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A finales de octubre recibimos la visita del Alcalaíno, el hombre más fatuo, la criatura más cautiva que soportó jamás el suelo de nuestro planeta. Se llamaba Raúl Albadalejo y de octavo o noveno apellido Saavedra, lo que tenía en muy alta estima, lo mismo que otras circunstancias concernientes a su origen, entre las cuales no era la menor causa de su infinita presunción haber venido al mundo en Alcalá de Henares, pues se le hacía que no en Valladolid ni en Salamanca ni en ninguna otra región del orbe hispánico se hablaba con tanta propiedad, corrección y elegancia el castellano como en el pueblo de Cervantes. Él lo afirmaba a su modo entre jerigonza y culturilla que se le había pegado en las tabernas y cafés de Malasaña, donde pasaba lo más del tiempo de su ociosa vida abusando de la generosidad y paciencia del prójimo.

—Os juro, tíos —decía—, que a nivel de estado español es en Alcalá donde se habla el castellano más bonito. Allá es que te flipas oyendo rajar a un barrendero por la calle. Te metes en un bar o en una carbonería y es la releche, inclusive el más lerdo del lugar te domina el idioma que se las pela.

Genaro Zaldúa aseguraba haberlo visto una sola vez en Madrid, con motivo de una tertulia de jóvenes intelectuales a la que acudió de la mano de unos muchachos con quienes había trabado amistad un día antes. A socapa le advirtieron se cuidase de aquel pelma con el que, según decía, apenas llegó a intercambiar tres o cuatro palabras de circunstancias. Como no le pareciese el tipo mejor ni peor que otros que por allá verbeneaban a la busca de gloria literaria, no tuvo inconveniente en darle las señas de su casa ni sospechó las molestias que ello le acarrearía, deseoso como estaba de cartearse con el mayor número posible de personas y engrosar así su particular lista de conocidos, anfitriones y valedores afincados en la capital.

Genaro Zaldúa regresó a San Sebastián un miércoles por la mañana, en vísperas de comicios. Saliendo de la Estación del Norte me divisó y llamó. Yo enfilaba en ese instante el camino de la facultad, a orillas del Urumea, y aunque a mi lado los transeúntes volvían el rostro en la dirección de sus gritos, yo hice como que no los oía y apreté el paso, temeroso de que mi compañero trajese propósito de sotanearme por no haber viajado con él a Madrid el sábado anterior. Al fin un pescador de caña sentado sobre el pretil tuvo la importuna deferencia de avisarme que alguien me estaba llamando por detrás. La ostensible indicación de su dedo me obligó a parar. Genaro Zaldúa se llegó a mí sonriente, la camisa por fuera del pantalón, los zapatos sin atar, los ojos pitañosos y el pelambre aplastado por la parte de la cabeza que probablemente había permanecido apoyada contra el respaldo del asiento mientras él dormía. A pesar del desaliño, de la fatiga evidente, de no haberse desayunado sino con un pedazo duro de pan, según dijo, y del estorbo del equipaje, abrigaba la intención de asistir a clase esa misma mañana. Se conoce que quería recuperar sin demora los capítulos tratados durante su ausencia por los profesores de las diversas disciplinas. Le llevé la maleta hasta la cantina de la universidad, donde se la guardaron. El camarero, buen amigo suyo al parecer, se ofreció a prepararle un bocadillo, aunque aún faltaban dos horas para servir almuerzos a los estudiantes. Genaro Zaldúa rehusó, sospecho que por tacañería. Le conté entretanto cómo el sábado anterior a Izaskun Ayestarán y a mí se nos había escapado el tren mientras esperábamos en la cola de los billetes. Él soltó el trapo a reír y me refirió con talante jovial que hasta muy entrada la noche anduvo buscándonos como loco por los compartimientos. Preguntó si el grupo había emprendido últimamente alguna actividad. Mencioné, sin extenderme en detalles, el reparto de libros por los barrios obreros.

—No se os puede dejar solos —dijo, al par que meneaba la cabeza en señal de disgusto.

Sucintamente le declaré quién era Rosa Benítez. El tema no despertó en él el menor interés, lo que me facilitó la omisión de epítetos y comentarios que pudieran comprometerme. Ante la puerta de la cantina me despidió y lo despedí; cada cual se encaminó a su aula y no volvimos a vernos hasta pasados dos días, cuando recibió la inesperada visita del Alcalaíno y convocó por teléfono una reunión de urgencia en su comercio de golosinas. De vuelta al cuarto se lo dije al Pulcro:

—Un madrileño se ha presentado de improviso en su casa. Genaro piensa que como es poeta tal vez nos agradaría conocerlo.

—¿Y por qué tanta prisa?

—Ha insinuado que él no puede darle alojamiento.

O sea, que se lo quiere sacar de encima cuanto antes.

—Eso parece.

—Pues venga, no perdamos más tiempo, que este asunto me huele a jolgorio.

Tomamos un autobús urbano que nos dejó en la plazoleta del Buen Pastor, y en la calle donde vivía Izaskun Ayestarán subimos a otro con destino al barrio de Amara. Como de costumbre, yo costeé los pasajes. El Pulcro me pidió sus billetes, que por la noche presentaría a su familia con el fin de que se le restituyese el dinero que no había gastado. Por el trayecto lamentó una vez más tener que vivir de tejemanejes, de sisas y de gorrear a los amigos. Me reveló después un secreto, y era que por las mañanas, a la hora del recreo, solía marcharse solo de la cochiquera y a toda pastilla se llegaba hasta la tienda de Genaro Zaldúa, donde hurtaba golosinas a su antojo, sin que la madre de aquél, cegatona y a menudo traspuesta, advirtiese siquiera su presencia. De regreso al instituto, cambiaba el botín por cigarrillos o lo vendía a bajo precio entre los colegiales, obteniendo así pequeñas ganancias que le ayudaban a financiar una parte de sus gastos.

—A veces voy allí a robar por gusto de desquitarme de los desprecios que me hace Genaro. ¿Recuerdas que el sábado pasado me obligó a llevarle la maleta hasta el tren? Pasé el fin de semana mirando el reloj en espera de que llegase el lunes y la vieja abriera la tienda. Fui y me pegué una mangada bestial, y no contento con ello, agarré al gato por el pescuezo y lo tiré a una zanja de la calle.

—¿Por qué me cuentas todo esto? —le pregunté—. ¿Y si yo fuera un delator?

Sonriente, demoró varios segundos la respuesta, mientras se complacía en sostenerme la mirada.

—Pues te lo cuento —dijo— por la sencilla razón de que una mañana, hace ya un tiempo, te vi salir de la tienda.