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La mujeruca dormía con la cara hacia el techo, la boca abierta y todas las trazas de un muerto feliz. El Pulcro se acercó a su lado y le bramó un saludo con malicia de sobresaltarla. El gato huyó despavorido. La vieja entreabrió un ojo, mascó aire y siguió dormida. En la trastienda, sentado sobre un costal de cacahuetes, estaba el delicioso botarate, perilla gris y calvicie incipiente que determinaban su pergeño de señor prematuro. Se levantó de un salto y vino a estrecharnos con mucha formalidad la mano. Por detrás Genaro Zaldúa simulaba asestarle palazos en la espalda, modo más que elocuente de sugerir que no era el Alcalaíno persona merecedora de respeto. Tendría el mozo entre veinticinco y treinta años.

—Le significaba aquí al colega Zaldúa que a través mío podríais introduciros en el mundillo cultural de Madrid. No es fácil, porque está todo mu copao y hacen falta padrinos. Yo pienso de que podría ser vuestro enlace con las editoriales de allá. Conozco a mogollón de gente. Yo sé cómo enrollarme con los grandes. Esos dejármelos a mí. ¿No leísteis hace un año mi artículo «Metempsícosis» que me sacaron los de Estafeta Literaria? Estoy metido en un montón de movidas. Ahora ando a ver si me meto en El País a currar de crítico de libros. Tenía mismamente ayer una cita pa papear con Rafa Conte, pero que caramba, he preferido pegarme un garbeíto por Donosti. Si quieren pillarme que me busquen. Primero son los amigos.

—Bien dicho.

—Si, señor.

—Así se habla.

Espoleado al parecer por los halagos, emprendió un recuento de las personalidades literarias, artistas eximios y actores de fama con los que decía codearse en los foros y mentideros de Madrid, y hasta en sus propias casas con muchos de ellos. De algunos que debían de ser santos de su devoción o de cuyo trato y amistad se envanecía, hizo más circunstanciada referencia. En primer lugar de su lista de venerados figuraba Vicente, a quien sólo había tenido ocasión de ver una vez, en el jardín de su casa de Velintonia. Y con haberlo visto un instante desde la calle, ya se creía autorizado a nombrarlo sin apellido, igual que a pariente o amigo de confianza, de suerte que hasta tanto hubo aludido al célebre lugar no supimos nosotros de qué persona hablaba. Aseguró que en breve se pondría en contacto con los mejores oftalmólogos del país a fin de estudiar con ellos algún remedio para la grave enfermedad de los ojos que aquejaba a Vicente. El Pulcro se mofó sin rebozos:

—Pobre Aleixandre. Me temo que pasaré las noches en vela pensando en su dolencia.

—¿A quién dices eso, colega? —agregó el Alcalaíno—. Yo estoy hecho polvo.

A petición nuestra enumeró después sus obras, especificando en cada caso su contenido y propiedades, a fin de que, como no las teníamos delante, al menos nos formáramos una idea precisa sobre ellas. A este punto adoptó unas maneras tan declaradamente profesorales que el Pulcro no se pudo aguantar las ganas de burlarse, y alzando a estilo de alumno modoso la mano para pedirle la palabra, le preguntó si tenía inconveniente en que tomáramos nosotros nota de su disertación, a lo que el mentecato accedió con mucho gusto. Mientras Genaro Zaldúa buscaba papel y bolígrafos en la tienda, improvisamos el Pulcro y yo con los costales de cacahuetes la más ridícula mesa de conferenciante que se pueda imaginar. Tras ella, inflamado de vanagloria, se acomodó el Alcalaíno. Nos sentamos los demás delante, y hecha indicación de que ya estábamos listos para escuchar, habló él más o menos de este modo:

—Tengo escrita la tira de produción. Yo la clasifico así, oír: por un lao están las obras creativas, por el otro las científicas, porque yo soy un poco como aquellos gachós del Renacimiento que hacían de todo. Me cabrea la gente que sólo se dedican a un género. Siempre se lo digo a Vázquez Montalbán cuando se deja caer por Madrid. Bueno pos las creativas se dividen a su vez en tres, o sea, las poéticas, las novelístico-cuentísticas y las teatrales. Las poéticas son las mejores y las que menos trabajo me cuestan. Cada mañana, na más saltar del sobre, lo primero que hago es, bueno lo primero es encender mi cachimba que me osequió una coleguilla íntima de Tenerife, y luego después agarro boli y folio y me tiro un poema. En esto soy espartano. Y si he dormido como mandan los cánones, entoes me salen los versos como churros. Tengo el récor en ciento cuarenta en diez minutos. Me lo he montao así que produzco un poema diario. En un mes me levanto un libro. Luego hago copias en ca un amigo que tiene fotocopiadora y hala, a los concursos.

—Los habrás ganado a patadas.

—Qué va, si es que los juraos de hoy día están compraos o andan dentro gente que no tienen ni pajolera idea de lo que es la poesía. En octubre me dieron una mención horrorífica en Tomelloso. Tíos, la cosa me olió a comedura de tarro y se debería denunciar. Les mandé «Ardiendo en ti de cielo a cielo», el mejor poema que he escrito en mi vida, y no es porque lo haya hecho yo, pero la verdá es que la pieza tiene fuerza, en serio. Bueno pos fui a la entrega de premios. Leyeron los poemas ganadores, el uno más malo que el otro. Como me llamo Raúl que el jurao no lee las obras. Van a por los honorarios y punto ¡Pero si los tíos que ganaron aún usan rima! En qué siglo, en qué país estamos, me pregunto. En cuanto te sales de las normas tradicionales y tal, como yo, pos todo cristo pasa tuyo. Os aseguro que no vamos a tener otra Generación del 27 ni a tiros. Ah bueno, también he lograo un cuarto puesto en un juego floral que se montaron los del ayuntamiento de Castuera y me costa que llegué a la votación final, pero se me cargó uno que yo sé, que me han dicho andaba buscándome luego pa pedirme perdón. Un malagueño más mediocre que arrancao se llevó las cinco mil cucas, y encima le publicaron la tostada.

Llegado a este punto del discurso, le pidió Genaro Zaldúa una pausa, a fin de que pudiéramos nosotros cotejar los apuntes que habíamos fingido escribir mientras él hablaba. Accedió el Alcalaíno de buen grado a la solicitud. Los tres intercambiamos nuestros papeles cuidando de que el zoquete no viera la parte escrita. El mío, en realidad, estaba en blanco y el de Genaro Zaldúa contenía una sola frase: ¿Cuándo lo matamos? El Pulcro, en cambio, no había parado un instante de escribir y en su hoja, que después me regaló para el archivo, podían leerse estas cuchufletas:

LECCIÓN DE LENGUA ESPAÑOLA PARA EXTRANJEROS QUE DESEEN OBTENER EL DIPLOMA CORRESPONDIENTE ANTES DE NAVIDAD

Él es estulto. Él es badulaque.
Él es imbécil. Él es churrullero.
Él es pedante. Él es engreído.
Él es gilipollas. Él es superficial.
Él es presuntuoso. Él es ridículo.
Él es rueda cuadrada. Él es carne de escarnio.

Propongo la inmediata amputación de sus piernas.

Efectuado el falso cotejo, que discurrió entre risitas veladas, comunicamos a nuestro huésped que ya estábamos otra vez en disposición de escucharlo. Genaro Zaldúa le rogó que no escatimara palabras, ya que en nuestra inculta ciudad, donde, como todo el mundo sabe, la gente no habla castellano, sino que lo cacarea, raras son las ocasiones de recrearse con las enseñanzas de escritores de gran valía. Respondió el Alcalaíno que no se consideraba merecedor de aquel elogio. Su gesto no traslucía una mota de modestia, sino más bien todo lo contrario y que nos tomaba por palurdos. Con ademán ampuloso prometió explayarse y luego prosiguió:

—A nivel de obras cuentístico-novelísticas meto ahí mis cuentos, que es un género que se me da como anillo al dedo, más una novela que ando cocinando desde hace una porrada de tiempo. Últimamente la tengo un poco dejada. Ya os he contao que me enrollo cantidá con otras movidas. Me falta tranquilidá pa cogerle de nuevo el tranquillo y arrancar. Mismamente el otro día le hablé a Benet de plantarme con holandesas y la carraca de escribir en algún convento de cartujos, enchironarme aunque sea en el campanario y acabar la obra. Y me decía Juan que sí, que en la provincia de Palencia hay un monasterio cojonudo donde no te molestan ni los pájaros, pero de oír música y echarme unos porritos na de na, conque paso de hábitos y tonsuras, le dije, porque yo contra más solo más me jalo el chirumen y a lo mejor me da por tirarme al pozo de los frailes con un capitel atao al pescuezo. Caballero Bonald que estaba allí cerca se destornillaba de risa, y eso que llevaba encima un costipao de buey.

—Y esa novela tuya —le preguntó el Pulcro— ¿de qué trata?

—Es de vaqueros —respondió.

Genaro Zaldúa no pudo reprimir un borbotón de carcajadas.

—Colega —dijo el Alcalaíno sin inmutarse—, no es lo que tú te piensas. Deja que te esplique. Yo pretendo hacerle a la subliteratura del Oeste la misma putada que les infringió mi paisano Cervantes a los libros de caballerías, ¿captas? Pa eso me ha sacao de la manga a dos paletos de una aldea de Las Hurdes, afectaos de cretinismo y tal. Esos tíos se dan un día el pirote pa la capital, pos pa dónde si no. Llegan y van al cine creyendo que es una venta, y allá junan alelaos una peli de caubóis. Se les mete en la mollera hacerse pistoleros, se compran la ropa en una juguetería y tiran a chulear pa la comarca a limpiarla de indios y bisontes. Como no les llega pa caballos, van en burro ¿comprendéis? A lo mejor al lao de un riachuelo se cargan a un guardamontes, veremos a ver. Tengo tiempo de pensarme la trama, porque todavía estoy estancao en un proemio que quiero que pase de setenta páginas. Ahí esplico a mis lectores las intenciones básicas mías. Todo queda claro desde el principio y entoes yo me lanzo tranqui, tranqui, a esperimentar. ¿Ves, colega, cómo no hay razón pa que destornilles? La pena es que no tengo calas pa hacer lo que me aconsejó el Sánchez Dragón: pagar a un negro y dictarle los episodios desde la bañera.

Intervino Genaro Zaldúa con doblez engolada:

—Lo que nos refieres induce a conjeturar que a Raúl Albadalejo y a su obra les aguarda un éxito sin precedentes. ¿No te asusta un poco la fama?

—Hombre, la verdá, yo no… En realidá lo único que me asusta son los palos de la bofia.

Celebró su estúpido chiste prorrumpiendo en risitas agudas, como de muñeco de pilas, y nosotros con él, que ya era gentileza. Después añadió:

—Son muchos años venga currar a tope pa inquietarme por un ésito de más o de menos.

Encima del fogón humeaba una cazuela con agua caliente y hojas de eucalipto que aromaban el angosto y polvoriento cuartucho. El Pulcro abría de vez en cuando la trampilla y avivaba el fuego. Le preguntó al Alcalaíno si, como era de prever, lo acosaba la envidia. Electrizado por la pregunta, el fatuo dio un respingo y contestó:

—Yo con los envidiosos acostumbro a realizar tabla rasa. Paso de ellos. En Madrid son una plaga de lo más chungo, como le dije a Paco Umbral el otro día que nos juntamos en su casa pa trincar unos jereces. Si no te codeas con tíos legales estás amarrao.

Levanté yo entonces la mano en señal de pedir educadamente la palabra, que él no vaciló en concederme, y le pregunté si le gustaría ver publicada su novela.

—No tengo prisa —contestó—. Total, una novela te la saca cualquiera. Si en realidá los editores se muerden como tigres pa alzarse con los derechos del peor bodrio con tal que cuentes una historia en doscientas o trescientas páginas. Aquí igual no lo sabíais, pero en Madrid se ve esto a diario. Hace poco me andaban en el Gijón unos gachós merodeándome a preguntas, que ya me olí iban a por mi novela, y hasta Celso Emilio Ferreiro me hacía señas al otro lao de mesa pa que tuviese cuidao con aquellos tíos.

Se presentó poco después la ocasión propicia de hacerle una trastada, preludio de otras que dudo haya olvidado si todavía vive. Y fue que como el hablar sin descanso le secaba la boca, pidió de beber añadiendo le habría de dar mucho gusto si se lo servíamos con hielo. Genaro Zaldúa me tendió un vaso mugriento que cogió de una repisa, detrás de la máquina tostadora, y me ordenó salir en busca de agua para nuestro huésped. Como no supiese yo de dónde tomarla, se lo pregunté y él me lo indicó en lengua vasca, musitando:

—Kalean.

Al instante comprendí su intención embozada, que no era otra sino darle mate al memo. De buena gana me apresuré a cumplir el cometido. La calle abundaba en charcos turbios. Me tentó recoger goterones que caían del alero, en la seguridad de que el Alcalaíno, engañado por la transparencia del refresco, lo bebería sin sospecha. Pero luego, pensando que el agua clara del tejado menguaría la diablura, mudé de propósito y sumergí el vaso dentro de una rodera anegada de bahorrina. Me dije entre mí: no creo que la ingenuidad del sabidillo llegue al extremo de aceptar este café con leche; si lo prueba, ya puede ir preparándose para pasar una temporada en el hospital. Razonando conmigo mismo de esta suerte, volví a la trastienda. A mi llegada, Genaro Zaldúa se levantó del leño que le servía de banqueta, similar a otros varios que había amontonados en una concavidad de la pared, y tras guiñar un ojo a estilo de bellacos, declaró solemnemente que por su calidad de anfitrión incumbía a él y nadie más atender y agasajar en persona a sus invitados. Tomó después la vasija. Le vi examinarla con disimulo y vi que el examen le provocaba dos leves gestos consecutivos: de asombro el uno, de sonriente aprobación el otro. El Alcalaíno, entretanto, ya había manifestado su agradecimiento, aun sin haber recibido todavía el asqueroso refresco. Muy cuco, Genaro Zaldúa le dijo que no se preocupase por el color de la bebida, ya que ése era el ordinario en nuestra ciudad, especialmente los días de lluvia, por bajar el agua muy removida de los montes; pero que, turbia y todo, la bebiese sin cuidado, porque estaba hervida en la central depuradora, y que exceptuando media docena de amas de casa obsesionadas por la blancura de las sábanas, el resto de la población no tenía queja al respecto.

—Tío —respondió con muchos tufos el Alcalaíno—, pos si en esta ciudá nadie se queja del agua que trincáis a diario, yo menos, que con la sed que tengo me saldría a beber las pozas de la calle. Además yo no soy amigo de dengues, colegas, porque pa que sepáis yo hice la mili en el Tetuán 14 de Castellón, de fusilero, pringao a tope, y allá, pateando mogollón de secarrales parriba y pabajo, nos echábamos al coleto cualquier cosa y todas nos sabían bien. Y por si no os lo han contao, en Madrid tampoco corre champán por las cañerías, ni nos duchamos con güisqui, ni regamos los tiestos con ginebra. Conque salú y padentro, que lo que no mata, engorda, y si la has palmao ya pa qué te vas a comer el coco.

Dicho lo cual, llevó el vaso a la boca y de un trago lo apuró. Se extrajo luego algunos posos que se le habían pegado a los dientes y la lengua, y para sorpresa mía y, previsiblemente, también de mis compañeros, elogió la bebida, que no dudó en calificar de potable. El Pulcro no tuvo reparo en ofrecerle más agua, que el Alcalaíno rehusó, ignoro si porque le había dado en la nariz nuestra malicia o porque, como decía, de momento ya estaba saciado. A mí se me hace que el episodio corroboró cierto prejuicio del que por medias palabras que no supo refrenar vimos venía contagiado de su tierra; el cual consiste en creer que los vascos somos una raza no terminada de civilizar. Más le habría valido al pobrecillo morderse los labios.

Resuelto a proseguir la cháchara, me preguntó si deseaba yo un resumen de lo que había él hablado durante mi ausencia, de modo que no quedasen incompletos mis apuntes. Respondí que sería efectivamente una pena que tal cosa sucediese; pero que bien podía evitarse la repetición si yo llenaba más tarde aquel vacío con ayuda de las notas de mis compañeros. El Pulcro, por burlarse, me prometió las suyas, agregando que como la parte que a mí me faltaba le hubiese parecido de sumo interés, la tenía copiada al pie de la letra. Celebró el Alcalaíno nuestro acuerdo y, haciendo figuras, reanudó el insufrible vaniloquio:

—Pos como decía y pa acabar, yo pienso de que el teatro está chupao, colegas. Yo aunque me esté chungo el decirlo, porque yo paso de chulear, bueno pos yo me levanto si quiero un drama o una comedia a la semana, por mi madre. Esa es la verdá, pero es que luego es un lío del carajo la vela meterse a representar teatro. Los directores no hay ni uno decente, la mayoría te agarran el testo y te lo destruyen que parecen carniceros de la literatura. Y luego los actores, que te gritan los diálogos como tías dando a luz, y los escenarios, que casi ni uno vale pa mis rollos innovadores. Me dan ganas de pasar a tope del teatro, aunque el Paco Nieva y mucha gente en Madrid me piden que no lo deje y tal, pero qué esperáis, le digo a Paco, si es que estoy hasta el gorro de estrujarme la calamocha pa sacar a España de su retraso dramatúrgico. Se mata uno venga escribir y¿pa qué? ¿Pa que venga luego un pelao a echarme en cara en el periódico que dejo las obras sin acabar? Esto me ha pasao a mí, colegas. El problema de este país es que hay demasiao aficionao suelto, mientras los tíos serios como yo o vosotros quedan mu pocos.

Pasó después a describir sus obras que tildaba de científicas, las cuales, al igual que las precedentes, se dividían en tres géneros: las traducciones, los ensayos y la filosofía. Con respecto a las primeras, le preguntó el Pulcro qué criterios empleaba para incluirlas entre las científicas.

—Pos por el rigor, tío, y porque, joé, en algún sitio las tengo que meter, ¿no? Aquí, entre nosotros, os diré que casi no traduzco. Pagan una miseria y por otro lao no se me dan ni a tiros los idiomas.

Acababa de abordar el tema de sus ensayos, cuando entró Cacharrito en la trastienda. Tímidamente nos saludó y saludó al orador, que sin interrumpir la charla, repantigado tras la pila de costales, le correspondió con un ostentoso ademán. Genaro Zaldúa intimó una orden de silencio al recién llegado. Cacharrito, que no era persona inclinada a encubrir sus impresiones, se desconcertó, y entre perplejo y amedrentado, miraba con sus grandes ojos ora al Alcalaíno, ora al auditorio que tan disciplinadamente atendía a las lecciones del desconocido. Se sentó de media anqueta sobre la misma caja de madera que ocupaba el Pulcro. En tono medroso pidió disculpas por haber venido tarde, alegando que no le había sido posible aparcar el coche cerca de la tienda. Le sisearon para que guardase la debida compostura y calló. Percatándose de que sus compañeros tomaban apuntes, se figuró que el fantasmón debía de ser algún escritor o intelectual de talla. Extrajo entonces del bolsillo un cuaderno en que acostumbraba escribir versos y máximas que se le ocurrían durante sus paseos, e ignorante de la burla que los demás teníamos concertada, se puso a anotar con admirable diligencia cuanto oía.

—Yo, a nivel de produción ensayística, pertenezco a la escuela de Montaigne, que no sé si os suena, también a la del padre Feijoo y algo a la de Ortega, bueno a lo mejor a la de Ortega no mucho, pero si a la de todos los que yo llamo los curiosos del saber. Porque a mí lo que de verdá me tira, ¿sabéis lo que es?, pos salir por ahí a junar caretos, a escuchar paridas que sueltan fulano y mengano, en vede apalancarme en casa venga roer tochos como una polilla. Desengañaros, lo que priva es tener una prosa chachi. Me lo confirmaba el otro día Caro Baroja, vuestro paisano, un tío cojonudo como todos los vascos. Me la sudan los sabihondos que ponen la tienda de campaña en medio la biblioteca y, joé, luego no te saben escribir con claridá lo que han empollao. Yo, en el rollo de los ensayos, paso de leer pal final gomitar una papilla de erudición. Mi ciencia está en mí y en lo que veo, ¿vale? Tengo por lema calle y aire libre, y así, cuando me da por la cosa esplicativo-esaminante, agarro papel y boli y me piro al Retiro. Allí me siento debajo un árbol y, hala, a esperar que llegue el tema.

Asombro y duda se traslucían en el semblante de Cacharrito, que nos miraba a los ojos como esforzándose por leer en ellos nuestra opinión acerca de aquella jerigonza insustancial. Y comoquiera que viese a todos sus compañeros tomar notas con aplicación, creyó que la palabrería del vendehúmos era discurso enjundioso, y que él lo encontraba trivial porque no lo comprendía. Escondidamente me alcanzó un jirón de papel, en que podía leerse: «¿Te importaría prestarme más tarde tus apuntes para que yo los copie?». Genaro Zaldúa acababa de alzar la mano en demanda de la palabra. Concedida, preguntó al Alcalaíno qué clase de ensayos eran los que escribía, a lo que el otro, reventando de vanidad, le respondió:

—Yo, tíos, hago lo que mi prosa se sirve mandar, y como es voluble, voy y vengo igual que una moto loca por el campo del saber. En la actualidá son dos mis especialidades: los ensayos literarios y las monografías sobre los bichos y pájaros del Retiro, que me los tengo tan estudiaos que ya sólo les falta tutearme. Pos lo último que estoy haciendo es enrollarme de lo fino con una pareja de pájaros que han anidao en el hueco de un árbol, con tres huevitos de plástico que se los he puesto yo en plan naturalista pa ver cómo reacionan. Parecen gorriones, pero no son gorriones, así que no sé lo que son. Da igual. Cuando tengo tiempo cojo y les echo una junada con cuidao de no espantarlos. A veces voy de noche, porque quizá no lo sepáis, pero de noche es cuando la tira de animales salen a buscarse el papeo, mientras de día andan medio amuermaos y no sirven pa estudiarlos. Bueno pos de esos pajaritos llevo escritas quince páginas sobre su comportamiento. Últimamente estoy estancao en la investigación porque aún no sé cuál de los dos es el macho y cuál la perica. Al final me tendré que resignar a pedir ayuda a alguien de veterinaria, lo que por otro lao me jode, pues me gustaría mantener en secreto mi trabajo. Esto no hace falta que lo apuntéis. A nivel de insectos, tengo muy curradas a las hormigas y a las avispas, y en cuanto liquide el rollo de los pájaros veremos a ver si les entro a saco a unas ardillas que dicen ha mandao soltar el alcalde. Yo hasta ahora no he junao ni una. Me huelo que alguna banda de pobres andan poniendo cepos pa cazarlas y comerlas, y si es así me voy a levantar un artículo de denuncia que espero colocar en algún periódico a por lo menos cinco lechugas la página.

Mencionó a continuación una retahíla de estudios suyos sobre literatura, gran parte de los cuales decía tener editada en revistas y el resto a punto de ser publicado, y eran todos de tal suerte, por lo que pude corregir, que no había uno menos disparatado que otro. A cada instante estaba el Alcalaíno a dos dedos de elogiarse, vertiendo insinuaciones más o menos veladas acerca de sus logros y virtudes, jactancia la que se me hace le movía tanto la presunción como el convencimiento de que le escuchaba un tute de pardillos. Recuerdo los dos ensayos que merecían su predilección. El primero, una guía para entender el Ulises de Joyce, dilucidaba la trama de la famosa novela y muy particularmente sus pasajes más oscuros. Tenía aprensión de que sus aclaraciones menoscabasen el misterio y atractivo del Ulises, razón por la cual emperezaba una y otra vez entregar su libro a la editorial Gredos, cuyo responsable de publicación, dijo, no cesaba de darle la lata. El segundo estudio compilaba yerros lingüísticos de Cervantes, entresacados de dos o tres de sus Novelas ejemplares. Tantos y tan graves afirmaba haber descubierto en el curso de su investigación, que se le habían ido las ganas de repetir el experimento con el Quijote, obra que a su juicio no se podía limpiar de errores sino con ayuda de palas y excavadoras. Ello no mermaba, sin embargo, la veneración que decía profesar por su presunto antepasado. Y concluyó esta parte de su insufrible cuodlibeto, diciendo:

—Pal invierno que viene, como los pajaritos habrán hecho las maletas y se habrán pirao pal Sur, me he propuesto dedicarme a estudiar a Pío de Baroja. Se lo tengo comentao a Antonio Gala, que me imagino ya sabéis quién es. Pos le dije que pa mí no hay disputa que los vascos sois acojonantes en literatura y en todo. Una raza de quitarse el sombrero, sí señor.

Cacharrito alzó la mano al modo como había visto hacerlo antes a Genaro Zaldúa. Le fue concedía la palabra y, medrosamente, rectificó al conferenciante.

—Habrás querido decir Pío Baroja y no Pío de Baroja.

—Sí, bueno, claro —se excusó, verboso, el Alcalaíno—, no me hagas demasiao caso, colega, porque todavía no estoy metido a tope en el tema. Además tenemos en Malasaña un vendedor de lotería que se llama Carlos de Baroja y sin duda por eso me he equivocao.

Se soltó en trivialidades y subterfugios a cual más torpe, que lejos de borrar el desliz cometido, lo realzaron. Creyendo finalmente haber consumado su propósito, declaró terminada la exposición de sus obras ensayísticas y emprendió de seguida la de sus escritos filosóficos, que no por casualidad, afirmó, había reservado para el final, ya que debido a su importancia y complejidad consideraba conveniente abordarlos con la cabeza vacía de los demás asuntos.

—Si éstos no valen —faroleó— entoes yo no valgo nada.

Apenas hubo entrado en materia, hizo un alto con el objeto de preguntar si nos quedaba papel suficiente para nuestras notas, añadiendo que, de no ser así, él efectuaría muy gustoso una pausa en su disertación mientras alguno de nosotros lo fuese a buscar. El Pulcro le respondió que no hacía falta, porque como todos los presentes éramos sin excepción escritores de letra menuda, aún disponíamos de espacio sobrante en nuestras hojas, y a fin de que se convenciese le enseñó la suya el tiempo justo para que el Alcalaíno viera los renglones y no los alcanzase a leer. Preguntó éste a Cacharrito el motivo, si es que alguno había, de que hubiera dejado de escribir hacía un rato; a lo que mi compañero, corrido, contestó que porque yo le había dado promesa de prestarle mis apuntes para copiarlos. Me miraron y confirmé. Acordándose entonces el Alcalaíno de que a mí me faltaban algunas anotaciones correspondientes a sus obras de teatro, sugirió que el Pulcro, como las tenía completas, se las permitiese, por favor, copiar al colega de las gafas. El Pulcro consintió, si bien, de coña, se mostraba partidario de que por la noche u otro día el Alcalaíno repitiese ante nosotros dos la parte de conferencia referida a su teatro. Dijo éste que por él conforme y a continuación comenzó a exponernos su sistema filosófico.

—Pos mirad, mi filosofía arranca de que yo pienso de que la nada, como no es nada, no esiste, pos sólo esiste lo que es, o sea, el ser, y el ser, que es lo único que a mí filosóficamente hablando me interesa, lo tengo clasificao en tres categorías: una, el ser en posibilidá o no nacido; dos, el ser en realidá o nacido y dotao de esistencia, y tres, el ser en allendidá irreversible como la llamo yo, que dicho entre nosotros es el ser que la ha palmao, lo que no quita pa que aún conserve un si es no es de ser de varias maneras: manera astracta, en la mente de un dios, manera histórica, en el tarro de los que le recuerdan, y manera residual, como abono pal campo o como esqueleto en el cementerio. Llego entoes al primer corolario de mi teoría: el ser se trasmuta, sin dejar nunca de ser ser, o sea, que la muerte no esiste, luego no hay pa qué tanto preocuparse ni amargarse.

Cacharrito acababa de tenderme en secreto un pedazo de papel con una nueva pregunta: «¿Entiendes algo?».

—De ahí parte y se desarrolla todo mi estofao filosófico, que después de mil vueltas y revueltas que sería mu difícil esplicar aquí, concluye en la negación de la angustia. Con mis tesis optimistas me cargo a Kierkegaard y supero el esistencialismo, ¿captáis? Me apoyan gente seria como García Calvo y Ferrater Mora, que no sé si os suenan. Bueno pos yo aunque al Ferrater no le conozco más que de un rato que me lo presentaron en casa de Julián Marías, me tienen dicho que que ojeando un resumen de mi sistema afirmó que hoy por hoy soy el másimo repesentante del neoplatonismo ontológico en España, y esto no son palabras de un cualquiera, lo ha soltao en público don José Ferrater Mora, ahí es nada, colegas.

Menudeábamos nosotros solapadamente las muecas y sonrisas, salvo Cacharrito, que parecía fascinado por la cháchara del filosofillo. Así las cosas, entró de pronto en la trastienda Josu Ruiz, quien, tras permanecer unos instantes a la escucha, saludó y dijo en tono de guasa:

—Vaya, vaya, parece que el olor de los cacahuetes anda inspirando por aquí a los intelectos.

A su espalda se oyó una voz lenta y susurrante que enseguida reconocí. Josu Ruiz apremió por medio de señas a Genaro Zaldúa para que saliese. Este se levantó al momento y pasó a la tienda, seguido por el Pulcro, aunque nadie lo había llamado. Cerca de veinte minutos permanecimos Cacharrito y yo a merced del pelma; el cual, visto que se le había reducido el auditorio a la mitad, resolvió no seguir con su discurso filosófico hasta tanto hubieran regresado los ausentes. En el ínterin reanudaría el tema de su teatro, o al menos la parte de él que faltaba en mis apuntes, pues se le figuraba que eso era lo mínimo que debía hacerse por un amigo. Yo, del modo menos áspero que pude, le respondí que juzgaba más conveniente destinar el poco espacio aprovechable de papel que me quedaba para anotar los puntos básicos de su filosofía. Parece que estaba el Alcalaíno a pique de doblegarse a mis razones y que tendríamos paz y silencio durante un rato. Quiso, no obstante, mi mala suerte que Cacharrito, armado de importuna generosidad, acudiese en mi ayuda ofreciéndome una hoja de su cuaderno. Me volví a mirarlo con gesto torcido y la esperanza de que, advirtiendo en mi semblante el escasísimo alborozo que su favor me producía, desistiese del propósito; pero Cacharrito, de quien era fama que en achaque de interpretar facciones no pasaba de las primeras letras, ignoró lo que trataban de decirle las mías y con mucha solicitud me tendió el cuaderno para que me sirviera de él según mi antojo. El Alcalaíno nos contemplaba con satisfacción y petulancia que me enojó. A partir de ese momento, la antipatía que el sujeto me inspiraba desde que Genaro Zaldúa nos lo había presentado, se transformó en odio visceral. Firme en mi obstinación, le recordé que tenía previsto tomar prestados los apuntes de uno de mis compañeros, por lo que resultaba de todo punto innecesaria la repetición de cualquier parte de la conferencia.

—Vale, tío, pero piensa que si escribirías ahora lo que no tienes, podrías entoes dejarle hoy mismo a este colega que no sé cómo se llama…

Tímidamente Cacharrito pronunció su mote.

—Pos podrías dejarle después al colega Cacharrito tus anotaciones, sin necesidá de hacerle esperar hasta que el chavalillo que me lo ha copiao todo de pe a pa te haya pasao a ti sus papeles.

Y, tomándome por zopenco, concluyó de modo que, a ser yo de otra condición, le habría saltado tres o cuatro dientes con el puño:

—Joé, colega, si no tiene vuelta de hoja.

Deseoso de ofenderlo, declaré que yo no les profesaba afición a las obras teatrales, ni a las suyas ni a las de nadie, por considerarlas un género trasnochado, infinitamente inferior al cine. Menos por razonar este fingido parecer que por ganar tiempo en espera de que los compañeros que conversaban tras la colgadura del vano se decidieran a volver, afirmé no acordarme de una sola ocasión en que no hubiese salido desengañado del teatro. Añadí, roído de inquina, que como el tema no me interesaba en absoluto, apenas había pasado de anotar una o dos cosillas al respecto. A Cacharrito le aprovecharía más, en consecuencia, servirse de los apuntes de nuestro amigo el Pulcro, que serían incomparablemente mejores que los míos. Le dije asimismo que no juzgaba oportuno desconcentrarme de sus disquisiciones filosóficas, para volver a ellas más tarde, pues, lo mismo que el suyo, no era mi cerebro un maletín donde se pudiese recalcar la ciencia por toneladas. Se picó:

—Pos haber hablao claro desde el principio, tío, y acabáramos, en vede tenerme aquí como a un papagayo, raja que raja pa nada.

Permanecimos en silencio por espacio de uno o dos minutos, mirando cada cual en una dirección distinta. La colgadura siquiñosa filtraba las voces de los que departían en la tienda. Vanamente me esforcé por entender alguna palabra. Mis oídos captaban sólo murmullos incomprensibles, aunque suficientes para percibir que la conversación, salpicada de risas, discurría por sendas apacibles. El Alcalaíno carraspeó de pronto y dijo:

—Este…, colegas, ¿tendríais la amabilidá de dejarme un par de pavos pa un condumio? Por mi madre que no llego vertical a retreta si no papeo antes un bocata. El camarada Zaldúa es un tío legal y yo ya sé por esperiencia que pa dirigir un grupo hay que montárselo en plan férreo y tal. Pero joé, como anfitrión vuestro jefe no se enrolla ni huevos. Ni me autoriza pa fumar porque dice que la mercancía coge olor chungo, ni me saca una gota de priva, ni me ha dao en tol día más manduca que los jodidos cascagüeses, y aun esos de los que no puede vender porque se le han torrao.

Con designio patente de movernos a caridad, nos refirió después en su idioma jergal que desde su llegada a la tienda, por la mañana, no había vuelto a pisar la calle. Aparte los cacahuetes, no había comido nada desde la víspera, tampoco para desayuno, ya que con las prisas del viaje se le había olvidado adquirir provisión. Pues de beber no había tomado sino nuestro vaso de agua callejera y un cafelito a que lo visto le convidó de madrugada, en un bar de la provincia de Burgos, el conductor que lo había recogido por el trayecto en su camión cargado de ovejas. Conocida la avaricia de Genaro Zaldúa, tuve la certidumbre de que por primera vez en lo que iba de tarde el Alcalaíno no exageraba ni mentía. También por primera vez me complacieron sus palabras. Se conoce que el gorrón estaba a la cuarta pregunta. La tarde anterior se había puesto a hacer dedo en el arcén de la carretera nacional 1, a la salida de Madrid, sin más equipaje que un fardel de estameña que ahora reposaba sobre un saco de carbón, cerrada su abertura por medio de un cordelete corredizo. Tenía cabida justa para un par de zapatos y poco más. Acabada la crónica de sus peripecias viajeras y de las ulteriores penalidades debidas a la hospitalidad espartana de Genaro Zaldúa, con quejumbrosas alharacas volvió a pedirnos a mi amigo y a mí algún dinerillo que le ayudase a remediar sus apuros en alguna taberna de los alrededores. Cacharrito se apiadó del pedigüeño y, por salvarle la vida, comenzó a buscar socorro por todos los bolsillos, sin hallarlo en ninguno.

—¡Uy! —exclamó con mueca de sorpresa—, he debido de olvidar el monedero en el coche.

—Pues ve por él —me apresuré a decirle, temeroso del aprieto en que su descuido me ponía.

—Pero si lo tengo aparcado en Amara Viejo.

Y en recorrer el trayecto entre Corsarios Vascos y Amara Viejo, aun calculando por lo bajo, se tarda por lo menos quince minutos, tiempo que al paso de Cacharrito, con las obligadas detenciones para contener la disnea, bien podía alargarse a media hora, y eso sin contar lo que durase la vuelta. Sólo de mí, por tanto, podía el Alcalaíno recibir limosna y sólo de mí la recibió, pues me faltaron valor y palabras para negársela. Con deliberada lentitud, porque aún abrigaba la esperanza de que el regreso de los otros me eximiese del sacrificio pecuniario, tenté mis bolsillos salvo el en que guardaba la cartera; pero al fin no hubo más sino allanarse a sacarla, que fue como si me arrancase en vivo una costilla. Tomé por descontado el billete de menor valor, que mi desgracia quiso fuera de quinientas, y jurando entre mí que de algún modo me lo había de cobrar, lo deposité en las ávidas manos del aborrecido. El Alcalaíno alabó, en son de agradecimiento, la generosidad proverbial de los vascos. Por rabia no quise entablar con él coloquio, ni siquiera para inquirir, como me apetecía, de dónde sacaba que Genaro Zaldúa fuese el jefe de La Placa; aunque poco me costaba imaginar las maravillas que éste habría estado difundiendo de sí mismo por Madrid.

Mis compañeros regresaron pocos minutos después. Con ellos entró Rosa Benítez, a quien Genaro Zaldúa ofreció muy cortésmente su leño para que se sentase. La chica examinó un instante el tosco y bajo escabel. Parece que no le satisfizo, por lo que prefirió acomodarse sobre la caja de madera próxima al fogón. Nos saludó a Cacharrito y a mí con aquella sequedad suya habitual, que, de no conocerla, hubiéramos creído la causaba el disgusto de vernos. Erguido a mi costado Josu Ruiz me miraba como apremiándome para que le cediera el sitio. A fin de que ninguno de los presentes me reputara de servil, dije que me dolía la espalda de tanto estar sentado. Con ese achaque me levanté y fui a colocarme detrás de todos, junto al vano cubierto por la colgadura. En esto comunicó Genaro Zaldúa a los recién llegados su propósito de presentarles al Alcalaíno, y lo hizo con tan bien aderezada ironía que el aludido, cegado por los elogios, no barruntó que le burlaban. Tras breve intercambio de saludos, le fue solicitado a éste que reanudase su charla en el mismo punto en que la había interrumpido obra de veinte minutos atrás. Respondió el ilustre majadero que por deferencia a los colegas nuevos se le figuraba más razonable exponer su sistema filosófico desde el comienzo, ya que por estar las sucesivas partes ensambladas conforme a una lógica estricta, no se podían comprender sino abarcándolas en su totalidad, lo cual explicó él a su manera y en su argot. Josu Ruiz, que ya tenía noticia de la condición y méritos del patán, alabó su juicioso designio. Acto seguido declinó la invitación a tomar apuntes, alegando que, como había dedicado innumerables horas de su vida al estudio de la filosofía, era capaz de retener grandes cantidades de información sin necesidad de anotaciones.

—Y que no te sepa mal —añadió en tono de risueña amenaza, avisado de que podía permitirse familiaridades con el huésped— si de vez en cuando interrumpo el decurso de tus ideas y me doy a rebatirlas con exaltación vehemente, pero bien intencionada. Porque yo, como paisano de Unamuno, en cuya misma tierra tuve la suerte o la desgracia de nacer, soy de los que, en cuanto disienten de una opinión, montan en cólera y no se saben estar quietos ni callados.

—¿Pos yo me iba a mear en los pantalones por eso, coleguilla? Pos precisamente eso es lo que me mola. No hay público más chungo pa un pensador que el mogollón amuermao de corderos. Conque por mí puedes sublevarte como te salga de los sobacos, ¿vale?

Hecho el acuerdo, comenzó el Alcalaíno muy ufano a encadenar despropósitos y perogrulladas, diciendo que así como el no ser, al no ser, no es, el ser, al ser, no puede no ser; de ahí que todos nosotros, en cuanto que somos, estamos predestinados a ser por siempre, sea en la forma que sea, ayer como materia dispersa, hoy como hombres, mañana como fósiles. Enfrascado en filosoferías, no se percataba poco ni mucho de que los más estábamos pendientes de la previsible reacción airada de Josu Ruiz; el cual, pasado un breve rato, no se pudo contener y replicó:

—Se me hace a mí que para superar el existencialismo, como pretendes, andarías menos desatinado si recurrieras a unos cuantos refranes populares, en lugar de invocar esas tres o cuatro trivialidades pseudometafísicas que supongo has aprendido en algún libro de la escuela. No te enfade mi estilo de refutar, pues ya te he dicho que en tratando de filosofía no admito compadrazgos, y además no dudo que si estás convencido de tus opiniones, las sabrás defender. A tu edad no deberías ignorar que basta invertir a la manera de Sartre el binomio existencia-esencia, colocando aquélla en el sitio preeminente que le corresponde, para que de un plumazo se quede sin sentido tu teoría del ser ligada a la suposición arcaica de que el universal, encarnado en la esencia como forma sustancial abarcable por el concepto, constituye el centro configurador de las cosas. Recuerda: L’homme n’est rien d’autre que ce qu’il se fait. Tú que pronuncias con tanta delectación el vocablo ser, dime, ¿qué es el ser?

Sonreía el Alcalaíno con mueca de tahúr sagaz, que, conocidos los naipes del adversario, sabe segura la victoria.

—Joé —respondió—, pos está más claro que el agua. Echa una jipada en torno tuyo. Ahí tienes al ser vivito y coleando. Y si no, ¿qué somos tú, yo, el colega Zaldúa, la gente? Y luego sí, luego después vienen las circunstancias que decía Ortega, mi precursor.

Josu Ruiz se sulfuró.

—Yo no soy el ser —dijo, sin hacer caso de los tirones de manga con que Rosa Benítez trataba de calmarlo—, ni el frasquito que encierra un alma ni nada que no esté de la primera a la última célula empapado de realidad material, la única que reconozco.

—Bueno, tío, tú crees en tu rollo y yo creo en el mío.

No tenía Josu Ruiz paciencia ni carácter para aguantar monsergas. Su controversia con el Alcalaíno, iniciada con propósito de burla, adquirió enseguida por su parte cariz de berrinche. Su agitación, sus cabeceos, sus respingos en el asiento auguraban un final tormentoso de la disputa. Yo me complacía previendo un altercado, y también el Pulcro, según delataba su sonrisa maliciosa, iluminada por el resplandor de las llamas cada vez que se agachaba a introducir papeles de periódico en el fogón. De pie a mi lado, Genaro Zaldúa menudeaba los bostezos, se hurgaba las narices y de vez en cuando arrojaba una pelotilla de moco a la espalda de Josu Ruiz o a la de Cacharrito, que atendía boquiabierto a la polémica. A punto de enzarzarse a insultos los dos contendientes, Rosa Benítez truncó la riña ordenando de manera imperiosa a su novio que se callase. Este cesó al instante de hablar y durante unos segundos reinó un silencio compacto en la trastienda. Genaro Zaldúa miraba al Pulcro y me miraba a mí con ojos asombrados, como en demanda de una explicación. Sabía por nosotros del ascendiente que una chica de La Paz ejercía últimamente sobre nuestro compañero. Al influjo y poder de ella achacamos los cambios introducidos en lo que el Pulcro, con sorna, denominaba la «orografía del apartamento», así como el viaje secreto de ambos a La Póveda y la disparatada distribución de libros por los arrabales. Genaro Zaldúa tenía puntual noticia de todo ello; pero se negaba en redondo a creer que Josu Ruiz se hubiera rebajado a dejarse gobernar de aquella forma impropia de quien más era para ser temido que arrastrado como una marioneta. Le enfadó nuestro relato, que no dudó en tildar de infundio de cotillas. Involuntariamente nos descubrió la gran admiración que profesaba por Josu Ruiz, una admiración no exenta de rivalidad ni, acaso, de envidia. Resuelto a zaherirnos, estableció un símil desigual entre nosotros dos («monigotes incapaces de espantar a un pájaro») y el amigo de quien guardaba una imagen punto menos que modélica, hecha de fortaleza de carácter, de independencia intelectual y de dominio sobre sus semejantes. Ahora, ante sus ojos y en su tienda, esa imagen secretamente venerada acababa de derrumbarse igual que una torre de naipes. Me fijé en que a partir de ese momento todas las pelotillas de moco iban a parar a la espalda de Josu Ruiz.

Tomó el Alcalaíno la palabra para pedir disculpas por lo que calificó de desviación del tema ajena a su voluntad. Al punto reanudó la conferencia como si nada hubiera sucedido, mostrando en el garbo y desenvoltura con que se puso a enjaretarnos premisas, silogismos y corolarios que no se le había despeinado un pelo de la perilla durante la somanta dialéctica que acababa de recibir. Y aun se me hace a mí que no se enteró de ella y que lo persuadió de hallarse él en posesión de la verdad el haber mandado una persona del público callar a su oponente. Yo no quise seguir sufriendo su palabrería. Al oído le declaré a Genaro Zaldúa mi propósito de llegarme a un bar por cigarrillos. Con ese achaque salí a la calle, donde ya había empezado a oscurecer. Apenas hube caminado unos pocos pasos por los tablones extendidos sobre la tierra, paralelos a la zanja, me acarició en el olfato una ráfaga de perfume. Izaskun Ayestarán se acercaba en ese momento a la tienda, avanzando con zancadas de cigüeña por entre los charcos.

—Anda, Flakúas —dijo—, ven y llévame en brazos, que me estoy poniendo perdida en este asqueroso barrizal.

Con su cara maquillada, sus mitones, sus zapatos de tacón, la falda guarnecida de un ridículo faldellín y los tarsos embutidos en medias negras de malla, Izaskun Ayestarán parecía una bailarina de cabaret que andorrease sola por una ciudad bombardeada. Hacía pocos días que habíamos dormido juntos y, la verdad, hubiera esperado un beso algo más ardiente que aquel rápido picotazo en el carrillo. Por las confidencias leídas en su diario sabía yo las verdaderas razones que la empujaron a hacerme un hueco entre sus sábanas. Así y todo, me había pasado la semana razonando conmigo mismo si debía o no enamorarme de ella, a quien en la excitación de los sueños nocturnos confundía a veces con la almohada y para qué voy a contar. Alcé a la chica en brazos y por un instante me tentó la idea de arrojarla al fondo de la zanja. Estropearé su ropa, su peinado y su perfume, me dije, y puede que se le rompan unos cuantos huesos, pero también es verdad que con ella habrá caído a la inmundicia la indiferencia que me profesa. En esto me preguntó si el Cojo y la Mulata se hallaban en la tienda. No bien le hube respondido, me pidió la sacase sin demora de aquella calle, porque quería regresar a no sé qué fiesta que había abandonado con el objeto de prestar la llave de su piso al poeta de Madrid.

—Yo pensaba —ironizó— que la fetidez que hay por esta zona salía de los charcos, pero ahora me doy cuenta de que se debe a otra causa.

Accedí a acompañarla hasta la avenida de Sancho el Sabio, donde detuvo un taxi. Por el trayecto le hablé largo y tendido del palizas a quien ella había estado a punto de alojar en su casa. Yo lo retraté con tan descarnados pormenores que Izaskun no pudo por menos de exhalar suspiros de alivio considerando lo cerca que había estado de cometer una imprudencia lamentable.

—Y ahora ¿quién crees que cargará con el pollo? —preguntó.

Le respondí que como Cacharrito también se encontraba en la tienda, cabía suponer que el problema ya estaba resuelto. Llegamos después a Sancho el Sabio. Comenzó a chispear. Desde primera hora de la mañana había estado lloviendo a intervalos. La luz de escaparates y faroles se entristecía sobre las aceras mojadas. Por las puertas del cine Astoria, al otro lado de la calle, salía una masa lenta de personas. Izaskun Ayestarán paró un taxi al borde del paso de peatones, abrió la puerta y volvió hacia mí su rostro sonriente, pensé que para despedirse.

—Por cierto —dijo—, ¿qué tal le sienta el luto al Cojo?

Encogiéndome de hombros, le hice ver que no comprendía la pregunta.

—¿Cómo? ¿Aún no os ha contado que ayer murió su madre?