Genaro Zaldúa había resuelto establecer una filial de La Placa en Madrid. Contaba para este propósito con el respaldo de no sé qué jóvenes escritores con quienes había trabado amistad en el transcurso de una tertulia celebrada en una taberna de Malasaña a principios de mes. Se conoce que estaba todo dispuesto para que sus amigos madrileños pusieran el plan en marcha. Sólo faltaba un encuentro formal que sellase el trato entre nuestros nuevos socios y una delegación de miembros de La Placa. Se me preguntó si accedía a integrarme en esta última y yo convine en ello, deseoso de borrar el juicio desfavorable que provocó mi ausencia durante el acto de reconciliación en casa de Cacharrito. Mi hermana, tal como yo suponía, desaprobó el viaje; pero incapaz de prohibirlo, se contentó con exigirme que el domingo estuvieran mis apuntes de la semana encima del escritorio. También el Pulcro trató de disuadirme, en la inteligencia de seguir pasando, las tardes conmigo; pero fue inútil su empeño y un sábado de octubre, fecha de la partida, llegué con mi ligero equipaje a la Estación del Norte, que a aquellas horas de sobretarde estaba de bote en bote. Considerando que no alcanzaríamos nuestro destino hasta el amanecer, adquirí varios paquetes de cigarrillos, caramelos de menta, un periódico y una revista entomológica, entretenido en cuya lectura planeaba echar a perros las horas de una interminable noche en vela. La cola de personas ante la ventanilla del despacho de billetes se prolongaba de un extremo a otro del recinto. Resolví salir a la calle a esperar la llegada de mis compañeros. Sentado en un banco, me dediqué a ojear el periódico bajo la luz pálida de un farol. Al poco rato se detuvo un taxi delante de mí. Se abrió la puerta y un piececito engastado en un zapato rojo de tacón se posó sobre el asfalto. Precedida de una vaharada de perfume, Izaskun Ayestarán se apeó del automóvil. La escasa distancia que nos separaba me permitió escuchar con nitidez su conversación de circunstancias con el taxista, mientras éste sacaba el equipaje del maletero. Sacudido por un impulso instintivo me oculté haciendo biombo con el periódico. El taxi se puso en marcha y quedamos ella y yo solos bajo la marquesina. Al punto me arrepentí de mi esquivez; pero ya era tarde para volverme atrás sin riesgo de descubrir mi poco juicio y determiné aplastar el rostro contra la página. Difícilmente puede concebirse algo tan irrisorio como esconderse, en el mismo lugar de la cita, de la persona con quien se está citado. Así y todo, lo cierto es que el recuerdo de sus promesas eróticas de la antevíspera, luego no consumadas, desató de pronto en mí un temor muy grande a su proximidad física. Abrigaba la esperanza de que Izaskun Ayestarán pasase de largo sin notar mi presencia y entrara en la estación. Después me apresuraría a ocultarme en algún escondrijo de los alrededores, y en cuanto viera llegar a Genaro Zaldúa saldría y me reuniría con ellos. Pero ocurrió que como a Izaskun le cesaban mucho la bolsa y la maleta que traía, decidió arrastrarlas por separado hasta el banco y entonces me descubrió.
—Pero Flakúas, por dios, ¿estás ahí y no me echas una mano?
Recordé el diario y me dije: escribirá que me oculté para no ayudarla. Ese pensamiento me azaró tanto como su besito caliente en la mejilla. Después, a tiempo de sentarse junto a mí, me preguntó con zalamería si estaba enfadado por su plantón de la otra tarde. Había luna y estrellas en el cielo. Parece que respondí a su gusto, pues enseguida me obsequió con una caricia en el cogote, como las que placen a los perros y los gatos. De la cajita metálica extrajo a continuación uno de tantos cigarrillos de marihuana que en ella guardaba, y tras encenderlo y darle una larga calada, me lo pasó, diciendo que aquel era el porro de la paz. En esto divisé a Genaro Zaldúa, que se acercaba por el puente de María Cristina seguido a corta distancia por el Pulcro Matallana.
—Por allá viene nuestro amigo —dije— con un mozo de cuerda que le trae el equipaje.
Genaro Zaldúa se acercaba a paso largo. Tras él el Pulcro, entorpecido por la carga, se las veía y deseaba para abrirse camino entre la muchedumbre. De trecho en trecho Genaro se detenía a esperarlo y con ademanes imperiosos, reconocibles a distancia, lo acuciaba. Llegaron los dos jadeantes. Izaskun Ayestarán, que se adelantó a besarlos, quiso saber si el Pulcro había recibido autorización de sus padres para viajar con nosotros a Madrid. La extenuación impedía al muchacho articular palabra; Pero alcanzó a responder que no mediante un movimiento de su rostro congestionado. Visiblemente furioso maldijo Genaro Zaldúa la hora en que el Pulcro se había ofrecido a ayudarle y le acusó de hacerle llegar con retraso a la estación. Acto seguido nos apremió para que recogiéramos nuestros equipajes y nos llegáramos sin demora al tren, pues de lo contrario lo perderíamos. Una mueca ostensiva de incredulidad, de extrañeza, de alarma, se dibujó en el semblante de Izaskun Ayestarán, que se volvió a mirarme con ojos interrogativos. Tampoco yo podía creer que nuestro camarada, luego de habernos comunicado por teléfono su propósito de acudir a mediodía a la estación en busca de billete, sólo hubiese adquirido el suyo. Percibiendo él nuestro silencio caviloso, preguntó qué sucedía. Izaskun Ayestarán le volvió ostensiblemente la espalda.
—Pues que no tenemos billete —respondí.
—¿Y a qué esperáis? Espabilad si no os queréis quedar en tierra.
—Anda, Flakúas —dijo entonces ella con mohín de enfado—, ayúdame a llevar los bultos. Viajaremos en litera. Yo te invito.
En el recinto de la estación, la cola ante el despacho de billetes se había reducido a ocho o nueve personas. Inferí de su sosiego que no se disponían a tomar el tren que en breve efectuaría la salida. Por la ventana del puesto de dulces podía verse la agitación reinante al pie de los vagones. Los altavoces ronroneaban un mensaje incomprensible. A tiempo de colocarnos Izaskun Ayestarán y yo en la fila, declaró Genaro Zaldúa su intención de embarcarse, dándonos promesa de buscarnos más tarde por los compartimientos del tren. Sin aguardar respuesta cruzó la puerta de acceso a los andenes, seguido dócilmente por el Pulcro, que le llevaba la maleta a modo de criado. Al borde de las lágrimas, me preguntó la muchacha qué opinión me merecía la conducta de Genaro. Su abatimiento me inspiró la respuesta.
—A mí —le dije— se me han quitado las ganas de emprender este viaje.
Izaskun meneó la cabeza en señal aprobativa, mientras se enjugaba con la manga un destello lacrimoso. Aceptó después un cigarrillo que le ofrecí. Tan sólo un hombre nos separaba de la ventanilla.
—¿Qué hacemos? —susurró mi amiga, como si monologara, y en aquel preciso instante se cerraron las puertas del tren y éste comenzó a moverse, primero lentamente, luego más deprisa, hasta que el último vagón desapareció de nuestra vista a gran velocidad.
—Eh, señorita, le estoy hablando y no me escucha.
Izaskun Ayestarán acercó la cara a la ventanilla.
—Realmente —dijo, tomada de súbita jocundidad—, mi marido y yo nos hemos puesto en la cola para desearle a usted las buenas noches.
El empleado tardó un instante en comprender la broma. Al fin, sonriendo con indulgencia, correspondió al saludo. Numerosas personas que venían de despedir a pasajeros embarcados en el tren que acababa de marcharse cruzaban el recinto de la estación, camino de la calle. En cualquier momento el Pulcro estaría también de vuelta, convencido previsiblemente de que Izaskun y yo viajábamos hacia Madrid instalados con comodidad en un coche-cama. Propuse a mi compañera que nos escondiéramos para pegar un susto al mocito. Izaskun Ayestarán acogió la idea con entusiasmo. ¿Qué mejor remedio que una travesura para olvidar el chasco que acabábamos de sufrir? Fuera enojos y pesadumbre. Salimos con nuestros equipajes de la estación y nos apostamos cada uno a un costado de la entrada, decididos a caer como lobos sobre nuestro joven compañero; el cual, las manos dentro de los bolsillos, despreocupadamente se acercó poco después a la emboscada.
—Ya viene —dije, y me mordí la lengua para no añadir: «tu cachorrito».
Llegó el Pulcro a la puerta y pasó de largo sin reparar en las sombras sonrientes que lo acechaban. A una señal de Izaskun lo abordamos a traición, y mientras yo mantenía sus ojos tapados, la muchacha se apresuró a desabrocharle los pantalones, con resolución evidente de bajárselos. No lo consiguió. Delatados por la gorgozada de risas que no pudimos reprimir, supo el muchacho quiénes lo atacaban, hizo un quite y se desasió. Acometido entonces por un ataque de alegría violenta, emprendió la danza más loca que se pueda imaginar, realizando tan ridículas cabriolas y voleos que no parecía sino que por debajo del atuendo le estaban picando las avispas. Al fin lo sujetamos reciamente y se sosegó. Nos suponía en el tren; pero no hizo falta explicarle lo que ya había él adivinado de sobra.
—Cortita la estada en los Madriles —se guaseó—. Y decidme, ¿son listos nuestros acólitos literarios de la capital? Me figuro que Genaro el Terrible se habrá quedado unos días más con ellos para saquearles las despensas.
Izaskun Ayestarán propuso que nos llegáramos los tres a su piso a tomar un piscolabis. Aceptado el convite, cargamos el Pulcro y yo con los equipajes y nos pusimos en camino. Por el trayecto formó el adolescente propósito de referirnos todo lo concerniente al trato vejatorio que había recibido de Genaro Zaldúa un rato antes.
—Yo, el protagonista, me hallaba en el retrete empollando notas sobre los epicúreos que me ha dejado éste —por mí—, y la chacha, o sea mi madre, en el hospital, rezando avemarias a la oreja pilosa de su suegra. Como no teníamos quien nos preparase la cena, el conde-duque dispuso que organizáramos una cofradía de cocineros y cocineras bajo su férula. Para que se me exonerase del femenino cometido…
Izaskun Ayestarán le propinó un fuerte cogotazo.
—Quería decir —rectificó el Pulcro— del trabajo indigno de un genio, alegué: a, que renunciaba a cenar; b, que debía aprender de memoria para mañana veinticinco octavas reales del Polifemo. Mis hermanas, a coro, que nanay, o todos o ninguno, y entonces el omnipotente me lleva a empujones a la cocina y, hala, a picar cebolla, niño.
—¿Y llorabas? —le pregunté en camelo.
—Como una manguera.
Izaskun Ayestarán le puso una mano consoladora sobre el hombro.
—Es fama —dijo— que lloras con facilidad.
—Me afligen las cebollas.
Coincidimos ella y yo en tildarlo de llorica.
—Las tres arpías también trataban de regocijarse a mi costa, pero he lanzado un contraataque sin piedad, empleando una de mis armas más mortíferas, que como ya sabéis consiste en recitar a Góngora con insufrible entonación nerudiana. Teníais que haberlas visto tambalearse bajo los efectos de una tripanosomiasis de origen lírico.
—Rollero.
—Mientras cenábamos la argamasa multicolor que todos menos yo llamaban pisto, me he enzarzado en una discusión con mi padre y sus tres hijas. De las que hacen historia. ¡Qué cuadro! Yo solo, acosado por la turba, sin más recursos defensivos que los endecasílabos de Góngora. Pero Góngora hiere poco en mi casa, pues mi familia es absolutamente inmune a la cultura. A todo esto, el conde-duque apresta ya la mano para una de sus habituales sesiones de percusión facial. Pero papá, que el profesor ha dicho que nos lo tenemos que aprender para mañana, te lo juro.
Acabábamos de atravesar de puente de María Cristina. La noche era fresca y despejada. Izaskun Ayestarán requirió al Pulcro para que se ajustase a lo sustancial del relato y refiriese de una vez qué pintaba Genaro en todas aquellas escaramuzas domésticas.
—A eso voy —dijo el muchacho—. Yo pretendo el dormitorio de la abuela, o, por mejor decir, lo pretendía, pues hace una hora me he enterado de que a mis espaldas se lo han concedido a la Puta A. Comprenderéis que no podía por menos de protestar. Papá, esto es nepotismo de la peor especie.
Izaskun le atajó:
—Resume, porque ya veo que amanecerá y aún no nos habrás contado ni la mitad de tus peripecias.
—Para empezar, les he dicho que me estoy haciendo hombre.
La muchacha soltó el trapo a reír y se doblaba y estremecía con espasmódica hilaridad. El Pulcro prosiguió sin inmutarse:
—Yo intentaba insinuarles que a mi edad empieza a entrañar peligro que se me haga dormir a menos de dos metros de una niña. ¿No sería más prudente que me dejasen solo en una alcoba? Las tres ratas no paraban de pitorrearse. Yo veía por el rabillo del ojo al conde-duque zampar el mazacote con cara de lápida. Desde que su madre se ha convertido en un filete putrefacto no tiene el hombre ánimo para fiestas. En realidad nunca lo ha tenido, pero ahora menos que nunca.
Caminábamos por la calle de Alfonso VIII y un momento contuvimos la risa al paso de una furgoneta policial cargada de bigotes. Al fondo se divisaba uno de los muros laterales del Buen Pastor: vidrieras ojivales y contrafuertes rematados en arbotantes que servían de alcándara a una muchedumbre de palomas adormecidas.
—En el apogeo del jajá-jijí les he lanzado la granada a las narices. Muy serio, cojo y digo: papá, pon orden, es inadmisible que tus hijas se entreguen a la algazara en estos instantes dramáticos en que la abuela está a punto de estirar la pata.
—Anda ya, eso no lo has dicho.
—Claro que sí. ¿Acaso no es verdad?
Izaskun Ayestarán, que se agarraba el vientre como si hubiera recibido un balazo, se apoyó en la pared para no caerse, mientras gesticulaba en demanda de tregua. Pero el Pulcro no tuvo compasión.
—Milagrosamente todos han sobrevivido a la frase. Mis hermanas, calladas como cementerios, me miran con un ojo y con el otro miran al conde-duque, el cual se acerca a mí en actitud manifiestamente carnicera. Mordiéndose el belfo me pregunta si ha oído bien: estirar la pata. Resuelvo responderle de un modo objetivo, pero me lo impide una bofetada que casi me lleva por delante la cabeza. Maravillado de hallarme con vida, me entero de que soy un mocoso insolente, un granuja sin alma, indigno de haber heredado el apellido de quien me golpea. El filicida me ha sacudido el polvo para largo tiempo, y por supuesto ni hablar de venir a despediros a la estación. Y ahora es cuando entra Genaro el Bestia en escena. Porque ya sabéis que como la chacha le profesa devoción, Genaro está muy bien visto en mi casa e incluso el conde-duque lo tiene por persona respetable. Acordándome de ello, me he dicho que si supiera aprovecharme de esa debilidad del tiranete lograría la suspensión del arresto. Extinguidos por fin los truenos, menciono una cita imaginaria con nuestro amigo, a quien supuestamente prometí ayer ayudarle a llevar el equipaje a la estación. El conde-duque se cree obligado a demostrar al mundo entero que soy un berzotas. Para lo cual agarra el teléfono y marca con dedo corajudo el número de Genaro. La conversación discurre por sendas un tanto confusas, aunque por descontado cordiales, faltaría más. Genaro presiente que lo han enredado en una intriga, disimula y acepta a regañadientes, pero con mucho gusto, venir a nuestra casa para enseñarle al conde-duque la maleta, el billete de tren, cualquier signo fisicoquímico que certifique su determinación de partir dentro de una hora. Llega el barbudo. Veo que en sus espadas como ojos refulge anhelo de estrangularme. Sudor torrencial mana de su rostro cuando presenta las pruebas demostrativas del inminente viaje. Al insinuar que anda justo de tiempo, más que concedérseme permiso para acompañarlo, se me conmina a ello, venga zángano, muévete o harás que tu amigo llegue tarde. Este me endosa sin contemplaciones su pesado fardo y el conde-duque me pone hora para estar de vuelta. Salimos. Antes de alcanzar la calle, comprendo que hubiera sido preferible quedarme en casa. Genaro está que muerde por haberle hecho venir. Me mete prisa, me increpa, me insulta, me reprocha. Que para qué se ha duchado y vestido muda limpia, ahora tiene la ropa sudada. Ni que lo digas, pienso, ¿te crees que no canta?, si hasta los pobres pajarillos levantan el vuelo cuando te acercas. Que si no es por mí ya habría llegado a la estación, gilipollas. Que como se le escape el tren me expulsa de La Placa, imbécil. Que si voy a ver lo que es bueno, llevarás mi equipaje hasta la mismísima puerta del vagón, y apresúrate, desgraciado. A la altura del cine Astoria ya no puedo más. Le sugiero que tomemos un taxi que se veía allá cerquita, la mar de fresco. Conforme, dice, ¿llevas dinero? Y sin esperar la respuesta me ha traído a la baqueta hasta la estación, que yo no sé cómo no me he desmayado por el camino. Imaginaréis el gozo que me produce saberlo a estas horas tren arriba, tren abajo, buscándoos en balde. Sois mis únicos amigos y por tanto los mejores.
Así entretenidos, llegamos ante el portal de Izaskun, donde el Pulcro declaró su intención de abandonarnos, pues suponía a su fiero padre aguardándolo en casa con el reloj en una mano y el rebenque en otra. La muchacha trató de persuadirlo a que nos acompañara al piso. Le prometió que una vez arriba ella hablaría por teléfono con su padre. El Pulcro respondió que no, que temía una nueva tunda antes de acostarse. Pero en esto descubrió mi revista sobre insectos y, engolosinado con ella, determinó subir con nosotros al piso para ojearla. Izaskun Ayestarán telefoneó sin demora a don Raúl Matallana, que al instante se tragó lo de los treinta minutos de retraso. Se mostraba, con todo, impaciente por saber cuándo volvería Genaro Zaldúa de comprar el periódico. Izaskun Ayestarán se puso nerviosa.
—Si no se fía usted de mí —dijo—, aquí llega Hilario que le podrá informar.
Y mascullando una palabrota, depositó el auricular en mis manos. Yo confirmé la ausencia de nuestro amigo, a quien se me antojó trasladar del puesto de revistas a una cabina situada en el paseo de Francia, ya que el teléfono de la estación estaba ocupado por nosotros. Añadí, mientras Izaskun Ayestarán, a mi lado, susurraba que cortase el rollo, que a Genaro le urgía comunicar una noticia importante a su madre.
—Si usted lo desea —dije—, yo podría ir en una carrera a buscarlo.
Don Raúl Matallana, hombre impulsivo y excitable, se apresuró a responder que no, por dios, y acto seguido solicitó hablar con su hijo, que temblando de miedo se puso al aparato. Con la oreja cerca del auricular oímos que le concedía de mala gana una prórroga de media hora, ni un segundo más o te acordarás de tu padre para toda la vida.
—Y no se te ocurra fumar porque te oleré la boca —dijo, y sin haber dejado al Pulcro pronunciar palabra, colgó.
La cocina se hallaba igual de sucia que la antevíspera. Comisionado por la muchacha, inspeccioné el frigorífico y la fresquera en busca de víveres. Ella había pasado al piso contiguo, el de sus padres, para aprovisionarse de pan y bebida. El Pulcro se acomodó a la mesa y hojeaba complacidamente la revista sobre insectos. Le invité a observar algunas cucarachas que correteaban por el suelo. Supuse que le interesaría examinarlas de cerca; pero se conoce que esa tarde estaba por la teoría con preferencia a los métodos empíricos, y se limitó a sugerirme que atrapara unas cuantas y las añadiese a la sopa. Tomé del aparador un bote de espárragos de Andosilla y me apliqué a abrirlo con un abrelatas roñoso. Estando en ello volvió Izaskun Ayestaran con pan, vino, almendras, higos chumbos y dos manzanas. Eso cenamos mientras el Pulcro, sin hambre ni ganas de desperdiciar comiendo su media hora de libertad, amenizaba nuestra colación mediante la lectura de curiosidades entomológicas. Tenía yo la cara alzada a fin de introducirme un espárrago en la boca cuando mencionó una clase de cestodos que se muda al cuerpo de las ratas al devorar éstas gusanos de la harina. Izaskun Ayestarán, de burla, desmenuzó un pedazo de pan y fingió buscar parásitos dentro de las migas. El Pulcro nos mostró después la imagen de un ciempiés originario de Nueva Guinea, capaz de proyectar veneno a setenta centímetros de distancia. Acto seguido leyó un párrafo acerca de unos bichitos de la India, que, cuando los niños duermen, penetran en sus intestinos a través del ano. A este punto no hubo más remedio que amonestarle. Le advertimos que si seguía con aquellos temas se nos iba a indigestar la cena. Dio él palabra de dejarnos comer tranquilos; pero luego, olvidando la promesa, llamó nuestra atención sobre un estudio en que se afirmaba que los piojos pueden ocasionar el bronceado de la piel en las personas. El asunto interesó a Izaskun Ayestarán. En adelante, dijo se relacionaría preferentemente con desastrados.
Al fin le llegó al Pulcro la hora de marcharse. Comoquiera que aún no hubiese terminado de ojear la revista, me la pidió prestada. Yo consentí en ello a condición de que al día siguiente, a su vuelta del hospital, me la devolviese. Esto acordado, tomó un cigarrillo, varios higos chumbos con que pensaba hacer desaparecer de la boca el olor del tabaco y se despidió con mucha pena, dijo, de dejarnos. Desde la cocina le oímos bajar a toda pastilla los escalones.
—Este muchacho es un sol, ¿no crees? —me preguntó Izaskun Ayestarán.
En efecto, apenas se hubo ido comenzó la noche.