A las nueve salí de casa convencido de que tarde o temprano saldría a relucir el tema. Imaginaba la situación: medianoche, la oscuridad moteada de lucecitas remotas, Genaro Zaldúa en su asiento, dormido al arrullo del triquitraque, y nosotros dos de palique, fumando en el pasillo. Así que ya estaba preparado para esa eventualidad antes de reunirnos en la Estación del Norte y lo único que me sorprendió fue que, tras la marcha apresurada del Pulcro, ella dejase transcurrir casi dos horas y media hasta dirigirme la primera insinuación. Acabábamos de acomodarnos en la terraza de un bar de la Cuesta del Culo. La brisa desapacible que llegaba a rachas desde la bahía no nos impidió ponernos de acuerdo en que allá se estaba bien. En los cristales de sus gafas se reflejaba el resplandor intermitente de los focos. Le confesé sin tapujos que Josu Ruiz me la había presentado días atrás. El rostro de Izaskun Ayestarán se empeñó en expresar grata sorpresa, curiosidad despreocupada, como si celebrase la noticia que yo bien sabía no era nueva para ella ni en su fuero interno dejaba de disgustarle profundamente. Al principio, temeroso de agudizar su secreta desazón, tan sólo enumeré detalles leídos en su diario: la melena oscura, el atuendo modesto, la fisonomía vulgar. A ruego suyo le revelé aquel nombre de flor que aún no conocía. Acto seguido hube de apretar los dientes para no contarle que pocos días antes había descubierto una nueva cabecita de Karl Marx en el techo del apartamento. Mi amiga se levantó con tanta precipitación que a punto estuvo de volcar el florero colocado encima de la mesa. Declaró su propósito de acercarse a la barra en busca de las consumiciones, por más que a pocos pasos de nosotros se veía al camarero ambulante. Que qué me apetecía beber. Figurándoseme que esa noche me convenía comportarme como un varón dotado de una rara personalidad, respondí que una taza de té con limón y una copichuela de ajenjo. Izaskun Ayestarán torció el gesto y se alejó raudamente por entre las mesas. La hermosa melena, recogida en una gavilla de trenzas, oscilaba sobre su espalda. Un revoltijo de resplandores se agitaba en la fenomenal redondez de su trasero. A mi mente acudió de pronto un pensamiento chusco: de amanecida yo llamaba a Josu Ruiz por teléfono para comunicarle con una punta de orgullo que, efectivamente, Izaskun tiene las nalgas frías como tú afirmabas. Volvió ella al poco rato con aspecto de haber derramado algunas lagrimillas y con dos cócteles azules, porque a su entender ésa era la bebida que se estilaba a horas de trasnoche en aquel refugio de decadentes.
—¿Sabías —me dijo— que soy el único miembro de La Placa que frecuenta estos lugares? Se nota que eres buena persona. Otro del grupo no se habría dignado venir aquí ni a tiros. Soy la típica niña de papá, una pera, una pija que puede darse el gustazo de vivir sin ideales políticos ni preocuparse por el precio de las cosas. El surrealismo, el paro obrero, el muro de Berlín, el coño de la Bernarda… yo tío, me lo paso todo por el forro. ¿Me entiendes, Flakúas? ¿Te das cuenta de que estoy de mala hostia? Pues ahora cuéntame lo que sepas de la cretina esa y a poder ser lo negativo. Te juro que esta noche tú y yo vamos a hacer muy buenas migas.
Sin terminar de decirlo, colocó su silla a par de la mía y una mano donde nadie había vuelto a tocarme desde los lejanos tiempos en que la madre me lavaba con la esponja. Esa evocación me ayudó a capear sin sobresalto la embestida erótica de Izaskun. Y como a fin de cuentas nunca aspiré a un diploma de castidad, consentí en sus caricias, que ni me desagradaban ni, de habérmelo propuesto, habría sabido en absoluto rechazar. Ganas de poner por obra idéntica osadía no me faltaban. Por miedo, sin embargo, me contuve; por miedo bebí de un trago el cóctel y por miedo inventé que los había encontrado recientemente ante el escaparate de una librería próxima a la plaza de Guipúzcoa. La timidez desató mi locuacidad. Yo me dirigía a la piscina, dije; permanecí con ellos lo justo para que Josu Ruiz me presentase a su novia y comprobar la exactitud de las descripciones fisonómicas que me había hecho de ella con anterioridad. Ofrecí a Izaskun una versión que, sin diferir sustancialmente de la verdad, era hasta cierto punto falsa, movido por el designio de sacar provecho de las virtudes protectoras que para los hombres de mi carácter entraña de costumbre la mentira. Añadí, porque quería agradar a mi compañera, un detalle malévolo tomado de su diario:
—Los dos comían cacahuetes.
Y, resuelto a merecer el primer beso en la boca de la noche, concluí:
—Ella arrojaba las cáscaras al suelo.
Ciertamente el encuentro se había producido; pero no por casualidad ni en la calle. A comienzos de la semana Josu Ruiz me llamó por teléfono para pedirme que acudiera sin demora al apartamento. Insistió en que le urgía verme. Le contesté que no me era posible salir enseguida de casa, ya que el Pulcro llegaría de un momento a otro. Que por qué no me desembarazaba del chaval con cualquier excusa. Inferí que trataba de implicarme en alguna acción secreta. Acordamos encontrarnos tan pronto como el Pulcro se hubiera ido. Él me aguardaría con su coche en una calle apartada de mi barrio. Igual que conspiradores, le solté de buen humor; pero el chiste no le hizo gracia. Vencía la tarde cuando nos reunimos. No bien hubo puesto el motor en marcha, me explicó la razón de entrevistarse conmigo sin pérdida de tiempo. Supe así que en el apartamento nos esperaba Rosa Benítez y que Josu Ruiz proyectaba su incorporación al grupo. Con jovial entusiasmo secundé la idea.
—No seas idiota —replicó—. Ni el troglodita ni la piruja darán su conformidad.
Me expuso a continuación la estrategia que había discurrido con el fin de facilitar el ingreso de su novia en La Placa. Se proponía presentarla a los compañeros por separado, y antes que a otro ninguno a mí, dijo que por ser yo de los pocos que le inspiraban confianza y el único que conocía la existencia de la chica. El turno posterior correspondería a Cacharrito, a quien pensaban visitar próximamente en su pueblo; seguiría el Pulcro Matallana y después de éste las dificultades, que Josu Ruiz creía posible vencer si de antemano la mayoría de los miembros de La Placa le garantizaba su apoyo.
Era Rosa Benítez moza de veintitrés años, flaca y de mucho nervio que ni quería ni podía disimular, poco inclinada a sonreír. El semblante lo tenía atezado, no feo, pero muy incómodo de mirar; las cejas espesas; los ojos castaños y sagaces; largos los labios, con un ligero arqueamiento desdeñoso y una pequeña cicatriz blanquecina junto a una de las comisuras. Jamás se acicalaba ni usaba adorno ninguno en su persona salvo una sortija de plata, recuerdo de familia, que, según explicaba a veces en tono de disculpa, no podía desprender del dedo crecido. Llevaba la melena negra y lisa hasta los hombros, peinada de forma muy sencilla, con un flequillo que habría comunicado a cualquier rostro un aire de candor, pero no al suyo, de facciones visiblemente atirantadas y severas. Su voz, que tanto embelesaba a Josu Ruiz, era (siempre creí que de intención) lenta y cadenciosa, franca del acento de Extremadura, la tierra de donde ella procedía. No me costó advertir que propendía a enfadarse con facilidad ni que era de suyo mandona y poco tolerante. La tarde que la conocí estreché su mano, fría como de hielo. No acostumbraba besar ni abrazar a sus conocidos y a Josu Ruiz solamente en privado. Ignoraba la efusividad, la ironía, las carcajadas. Nunca me llamó Flakúas, siempre Hilario. Y a Cacharrito, al comienzo, también lo llamaba por su nombre, aunque pronto hubo de allanarse al uso general del apodo.
Rosa Benítez vivía con sus padres y cinco hermanos menores que ella en el piso undécimo de una torre de La Paz, arrabal de rascacielos con las ventanas engalanadas día y noche de grímpolas y oriflamas que, vistas de cerca, no son otra cosa que ropa tendida; panales para apiñar inmigrantes venidos durante la década de los sesenta de otras regiones españolas al reclamo industrial del puerto de Pasajes. Supe por Josu Ruiz que el padre de Rosa Benítez trabajaba de operario en una empresa papelera de Rentería, hombre al parecer metido desde antiguo en actividades sindicales y de partido, de las cuales le venía a la hija su temprana militancia comunista. La vida familiar de Rosa y su pasado siempre fueron una incógnita para nosotros. Algo alcancé yo a averiguar con motivo de algunas revelaciones de Josu Ruiz. A veces, cuando surgían desavenencias entre los dos amantes, él me invitaba al apartamento y, al calor de los fuegos con limón, se consolaba de sus desamores refiriéndose a sí mismo en mi presencia chismes de ella, de suerte que como salpicaduras de la conversación me llegaba de tiempo en tiempo algún que otro secretillo. Un día habló de la madre, que por hallarse enferma de los nervios le recordaba a la suya. La mujer, achacosa, gastada al cabo de seis partos y otros tantos abortos, padecía psoriasis. Por vergüenza de su aspecto y del hedor a cremas y ungüentos con que se embadurnaba la piel no salía apenas de casa. Rosa Benítez debía ocuparse de las compras, del cuidado de los hermanos, de la comida, de la limpieza y de casi todo, porque la madre, débil, enferma y trastornada, no estaba por lo visto para esos trotes.
En el coche, camino del apartamento, Josu Ruiz no cesaba de alabar a la persona a quien iba a presentarme y de la cual, exceptuando el nombre y uno o dos detalles, yo apenas sabía nada. Supuse que trataba de predisponerme en favor de ella, a menos que, como por momentos me parecía, hubiese perdido la chaveta.
—Olvida todo lo que sepas en achaque de mujeres, porque la que vas a conocer no pertenece a nuestra especie. No es de carne, ya veras.
Atravesamos el túnel del Antiguo a velocidad de bicicleta. Llevado de su fervor irrefrenable, Josu Ruiz soltaba de continuo el volante, sacudía las manos, gesticulaba. Durante un pedazo de segundo creí vislumbrar sobre su cabeza el brillo tenue del aura azul.
—Es una mujer total, ¿cómo decirte?, un ser capaz de suscitar amor y pensamiento en tal medida que desde que salimos juntos vivo inmerso en un estado de permanente agitación. La euforia, Flakúas, la euforia preside mi existencia. Porque Rosa no es como las otras, globos llenos de aire que en cuanto los abres se desinflan. No, no, no. Rosa significa antes que nada comienzo. Rosa es la puerta de entrada a un universo de sensaciones y de ideales nuevos para mí, ¿comprendes? A su lado me vienen ganas de hacer muchas cosas, hacerlas con el punto de mira puesto en los demás, en las clases oprimidas. Sé que ella, con su clarividencia a la hora de tomar postura frente a los problemas sociales, podría dar un impulso nuevo a La Placa. Comprenderás que yo supedite mi permanencia en la pandilla a su admisión. Huelga decir que cuento, que contamos, con tu beneplácito.
A este punto advirtió que yo me llevaba un cigarrillo a la boca y sumamente alterado me prohibió encenderlo. Aquella reacción histérica era lo último que yo podía esperar de él, de un fumador empedernido cuyo paquete de tabaco asomaba además por un bolsillo de su camisa. Pensé que bromeaba y sin hacerle caso seguí adelante con mi propósito. Al ver la llama de mi mechero, se enfureció. Arrancándome bruscamente el cigarrillo de los labios, lo arrojó con fuerza y rabia por la ventanilla. Su novia, según dijo, detestaba el olor a humo en el coche. Anonadado, le pedí disculpas. Él restó importancia al incidente; pero ya no hablamos más hasta llegar al apartamento. Por el camino me acompañó la duda de si Rosa Benítez no sería en realidad mi hermana, metida con nombre falso en andanzas adulterinas.
Al parecer no nos oyó entrar. La sorprendimos tumbada bajo la cama, persiguiendo a Mitia, que se había escapado. Al sentirnos se levantó azarada, el dócil animalito en una mano, abierto cómicamente de patas. Lo tiró sin miramientos dentro de su parcela, se sacudió el polvo del jersey y vino a saludarme. Fue entonces cuando estreché por vez primera su mano de escarcha. Rosa Benítez no dijo nada, yo tampoco; no sonrió, no sonreí. A un tiempo nos volvimos ambos hacia Josu Ruiz, en espera de que fuese él quien llenara de alguna forma aquel embarazoso vacío de palabras. Este puso sus manos sobre mis hombros, y sacudiéndome con desenfado de compadre, a manera de contraseña declaró que yo era de fiar. Rosa Benítez me dio la bienvenida o, más exactamente, pronunció ese vocablo con la misma inflexión de voz con que podría haber dicho cotangente o válvula. Su gélida cortesía motivó que me sintiese forastero en aquel sitio familiar que yo había visitado muchas más veces que ella. Algunos cambios introducidos en el apartamento afianzaron esa sensación. Para empezar, no quedaba rastro de la balumba de cachivaches esparcidos por el suelo ni, en consecuencia, de las sendas que entre ellos discurrían. Salvo la mesita con el juego de té, próxima a la cama, ningún obstáculo dificultaba el ir y venir por la pieza, que ahora parecía mucho más grande. Pegados a la pizarra, ocultándola casi por completo, podían verse varios carteles electorales del Partido Comunista de Euskadi, pasquines de apoyo a la guerrilla salvadoreña y a la revolución sandinista y un retrato en blanco y negro de Fidel Castro. Todas las macetas con cactos habían desaparecido. También eché en falta mis botas de la cervecería, así como la parte del jeterío dedicada a LA HEZ DE LA TIERRA, las fotografías de Italia, la bandera del presunto abuelo rojo, los ceniceros y el saxofón cascado. La pintoresca y acogedora madriguera del filósofo peneque, del poeta gandul, del trasnochador de antaño, se había convertido, por obra e influjo de aquella chica tiesa, en una especie de oficina. Sin dejar de estudiarme con la mirada, Rosa Benítez desfrunció los labios, levantando las comisuras lo justo para producir el efecto de una cantidad mínima de sonrisa, al par que su voz sinuosa, reptante, blanda (el «espagueti canoro», que diría alguna vez el Pulcro) me impartía la bendición:
—Me alegro de conocerte, camarada.
Después fui declarado amigo fraternal de ambos, lo que no condujo a mayor festejo que a la desangelada propuesta de Josu Ruiz de cebar mate. Mi extrañeza subió de punto cuando le vi acercarse la taza a la boca y beber. Acababa de quebrantar el juramento recíproco que nos vedaba la ingestión de bebidas no alcohólicas en el curso de nuestras reuniones. Varios minutos discurrieron hasta que por fin volvió a mirarme a la cara. Conjeturé que no le había pasado inadvertida mi decepción. Me dije, creo que sin saña: ¿es éste el que tanto se engreía de no haber bebido nunca una tisana sin el obligatorio pelotazo de ajenjo o de coñá, el que una vez afirmó que mi presencia mejoraba el sabor de los tragos, el que decía que en viéndome le entraban ganas de embriagarse? Y no era lo peor que incumpliese la palabra dada, sino que además me indujera a mí a incumplirla, justo él, a quien en diferentes ocasiones había oído asegurar qué nunca podría ser amigo de un abstemio. Sentados los dos sobre la moqueta, Rosa Benítez en el borde de la cama, despachamos el mate que ella había elogiado repetidamente. Me fue servida una segunda taza. Yo miré mi imagen reflejada en el líquido verdusco y no sin alarma percibí que en ella se traslucía con demasiada evidencia mi malestar. Abrieron una caja de galletas. Probé con avidez unos cilindros de barquillo, acuciado menos por el hambre que por crearme la ilusión de que fumaba. Ya casi reíamos y algo bromeábamos, aunque con forzada jovialidad. Para remediarlo recurrimos al truco de compartir quejas, lamentando al alimón la indigencia cultural de la ciudad, tema galaxia, inabarcable como el orbe, pero útil cuando los contertulios tan sólo buscan un pretexto para estar unánimes. Lograda en breve la perfecta comunión de ideas, el coloquio se agotó y hubo un minuto de incómodo silencio. Después, a ruego de Rosa Benítez, referí pormenores de mi vida, algunos de los cuales ya le había revelado su novio con anterioridad. No ignoraba, por ejemplo, que trabajé durante unas semanas de verano en la fábrica de cerveza. Celebró que al menos uno de los amigos de Josu Ruiz supiera lo que significa ganarse el pan con el sudor de la frente. Esto, unido a la circunstancia de ser hijo de un trabajador y de vivir en un barrio periférico (que Josu Ruiz, erróneamente, había calificado de suburbio), le dio pie para llamarme hermano de clase social. Se volvió luego hacia su novio y le dijo:
—Has hecho bien en presentarme primero a Hilario y dejar para más tarde a los señoritos.
Convencida de que ya congeniábamos, creyó que me complacería saber que mis botas, colgadas hasta fechas recientes del techo del apartamento, las calzaba ahora su padre durante las chapucillas de fontanero que de vez en cuando realizaba por los pisos del vecindario, con miras, dijo, a obtener algunos emolumentos adicionales. Me apresuré a lisonjearla, elogiando con falsedad servil el sentido común de su progenitor. En ese instante sentí que yo era dos personas inconciliables: el vulgar lameculos que gobernaba mis gestos y palabras, y el otro, escondido en mis entrañas, que se reconcomía imaginando al tal Benítez calzado con mis botas y atribuyéndole en su figuración los rasgos físicos de mi padre (manos túmidas, ojos sanguinolentos, cogote piloso). En mi pecho estalló de pronto una rabia feroz contra aquel hombre a quien jamás llegaría a conocer. Con calculado cinismo, el otro que yo era, el hipócrita, se deshizo en alabanzas al obrero que se mata a trabajar para sostener lo más dignamente posible a su familia. Falacia va, embuste viene, me llené de odio hacia mí mismo y pedí más mate. No fue ésta la única consecuencia nefasta de mi estrategia. Rosa Benítez, visiblemente complacida, me cobró ley y confianza, y sin tapujos se dio a inquirir mis convicciones políticas, Me avasalló a preguntas que capeé como quien trata de esquivar una lluvia de piedras. Para ello no supe valerme de mejor arbitrio que fingirme comunista, presunta categoría suprema del ser que, a pesar de mis arduos empeños, no terminaba por lo visto de darse en mi persona con la debida ortodoxia, por lo que tanto ella como Josu Ruiz emprendieron de consuno la tarea apostólica de persuadirme y me predicaron sin compasión sobre la urgencia de transformar la sociedad en el sentido de no sé qué dialéctica, etcétera. Yo les hice creer que habían ganado en mí a un prosélito para aquella doctrina que Josu Ruiz profesaba con fervor subido de converso y que acaso no me hubiese importado abrazar si ellos la hubieran expuesto sin machaconería ni rigidez antipática. Temeroso de incomodarlos, accedí a estudiar varios libros y folletos de contenido marxista que insistieron en prestarme, y por idéntica razón hice promesa de apoyar el ingreso de Rosa Benítez en La Placa, requisito que decían indispensable para imprimir en el grupo un giro sustancial a la izquierda que lo convirtiera en una célula de acción revolucionaria a tener en cuenta en el contexto político de…
Abandoné el apartamento espantado y no me restablecí de la impresión hasta la tarde siguiente en que, como de costumbre, vino el Pulcro a visitarme y entró en mi casa sigloreando y me trajo de regalo una hilacha de la almohada de su abuela y revisó mis libros y leyó unos párrafos de El Buscón, que todo ello fue como encontrar, después de largas jornadas por galerías oscuras, la boca de la caverna y salir a un prado con vacas y margaritas y pastores que tocan la flauta bajo el cielo azul.