50

Llegué a la tienda en el momento en que la mujeruca se disponía a bajar la persiana con una barra de hierro rematada en gancho.

—Lo siento, señor, pero ya cerramos.

Desde el fondo del establecimiento, Genaro Zaldúa ordenó a su madre que me dejara pasar. A ésta le picó la curiosidad.

—¿Quién hay contigo? ¿Alguna chica?

Con severo y terminante laconismo, Genaro respondió que tenía huéspedes.

—Vigila que no fumen, Genarito, y después cierra bien los candados. Pero sobre todo que no fumen. Y luego cierra bien, ¿eh, Genarito?

Tomó el gato en brazos y salió de la tienda por una puerta lateral que daba directamente a las escaleras. Ninguno, salvo Genaro Zaldúa, pareció advertir mi llegada. En aquel instante acaparaba su atención la contienda verbal en que se habían enzarzado nuevamente Josu Ruiz y el Alcalaíno.

—¿Y se puede saber qué has leído, si es que alguna vez has leído algo? —oí que decía el primero con acritud.

—Pos estos ojos que te junan —replicó el Alcalaíno— han leído a gente que a lo mejor tú no conoces

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo a Luis Heidegger.

—Martin Heidegger.

—Pos a ése. Y estoy asolutamente encandilao con su rollo, ¿vale?

—La filosofía de Heidegger, trágica donde las haya, se compagina con tu negación infantil de la muerte tanto como una prensa hidráulica con un huevo.

—Joé, tío, si es que parece que no me quieres entender. Ya te he dicho de que yo, a nivel metafísico, he ensayao una posibilidá de poner pa fuera los forros del esistencialismo. La cosa está clara y no tienes por qué mosquearte, colega. Hasta me tienen contao que inclusive Octavio Paz me da su apoyo, ¿le conoces?

Sonó aquel «¿le conoces?» sobremanera desdeñoso y Josu Ruiz, que no era bien sufrido, se desquitó lanzando una injuria a su oponente. A este punto se levantó Rosa Benítez de su asiento; visiblemente enfadada, se marchó sin despedirse, y tras ella Josu Ruiz, que volvió poco después para preguntar a Cacharrito si podía llevarla en coche a casa. Salieron los dos con mucha prisa. Transcurrido un cuarto de hora, apartó Josu Ruiz de un brusco manotazo la colgadura de la entrada, que yo pensé venía decidido a golpear al Alcalaíno. Entró y con muy verídico jadeo, ojos alarmados y embozada intención que sus compañeros enseguida comprendimos, contó que la policía y el ejército acababan de retirarse de Euskadi. La ciudad había caído en poder de gente armada. Piquetes de patriotas vascos patrullaban por las calles a la caza de españoles. Él mismo había sido intimado por pistoleros a identificarse. Mientras enseñaba la documentación, había visto cómo metían a culatazos a una mujer y a un niño de corta edad, ambos burgaleses, dentro de una furgoneta abarrotada de prisioneros.

—Me han contado —dijo— que conducen al campo de fútbol de Atocha a todos los que no pertenecen a la raza vasca y que allí son fusilados desde las tribunas por miembros de ETA.

Fingió que le faltaban fuerzas y serenidad para continuar hablando, aceptó un asiento que le fue ofrecido y se tomó la cabeza entre las manos, en señal de abatimiento con que afianzó la verosimilitud de su patraña. Al punto secundamos los demás la burla, diciendo:

—Se veía venir.

—¡Qué razón tenían los que avisaron que el Estatuto de Gernika, que ayer aprobó el pueblo, era un primer paso hacia la independencia!

—Volvemos a la dictadura.

—Habrá que bailar zortzicos a la fuerza.

A pique estuvo el Pulcro de malograr la trapacería con una de sus chanzas:

—Me voy a la calle a denunciar a mi padre. Tengo pruebas de que ha nacido en Aragón.

—No es hora de bromas —le reprendió Genaro Zaldúa, al tiempo que a escondidas le pisaba un pie.

Estoy viendo al Alcalaíno atenazado por un temor creciente tras la pila de costales, las manos unidas a la manera de quien reza.

—Pero eso es mostruoso —dijo con el acento dulce, ya casi patetico, que le dictaba el miedo—. Que se carguen a guardiaciviles pase, porque son guardiaciviles, pero joé, la gente qué culpa tenemos.

Era indudable que se había tragado el embuste. La víctima servida y nosotros tácitamente conformes en darle un escarmiento, tomó su curso una de las inocentadas más crueles que yo recuerdo.

—Sosiégate, Raúl —lo padreó Genaro Zaldúa con aquel aplomo retórico que caracterizaba a los personajes de sus relatos—. Nos has honrado con tu amistad. Nosotros sabremos corresponderte, exponiendo nuestras vidas si es preciso, para sacarte sin un rasguño de esta jungla de odio. La hora es trágica, pero precisamente porque es trágica conviene mantener la mente fría, combinar audacia e inteligencia y establecer un plan de fuga que hemos de llevar a cabo sin demora. Eso sí, nada de precipitaciones. Impediremos que el destino haga de ti un segundo Federico García Lorca. Sí, lo impediremos e impediremos que España entera llore tu inmolación y lamente la torpeza de quienes diciéndose tus amigos no tuvieron redaños para oponerse a los designios de una horda de criminales. La situación se complica por la falta de noticias. Si, como nos tememos, Navarra ha apoyado la iniciativa secesionista, habrás de resignarte a pasar dos o tres años escondido en algún sótano, hasta que las tropas norteamericanas se decidan a desembarcar en la playa de la Concha y restituyan estas tierras a la órbita de Occidente. Pierde cuidado. Nosotros sabremos esconderte bien y no te faltarán libros ni comida.

Recordaba el Alcalaíno que por la mañana la madre del camarada Zaldúa había escuchado la radio en la tienda y le rogó a éste que por favor trajese el aparato y lo conectase, pues le parecería que por ese medio habríamos de obtener información fidedigna sobre lo que estaba sucediendo fuera. El Pulcro y Josu Ruiz, sonrisas a socapa, consideraron razonable la solicitud. A mí, en cambio, se me figuraba que acceder a ella acarrearía el fin prematuro de la farsa. ¿Cómo era posible que mis compañeros ignorasen que la consumación del engaño dependía de mantener al cretino aislado a toda costa del mundo exterior? La radio anulaba dicha posibilidad. Adiós venganza, pensé en el instante en que Genaro Zaldúa anunció su propósito de subir a casa en busca del aparato. Salió a escape. En el techo de la trastienda retumbaron sus pasos presurosos, trapaleantes, que hicieron oscilar la bombilla de cuarenta vatios. Mientras aguardábamos la vuelta de nuestro compañero, me preguntó el Alcalaíno si también había presenciado yo escenas de violencia en el tiempo que estuve ausente de la disertación. Contra lo que yo pensaba, mi marcha no le había pasado inadvertida. Su pregunta me cogió por sorpresa; pero aun así supe responderle de modo que otro día habrían de elogiarme mis compañeros. Le dije que había oído en efecto disparos, e incluso visto un cuerpo destrozado en una cuneta; pero que como esos sucesos son habituales en nuestra ciudad y además el muerto tenía el aspecto típico del policía asesinado por ETA, había seguido como si tal cosa mi camino, aparte que me dirigía a un estanco con intención de comprar cigarrillos y no me convenía entretenerme, ya que faltaba muy poco para la hora del cierre.

—Los ciudadanos de esta tierra —ratificó Josu Ruiz— están acostumbrados a pringarse los zapatos de sangre. No debe sorprenderte lo que acaba de referir el camarada Flakúas. Después de tantos y tantos atentados, ¿a quién puede conmover una muerte más?

Volvieron a resonar por encima del techo las raudas pisadas de Genaro Zaldúa, quien, a su llegada a la trastienda, depositó el aparato de radio sobre los costales que habían servido de mesa de conferenciante al Alcalaíno y ante las mismas narices de éste lo conectó. Sólo entonces caí en la cuenta de que lo que yo había tomado por una torpe decisión que daría al traste con la broma, era en realidad una refinada pirueta de la astucia. Genaro traía sintonizada de su casa una emisión deportiva en euskara.

—Los muy cabrones —dijo—, aparte prohibir el uso en público del castellano, han montado una barrera de interferencia para todas las ondas de radio procedentes de España.

El Alcalaíno preguntó visiblemente conturbado si sabíamos la lengua vascongada. Sin vacilar le respondimos que sí, que por supuesto, que desde pequeñitos, y no conformes con afirmarlo de la manera más rotunda, convinimos en probárselo diciendo cada cual a su capricho disparates y pompas verbales en presunto idioma vernáculo, si bien el único de todos nosotros que dominaba el euskara era Genaro Zaldúa, que lo empleaba poco y lo apreciaba aún menos. Entre los cuatro emprendimos un coloquio demencial que el simplote escuchaba boquiabierto. Josu Ruiz pronunció con gestos de ira los números del uno al nueve; en su contra aduje yo cuatro montes de Guipúzcoa; Genaro, a estilo profesoral, articuló una frase entera, que no entendí, y el Pulcro varios sonidos que tal vez evocaban el chinchanchín de alguna lengua oriental. Al cabo de la ficticia demostración, quedó el Alcalaíno convencido de que éramos vascoparlantes, y muy satisfecho además, porque se le figuraba que conociendo nosotros el idioma podríamos desplazarnos de un lado para otro sin levantar sospecha, lo cual, a su entender, facilitaría mucho las cosas a la hora de transportarlo secretamente a territorio español. Suplicó después que le informáramos sobre lo que estaba hablando el locutor, y entonces Genaro Zaldúa, la oreja próxima al aparato, le hizo creer que se trataba de un parte de guerra. Acto seguido, fingiendo escuchar atentamente lo que no era sino una relación de partidos de pelota previstos para el día siguiente, repentizó la más falsa y ladina traducción que pueda imaginarse, diciendo con estas o muy parecidas palabras:

—Mesa Central de la República de Euskadi para el Fortalecimiento de la Raza Vasca. Mensaje: con la aprobación ayer por vía plebiscitaria del glorioso Estatuto de Gernika, el pueblo vasco, que es el mejor del mundo, ha puesto fin a siglos de sojuzgación que sobre él ejercían impunemente los poderes fácticos de España. Rotas a fuerza de coraje, perseverancia, valentía y patriotismo las cadenas con que el ominoso opresor español nos tenía privados de libertad, los vascos somos por fin dueños de nuestro destino nacional. Recordamos en esta hora suprema de nuestra historia a los valerosos luchadores de ETA que dieron su vida por la patria, así como al colectivo de presos vascos que continúa en las mazmorras del gobierno terrorista de España. Recordamos igualmente a nuestros compatriotas de Euskadi Norte sometidos al yugo de Francia, y a nuestros hermanos de Navarra, de cuya liberación se encargarán en breve las fuerzas armadas vascas que en estos momentos se están reclutando. La independencia de nuestra nación, por fin consumada, no debe inducimos a creer que con el logro de tan principalísimo objetivo ha sido terminada la tarea. Hoy más que nunca urge la colaboración solidaria de todos los vascos, para que el programa de reconstrucción y progreso acordado esta tarde por el gobierno provisional de la República de Euskadi, presidido por el lehendakari Sagucho de Getaria, desemboque en una era de felicidad para nuestro pueblo. En tal sentido, esta Mesa Central responsable del restablecimiento de la pureza de raza exhorta a los ciudadanos vascos a que no escatimen medios ni energía en la denuncia, captura y aniquilación de elementos incompatibles con nuestra idiosincrasia. Al mismo tiempo previene que la ocultación y amparo de españoles constituye delito de complicidad con el enemigo, el cual será castigado con la confiscación de bienes y la pena capital tanto para el culpable como para sus parientes de primer y segundo grado que con él habiten. Viva Euskadi libre. Viva ETA. Viva Sagucho de Getaria.

No se le ocultaba a Genaro Zaldúa el placer con que escondidamente saboreábamos sus compañeros las invenciones de su desaforada e inicua fantasía, ni dejábamos nosotros de advertir su deseo de ser relevado en el cometido de traductor, fuera porque le incomodara llevar él solo el peso de la burla, fuera porque después de tantas y tan descomunales ocurrencias comenzara a agotársele la inventiva o creyera que ya había hecho suficiente de su parte para acoquinar al Alcalaíno, punto este, por cierto, sobre el que no cabía albergar la menor duda según era claro y manifiesto en el semblante del infeliz el pavor que le embargaba. No tardó en presentársele a la picardía de Genaro la ocasión propicia de endosarle a un compañero sus funciones, y fue que de pronto el locutor que hasta entonces había hablado cedió el micrófono al colega que debía informar sobre las diversas celebraciones atléticas previstas para el fin de semana en la provincia. Genaro Zaldúa aprovechó la circunstancia para declarar que como la nueva voz se expresaba en dialecto de Vizcaya, él no lo entendía bien.

—Menos mal que aquí está Josu —dijo—, que es de Bilbao.

Con esa argucia forzó a su compañero a traducir un idioma del que yo dudo conociese más allá de dos docenas de vocablos corrientes. Inventó Josu Ruiz, sin embargo, varias cosillas que, aunque desprovistas del dramatismo ampuloso que había puesto Genaro en las suyas, impresionaron igualmente al memo y terminaron de convencerlo de que su vida dependía por completo del auxilio que nosotros quisiéramos prestarle. Aviesamente aderezó Josu Ruiz su traducción de forma que infundiera al Alcalaíno esperanzas de huida. Todo lo que había que hacer era ponerse en camino cuanto antes, pues se sabía que por dificultades relativas al alistamiento de varones sin tacha de raza, las primeras tropas del ejército vasco aún tardarían cuarenta y ocho horas en tomar posiciones cerca de la frontera con Navarra, donde por la fuerza de las armas tratarían de detener la riada de españoles que estaba logrando escapar a territorio enemigo. Añadió a esto una noticia que produjo la estupefacción del crédulo, y era que habían comenzado en Bilbao, Vitoria y, por supuesto, en San Sebastián, los registros domiciliarios enderezados a apresar individuos de sangre impura, así como a sus secuaces y encubridores. A este punto aprovechó Genaro Zaldúa la tempestad de maldiciones, protestas, vaticinios agoreros y manifestaciones de presunta consternación por nuestra parte para apagar la radio. Impuso después silencio con ademán cesáreo, y sin más ni más emprendió un discurso de lamentación tan desvergonzadamente melodramático que, de haber tenido el Alcalaíno media micra más de frente, habría caído de seguro en la cuenta de la burla.

—¿Qué será de mi pobre madre si una patrulla de patriotas entra aquí y descubre que he dado refugio a un español? Anciana y semiciega, ¿cómo podrá ella sobrevivir a la pérdida de su hijo, único consuelo en su viudez, luz que si se apaga dejará su vida en los linderos de un abismo de tinieblas? Soledad y pesadumbre, sumadas a las dolencias propias de la senectud, no tardarían en sumirla en la desesperación, acaso en la locura. Y eso no es todo, porque si además de matarme los fanáticos sedientos de sangre que ahora campean a sus anchas por las calles llegaran a embargarle la tienda, ¿dónde, a ver, decidme, dónde encontrará medios de subsistencia mi desdichada, mi pobre madre? Penuria, desamparo, hambre y oprobio por haber traído al mundo a un aespañolado se abatirán sobre ella como una manada de tigres famélicos. Hay que hacer algo sin demora. Discurramos la manera más adecuada de evacuar a nuestro amigo, que seguramente tendrá también una madre sobrecogida de angustia pensando que en este instante su Raulito pudiera hallarse entre las miles de víctimas del holocausto desatado por los vascos. Ocultémosle esta noche en algún lugar de la ciudad donde no ponga en peligro la vida de nadie, si no es la suya, que de todas formas no estará a salvo hasta tanto hayamos conseguido trasladarlo a su país.

El Alcalaíno asentía con incesantes y maquinales cabeceos a cada palabra, a cada sílaba y aun a los breves intervalos de silencio, y también asintió cuando el Pulcro Matallana, refocilándose en maldad, le espetó que antes de liquidarlo lo torturarían.

—Porque eres de Alcalá de Henares —dijo— y ya sabes que en tu pueblo hay una cárcel con muchos presos de ETA a los que habéis tratado muy mal.

Le tomó a este punto al Alcalaíno grandísimo desasosiego.

—Joé, tíos, no sé cómo voy a salir de ésta. Y pensar que me tenían dicho: cuidao si vas al Norte, que hay mucha violencia.

Acometido de un pujo de risa, el Pulcro reviró con presteza la cara hacia el fogón, abrió la trampilla y se tomó a reír secretamente, y estuvo removiendo las cenizas con gesto apretado hasta que se sosegó. Josu Ruiz había ofrecido entretanto su coche al Alcalaíno para llevarlo, convenientemente oculto en el maletero, a las proximidades de Navarra, donde ya vería el fugitivo la manera de ponerse a salvo por los montes. De sopetón se me reveló que aquella intriga fraguada al azar no sólo pretendía bajar los humos al engreído y privarle de hospedaje, sino que estaba, por encima de todo, encaminada a consumar un propósito agresivo, y me alegré. No un plan, sino la compartida aversión al botarate regía los pasos de aquella burla improvisada. Tácitamente conchabados, Genaro Zaldúa y Josu Ruiz se declararon poseedores de un carné que los acreditaba como amigos de la cultura vasca. Se supone que lo habían recibido de manos del alcalde con motivo de la publicación en nuestra revista de obras redactadas en lengua vernácula. Era, según dijeron, un documento de gran prestigio, que en la hora trágica actual comportaba un valor suplementario de salvoconducto. Bastaría con mostrarlo por la ventanilla del automóvil para que se les concediese vía libre en todos los controles de carretera, pues a falta de señas raciales más precisas, aquel certificado oficial constituía una garantía fiable de vasquidad. El Alcalaíno, creyéndose punto menos que salvado, se emocionó:

—Por mi santa madre, que sois la mejor gente que me he encontrao en la vida. En serio, tíos. No tiene precio lo que estáis haciendo por mí. Os juro que si escapáis conmigo echaré los hígados pa buscaros casa y curro en Madrid. Mientras yo viva no os faltará una lata de sardinas ni un tazón de leche, palabra.

Pronto darían las nueve de la noche, hora de cena en el hogar de los Matallana. Al Pulcro, según dijo, le dolía tener que marcharse pero considerando que le habían de doler aún más las bofetadas de su padre si volvía tarde a casa, resolvió despedirse. Con la excusa de que le daba miedo andar solo por la calle (pues aunque él era y se sentía más vasco que los agujeros de un chistu, no podía negar aquella vergonzosa mácula aragonesa en su sangre), me suplicó delante de todos lo acompañara hasta la avenida de Madrid o de comoquiera que a esas horas se llamase. A continuación deseó mucha suerte al Alcalaíno, quien, en afectuosa correspondencia, se levantó y fue a abrazarlo fraternalmente. Salimos mi amigo y yo, y detrás salió Genaro Zaldúa con las llaves de la tienda. Este se detuvo un momento junto al mostrador, de una de cuyas gavetas extrajo con sigilo una traca de petardos de los que tenía para la venta. Una vez en la calle, los entregó al Pulcro con encargo de que, transcurridos cinco o diez minutos, los hiciese explotar cerca de la entrada del establecimiento, de forma que en la trastienda le pareciesen al Alcalaíno disparos de pistola. El Pulcro rehusó. Se le había hecho tarde y no deseaba más sino llegar a casa cuanto antes, temeroso de que su padre, en castigo por el retraso, le prohibiera salir al día siguiente, truncando de ese modo sus esperanzas de participar en el remate del jolgorio a costa del Alcalaíno o de los pedazos que de él quedasen para entonces después de la odisea que barruntaba íbamos a depararle esa noche al infeliz. Concertamos que fuese yo quien pusiera por obra el petardeo. Genaro Zaldúa me encareció que no demorase encender la traca más de quince minutos.

—Tenemos —dijo— que trasladar sin pérdida de tiempo al pollo a otra parte. Si Cacharrito vuelve, nos chafará la juerga. Conque no más de quince minutos, ¿de acuerdo?

Eso convenido, regresó a la tienda y yo acompañé al Pulcro hasta el final de Corsarios Vascos. Había oscurecido y lloviznaba. Las calles de los alrededores se veían desiertas. Fijados a las fachadas, se empapaban los carteles que un día después de celebrarse los comicios seguían pidiendo la aprobación o el rechazo del Estatuto. Mi amigo me refirió que a la mañana siguiente debía someterse a un examen de matemáticas en el colegio; por esa razón, y porque no deseaba faltar a su cita diaria con la abuela moribunda, le resultaría imposible unirse a nosotros antes de media tarde. Previendo que para entonces ya nos habríamos desembarazado del Alcalaíno, me pidió le infiriese a éste de su parte cierta vejación que, una vez me la hubo explicado, juzgué sencilla de realizar, por lo que le di palabra de hacerle el gusto tan pronto como se ofreciera la ocasión. Se despidió muy contento y echó a correr bajo la lluvia, camino de su casa, tan rápidamente como le permitían sus piernas endebles.

Con la brasa del cigarrillo prendí poco después, junto a la puerta de la tienda, el primer petardo. Pumba. El estallido me ensordeció. No tardé en disparar otro, y enseguida otro, y otro, y llevaría explotados obra de cinco o seis cuando empezaron a asomarse los vecinos a las ventanas y a bufar y despotricar, amenazando los más rabiosos de ellos con bajar a poner al gamberro como un pulpo. Yo me ciscaba de miedo, agazapado al pie de un contenedor de escombros, donde estuve sin moverme hasta que una tras otra se cerraron todas las ventanas y la calle se calmó. Pude entonces salir de mi escondite y, pegado a la pared, entrar en la tienda por la angosta abertura que dejaba la persiana bajada. Una vez dentro, encendí el resto de la traca y a toda prisa lo arrojé a la oscuridad de la calle, donde quedó despidiendo chispas y pedorreando estampidos.

Cuando llegué a la trastienda, resollaba y me tambaleaba como si acabase de arrostrar un peligro espantoso. No bien me hube repuesto de la falsa fatiga, con el mayor verismo posible describí a mis compañeros y al estupefacto Alcalaíno los presuntos horrores que acababa de presenciar.

—Por todas partes hay cadáveres desparramados. Cadáveres de mujeres, de niños, de ancianos. El olor a carne quemada es insoportable. En la plaza de Irún he visto arder un autobús lleno de siluetas humanas que se agitaban frenéticamente. Venía tan ciego de la impresión que sin darme cuenta he cruzado por delante de una partida de vascos a punto de abrir fuego. Siete españoles armados con martillos y navajas se habían hecho fuertes detrás de unos árboles. Una bala me ha pasado silbando junto a la oreja. ¿No habéis oído el tiroteo?

Los tres asintieron simultáneamente.

—Los han liquidado a todos.

Se me ocurrió a continuación una idea malvada que habría de merecer los elogios de mis compañeros en los días posteriores.

—Me da que pensar —dije— el rumbo que ha tomado el Pulcro tras despedirse. He ido con él hasta la intersección de la avenida de Madrid con Eustasio de Amilibia. Allá nos hemos separado. Yo estaba puesto en gran recelo después de oír algunas cosas que él había dicho por el trayecto. Así que no he podido resistir a la tentación de espiarlo mientras se alejaba. ¿Y a que no sabéis qué he visto? Pues que en lugar de atravesar el paso subterráneo de Carlos I, el Pulcro ha echado a correr hacia la plaza de Pío XII, apartándose completamente del camino de su casa.

—Un comportamiento extraño —confirmó Genaro Zaldúa—, teniendo en cuenta que su padre le zurrará la badana si llega tarde a la cena.

—Yendo por la calle —proseguí— parecía muy asustado. Por lo menos tres veces ha dicho que tenía que lavar su sangre como fuese. Estaba convencido de que si lleva a cabo alguna acción en favor de la República de Euskadi, le perdonarán su estigma aragonés. En resumen, creo que se propone delatar a nuestro amigo aquí presente.

Al Alcalaíno ya no le alcanzaban las fuerzas ni para un escalofrío. Abrumado por la inquietud, la fatiga, la sed y el hambre, quedó sumido en un lastimoso abatimiento. Resignadamente dio su conformidad al plan de fuga propuesto por Josu Ruiz, última esperanza de salvación según le dijimos y él reconoció. La noticia de que el Pulcro había resuelto denunciarlo precipitó su salida de la tienda. Previsiblemente una patrulla de sanguinarios derribaría la persiana de un momento a otro. Genaro Zaldúa se complació en pintar el crudo destino que nos aguardaba si no escapábamos enseguida. Tendió al Alcalaíno un saco asqueroso, rebozado en polvo que se alborotaba al más ligero roce, y lo apremió para que se ocultara dentro con la excusa de que aquélla era la forma menos arriesgada de transportarlo. Un momento despertó el Alcalaíno de su marasmo de angustia para declarar, con un chisguete de voz temblorosa y agradecida, que nos eximía de cualquier responsabilidad en caso de que la huida terminara en desastre, y aun pidió papel y bolígrafo porque deseaba exculpamos por escrito. De ese modo pretendía evitar que en el futuro la maledicencia de sus compatriotas se cebase en los amigos verdaderos que lo socorrieron aquel viernes que los vascos se lanzaron a la caza de españoles.

—Déjate de testamentos y discursos —le atajó Josu Ruiz—. ¿No entiendes que los esbirros de la Euskalgestapo pueden presentarse aquí en cualquier momento? Coge tu morral, húndete en el saco y calla. Todo lo demás corre de nuestra cuenta. Y toma nota: un quejido durante el viaje, un estornudo, una simple ventosidad, pueden conducirnos a los cuatro directamente al crematorio.

Prometió y juró el Alcalaíno no hacer el menor ruido en el transcurso de la evasión. Se metió después en el saco, que Genaro Zaldúa se apresuró a cerrar con varios nudos de cordel. Yacía el bulto inmóvil en el suelo y de repente le propinó Josu Ruiz un recio puntapié, que levantó una nubecilla de polvo y produjo una desbandada de segadores hacia los bordes de la arpillera. El Alcalaíno dio una brusca sacudida dentro del saco; pero no se quejó.

—Muy bien —lo felicitó Josu Ruiz, al par que encendía un cigarrillo—. Ya vemos que sabes aguantar.

Y dirigiéndose a nosotros, agregó:

—Sincronicemos nuestros relojes. Dentro de cinco minutos os reuniréis conmigo en la esquina de la calle. Estaré esperándoos con las puertas abiertas, el motor en marcha y los focos apagados. De no ser así, deberéis entender que acecha algún peligro y regresaréis a la tienda de inmediato. Mucha suerte, camaradas.

No debía de tener el coche aparcado lejos si cinco minutos le bastaban para estar de vuelta. Deduje que Rosa Benítez, enfadada, se habría negado a que fuera su novio quien la llevase a casa. Salió éste de la trastienda y al punto la avaricia de Genaro Zaldúa se apresuró a apagar la luz. Luego, con el pretexto de echar por precaución un vistazo a la calle, hizo él que lo siguiese hasta el portal a través de la puerta por donde anteriormente había salido su madre con el gato. Allí me susurró que no le parecía correcto tener que sufragar él solo la juerga. Mencionó el saco, la electricidad y las pilas de la radio; pero no comprendí con qué intención lo decía hasta que de buenas a primeras me reclamó las cuarenta y cinco pesetas que costaban los petardos. Le hedía la boca malamente. Imaginé en la oscuridad, a muy poca distancia, su mirada incisiva. Yo no llevaba encima otro dinero que billetes. Esa circunstancia, creo, me impidió advertir al pronto que la mano que hurgaba en mi bolsillo a la busca de monedas era mi propia mano. Avergonzado de mi cobardía, objeté que a los demás tampoco nos estaba saliendo la diversión de balde. Josu Ruiz, por ejemplo, gastaría gasolina. Genaro Zaldúa se sulfuró.

—Entonces con mayor motivo has de ser tú quien pague la traca.

Sigilosamente retrocedí hasta tocar con los talones la contrahuella del primer peldaño. Puse un pie sobre él, luego el otro, y comencé a dar pasitos ora a la izquierda, ora a la derecha, para no recibir de frente la cólera ni la halitosis de Genaro Zaldúa.

—Pues a mí la broma —le contesté— me ha supuesto hasta el momento un desembolso de cien duros, que es lo que le he dado al poetilla para que cene, porque dice que en todo el día no ha comido más que unos pocos cacahuetes requemados. Pregúntale a Cacharrito.

Genaro masculló una maldición. Advirtiendo que su resuello se aceleraba, subí al segundo peldaño.

—Te aviso, Hilario. No estamos en Illarra-Berri jugando a rusos y alemanes. Te aviso. Procura no enfadarme demasiado.

Por primera vez desde la reunión a fines de mayo en el café Goya. se refería abiertamente a nuestra infancia. El pecho se me llenó de palpitaciones. Por librarme de ellas alargué a la oscuridad el primer billete que cogí. Segundos después que una mano invisible lo tomara, se encendió la luz.

—Piensa —me dijo Genaro Zaldúa en tono reposado y sonriente mientras contaba las vueltas— que si andas vivo recuperarás esta misma noche las quinientas pesetas que te ha sonsacado el muerto de hambre. ¿Tienes una idea de cómo hubiera podido yo recuperar mis petardos?

Admití que llevaba razón. Él recompensó mi docilidad mediante un cachete amistoso que sin duda entrañaba una advertencia. Hechas las cuentas, volvimos a la trastienda, cargamos entre los dos con el pesado saco y en silencio lo transportamos hasta la calle, donde sin más ni más dimos con él en el fondo de la zanja, que sería metro y medio de honda, si no más. La caída ocasionó una violenta salpicadura. Fiel a su promesa, el Alcalaíno soportó la costalada sin quejarse. Yo me acerqué a mi compañero, que estaba en cuclillas echando los candados a la persiana, y le susurré que buena la hemos hecho, ya vas a ver cómo Josu Ruiz se niega a meter en el coche el saco embarrado.

—¿No me ha dejado él en la tienda el tufo de su cigarrillo? —refunfuñó Genaro Zaldúa—. ¡Pues entonces! —Y como hablando para sí, añadió entre dientes—: ¡Ni que tuviera la exclusiva de cabrearse!

Acordamos sembrar de piedras y tablones el fondo de la zanja, con pensamiento de ensuciarnos lo menos posible al sacar al Alcalaíno, y por mayor seguridad arrojamos también un bidón que cogimos de la cuchara de una excavadora. Saltamos después dentro de aquel inmundo foso, y tras varias tentativas conseguimos levantar el saco, que chorreaba en abundancia. Preguntamos al infeliz si estaba herido. Respondió, con un hilo de voz, que aparte la mojadura y una contusión en la cabeza no tenía cosa de importancia, y que siguiéramos adelante con el plan.

—Perdona —dijo Genaro Zaldúa— que te hayamos tirado al barro. Nos había parecido avistar gente armada al fondo de la calle. Felizmente ha sido una falsa alarma. Perdona, estamos bastante nerviosos.

Dicho esto, lanzamos al tataradeudo de Cervantes fuera de la zanja, salimos nosotros a continuación, y tras lavar el saco en el agua de una charca, lo transportamos hasta el automóvil de Josu Ruiz, que ya esperaba en la esquina. Desde el puesto de conductor indicó nuestro amigo que la puerta del maletero se hallaba abierta. Sin miramientos de ninguna clase arrojamos el saco adentro. Segundos después nos pusimos en camino. Eran las nueve de la noche. La ciudad ofrecía un aspecto apacible. Solitarios transeúntes, encogidos bajo el paraguas, deambulaban por las calles mojadas, en las que el otoño imprimía su habitual estampa borrosa. Dentro del automóvil deliberábamos adónde dirigirnos y qué hacer con el rehén. Josu Ruiz se mostraba partidario de una solución rápida y violenta que nos dejase la noche libre para ir de copas. A Genaro Zaldúa cualquier idea le parecía buena con tal que le permitiese estar a las once en casa. Circulando sin destino, llegamos al barrio de Gros; de allá, por el puente de la Zurriola, pasamos al Boulevard. Seguimos calle de Hernani adelante hasta el cruce de la avenida de la Libertad, donde hubimos de ceder el paso a una columna de furgonetas policiales. A Genaro Zaldúa le acometió el mismo temor que a mí.

—Sólo faltaría —dijo— que ésos nos echen el alto y descubran el paquete. Hay que desembarazarse de él cuanto antes. ¿Por qué no subimos a Igueldo y lo tiramos a las rocas?

Llevábamos casi media hora recorriendo la ciudad a la ventura. En breve enfilaríamos por segunda vez el puente de María Cristina. Josu Ruiz comenzaba a impacientarse. Hacía rato que a mí una idea me escarabajeaba en la cabeza. Finalmente decidí declararla a mis compañeros. Les dije que a menudo, por variar de camino, iba a la facultad andando por los raíles que discurren paralelos al paseo del Urumea, y que a veces me encaramaba a los vagones de mercancías parados en las vías muertas. ¿Qué tal si abandonábamos el saco en uno de ellos? La propuesta fue aceptada sin vacilaciones. Josu Ruiz estacionó el coche en un lugar conveniente y, luego de breve búsqueda, hallamos cerca del muro lindante con el paseo un viejo vagón solitario en cuyo interior, que apestaba a grasa, descargamos al Alcalaíno. Salió éste del saco preguntando si ya estábamos en tierras de Navarra. La oscuridad nos impedía vernos unos a otros.

—Verás —respondió Genaro Zaldúa en el tono de quien se esfuerza por transmitir un pésame con entereza—, han volado el puente de Endarlaza y hemos tenido que regresar. Pero no te preocupes.

Se refirió a continuación a una supuesta noticia difundida por la radio, según la cual las autoridades vascas se habían comprometido a permitir al día siguiente, durante cuatro horas, la marcha de súbditos españoles a condición de que el gobierno de Madrid cumpliese su promesa de liberar a los presos de ETA y reconociera de forma oficial la independencia de Euskadi ante las Naciones Unidas.

—Aquí no correrás peligro —declaró Josu Ruiz— si guardas la debida prudencia. Trata de dormir en un rincón. Nosotros también necesitamos un descanso. En cuanto hayamos repuesto fuerzas y echado gasolina al coche, regresaremos por ti. Y por favor, no abras la puerta a nadie ni te alejes, porque aún andan por ahí grupos armados que no se han enterado o no se quieren enterar de que al amanecer se os dejará a los españoles volver a vuestro país.

Prometimos que a nuestro regreso por la mañana le proporcionaríamos una brújula, un mapa de los montes navarros y un cuchillo con que se pudiera defender de los lobos, así como víveres y una cantimplora con agua para el camino, todo lo cual agradeció él con muchas alharacas, especialmente la comida, ya que, según decía, se encontraba desfallecido de hambre. La perspectiva de un encuentro con los lobos lo inquietó.

—Tú tranquilo —sabihondeó Genaro Zaldúa—. Si ves que van a atacarte, tírale un cuchillazo al cabecilla de la manada. A la vista de la sangre los demás se arrojarán sobre él para devorarlo y mientras tanto te escapas.

—Joé, ¿y cómo me las apaño yo pa saber cuál es el cabecilla?

—El miedo te iluminará.

Convenida después una señal, consistente en unos silbidos irrisorios que se me figuraron más útiles para descubrir la burla que para anunciar cautelosamente nuestra llegada, cerramos la puerta de corredera del vagón y nos despedimos sin el menor propósito de volver al día siguiente ni nunca. En el coche pidió Genaro Zaldúa se le condujera a casa y así se hizo. Por la ventanilla lo vimos alejarse con el saco en que habíamos mantenido oculto al Alcalaíno. Serían cerca de las nueve y media de la noche. Continuaba lloviendo. Parados ante un semáforo en rojo, Josu Ruiz me dio a escoger:

—O vienes conmigo a cenar ostras a la Parte Vieja o te piras a casa andando, porque no pienso llevarte.

En el restaurante yo comía y él fumaba y hablaba sin probar bocado. Al fondo del local, junto al acuario de las langostas y los bogavantes con las pinzas atadas, Gabriel Celaya y Amparitxu Gastón partían cigalas con el cascanueces. Josu Ruiz, entre sorbo y sorbo de vino blanco, me reveló el berrinche que le había tomado a Rosa Benítez a raíz de la discusión filosófica por él sostenida con el necio. Por primera vez le oí formular objeciones al carácter de su novia. Dirigió después feroces críticas a Genaro Zaldúa, a quien consideraba responsable de todo lo sucedido. Desdeñosamente conjeturó que al filosofete de Alcalá le habría bastado, para encontrar la casa de nuestro compañero, con seguir el tufo que de fijo había dejado la ambición de este a lo largo del trayecto entre Madrid y San Sebastián. Terminada la cena, concertamos tomar una copa antes de despedirnos. Con ese fin salimos a la calle y nos encaminamos hacia la cervecería del Boulevard, que a paso reposado no distaría más de cinco minutos del restaurante. La lluvia nos empujó, por así decir, al primer bar. Por idéntica razón nos metimos en el segundo. El tercero estaba contiguo al anterior. A la salida del cuarto ya no me acuerdo de si llovía. En el siguiente conseguimos, luego de prolijas explicaciones, que nos sirvieran sendos fuegos con limón, muy escorado el mío hacia la parte del ajenjo, de suerte que nada más beberlo hube de retirarme al retrete, donde lo achiqué juntamente con las ostras. En otro bar de la misma calle pedí una faria, segunda o quizá tercera del recorrido. Tal vez fue a la salida de éste cuando volvimos a ver a Celaya, que iba solo y no mucho más tieso que nosotros. De bar en bar, llegamos a la cervecería a la una y pico de la madrugada. Allá, sentados a la mesa de un rincón, estuvimos durmiendo barbilla en pecho hasta que nos despertaron porque ya iban a cerrar. Josu Ruiz se ofreció a llevarme en coche a mi casa.

—Con un poco de suerte —dijo— lograré distinguir la carretera.

Arrullado por el ruido del motor, me quedé traspuesto. En sueños sentí que nos deteníamos. Abrí los ojos, convencido de que habríamos llegado a mi barrio. En ese instante me pareció entrever a través de la tenue neblina el pretil del paseo del Urumea. Josu Ruiz se apeó del coche.

—Tengo ganas —dijo— de averiguar qué ha sido del imbécil. ¿Vienes?

El vagón se perfilaba en las primeras claridades de la alborada como un sarcófago destartalado. Nos acercamos en silencio. Yo mantuve unos segundos la oreja pegada al gélido metal. Nada se oía.

—Se ha ido —dije.

Josu Ruiz se retiró dos o tres pasos del vagón y lanzó los ridículos silbidos. Al punto la puerta rechinó y comenzó a moverse. Una vocecilla medrosa nos preguntó a través de la angosta abertura si el viaje a Navarra era posible. Josu Ruiz le contestó sin vacilaciones que el gobierno de Euskadi había aceptado bajo presión internacional un compromiso que garantizaba la salida de ciudadanos españoles de territorio vasco hasta las nueve y quince de la mañana; cumplido ese plazo, el acuerdo perdería su validez y los sicarios de la Euskalgestapo reanudarían ipso facto sus despiadadas persecuciones.

—Hemos conseguido establecer contacto telefónico —agregó— con tu amigo Caro Baroja. No le sonaba tu nombre. ¿Sueles usar seudónimo?

El Alcalaíno asomó la cara por la rendija.

—No, no —balbuceó—, es que, bueno, nos hemos visto poco.

—En cualquier caso —prosiguió Josu Ruiz—, nos ha encargado decirte que con gusto te alojará en su casa de Itzea. Ha preguntado qué prefieres de desayuno, pan tierno o tostadas.

—Me da igual.

—Eso hemos supuesto, porque, como comprenderás, en la actual situación no podemos pararnos a pensar en futesas.

La ignorancia del Alcalaíno situaba al célebre solar de los Baroja en los alrededores de San Sebastián. Supo, porque se lo dijo Josu Ruiz, que se hallaba en Navarra y se congratuló. Bajando después del vagón, echó de menos al camarada Zaldúa. Intervine yo para decirle que por salvar el pellejo se había enrolado en el cuerpo de guardianes de la patria. Una partida de fanáticos había devastado su comercio durante la noche. Con todo, al Pulcro no le había servido de nada su ruindad.

—Ha sido detenido —dije— por los mismos a quienes acudió a denunciarnos. Cuentan que en algunos lugares las colas de delatores miden más de doscientos metros, y hasta se da a menudo el caso de que las patrullas han de buscar a los delatados entre los que aguardan para delatar. Imaginamos que a estas horas el Pulcro estará de guardameta entre los postes de la portería, tratando de parar las balas que le disparen.

Nos dirigimos después al automóvil imitando avanzadillas de guerrilleros al amparo de la penumbra. No se veía un alma por la calle. El reloj de la Estación del Norte estaba a punto de dar las cinco. Josu Ruiz apeló a la precaución para persuadir al Alcalaíno a que se acurrucara en el maletero. El crédulo obedeció de buen grado. Cerramos la puerta sobre él, ocupamos sin demora nuestros puestos y partimos, no sabía yo hacia dónde ni quiso Josu Ruiz decirme al respecto sino que ya lo descubriría por mí mismo cuando hubiésemos llegado. Circulando a gran velocidad, abandonamos San Sebastián por la variante de Amara; seguimos por la carretera de Loyola, a través de Astigarraga hasta la villa de Hernani, que dejamos a un lado, y pasando luego uno o dos kilómetros de Fagollaga, por la ruta de Goizueta, que es el primer pueblo de la provincia de Navarra, detuvo Josu Ruiz el coche junto a la cuneta, a la salida de una curva flanqueada de árboles frondosos. Amanecía en medio de un alboroto de pájaros trinantes. El lugar no podía ser más idílico. Cerca de donde nos encontrábamos había una pila de estacas, como las que se usan para levantar cercados. Josu Ruiz acudió a examinarlas, sopesó cinco o seis y al fin tomó una que supuse destinaría a cayado. Abrió después el maletero y rogó al Alcalaíno que saliera, diciéndole nos hallábamos a un paso de la frontera. Nos abrazó éste con mucha cordialidad y, agradecido, juraba no olvidar nunca cuanto por él habíamos hecho.

—Nunca, colegas, por mi madre.

—Monte arriba, en suelo navarro —le dijo Josu Ruiz—, te espera el mayordomo de Caro Baroja, que te conducirá, no sé cómo, a Itzea. Nosotros te guiaremos hasta donde el camino ya no tenga pérdida. Más no será posible. Compréndenos.

A la deshilada saltamos el regato que discurría por el borde de la carretera y emprendimos la subida al monte a través de un prado de hierba alta, muy mojada de la lluvia caída durante la noche. El frío matinal me quemaba el rostro y, sobre todo, las piernas adheridas a los pantalones empapados, donde la sensación era particularmente lacerante. Deduje, de las incomodidades que afrontábamos, que Josu Ruiz se habría propuesto inferirle un daño grande al Alcalaíno. Caminábamos los tres en silencio, la víctima delante seguida por Josu Ruiz con su grueso bastón y yo a la zaga, puesto mi cuidado en mojarme lo menos posible pisando la hierba que ellos abatían a su paso. De este modo llegamos, pendiente arriba, a la linde del prado. Tras ella se extendía el bosque. No bien nos hubimos internado unos pocos metros entre los árboles, ya perdida de vista la carretera, se detuvo de pronto Josu Ruiz, y blandiendo con ambas manos la estaca, dijo:

—Filosofito.

Y al punto asestó un palazo descomunal al atónito muchacho, quien, a pesar de la sorpresa, atinó a protegerse la cabeza con el fardel. El golpe le hirió en el brazo, de forma que ya no se pudo valer y recibió en plena cara el siguiente mandoble. De su boca y narices comenzó a manar la sangre en abundancia, sangre cervantesca que le chorreaba por los pelos de la perilla y me recordó los conejos que la madre solía sacrificar en el fregadero algunas vísperas de fiesta. Tambaleándose buscó el Alcalaíno apoyo en el tronco de un castaño; pero le fallaron las fuerzas antes de conseguirlo y se desplomó. Con aguda quejumbre se lamentaba y retorcía tendido sobre la húmeda hojarasca. Josu Ruiz me alargó la estaca, diciendo:

—Déjalo manco como a su tío.

Instintivamente la rechacé, como rechazaba de niño el cuchillo que la madre a veces me ofrecía para que fuera yo quien degollase al conejito. En ese momento sentí que mi temor me devolvía a la infancia; miré en torno y creí hallarme en otro tiempo y en otra espesura, tratando de infundir asombro a Genarito Pichablanda con el cuento de que acababa de cortar el pescuezo a un animal en la cocina de mi casa, y enseñándole a continuación, a modo de prueba, el pelambre sanguinolento. Me despertó de estas momentáneas fantasías la mirada acuciante de Josu Ruiz. Por señas le di a entender que antes de tomarle la estaca me interesaba poner por obra otro propósito. Yacía a mis pies el Alcalaíno cubierto de hojas y barro. Yo me agaché a cogerle el monedero que asomaba por el bolsillo de su pantalón. Con sorpresa al principio, después con rabia, descubrí que mi billete de quinientas no había pasado la noche solo.

—¡Será gorrón y berzotas! Me socaliña cien duros para cenar y resulta que lleva encima más de siete mil pesetas.

Ciego de ira, le arrebaté la estaca a Josu Ruiz y le sacudí con ella al Alcalaíno una somanta de palos a manteniente, que yo no sé cómo no lo maté. Al fin le hurtamos todo su dinero y a él lo dejamos tirado sobre la tierra, gimiendo de dolor. Ya nos retirábamos por el sendero que a la subida habían abierto nuestras pisadas en la hierba, cuando me vino de pronto a las mientes la promesa hecha por mí al Pulcro la tarde anterior. Resuelto a cumplirla, regresé junto al Alcalaíno, que se encogió de espanto al verme, y a tiempo de dispararle al rostro un espumoso gargajo, le espeté:

—Esto hago —tal como me había pedido el Pulcro que dijese.

Apreté el paso con el fin de dar alcance a Josu Ruiz. Bajaba mi compañero por el prado hablando a solas malhumoradamente, en un idioma que supuse sería el de su difunta madre, la aureola azul sobre la cabeza, caída hacia un lado con desgaire. Embebido él en su enigmático monólogo, yo muerto de cansancio, nos acercábamos tranquilamente al coche cuando, en medio de la algarabía de trinos, sonaron de pronto a nuestra espalda unas voces distantes, trémulas y desaforadas, que decían:

—¡Mueran los vascooos! ¡Viva la Guardia Civiiil! ¡Arriba España!

Montamos en el coche y partimos. Al poco rato comenzó a llover.