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Lo trajeron de La Póveda más o menos restablecido y otro día, por la mañana, se desplazaron los tres en automóvil a la villa industrial de Hernani. A la entrada de un taller de fundición pusieron a Cacharrito al cargo de una mesa con libros; ellos instalaron una segunda junto a la puerta de una fábrica cercana. Les fue mal. Durante varias horas hubieron de soportar la lluvia, que, con no darles tregua, no los ofendió tanto como las burlas de los escasos trabajadores a quienes consiguieron infundir curiosidad. Recogidos los tenderetes, cargaron en el automóvil los libros que sólo parcialmente habían logrado preservar del agua mediante bolsas de plástico y chapas de cartón. No los descorazonó el fracaso, simplemente juzgaron errada la estrategia al no haber previsto las prisas de los obreros por huir de la lluvia y procurarse cuanto antes en sus casas el necesario reposo y alimento tras la fatigosa jornada laboral. Dictaminaron de consuno que si la clase obrera no iba hacia la cultura, la cultura debía ir hacia la clase obrera. Obedeciendo a esa divisa, idearon su siguiente plan; precisaban refuerzos y fui llamado. Por teléfono apeló Josu Ruiz a nuestra amistad y me recordó una reciente promesa mía de colaboración. Accedí de grado, antes que nada porque me sedujo la perspectiva de convertirme en testigo de una aventura previsiblemente irrisoria.

En el apartamento hallé a los tres seleccionando los libros que se requerían para llevar a cabo su intención. Desechaban unos y los restituían a los anaqueles por ociosos, por frívolos, por elitistas; otros, útiles a su filantropía, los entregaban a Cacharrito, que era quien cuidaba de que no quedasen sellos, fotografías, papeles con anotaciones u otras cosas parecidas entre las páginas. Efectuada la revisión, les quitaba el polvo y los metía en unas cajas de cartón extendidas sobre la cama. Llegué a tiempo de oír los vituperios de Rosa Benítez contra los cómics. Estos entrañaban a su parecer una finalidad embrutecedora, fomentada por las altas instancias del poder político a fin mantener ocupadas las mentes del pueblo con fútiles fantasías, apartándolas de este modo de los verdaderos problemas de la sociedad e infantilizándolas, por lo que convenía excluirlos en bloque y así se hizo. Similares razonamientos esgrimió Josu Ruiz para descartar un gran número de novelas, así como todas las obras filosóficas anteriores a Marx. Los libros alemanes ni siquiera los tocaron. A las cajas fueron a parar diccionarios, gramáticas, tratados (de biología, de divulgación médica, de historia, de geografía, de plantas medicinales), vidas de compositores y científicos, algo de teatro y bastante poesía, y aunque no fue poco lo condenado a salvarse, la merma en los anaqueles era tal que daba grima.

Como de costumbre cada vez que visitaba el apartamento, a Cacharrito empezó a perturbársele la respiración, decían que por causa de los pelos del canguro o del polvo volátil o del heno o del serrín. Nadie lo sabía con certeza. Conté que en una revista entomológica había leído recientemente un informe sobre unos llamados ácaros de los colchones, los cuales se nutren de partículas de polvo y piel humana y cuyos excrementos en suspensión provocan en muchas personas reacciones alérgicas, a menudo de tipo asmático. Juzgaron mis compañeros que pretendía enjaretarles una patraña surrealista y no me quisieron creer. Apenado y a la vez inquieto por los estertores que cortaban y endurecían el aire de la pieza, me ofrecí a relevar a Cacharrito de su cometido. Él se negó de plano. Le parecía incorrecto estar ocioso, mirando trabajar a los demás. Sentí lástima de verlo fanatizado como los otros y opté por no insistir. A pesar de su sofoco, Cacharrito continuó desempolvando libros y metiéndolos en las cajas. Sus dificultades respiratorias aumentaban por momentos. Al fin Rosa Benítez le compelió a salir de la vivienda. Como lloviese, le entregó las llaves del automóvil para que nos esperara resguardado. Se marchó pesaroso de tener que irse y de que no le permitieran llevar consigo alguna de las cajas. Atamos éstas con cordeles una vez concluida la selección de libros, y entre Josu Ruiz y yo las fuimos transportando hasta el coche, donde Rosa Benítez se había quedado a hacer compañía a Cacharrito, que ya respiraba con bastante normalidad. Las cajas, cuatro en total, eran tan pesadas que a duras penas lográbamos sostenerlas entre los dos. De vuelta al apartamento para cargar con la última, resolvimos tomarnos un descanso, que buena falta hacía.

—¿Bebemos o fumamos? —me preguntó Josu Ruiz—. Tiempo para ambas cosas no nos queda. Rosa lo notaría.

Elegí la adolescencia, el cigarrillo a escondidas. Acodados en el antepecho de la ventana pusimos por obra la fechoría. Temeroso Josu Ruiz de que a la sobretarde su novia advirtiera el olor a tabaco, me instó a expeler el humo con fuerza hacia la calle, a escupirlo por así decir. A modo de ejemplo me mostró la forma más eficaz de conseguirlo, la cual consistía básicamente en ponerse en grandísimo peligro de caer al patio. La lluvia mojaba nuestros cogotes y a él, además la espalda, pues acostumbrado a semejantes temeridades, no le importaba dejar tres cuartos del torso suspendidos sobre el vacío. Una y otra vez miraba, nervioso, su reloj. Ello le obligaba a levantar el brazo y agarrarse con una sola mano al antepecho. Apenas consumido medio cigarrillo, lo arrojó contra la pared frontera; yo le imité y salimos.

Cargadas las cajas en el automóvil y listos para partir, sucedió que no se ponían de acuerdo sobre la zona de la ciudad donde fuesen más a propósito sus designios benefactores. Barajaban no menos de cuatro arrabales; pero ninguno terminaba de infundirles plena confianza, recelosos de entregar los libros a quienes tal vez podrían pagarlos de su propio peculio. Determinaron consultarme y yo, considerando entre mí el riesgo e inconveniente de mostrar nuestra locura donde alguien me reconociese, propuse que nos dirigiéramos al barrio de Alza, que era, de todos los que ellos habían mencionado, el más distante del mío. Justifiqué mi elección diciendo que en aquella parte moraban muchos pobres.

—Nuestra misión —repuso Rosa Benítez con sequedad— no consiste en dar chocolate a los hambrientos, sino en contribuir a la concienciación de la clase trabajadora. Pero, en fin, yo creo que no te falta razón y que es preferible ir a donde dices a quedarnos aquí indecisos hasta que anochezca.

Dio a continuación la orden de marcha y partimos. Serían las cuatro de la tarde cuando llegamos al barrio de Alza. La lluvia había remitido; pero por la cumbre del monte Jaizquíbel, hacia el norte, se anunciaba nueva y amenazadora cerrazón. Josu Ruiz estacionó el coche en una cuesta, detrás de un roñoso contenedor repleto de escombros. Antes de apearnos extrajo Rosa Benítez de la guantera tres gorras azules de pana, cada una con su estrella roja de cinco puntas cosida a la visera. Las repartió y se las pusieron, y como oyeran que Cacharrito quería cederme la suya, se lo vedaron de firme, alegando que para la próxima ocasión ya me agenciarían una. No logré yo desentrañar sentido de aquellas gorras ni supe nunca la razón de conceder tan importancia a llevarlas caladas durante sus acciones.

A través de un sendero embarrado transportamos Josu Ruiz y yo las cajas hasta una marquesina situada frente a un grupo de edificios. Allí, conforme al plan previsto, cada cual tomó en sus brazos tantos ejemplares como sus fuerzas le permitían. Comenzamos luego a distribuirlos por los buzones de la vecindad y en un periquete dejamos cuatro portales atestados de cultura. Repartida la primera remesa, volvimos en busca de la siguiente. Les comenté a mis compañeros que algunos libros, a causa de su grosor, no cabían por la ranura de los buzones. Rosa Benítez dispuso que los depositáramos ante las puertas de los entresuelos y pisos más bajos, y así hicimos todos en adelante salvo Cacharrito, quien, malinterpretando la orden, se dio a sufrir escaleras hasta los áticos y desvanes y así le fue. Lo encontramos en la marquesina de la parada del autobús, agobiado por la disnea. Convinimos en eximirlo del trabajo. Él, testarudo como era, no lo quiso consentir; antes bien, sin fuerzas ni aliento trató de levantar un grueso tomo de filosofía, pero se le cayó. Sólo entonces, con gran pesar, se dio a partido; aunque puso como condición para retirarse al coche que le permitieran cederme a mí su gorra. Pareció bien a todos y de esta suerte hube de calarme contra mi gusto aquella funda grotesca.

Discurrido un tiempo, nos avistaron dos chavalillos de pinta desastrada y no más de once o doce años, los cuales compartían muy a su sabor una colilla subidos al remolque de una camioneta destartalada. A voces nos preguntaron si éramos terroristas. Se me hace a mí que no carecía de fundamento su sospecha, que con aquellas gorras y el trajín de las cajas y los libros no debíamos de parecer cosa buena. Pidieron tabaco y droga y al fin, con mucha guasa, hicieron batería que les prestáramos la muchacha. Comenzó Josu Ruiz a increparlos y les mostraba el puño. Rosa Benítez se lo afeó:

—¿No ves que son víctimas del medio social en que viven?

Diciendo esto, extrajo al azar dos ejemplares de una de las cajas y subió con paso decidido a llevarlos a los pilluelos, que la recibieron visiblemente intimidados. Tomó cada uno su obsequio y sin hojearlo atendían a las prédicas de su solícita bienhechora. La distancia nos impedía escucharla. Yo sólo sé lo que vi, y fue que no bien hubo consumado Rosa Benítez su buena acción y emprendido el camino de vuelta, los dos chavales le arrojaron sin más ni más los libros, uno de los cuales le atinó de lleno en el cogote. Echó entonces Josu Ruiz a cojear velozmente por la cuesta arriba, maldiciendo a los dos tunantes; corrí yo tras él, no sé con qué objetivo, y en esto observamos que nuestros perseguidos se parapetaban tras unas grandes tuberías de cemento hacinadas al borde de la carretera. Desde su escondite se dieron a injuriarnos con muy gruesas palabras y nos lanzaban piedras, algunas de tamaño que ponía los pelos de punta. El granizo de proyectiles hacía imposible cualquier tentativa de avanzar más allá de la camioneta. Un descampado en pendiente aseguraba además a nuestros agresores una fácil retirada. Convinimos en amunicionarnos de piedras y repeler el ataque; pero apenas nos pusimos a ello, comenzó Rosa Benítez a reprendernos y llamarnos matones y decir que semejábamos policías al servicio de la clase dominante. De esta suerte forzó nuestra capitulación, que fue gran pena, porque me estaba dando gusto revivir aquellos juegos bélicos de infancia en los que casi nunca se me dejaba intervenir.

—Volvamos a casa —ordenó ella con acento severo—. Los libros que faltan por repartir se quedarán en la marquesina. A lo mejor esos niños sienten tentación de ojearlos y quién sabe…

Por el trayecto de vuelta celebraron mis compañeros el término exitoso de nuestra buena obra. Se les figuraba que habíamos sembrado el barrio de Alza de semillas revolucionarias que no tardarían en germinar. Josu Ruiz profería consignas, tarareaba jubilosamente, sacaba de continuo la mano por la ventanilla y les hacía a los semáforos el signo de la victoria. A su lado Rosa Benítez, con estirado y frío orgullo, pintaba un porvenir a la medida de su fe política, vaticinando que en menos de una década los talleres colectivos y los koljoses se habrían extendido hasta las zonas opulentas de San Sebastián. La triunfal premonición produjo en Cacharrito un arrebato de euforia, y aun creo que le sorbió el último adarme de juicio que le iba quedando desde que frecuentaba la compañía de aquel par de izquierdistas desatados. De manos a boca anunció que ofrecía su biblioteca entera para que la distribuyéramos al día siguiente por los buzones de cualquier otro suburbio. La idea mereció los aplausos entusiastas de Josu Ruiz e inspiró a Rosa Benítez una especie de proverbio digno de ser esculpido en los sillares del Kremlin. Al momento estuvieron unánimes en dirigirse a casa de Cacharrito, a fin de cribar sus libros y escoger, como horas antes en el apartamento de Josu Ruiz, los que se les antojasen adecuados a su propósito. A este punto me tomó un grandísimo temor, pensando tramaran esquilmar también mi biblioteca, mi querida biblioteca, lo que yo más amaba y amo en la vida. Me dije entre mí: antes que poner mis libros a disposición de estos orates, me dejaré sacar un ojo. Para que me disculparan de acompañarlos, aduje cierta enfermedad de mi padre, así como otras obligaciones domésticas que por desgracia, dije, no podían aplazarse. Les costaba creer que existiese en el mundo tarea más importante que la suya. Insistí, me rebatieron. Por un instante tuve la sensación de hallarme secuestrado dentro del automóvil. Felizmente se me ocurrió una mentira oportuna, que supe expresar con el debido patetismo:

—Creedme que nada me apetece más que seguir a vuestro lado. Pero a las ocho he de poner una inyección a mi padre.

Rosa Benítez se volvió bruscamente hacia Josu Ruiz y le ordenó:

—Para y que se baje.

Me bajé, y ya me había despedido de ellos y echado a caminar por la acera cuando me detuvo la voz de Josu Ruiz; el cual, asomando la cabeza por la ventanilla, al par que guiñaba un ojo me preguntó si estaba yo dispuesto a ayudarles también al día siguiente. No tuve valor de negarme; pero recurrí, por puntillo, a la falta de inocencia y maliciosamente le propuse traer conmigo al Pulcro, con quien de todas formas tenía previsto encontrarme. Como yo suponía, Josu Ruiz se opuso en redondo, alegando que nuestro amiguito era más para ser ayudado que para ayudar. De nada le aprovechó, sin embargo, acalorarse, pues también en este caso prevaleció el gusto y opinión de Rosa Benítez, que afirmaba sentir gran interés por conocer a nuevos miembros de La Placa. La tarde siguiente, antes de subir a casa de Cacharrito, nos congregamos en su portal. Allí se nos puso en autos al Pulcro y a mí acerca del embuste que habían ideado con objeto de ocultar a los padres de nuestro compañero la razón verdadera de diezmar su biblioteca. Me rogaron discreción; al Pulcro se la exigieron, y aun Josu Ruiz le compelió a jurar que mantendría en todo instante el pico cerrado. Subimos por fin a la casa, estrechamos la mano de sus moradores y sin pérdida de tiempo emprendimos el traslado de los libros hasta el automóvil, tarea que resultó notoriamente menos fatigosa que la de la víspera, en parte porque dispusimos de ascensor, en parte también por la inestimable colaboración de Restituto, que campechano y bromista se empeñó en transportar él solo las cajas más pesadas. Cargamos cerca del doble de los libros que habíamos repartido en Alza. No escaseaban entre ellos los ejemplares costosos ni los raros ni los que singularizaba la firma y dedicatoria autógrafa del escritor, piezas en algunos casos tan preciadas que no era posible contemplarlas sin apenarse, sabiendo la suerte lastimosa que les aguardaba. Quedó el coche de tal manera lleno que el Pulcro y yo hubimos de viajar en tren hasta la populosa, sucia y fea barriada de Rentería elegida por nuestros compañeros para escenario de su descabellado altruismo. Por el trayecto el Pulcro me confesó el asombro que le embargaba. A su juicio, repartir libros entre familias de la clase obrera era lo mismo que echarles caviar a los cerdos. Veía a Josu Ruiz muy cambiado y no precisamente por causa de la gorra azul, que calificó de «versión soviética del yelmo de Mambrino». Rosa Benítez le había producido una impresión desagradable, próxima a la repugnancia. Yo le hice saber que compartía sus apreciaciones. En vista de nuestro buen acuerdo, resolvimos poner por obra un ardid, y fue que terminada la distribución de los libros, dimos a entender a nuestros compañeros que en breve saldría nuestro tren de vuelta, para el que ya teníamos adquiridos los billetes. Se me hace que no les importaba perdernos de vista y nos dejaron marchar. Nosotros tomamos a paso rápido el camino que llevaba hacia el apeadero; pero al doblar la esquina cambiamos de dirección, y dando un rodeo por unas calle apartadas, volvimos a los portales en cuyos buzones habíamos depositado los libros y recobramos al pie de tres docenas de ellos, que, como buenos camaradas, nos repartimos a partes iguales durante el viaje de regreso a San Sebastián.