adusta ora en éste, ora en aquél, con el probable objeto de que el anónimo ladrón se crea descubierto. Como era de esperar, la parte tétrica de la estrategia de amilanamiento ha corrido a cargo del padre Ovidio. Mientras bajábamos en silencio a la capilla, ha dicho que a dios no se le puede mentir, que dios lo ve todo, lo oye todo, lo sabe todo, y que, por consiguiente, seria preferible coger la lepra a estar en el pellejo de quien ha cometido el hurto. Al fin las amenazas, la hora y media de encierro en la capilla y las subrepticias incitaciones a la delación, que se prolongaron por espacio de varias semanas, no sirvieron para atrapar al pecador ni para que apareciera la amatista. El asunto se zanjó mediante el pago de veinticinco pesetas por alumno. Como medida precautoria, el laboratorio fue cancelado durante tres meses. El padre Ovidio, sin embargo, no se resignó. Un día, pasado el tiempo, incluyó esta pregunta entre las quince o veinte de que constaba su examen: «¿Cuáles son las características de la amatista?». Los colegiales que no tenían un pelo de tontos, se abstuvieron de responder. La amatista robada era una piedra de color morado, no más grande que una nuez. En casa, al cogerla, notaba yo una especie de quemazón en los dedos, por lo que decidí deshacerme de ella. Una tarde, en el transcurso de una guerra entre niños, se la tiré a Genarito Pichablanda, aunque los dos combatíamos bajo la misma bandera de cartón. No le atiné, creo que por estar la piedra maldita de dios y de los santos.
Amanece. Los dos prisioneros han pasado la noche en vela intentando desesperadamente volar.
—El fin se acerca, Catalino. Llevamos horas sacudiendo los brazos de todas las maneras posibles, para arriba, para abajo, para adelante, para atrás, y no hemos conseguido elevarnos ni un centímetro.
—¿Cómo quieres que nos elevemos un centímetro si estamos en la Edad Media y aún no se ha inventado el sistema métrico decimal?
—Pues una cuarta.
—El desánimo es tu lastre.
—No puedo más. Los hombros me chirrían como goznes viejos. Escucha. Ñic, ñic.
—Ya lo dijo Platón: volar no es cosa de gallinas.
—Tampoco de gallos.
—Presiento que al morir pondrás un huevo.
—Y yo oigo tu última palabra: quiquiriquí.
Suenan de repente las voces del gentío. Catalino y Cantapelote corren sin demora al hueco abierto en el muro. Temblando de miedo, describen la escena que el público no ve. La Plaza se halla de bote en bote. Trompetas, casi irreconocibles como tales en la grabación, anuncian la llegada del rey despótico; el cual se apea de las andas y acude a su sitial entre los vítores de la enardecida muchedumbre. El verdugo afila el hacha con el mollejón, del que saltan chispas. Cantapelote profiere un alarido, se supone que de espanto, al observar que el rey señala con el dedo hacia la torre y ordena a la guardia que suba en busca de los condenados.
—Cantapelote, ¿has visto?
—Sí, ya vienen por nosotros.
—Me refiero a la paloma.
—¿Qué paloma?
—¿No la ves? Allá, por encima del cadalso.
—Sólo veo el hacha y a mi madre llorando en segunda fila.
—Ahora ya sé la razón de que no hayamos podido volar. Me fijé en la paloma, vi su pecho abultado. Ese es nuestro error, que aunque movemos los brazos correctamente, no estamos huecos por dentro sino muy duros y pesados y así no hay forma de despegarse del suelo. Amigo Cantapelote, traga aire, infla tus pulmones, tu estómago y todos tus órganos. ¡Y a volar!
—No hay tiempo. ¿Acaso no oyes subir a los soldados corriendo por las escaleras?
—Patria o muerte, volaremos.
—Dime, Catalino, ¿cuándo cojones inventarán el avión?
Agitando sus bracitos fláccidos, los dos prisioneros alzan el vuelo y huyen por la brecha. Un segundo después irrumpen en la celda un capitán y un lancero, al par que en otro reino y otro siglo Genaro Zaldúa bebe champán a morro.
—Carlitos, ve tras ellos.
—Pero, mi capitán, que soy de infantería.
—No hace falta que vueles, hijo. Tú corre por el aire y atrápalos. De lo contrario serán tu cabeza y la mía las que rueden esta mañana por los suelos.
El lancero, obediente, se arroja al vacío. Un grito prolongado acompaña su caída. Antes de llegar abajo y estrellarse, el capitán le ordena que regrese. Entra en la celda el carcelero.
—¿Qué pasa? ¿Por qué tardáis tanto?
—Este Carlitos nunca aprenderá. Mira que le he dicho que volviera. Pues él ni caso.
—En tres pedazos se ha partido. No, en cuatro.
—Que se joda.
—Allá van los fugitivos.
—Parece que descienden. Se dirigen al patíbulo, pasan de largo.
—¡Rapaces! Han caído sobre el rey y se lo llevan por el aire, Los arqueros no se atreven a flecharlos.
—Están subiendo muy deprisa. Pronto alcanzarán las nubes.
—Algo cae. Es el rey.
—Se hará papilla en aquel roquedo. ¡Uy, menuda hostia se ha dado!
—Capitán, corramos a las oficinas de empleo antes que se formen colas.
Termina el cuadro. Los ejecutantes corren la cortinilla del guiñol y proceden al cambio de decorado. En el ínterin, la sala se puebla de murmullos, sonrisas y llamitas fugaces de encendedor. Se come, se fuma, se bebe. De pronto, en medio de las voces apacibles, truena un regüeldo bestial, pleno de intención. Dos docenas y pico de cabezas se giran a un tiempo hacia el pirata goloso, que con gesto impasible, el tricornio ladeado, la frente bañada en sudor, se limpia los labios con la manga de su casaca. Oigo a mi lado rezongar a Josu Ruiz. Al descorrerse poco después la cortinilla del guiñol, los espectadores guardan silencio. En el escenario reaparecen el anciano del preámbulo y su perro verde. Al fondo, el castillo sobre la loma puntiaguda, con la bandera de Cuba en su torre del homenaje.
Cayó el odioso tirano
de bruces en una piedra.
Quedaron desparramados
sus sesos sobre la tierra
y colgados en los cardos
los riñones y la lengua.
Sus dientes cual saltamontes
brincaron por la ladera.
El corazón dando botes
al fondo del valle rueda,
seguido de las criadillas
que a las veces tintinean.
Las costillas asomaban
como sables pecho afuera.
Sus tripas se retorcían
reptando como culebras.
Por doquier se amontonaba
la carne sanguinolenta.
Los buitres que allí llegaron
puré de carroña almuerzan.
Los brazos estaban rotos
y descarnadas las piernas.
Los menudillos formaban
una horrorosa madeja.
Los ojos no aparecieron
ni tampoco las orejas,
perdidas en el ovillo
de piltrafas y de venas.
El fin de la tiranía
alegre el pueblo festeja,
con banquetes y desfiles,
pasacalles y verbenas.
Volar es su empeño ahora
y a volar todos se entregan.
Al poco tiempo volaban
hasta los niños de teta.
Sale el anciano por la derecha y queda el perro solo. Revira el hocico hacia el público.
—Miau —dice, con voz del Pulcro, y sale.
Catalino y Cantapelote volando.
—Catalino, tiene que haber alguna forma de parar.
—Eso mismo me digo yo desde hace veinte días. ¡Maldita libertad!
—Estoy harto de volar y de comer insectos.
—Mira, por allá se divisan unas casas. A lo mejor encontramos cerca de ellas un abrevadero o un pajar en los que arrojarnos de cabeza.
— Dime, Catalino, ¿cuándo cojones inventarán el tren de aterrizaje?
Se cierra y enseguida se abre la cortinilla del guiñol, y aparecen en el escenario las caras radiantes, sudorosas, coloradas, de Izaskun Ayestarán y el Pulcro Matallana. El público, puesto de pie, silba y ovaciona entusiasmado. Éxito rotundo. Los dos ejecutantes salen a gatas del tinglado. Al punto cae sobre ellos la bulliciosa concurrencia. Concluida la lluvia de felicitaciones, veo a Izaskun Ayestarán que se acerca a nosotros excitada y complacida, con una copa de champán que acaba de tenderle un invitado. Se detiene en el borde de la alfombra y pregunta qué nos ha parecido la representación. La respuesta de Josu Ruiz, monosilábica, no puede ser más desabrida.
—Tenemos que irnos —añade.
Con gélida cortesía Izaskun Ayestarán se ofrece a acompañarlos hasta la puerta. En el vestíbulo alega Rosa Benítez ocupaciones domésticas que la obligan a estar en casa para la hora de la cena.
—Si quieres —replica Izaskun Ayestarán—, puedes llevarte un frasco de caviar. Tengo de sobra.
Rosa Benítez encaja la pulla con estirada serenidad. Cuando ha salido al rellano, se da la vuelta y responde:
—No somos tan ricos como tú, pero por suerte comemos a diario.
Izaskun Ayestarán cierra la puerta de golpe y se mete a llorar en la cocina. Sabe que estoy espiándola desde el umbral de la sala, me llama y entrecortadamente me pide que le traiga del dormitorio un paquete de pañuelos. A su lado, Cacharrito, que no ha asistido a la obra de títeres por deshuesar aceitunas, la mira con ceño caviloso.