52

Desde el instante en que le fue comunicada la invitación, a Cacharrito lo mortificó el desasosiego. Le habían dicho que la fiesta iba a ser muy grande y él se inquietó pensando que los preparativos supondrían un trabajo desmesurado para Izaskun Ayestarán, por lo que decidió acudir cuanto antes en su ayuda. Entró en el piso suplicando a Izaskun le asignara alguna clase de tarea, no importaba cuál: barrer fregar, hacerle algún encargo. Cacharrito había llevado su obsequio de cumpleaños (un barril que contenía ocho litros de vino dulce) a pulso desde la tienda de su padre hasta el coche y más tarde, por varias calles, hasta el piso de su amiga, adonde llegó con dos horas de adelanto, tan sofocado y jadeante que la muchacha se alarmó, y tras ayudarle a tomar asiento en una silla de la cocina, le hizo prometer que se estaría quieto hasta las siete, que era la hora prevista para la llegada de los invitados. Sentado a la mesa con semblante triste, lo encontramos el Pulcro y yo a las seis y veinte de la tarde. Él se levantó de inmediato y vino a saludarnos, con efusión más apagada que de costumbre, al pequeño vestíbulo donde Izaskun Ayestarán nos agradecía mediante besos y zalemas el regalo que le habíamos traído en común: un encendedor de alabastro que yo había costeado y el Pulcro convertido en una especie de momia de bolsillo envolviéndolo con vendas sustraídas a primera hora de la tarde en el hospital. Sonaban en la sala compases de la Quinta de Beethoven. Izaskun Ayestarán había colocado el disco con idea de levantar el ánimo al muchacho, que últimamente se decía muy aficionado a la música clásica. Cacharrito despedía esa tarde un olor extraño, como si se hubiese revolcado en musgo. El Pulcro Matallana, al tiempo de recibir su abrazo, le espetó:

—Comprendo tu desdicha. A mí también me apena que nos hayan convocado a una fiesta en lugar de a un velatorio.

Tomó entonces Izaskun Ayestarán con mucho afecto la mano de Cacharrito y nos declaró la causa de hallarse éste atribulado; la cual no era otra sino que como había venido tan malo de la calle, no quiso ella acceder a sus ruegos de ayudarla, ni tampoco más tarde, cuando él diciéndose restablecido del sofoco, reiteró la petición. A tal extremo llevó Cacharrito su insistencia que al fin la muchacha se allanó a encargarle un pequeño quehacer, y con ese proposito le puso delante una damajuana repleta de aceitunas para que se entretuviese deshuesándolas. Como de costumbre, Cacharrito se entregó a la tarea con solicitud; pero no ocultaba que en el fondo hubiera deseado una comisión más ardua. Nosotros reímos de buena gana el caso, y vueltos hacia nuestro amigo, en son de zumba le afeamos mantuviera aquella actitud desafiadoramente melancólica, por no decir lúgubre, que en nuestra opinión sólo podía estar enderezada a reventar la fiesta. Estas y otras chirigotas por el estilo, lejos de arrancarle una sonrisa, como pretendíamos, le agrandaron los ojos y lo pusieron aún más triste, por lo que a ruego de mis compañeros entré con él en la cocina y estuve haciéndole compañía mientras el Pulcro montaba el guiñol en la sala e Izaskun Ayestarán se entregaba en el cuarto de baño a la ceremonia y servidumbres de la belleza.

—Para mí —dijo de pronto Cacharrito—. La Placa es…

Reviró la vista en derredor, como si buscase por las paredes de la cocina los vocablos que necesitaba.

—Es… —y al fin los encontró— ¡totalmente revolucionaria!

—Exageras —le repliqué—. No somos más que un puñado de escritores tiernos en una provincia periférica de un país periférico.

—Sí, sí, no lo niego. Es que, ¿sabes?, yo no sé explicarme bien. Pero te aseguro, Hilario, que La Placa es completamente revolucionaria.

La cocina presentaba un aspecto recogido, sin la suciedad, el desorden, el tufo ni las cucarachas de otras ocasiones. El suelo relucía de limpieza, lo mismo que la alacena, el hornillo eléctrico y los azulejos, cuyas junturas habían sido blanqueadas recientemente. El cubo de los desperdicios parecía nuevo y acaso lo era. Ningún churrete menoscababa la blancura del frigorífico. En todas partes se dejaba adivinar la buena mano de la hacendosa madre de Izaskun Ayestarán.

—Me he enterado —dijo Cacharrito— de lo que hicisteis la semana Pasada a Raúl Albadalejo.

Con gesto dolido bajó la mirada hacia la bandeja sobre la que cuidadosamente iba colocando, en perfecta espiral, las aceitunas deshuesadas.

—La violencia es triste, Hilario. El odio empequeñece y degrada a los hombres.

Se expresaba, como de costumbre, con brusquedad y atropellamiento, pero al mismo tiempo con una elocuencia implacable que yo siempre admiré en secreto.

—Me acuerdo —prosiguió— de un verso de Vallejo, que dice que querría ponerle un pajarillo al malvado en plena nuca. Ya sé que no digo más que chorradas, que no soy original, pero creo que debemos luchar todos juntos contra la violencia.

Apelé al cinismo para defenderme.

—Luchar —le dije— conlleva violencia.

—Bueno, tú ya me entiendes.

—No, no te entiendo.

—Lo único que pido, aunque nadie me haga caso, es que La Placa difunda el amor.

Llamaron al timbre. Desde el cuarto de baño, Izaskun Ayestarán mandó al Pulcro que fuese a abrir la puerta. Este, en la sala, alegó que se hallaba muy atareado y transfirió la orden a la cocina. Cacharrito me mostró entonces sus manos mojadas (en una el desosador, en otra una aceituna), así que no tuve más remedio que levantarme de la silla y hacer de portero. De pie sobre el felpudo se encontraba un hombre de unos cincuenta años, bajo, insignificante, halagüeño, con un cuenco de mayonesa en las manos. Este detalle me convenció de que no se trataba de un mendigo, tal como parecían indicar su chaqueta raída, su barba de cacto, sus grises caireles despeinados y las angulemas del que, por la vía de infundir lástima, pordiosea moneda menuda de casa en casa. Tenía el hombrecillo una vejiguilla violácea en un labio. Tenía la frente ahuevada, la calva discromatosa y sendos destellos aguanosos en las pupilas diminutas. Preguntó si podía entrar. Hablaba con un tonillo de trémula lisonja que me irritó. Por encima de su cabeza salpicada de manchas blanquecinas divisé la puerta del piso frontero. Estaba abierta. Supe entonces quién era aquel hombre servil, en cuya traza miserable difícilmente habría podido vislumbrar nadie un atisbo de su acaudalada posición. En esto se oyó a la muchacha preguntar por el recién llegado. El Pulcro, que conocía la voz del hombre, se me adelantó en la respuesta.

—Tu padre —dijo.

No me quise privar del gusto de inferirle una pequeña vejación. Con ese fin me aparté apenas lo suficiente para cederle el paso, lo que le obligó a entrar ladeado en el vestíbulo. Saludó a Cacharrito y después al Pulcro con humillaciones de la cocorota y gestos de forastero bobalicón que temiese importunar a los nativos. Atravesó la sala sin detenerse, camino del cuarto de baño, a cuya puerta preguntó dónde debía colocar la mayonesa. La puerta, con voz de su hija, se lo indicó y él se apresuró, como aguijado, a obedecer. Desde la cocina le oímos alabar el guiñol.

—Gregorio —dijo el Pulcro—, déjese de gaitas y ande con cuidado, no me vaya a pisar los títeres.

El hombre se soltó en pamplinas y disculpas que al fin Izaskun Ayestarán atajó en tono imperativo, ordenándole que se marchase. Él dio su palabra de no volver, nos deseó una fiesta agradable y divertida y salió de la casa cerrando la puerta con mucho cuidado de no hacer ruido. Poco después me reveló Cacharrito una cuestión que lo inquietaba. Y era que al vaciar las aceitunas, con el hueso se perdía una pequeña parte comestible. Se le figuraba que sumadas todas ellas podían constituir un grave despilfarro y, por consiguiente, un motivo de reproche. Por esta razón no se determinaba a tirar los huesos al cubo de la basura y los tenía reunidos a un lado de la bandeja, en espera, según dijo, de que alguno lo sacase de la duda. Conteniendo la risa a duras penas, le pregunté si de verdad estaba dispuesto a tapar los agujeros de las aceitunas con los pedacitos sobrantes, a lo que respondió que sí. A este punto me tomaron ganas de burlarme y le expliqué que una aceituna deshuesada presenta por regla general dos orificios: la diminuta hendidura debida al pitón del desosador y el boquete de salida del hueso, perceptible a simple vista; el cual convenía que no faltase, por cuanto indica al comensal que puede emplear su dentadura sin prevenciones inútiles, etcétera. Cacharrito advirtió la guasa y contestó:

—Estás en tu perfecto derecho de cachondearte, pero todo eso que me cuentas ya lo sé. Si la fiesta se celebrara en mi casa, el problema no existiría. A mí, Hilario, lo que me preocupa no son los huesos, sino cómo va a reaccionar Izaskun.

Le declaré sinceramente lo que pensaba.

—En ese caso —dijo— ya estoy tranquilo. Y te repito que has hecho bien en burlarte de mí, porque no creo que haya en toda la ciudad un zote más grande que yo.

Entablamos después conversación sobre El extranjero, de Camus, cuya lectura había emprendido yo la noche anterior por consejo del Pulcro Matallana. Cacharrito admiraba el libro y mostraba conocerlo bien. Así hablando, afirmé que su episodio inicial me recordaba el caso de la madre de Josu Ruiz, fallecida hacía poco más de una semana. Sin mala intención establecí un símil entre la muerte de ambas mujeres. Cacharrito se apenó sobremanera. Durante unos instantes mantuvo el rostro abatido, crispado por una mueca de honda pesadumbre que no se borró hasta que, reconocida mi frivolidad, le pedí disculpas. Los dos estuvimos conformes en que no era aquél el momento oportuno para traer a colación el penoso suceso del que, según me declaró, había tenido la primera noticia esa misma mañana. Acto seguido reanudó sus labores deshuesadoras, interrumpidas momentáneamente por causa de mi desliz, olvidó su cuita, olvidamos a Camus, y pasando a saltos de rana de un tema a otro, abordamos el de la gloria literaria, vanidad de vanidades contra la que mi amigo arremetió tomado de un ardor inusual en él, al punto que involuntariamente le arreó un codazo a la bandeja. Desbarató así la espiral de aceitunas que con tanto esmero y paciencia había construido. Al momento se puso a rehacerla y dijo:

—En fin, no me hagas caso, ya ves que ni siquiera soy capaz de tratar de un tema con la debida serenidad.

A todo esto solicitó el Pulcro nuestra ayuda para cubrir el guiñol con una sábana, de acuerdo con el deseo de Izaskun Ayestarán, que había decidido mantenerlo oculto a fin de deparar una sorpresa a los invitados. Consistía éste en un bastidor de madera rematado en arco, con el vano cubierto por una cortinilla verde moteada de estrellas rojas y un panel en la parte inferior que mostraba el dibujo de dos máscaras, una riente y otra afligida. Con objeto de ganar altura, de suerte que los ejecutantes no hubieran de permanecer agachados durante la representación, el guiñol había sido instalado sobre cajas, en un hueco entre la vitrina y una de las ventanas que daban al patio. Era, según supimos, un juguete de niñez que Izaskun Ayestarán conservaba con mucho cariño y para el cual ella misma solía confeccionar los títeres. El Pulcro se introdujo a gatas detrás del escenario; siguiendo sus instrucciones, le alcanzamos Cacharrito y yo una punta de la sábana y entre los tres desplegamos ésta hasta dejar el guiñol tapado por completo.

Una mirada en derredor me colmó de perplejidad. Se dijera que el poder de un mago había obrado portentos en la sala, transformándola en un recinto palaciego lleno de esplendor y colorido, de manjares suculentos y bebidas, de flores y dulces, de música y almoradux. Acaso habría tenido que mirar dentro de los cajones o debajo de los muebles para descubrir huellas que recordaran la pocilga de otras veces. Al pie de la vitrina, en el sitio que días atrás ocupaba una pila de revistas cubierta de polvo, había ahora un imponente ramo de calas; junto a ellas, un castillo de fuego floral en forma de rosas rojas, rosadas y blancas; más allá un tercer jarrón de porcelana con margaritas como soles y un cuarto, por último, desde el que brotaba una lujuriante constelación de diminutas florecillas olorosas. Ardían por los rincones varillas aromáticas. Había globos diseminados por el suelo, guirnaldas de colores a lo largo de la moldura de yeso y un cartel, en una de las paredes, que decía:

PROHIBIDAS LAS PENAS EN ESTA CASA

LA GRÚA RETIRARA A LOS TRISTES

Numerosos vasos y copas colocados boca abajo relucían sobre una balda de la vitrina, en otra se alineaban alrededor de veinte botellas distintas y en la de más abajo podían verse dos tazones colmados de rodajas de limón, no sé cuántos abrechapas y sacacorchos, un frasco de guindas y el barril de vino dulce obsequiado por Cacharrito. Había bebidas espirituosas para todos los gustos, entre ellas una de fabricación japonesa que llamaba poderosamente la atención, menos por el aspecto cristalino del líquido, similar al anís o la ginebra, que por una insólita y, según se mire, repulsiva peculiaridad. Y era que la botella contenía un lagarto gris, de largo entre cuarta y jeme, rígido y con la cola orientada hacia el tapón. Izaskun Ayestarán había descubierto aquella rareza alcohólica por casualidad en una tienda del Sur de Francia, donde el dependiente no supo explicarle si el bicho sumergido comunicaba o no a la bebida alguna clase de propiedad.

Copiosas eran asimismo las gollerías expuestas con un orden exquisito encima de una mesa arrimada a la pared, en el lugar que otras veces compartían el sofá y una consola. Sobre la mesa había una bandeja circular con un aquelarre de langostinos en torno a una cola cocida de bogavante. Había ensaladas y ensaladillas, pinchos de queso y uva, de jamón de Jabugo, de chatka desmenuzada, de huevo duro y espárrago con mayonesa. Había un cestillo rebosante de chucherías y una tarta de hojaldre erizada de velas. Había melocotón y piña en almíbar, galletas saladas y patatas fritas. Había caviar en abundancia y huevos de salmón, pasta de hígado, frutos secos, pasas y panecillos. Había tres cajas sobrepuestas de bombones, varias escudillas con cremas y salsas y una sopera rasa de arroz con leche. Había más. Había manducatoria para que dos docenas de tragones se dieran el hartijón de su vida.

—No toquéis nada hasta que lleguen los demás —ordenó Izaskun desde el cuarto de baño.

El Pulcro se apresuró a meterse en la boca un pincho de jamón, yo otro de chatka, y nos dirigimos los tres a la cocina, donde Cacharrito reanudó sin demora el deshuesado de aceitunas. La lluvia batía en los vidrios de la ventana. A cada rato los súbitos temblores del frigorífico, convertido en arsenal de bebestibles puestos a refrescar, producía un tintineo de botellas. Hablábamos de todo y de nada cuando de repente, sin que viniera poco ni mucho a cuento, a Cacharrito se le ocurrió elogiar a Beethoven. No dijo más sino que Beethoven era un genio o algo por el estilo, nada del otro mundo, y se calló. De sobra conocíamos nosotros su costumbre de echar pienso dialogal a los platicantes. Introducía de improviso un tema de conversación que no diese pie a discordias, y así que otro tomaba la palabra, guardaba él la boca y se complacía oyéndonos departir en buena avenencia. El cándido ardid podía funcionar con cualquiera de sus compañeros; pero en modo alguno con el Pulcro Matallana, a quien repugnaban por principio las opiniones colectivas. Su réplica no se hizo esperar.

—No perdamos tiempo hablando de ese compositor inglés de tonadillas para charangas. Mejor hablemos de nuestros amigos ahora que no nos oyen. ¿Qué tal si los ponemos a caldo? Critiquemos por ejemplo al jayán de los cacahuetes, el de las barbas luengas y los sobacos caudalosos, de quien es fama que ha abolido la avaricia en el mundo, luego de haberla acaparado toda para sí.

Cacharrito meneaba la cabeza con disgusto.

—No seamos innobles —dijo—. Todos tenemos defectos.

—¿Y qué decir del sin par don Cojito de la Mancha, que mandaba, acaudillaba y compelía y ahora, según cuentan, anda prendado genitalmente de quien lo lleva y trae como a un perrito de lanas filosóficas?

—No sigas, por favor —rogaba Cacharrito en vano.

—Hace poco me ofrecí a enseñarle al Cojo los rudimentos del arte poética, porque, la verdad, el pobre padece una pedantería bacilar que le tiene corroídos los órganos del gusto. Le supo tan mal mi generosa propuesta que por poco me suelta un puñetazo. Y a propósito de puñetazos, ¿sabíais que Genaro tiene callos en los pies? ¡Qué malo soy!, ¿a que sí?

—Malísimo —terció Izaskun Ayestarán a tiempo de entrar en la cocina, acicalada y perfumada como para encender el rijo de un armario.

Su traza de pájaro exótico, ornado con el más pintoresco de los plumajes, nos dejó patidifusos. En mi vida había visto nada semejante, como no fuera en alguna estampa del carnaval de Río. Llevaba nuestra compañera un vestido amarillo de falda corta que dejaba sus hombros al descubierto, muy ceñido, con una banda de frunces alrededor de la cintura. Tenía una tonalidad radiosa que punzaba en la vista. Prendida a la trenza, una flor verde de tul, tan pomposa como ridícula, todo hay que decirlo. Las piernas llevaba enfundadas en medias azulencas y los pies metidos en chinelas azul celeste, con cordoncillos y una orla de hilo dorado. Los labios se había pintado de rosa Suave. Adheridos al colorete de las mejillas brillaban estrellitas de papel de plata. Zarcillos oscilantes pendían de sus orejas. Rodeaba su cuello una cadena que, descendiendo por el busto, sostenía un Cristo de oro, crucificado sin cruz en el arranque del escote. Llevaba pestañas postizas, cinco o seis anillos diferentes y otras tantas pulseras. Tenía las uñas pintadas de negro. Olía divinamente.

Después de girar el cuerpo varias veces, a fin de mostrarse entera a nuestra vista, nos preguntó si la encontrábamos hermosa. A mí su aspecto se me antojaba sencillamente risible; pero no dudé un segundo en ratificar los elogios con que mis dos compañeros se apresuraron a complacer su coquetería. El cachorrito soltó la típica agudeza:

—Pareces la bandera de Gabón —y de ese modo se ganó un donoso pellizco en la mejilla.

Izaskun Ayestarán se inclinó después sobre Cacharrito y con unas pinzas comenzó a arrancarle los pelos de la nariz. Al extender el brazo descubrió un sobaco velludo, que yo atisbaba desde cerca con el pensamiento colmado de apetitos imposibles. La muchacha nos hizo prometer que seríamos formales durante la fiesta y que respetaríamos a los invitados, particularmente a los que no supieran gran cosa de literatura. Nosotros le dimos palabra de ello y le mostramos buena voluntad, asegurándole nuestra ayuda en caso de surgir algún problema. Ojalá lo hiciéramos así, pues aquella fiesta a la que estaban invitados ciento y la madre significaba mucho para ella. Dicho esto, le arrancó un nuevo pelo a Cacharrito; el cual, yo no sé por qué ni cómo, comenzó de pronto a ponderar virtudes y cualidades de Rosa Benítez.

—Ya vas a ver qué gran persona. Vive para la sociedad. ¿No es admirable? Dedica su tiempo y energías al servicio de los oprimidos y, por supuesto, de sus hermanos, a los que cuida igual que una madre. ¡Menuda fortaleza tiene! Pídele cualquier cosa y, si hace falta, pondrá el mundo patas arriba con tal de ayudarte. Ya vas a ver qué buena persona. Estoy seguro de que pronto os unirá a las dos una amistad profundísima.

El tema incomodaba perceptiblemente a Izaskun Ayestarán, que recurrió a un efugio para atajarlo:

—¿Cómo quieres que te depile si no estás quieto?

Cacharrito guardó silencio unos instantes, el rostro levantado a fin de facilitar el trabajo a su depiladora, circunstancia que el Pulcro Matallana aprovechó para comerse cinco o seis aceitunas a escondidas. Oscilaba el Cristo de oro entre los Gólgotas mamarios, como indeciso de detenerse en uno de ellos. Notando Cacharrito que su amiga, vencida la resistencia de un pelillo terco, se sosegaba, prosiguió con elocuencia un punto fervorosa:

—Ella, que no escribe, pero lee bastante, me ha enseñado un principio fundamental. Hay que escribir con sensibilidad colectiva. Porque, como afirma Celaya, estamos saturados de yo.

—¿De ti? —terció el Pulcro en camelo.

—De arte egoísta y de torre de marfil. Basta ya de mirarse día y noche en el espejo. Yo os juro que doy por desechado cuanto he escrito hasta ahora. No he hecho más que miel retórica para paladares burgueses. Con esas mismas palabras me lo ha dicho Rosa y yo le estoy muy agradecido, porque sé que tiene toda la razón. ¿No creéis que La Placa va a ganar muchísimo con ella?

Izaskun Ayestarán arrojó las pinzas a la mesa.

—Continuad vosotros —dijo—, me parece que se oyen pasos por las escaleras.

El Pulcro y yo nos repartimos a medias los cuatro pelos que quedaban. Entretanto llegan a la casa los primeros invitados: la Lurdes y una mujer de unos treinta años con el antebrazo escayolado. Besos en las bocas, entrega de obsequios, feliz cumpleaños, estás guapísima, un saludito galante a los chicos de la cocina, y a la sala. Minutos después nuevos invitados: muchachos y muchachas sueltos o en grupo, tan perfumados, peripuestos y ocurrentes los unos como los otros. Ya flotan por el aire aromas marihuaniles. Suena otra vez, chan-chan-chan-chaaan, rotunda y solemne, la Quinta de Beethoven, que es acogida por la concurrencia con un sonoro abucheo. Parada la música, oímos a Izaskun Ayestarán disculparse:

—Se me había olvidado retirar el disco.

Un bisbiseo que no logro entender desencadena la risotada general. Siguen unos acordes melosos de piano y enseguida la voz de Paul McCartney, que canta a su perrita Martha. De pronto, din-dón, el timbre. Izaskun Ayestarán corre a abrir la puerta y suelta una carcajada. Entra en el vestíbulo un pirata fornido: parche de rigor, barbas patibularias, tricornio rojo y botas. El Pulcro Matallana se esconde a toda prisa debajo de la mesa. La sala al completo acude en tropel a contemplar de cerca al lobo de mar. Este, visiblemente desconcertado, obsequia a la anfitriona con el botín de su última rapiña: una pilada de libros recién afanados. Arrecia el pitorreo a su alrededor; pero al fin la zona se despeja. El pirata, ceño furibundo, ojos desencajados, repara en nosotros y entra en la cocina preguntando dónde está la rata hedionda. No bien la descubre, acurrucada y temblorosa entre mis piernas, le tira un zarpazo y la saca sin contemplaciones de su escondrijo.

—¡Conque fiesta de disfraces!, ¿eh, cabrón? ¡Conque todos vendrían disfrazados! Debería matarte cinco veces seguidas, pero tienes suerte de que yo sea un tipo piadoso. Te mataré sólo una.

Y empieza, en efecto, a estrangularlo, sacudiéndole la cabecita lívida como si de una coctelera se tratase, y cuando ya lo tiene con media lengua fuera, Izaskun Ayestarán intercede en defensa del muchacho:

—Deberías darle las gracias. Todas mis amigas te encuentran interesante y atractivo.

—Más le vale que así sea —replica el baladrón—. Si esta noche no follo será por su culpa y lo mataré.

—Grita menos, que me espantas a los huéspedes.

—Quiero examinar ese ganado. ¿Ha venido alguno que sepa leer?

—Ven y lo verás.

Salen de la cocina seguidos temerosamente por el Pulcro. La casaca de Genaro Zaldúa tiene una fimbria descosida. Advierte que el amiguito bromista viene pisándole la sombra, se da la vuelta y le espeta:

—Por ti voy a ser el mono de la velada. Debería sajarte los ojos con mi daga de plástico, idiota.

El timbre no para de sonar. Izaskun Ayestarán acude presurosa al vestíbulo, abraza, besa y agradece felicitaciones y presentes. Cada dos o tres minutos la escena se repite de manera similar. Siempre la misma efusión, los mismos gestos, las mismas cortesías. Lo único que cambia son las explicaciones relativas a los regalos. Hay quien a tiempo de entregar el suyo agrega alguna indicación acerca del funcionamiento o de la garantía, o refiere esta o la otra anécdota acaecida en el instante de la compra. No falta quien exprese su temor por regalar un objeto que Izaskun ya posee o le ha sido regalado esa misma tarde por otra persona. Yo llevo contados veinticinco asistentes. Cacharrito afirma que son veintisiete. De coña le pregunto si alberga esperanzas de acabar la fiesta en brazos de alguna de las beldades que han venido. Ruborizado, me susurra a la oreja que es un completo inepto en achaques de amor. Le agradaría, eso sí, entablar amistad con más chicas, ya que, exceptuando a Izaskun y Rosa, sólo tiene amigos varones; lo lamenta mucho, pues le parece humanamente pobre. Advierto que Cacharrito ya no huele a musgo; ahora apesta a vinagrillo de aceitunas.

No tarda en sonar otro timbrazo. Izaskun Ayestarán reaparece en el vestíbulo con una copa de champán en la mano, abre la puerta y por primera vez brota de sus labios una bienvenida sobria y sosegada. Me basta ese detalle para saber quiénes han llegado, antes incluso de verlos y de escuchar sus voces. Efectivamente, son ellos. Entra Josu Ruiz en el vestíbulo con semblante hosco e indumentaria de currante o de agitador social o de poeta metido en trotes revolucionarios: mono azul, alpargatas con suela de cáñamo y la gorra de pana con la estrella de cinco puntas. Dice con no muy cordiales maneras que sólo se quedarán un rato, ya que no quieren molestar, y a continuación presenta escuetamente a su novia, que no ha venido ni disfrazada ni compuesta. Las dos muchachas se estrechan la mano y juntan sus mejillas.

—Tenía muchas ganas de conocerte.

—Yo a ti también.

Y cogidas del brazo entran en la sala, dejando a Josu Ruiz solo en el vestíbulo con su mueca destemplada y el paquete de regalo que no ha tenido ocasión de entregar.