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La noche de nuestro truncado viaje a Madrid le conté a Izaskun Avestarán sólo una parte de cuanto yo sabía acerca de Rosa Benítez. El temor, la cautela, me vedaron declararle lo demás. Temí cobrar entre los miembros de La Placa fama de chivato; temí aún más que a causa de un excesivo suministro de secretos adversos mi amiga se sumiera en la inquietud o en el enojo, y determinara en consecuencia poner fin a las acometidas decididamente eróticas que ella misma había comenzado. No ignoraba que sus caricias por debajo de la mesa sólo eran un modo de sonsacar y pagarme la información. Yo saldé mi parte de deuda con calderilla, abundando en repeticiones, explayándome en vaguedades y chismes de escaso valor confidencial. A veces, mientras le hablaba, Izaskun se ponía a jugar con mis labios. Sus dedos finos los recorrían, los pellizcaban suavemente, o se atareaban esparciendo sobre ellos gotas del cóctel. Sus pensamientos erraban, sin embargo, lejos de mí. Lo columbré en la quietud absorta de sus facciones, que parecían de persona hipnotizada. En esto metió el índice dentro de mi boca y lo puso a culebrear por debajo y encima de mi lengua, de suerte que me fue forzoso callar. El incitante impudor era demasiado evidente como para dejarlo sin respuesta. ¿Qué hacer? ¿Chupar el dedito, morderlo? Sin razón alguna me determiné por la segunda posibilidad. Acostumbrados a masticar pan y chuletas, mis dientes hicieron lo único que sabían: tirarle, bien que con sana intención, una dentellada al tierno apéndice que crujió como un barquillo. Izaskun Ayestarán retiró la mano a hurta cordel, a tiempo que exhalaba un grito agudo que atrajo hacia nuestra mesa las miradas de casi todos los presentes. Soplándose el dedo dolorido, me llamó caimán. Deduje de su sonrisa que el mordisco no le había disgustado y por un momento me exaltó el orgullo. A mi memoria acudieron de repente ciertas recomendaciones donjuanescas formuladas por Josu Ruiz en el transcurso de una urgulina: si alguna vez te echas una novia, dijo, procura representar el papel de monstruo en sus sueños, no le prives del gusto de saberse insegura cuando emita opiniones en tu presencia, pues de lo contrario la decepcionarás y enseguida buscará a otro más bruto. Izaskun Ayestarán me preguntó al oído si tenía hecho propósito de comerla. Le dije, por seguir la chanza, que eso era precisamente lo que me proponía, y entonces ella exclamó con dulce acento: uy, qué miedo me das. Amuñecó después el rostro y se apretó contra mi pecho como un cachorro friolento, ronroneando de gustirrinín. Domina o te dominarán, me dije entre mí, llevado de un recóndito arrebato de coraje, y durante varios minutos permanecí en disposición de agradar a mi amiga por la vía de hincarle nuevamente los colmillos.

Por señas pidió ella otra ronda de cócteles. Con ocasión de recibirlos y brindar, nos despegamos. Me percaté entonces de una curiosa circunstancia que hasta ese momento me había pasado inadvertida. Y era que una y otra vez Izaskun Ayestarán se comunicaba por medio de muecas furtivas y guiños y saluditos con algunos de los presentes en la terraza, entre ellos el camarero, que al rato de servirnos las consumiciones tomó asiento a nuestro lado, no sé si por su cuenta o porque la muchacha lo había invitado secretamente. Con un exceso de confianza que me produjo repulsión, se apoderó de un cigarrillo de mi paquete y comenzó a referir que se había prendado de un jovencito grácil y levemente sonriente que departía con otros de su misma catadura junto a la barra. Le preguntó luego a Izaskun Ayestarán por mí. Esta me presentó como amigo de veras y el camarero, con ostentosas maneras femeniles, dijo qué suerte, rapaza, yo no sé qué diera por tener un buen amigo; tras lo cual nos propuso que estuviéramos en el local de abajo a las tres de la madrugada para esnifar cocaína a puerta cerrada con un grupo de íntimos. Izaskun Ayestarán me dirigió una mirada interrogativa; yo me encogí de hombros y ésa fue la respuesta que obtuvo el camarero. Este susurro al oído de mi amiga alguna cosa, sospecho que picante, que la hizo sonreír. Besándola después en la mejilla, se puso de pie, sopló un beso hacia mi cara y con exagerado contoneo, más femenino que una mujer, se alejó por entre las mesas cimbreando el talle al compás de la música. Noté que Izaskun insinuaba un saludo a un pisaverde que en aquellos momentos salía de la terraza, acto continuo a una pareja de chicas atortilladas a la sombra de un macizo de boj. Advertí también dos cejas que se alzaban en correspondencia a un leve gesto de mi amiga, y de ese modo secreto y mímico se entendían allá casi todos. Besitos a somorgujo, sonrisas de refilón, brindis a distancia, muecas veladas: mensajes que revoloteaban como moscas de un extremo a otro de la terraza, juego de sobreentendidos en que Izaskun participaba con naturalidad, sin por lo visto perder por ello ripio de cuanto yo le refería lastrado de sujeto, verbo y predicado. Empecé a sentirme incómodo en medio de aquel trajín gesticular. Decidido a mostrarle a Izaskun que me daba cuenta del incesante secreteo, tan pronto como se ofreció la ocasión me volví a mirar sin disimulo a la destinataria de su seña, una chica repintada, ojerosa, que resultó ser Lurdes, la lesbiana del diario. Apenas supe quién era, me entró gana de poner por obra una malicia.

—La conozco —dije—. La vi hace dos días en un café, morreándose con una compañera de mi facultad.

—Ah no sabía. Tengo muy poca relación con Lurdes.

El embuste me divirtió.

—Pues no hay duda —proseguí— de que era ella. ¡Cómo se sobaban! A mi lado no se hablaba de otra cosa. ¡Con decirte que la gente comenzó a chistarles!

—Habla más bajo, por favor, te van a oír… Aquí todo el mundo se conoce.

No me vine a partido y de este modo logré mi propósito de salir de aquel lugar.

—¿Te hace —propuso Izaskun Ayestarán visiblemente nerviosa— que cambiemos de aires? A esta hora habrá un ambiente chachi en Bataplán. ¿Bajamos?

Cogidos de la mano descendimos la costana de Miraconcha, que los de la ciudad conocemos por Cuesta del Culo. Acodados luego en la barandilla del paseo, estuvimos un rato contemplando en silencio el oleaje. Izaskun encendió un porro; me lo pasaba, se lo devolvía. La playa estaba desierta. Luces minúsculas de barcos brillaban a lo lejos, en la noche negra del mar. La isla iluminada trajo a mi memoria escenas de nuestra aventura infortunada de principios de mes.

—No me la recuerdes —repuso Izaskun—. Fue uno de los peores días de mi vida.

Puesta en gran pensamiento de cuanto yo le había revelado un rato antes en la terraza, camino de la discoteca reanudó sin más ni más el tema que no cesaba de inquietarla.

—¿Tú crees de verdad que esa individua le tiene comido el tarro al Cojo?

—Completamente. Ya no parece el mismo.

—Quién lo iba a decir: el hijo de ricachos metido a bolchevique. Si no fuera porque te conozco pensaría que te quieres quedar conmigo.

—Por lo visto hay antecedentes en su familia, un abuelo republicano.

—Pamplinas. Sospecho que el Cojo ha urdido un montaje para burlarse de ti.

—Si me han engañado, pronto se sabrá; pero lo dudo. La devoción marxista de ambos no presentaba resquicios.

—¿La chica se maquilla?

—La tarde que la conocí iba al natural.

—Claro, como es pobre… ¿Tenía la ropa descosida? Sé bueno conmigo, Flakúas, dime que sí.

Inventé por complacerla que Rosa Benítez vestía un jersey de coderas gastadas y lana con nudillos.

—¿Y dices que es muy morena?

—Como la tierra de un tiesto.

—O sea, negra.

—Digamos que tiende a chocolate.

—¿Los ojos?

—Vulgares, con una pizca de altanería.

—¿Pecho?

—No sé, en su sitio.

Agarró con decisión mi mano y la apretó contra una de sus turgencias. No vacilé en concederle el halago que codiciaba.

—Se va a morir de envidia.

Su aliento dulzón buscó mi boca. En el instante de besarme con temblorosa violencia, la vi cerrar los ojos, turbios por el efecto de la marihuana. Más deleitoso me resultó su perfume, cuyo poder de seducción era redoblado por un toque sutil de catinga. En la acera de enfrente un borracho entrometido comenzó a lanzarnos jocosidades, que Izaskun atajó soltándose en insultos y palabrotas. Tendría el hombre sus no menos de cincuenta años y una curda como para subir al cielo agitando las orejas. No le indignaron los afrentosos calificativos. De buen humor simuló dirigir una orquesta de la que, para su nublado entendimiento, Izaskun y yo debíamos de ser los músicos, y cuando mi compañera, con coña que el borracho no pudo comprender, le preguntó por su hija Rosa, extendió aquél aparatosamente los brazos y reemprendió su camino farfullando:

—Qué hija ni qué pollas.

Delante de la discoteca La Perla se arremolinaba una muchedumbre ceceante y flamenca: soldados de rebaje, fisonomías tostadas, bigotes de paisano, patillas alfanjes, peines que asoman por el bolsillo trasero del pantalón de campana, corrillos que combaten por bulerías el afilado frescor de la noche cantábrica. Izaskun Ayestarán me llamó la atención sobre una mozuela de tez cobriza, que, sentada sobre el canto de un arriate, daba palmas y hacía globitos con el chicle.

—A lo mejor es esa.

Atendí a mi conveniencia y celebre la broma; pero ni las risas postizas ni la fortuna dichosa que aquella noche inolvidable me estaba deparando, lograron acallar las voces que dentro de mí auguraban tiempos muy difíciles para el grupo La Placa.

Tan pronto como divisamos el letrero luminoso de Bataplán, me adelante unos pasos, impelido por la vanidad de subvenir a las entradas, Al llegar a la puerta, el matón que la custodiaba me indicó por medio de un gesto imperativo que me estaba vedado el acceso a la discoteca. En balde aguardé una explicación. Llegó entretanto Izaskun Ayestarán y, sin mediar palabra, abrazó al portero. Tras breves instantes de escuchitas al oído, aquél se volvió a mirarme y me hizo una seña para que pasara. Abajo, ante la puerta siguiente, se repitió el abrazo y entramos sin pagar, yo a la zaga de mi señora, como corresponde a los pajes. Me punzaba la impresión de ser un donnadie cuando nos sumamos a la masa sudorienta y frenética. En breve se apagaron los focos. Tinieblas azulinas sucedieron al abigarrado mariposeo de fulgores. Tan sólo el bar, al fondo, resplandecía dentro de aquel fosforescente sucedáneo de caverna. Sobre la pista de baile, cuerpos sin rostro, fundidos de dos en dos, giraban parsimoniosamente. Aspiré el calor de esos cuerpos, que olía a tabaco, a axilas y a perfume corrompido. Izaskun tomó mi mano y me condujo hasta el centro de aquel báratro de amartelados. Razonando conmigo mismo, determiné salir de apuros conduciéndome a la manera del muchacho que bailaba a nuestro lado con su pareja. Atento a sus acciones, casi me olvidé de Izaskun. Llevaba él sus dedos a la nuca de su chica, yo lo mismo un segundo después a la de la mía; acariciaba la melena, luego la espalda, desde las paletillas hasta el lomo y vuelta, yo otro tanto. Por espacio de varios minutos libré bastante bien. Imitaba a mi modelo e Izaskun, agradecida, se apretaba a mí e incluso, de vez en cuando, me devolvía alguna caricia. En esto me vi en el brete de tener, que remedar un atrevimiento inalcanzable para las fuerzas de mi carácter. Inútilmente escudriñé la oscuridad en busca de otro dechado. Al fin hube de conformarme con el recurso del maniquí, dejando que mi amiga bailase más conmigo que yo con ella. Tampoco de este modo me fue mal, que con dar vueltas sin pisar ni ser pisado no distaba de parecer baile lo que hacíamos. Se sucedieron no sé cuántas canciones lentas e iguales. A veces Izaskun estampaba su morrillo tibio en el costado de mi cuello, y allí, adherido como ventosa a la carne, menudeaba los besos y las chupaditas. El consiguiente cosquilleo me provocaba escalofríos de una mortificante delicia. Celebré en mi fuero interno el oportuno designio de hacerme escritor, sin el cual, no lo dudaba, jamás me habría sido dado conocer a la primera muchacha que se me entregaba. Al mismo tiempo me afligió el convencimiento de no reunir los atributos indispensables para merecer semejante fortuna. Supuse que en cuanto se encendieran los focos, Izaskun advertiría la equivocación de ensayar un lance amoroso conmigo, con un pelanas, y me despediría, acaso sin acritud o, por no mejor decir, ni siquiera con acritud. Curiosamente la certidumbre de que todo era en vano me reconfortó. Tras arduas indecisiones, logré incluso armarme del coraje suficiente para enfrentar mi cara con la suya, en la esperanza de que ella comprendiese mi pretensión, no la juzgara indigna y consintiera en culminarla. A la mitad del intento me detuve. Simultáneamente ambicionaba y temía. Con fuerza desgarradora tiraban de mí, en sentidos contrarios, la timidez y el deseo. Vi a Izaskun mirarme derechamente a los ojos con fijeza escrutadora. Las mejillas me ardían de vergüenza. Por un instante me tentó la idea de adosar el rostro a la cabeza de Izaskun, a fin de eludir su mirada; pero me contuvo el presentimiento de que también la huida cobarde requeriría una gran dosis de arrojo. Cerré, pues, los párpados y terminé de lanzarme al abismo. El beso (imposible olvidarlo) no atinó donde debía. Izaskun propició enseguida el perfecto acoplamiento mediante un giro rápido de su boca. Así unidos, sobrevino un trueno descomunal de música, al tiempo que se desataba un turbión de luces multicolores, que pensé se nos caía encima el techo.

Abandonamos la pista en sentido inverso al de la turba marchosa que la venía a invadir, y en un rincón, cerca de la barra, festejamos con besos y champán el principio de una amistad intensa y duradera, según rezó la fórmula de brindis por ella inventada. Entablamos después coloquio sobre avatares de nuestras vidas, con mayor detalle sobre los de la suya, tanto allí como más tarde en un bar de la calle de Marina donde tomamos la espuela antes de irnos a acostar. Me pareció que mi amiga disfrutaba franqueándose. Durante largo rato la oí hablar de sus estudios de Derecho, que dijo le hastiaban, de su ilusión de vivir entregada de lleno a la poesía en un pueblito blanco andaluz, de sus padres, de sus frecuentes jaquecas, de nuestros compañeros de La Placa y de un sinfín de asuntos sobre los que más o menos ya me había yo procurado información por medio de su diario.

Por el trayecto hacia su casa resolvimos asignarle un mote a Rosa Benítez. Se nos ocurrieron unos cuantos, que yo me comprometí a memorizar con el objeto de someterlos otro día al parecer del Pulcro Matallana, a quien considerabamos un experto en la materia. Hasta llegar a la calle de Urbieta mis predilecciones se repartían entre la Sota Bolchevique y cualquiera de sus dos posibles abreviaciones: la Sota, la Bolchevique. Izaskun objetó que estos nombres resultaban excesivamente simbólicos y no muy afrentosos, por lo que prefería otros de sentido más directo, como la Pobre o la Mulata.

Comenzaba a clarear cuando subimos a su piso, donde lo primero de todo nos bañamos juntos, de suerte que resultó bastante mitigado el apuro de desnudarme ante sus ojos. La enjaboné, me enjabonó y tuvimos ciertos regocijos por dentro del agua. Mientras se secaba con la toalla examiné su cuerpo. ¿Qué gusto podrían recibir de mí aquellas exuberantes anchuras, colgaduras y redondeces? Pensé en la revista sobre insectos, que a primera hora de la noche el Pulcro se había llevado prestada a casa; pensé en la afirmación de que a menudo los machos de mantis religiosa son devorados por la hembra al término del apareamiento; pensé, cuando nos dirigíamos desnudos a la alcoba, que en ella me aguardaba el sacrificio. Todo fue, sin embargo, extrañamente simple, y pasados dos días me aposté en una esquina de la calle para verla salir. Discurrieron varias horas antes que Izaskun apareciera. La seguí de lejos, cinco o seis manzanas, hasta cerciorarme de que no regresaría de inmediato. Luego comprobé que podía haberme ahorrado la molestia, pues sus anotaciones correspondientes a la antevíspera sólo me citaban de pasada para decir escuetamente que habíamos bailado y dormido juntos. El resto, página y pico, era una fiel transcripción de cuanto yo le había revelado por la noche acerca de Rosa Benítez, a quien Izaskun apodaba en sus notas íntimas la Mulata.