La tarde que Checho Aizpurua fue detenido hice creer al Pulcro que a las seis sin falta debía hallarme en la piscina, porque a esa hora estaba prevista la actuación de un grupo de trampolinistas venidos desde Barcelona con el propósito de mostrarnos una nueva técnica de saltos. Mi compañero se dio más prisa que nunca en ojear los libros de mi biblioteca, mientras fumábamos un puro a medias; le presté un fajo de apuntes sobre teoría literaria y salimos. Yendo en el autobús, comenzó a llover. Nos apeamos como de costumbre delante de la catedral, donde me preguntó si había inconveniente en que él asistiera a la exhibición de los catalanes. Para significar que podía costearse la entrada, me enseñó un puñado de monedas sobre la palma de la mano. Le respondí que en nuestro club estaba muy mal visto llevar mirones a los entrenamientos. Al respecto le relaté el caso de un chaval, excelente nadador, que había aparecido un día con su novia, y como el resto se negase en redondo a meterse en el agua hasta tanto que la intrusa se hubiera ido, al entrenador no le quedó más remedio que expulsarla. Con ella se marchó su bienqueriente, que por despecho abandonó la natación. Y tras contarle esa trola, nos despedimos hasta la tarde siguiente. El Pulcro se alejó camino de su casa, siguiendo la misma calle por donde yo debía dirigirme a mi destino secreto. Ni corto ni perezoso tomé la dirección opuesta; pero no bien hube llegado al soportal me detuve detrás de una columna, a cuyo amparo permanecí escondido el tiempo que le costó a mi compañero doblar la esquina. Extraje entonces un frasco de colonia que llevaba oculto en un bolsillo de la chaqueta y, perfumándome derramadamente, me puse en camino hacia la calle de Urbieta, donde a las seis de la tarde tenía una cita con la felicidad.
Sentía un turbio desasosiego, un canguelillo tenaz desde las once de la mañana, cuando por teléfono habíamos concertado aquel encuentro íntimo. De pronto, mientras andaba entre la muchedumbre, me tomó tal excitación que empecé a temblar y a padecer apuro de vientre y a llenarme de calor y de un miedo grandísimo que derivó hacia el pánico cuando, al mirarme en la luna de un escaparate, descubrí que llevaba en desorden el peinado. En el cruce de Urbieta y San Martín el autobús de Amara había embestido a un automóvil. Rodeados por un corrillo de paraguas, los dos conductores discutían y se increpaban a grito limpio. Miré el reloj. Faltaban diez minutos para la gran hora, para la hora triunfal en que mi biografía debía alcanzar una de sus cúspides más elevadas. Sin perder un segundo me llegué corriendo hasta una taberna de la calle de San Bartolomé. Ante el espejo del retrete recompuse mis cabellos y a continuación me vacié de orina, horrorizado por la idea de que me importunase la vejiga en un momento crucial de la vida de cualquier varón. Enjuagué después mi boca con colonia, decidido a exhalar esa tarde el aliento de los ángeles, razón por la que retuve el sorbo hasta salir a la calle, donde lo escupí.
En la acera de enfrente, un descargador con bata blanca ensangrentada transportaba en hombros un cuarto descomunal de vaca. A la vista de la carnuza di en la cuenta de que no se me había ocurrido comprar ningún obsequio para la gentil personita que en breve me abriría la puerta de su casa. El retraso ya era inevitable, pues pasaba un minuto de las seis. Me dije entre mí: una demora se puede justificar (el Pulcro, que me ha entretenido, el autobús que ha chocado con un coche); lo que de ningún modo lograrás disculpar es la bajeza de presentarte de vacío, como quien a banderas desplegadas viene en busca de su personal provecho. Así pensando, corrí hasta una librería de la calle de Urbieta, donde mi brusca entrada suscitó un respingo de alarma entre las dependientas. Tres personas me preguntaron simultáneamente qué deseaba. Respondí, jadeando, que un libro cualquiera escrito por mujer. Se percataron de mi prisa y me ofrecieron uno que tenían a mano, de Simone de Beauvoir, que acepté al momento, sin hojearlo ni reparar en el título ni en el precio. Me lo envolvieron para regalo, pagué y me fui tan deprisa como había venido, dejando olvidada adrede, al lado del paragüero, la bolsa con los avíos de nadador.
Una especie de vértigo me dominaba cuando llegué al edificio, en uno de cuyos innumerables habitáculos supuse que había de probar esa tarde, por vez primera, las dulzuras del amor físico. Como si el destino que me deparaba fortuna tan deleitosa se hubiera propuesto resaltarla por medio de una antítesis, nada más entrar en el portal hallé a la sombra de un rincón un velador cubierto con un paño negro. Encima podía verse una palmatoria con su vela encendida, a su lado un tintero y delante, sobre una bandeja de peltre, pluma y papel para que los visitantes estampasen su firma en señal de duelo por algún vecino fallecido recientemente. Vi en ello un buen augurio y pasé adelante. Apenas hube comenzado a subir las escaleras oí tacones que bajaban. En la penumbra de un descansillo topé con ella, que al verme dio un repullo, como sorprendida de encontrarme. Acicalada y olorosa, antes que le pudiera hablar me rodeó el cuello con sus brazos y comenzó a prodigarme besos y zalamerías. Luego, en tono de lamento, me hizo saber que no podía quedarse conmigo esa tarde porque alguien que significaba mucho para ella la había llamado de improviso y solicitado consuelo y ayuda a fin de superar un mal trago y tal y cual.
—Tú me comprendes y perdonas, ¿verdad, Flaco?
No la quise contrariar. Estaba tan bonita, tan seductora con sus gruesos labios pintados, la fragante melena suelta, el abrigo de conejo que acababa al par de la minifalda, que no pude menos de sentirme indigno de gozarla. Excesivamente hermosa para mí, pensé. En esto, metiendo una pierna entre las mías, premió mi docilidad mediante un beso largo, lenguoso, que hasta bien entrada la noche había de dejar en mi boca un melancólico sabor de carmín. Al oído me susurró que se moría de ganas de acostarse conmigo, porque a los tipos cojonudos como yo, dijo, no hay chavala que se resista. Se desasió después, y reparando en el paquete que yo llevaba, adivinó que contenía un regalo para ella y en prueba de agradecimiento tomó con ambas manos mi cabeza y atrajo mi boca a la suya, que pensé bebía de mí como de un cuenco. Extrajo a continuación del bolso un manojo de llaves y me lo entregó, indicándome con cuál se abría la puerta de su piso; así podría yo, dijo, dejar dentro el regalo y, si se me antojaba, ponerme cómodo, ojear su álbum de fotografías, servirme una bebida. Me rogó que a mi marcha escondiese las llaves debajo del felpudo.
—Me gustas mogollón —dijo en aquella jerga al uso a que era por demás aficionada, me lanzó un besito presuroso con la mano y se alejó a paso de carga, trapaleando por las escaleras.
Se apagó la luz y, acodado en el pasamanos, me puse a rumiar en silencio mi desilusión. La oscuridad olía a la muchacha. Sonaban de vez en cuando ruiditos misteriosos: quizá el crujido de algún astillazo, de alguna recóndita dentellada de roedor, quizá la pequeñísima rajadura que anuncia el hundimiento del edificio a la vuelta de varias décadas, cuando ella fuera una vieja gorda que saca a pasear su perro de lanas y yo el señor calvo y triste que a decir verdad ya entreveo en el espejo. Pensé que un viaje me sentaría bien, concretamente un viaje en picado a través del hueco de aquella escalera, la forma más efectiva y rápida de librarme de tantos incordios y desazones, de tantos chascos y zozobras que le cuelgan a la vida como al árbol sus frutos. Largo rato permanecí a oscuras en el descansillo, absorto en meditaciones funestas, el inútil obsequio en una mano, el racimo de llaves en la otra. De pronto me exaltó una idea, en que cifré mi esperanza de resarcirme de la enorme decepción que me roía. Impelido de repentina vitalidad, bajé saltando los escalones. En primer lugar me dirigí a la librería, donde recobré la bolsa y donde amablemente consintieron en cambiarme el libro por otro bastante más barato, luego de darles a entender que el de Simone de Beauvoir ya lo poseía la persona a quien había pensado regalarlo. Fuera seguía lloviendo. Oscurecía y todos los escaparates estaban iluminados. Traté, sin éxito, de recordar dónde habría una ferretería por aquella zona. Resolví preguntarle a un transeúnte, cuya indicación precisa me condujo calle de Urbieta adelante, hasta una tienda oscura, frente al mercado de San Martín, donde hice confeccionar copia de dos de las llaves que mi compañera me había confiado: la del portal y la de su piso, al cual regresé sin pérdida de tiempo.
En el cuarto de baño me sequé con una de sus toallas. Había pelos de ella, largos y negros, por doquier: en el lavabo, en la bañera, sobre las baldosas, y había mucha suciedad y desbarajuste, no sólo allá, sino por toda la casa, y en especial dentro de la cocina, donde vi platos con restos cubiertos de moho. Busca que busca hallé por fin una taza medio limpia en que servirme una cerveza que cogí de la fresquera, por cuyas baldas iban y venían a su placer algunas cucarachas. El cubo de la basura, rebosante de desperdicios y con la tapadera abierta, se me antojó la caja de Pandora de los hedores. Traté de cerrarlo, pero tenía el pedal roto. Un desorden semejante reinaba en la sala de estar, y más que un desorden, una fiesta del caos que no se podía mirar sin sonreír: discos fuera de su funda desparramados sobre la alfombra, junto a una balumba de zapatos, cojines y ropa; una mesita de cristal en el centro y encima de ella un bote raso de colillas, la máquina de escribir, revistas del corazón, envoltorios de chocolatinas, librillos de papel de fumar, vasos, un termómetro, una tetera churrienta; el televisor en el suelo, sobre una pila de periódicos; una vitrina abarrotada de baratijas y de libros hacinados a la diabla; sobre el sofá, una canastilla volcada de la que salía un vómito de hebras enjaranadas, alfileres, carretes de hilo, dedales, tijeras y otros utensilios de costura.
El dormitorio presentaba un aspecto más ordenado, aunque tampoco escaseaban allí las prendas tiradas ni la pelusa. La mitad del espacio lo ocupaba el lecho, sobre cuyas revueltas cobijas se amontonaban muñecos de diversas formas y tamaños. Destacaba por sus dimensiones un león tuerto de peluche. Junto a la cama, en un rincón, había una lámpara de pie con el ribete descosido, y entre ella y la ventana con vistas a un sombrío patio interior, una cómoda de cinco cajones que me puse a registrar con deleite morboso. En uno de ellos encontré una copiosa colección de lencería. Después de manosear las prendas a mi antojo, me tomó capricho de apoderarme de una braga azul de seda con encajes. Antes de guardármela, hecha un burujo, en el bolsillo, la rocié con gotas de un perfume que se hallaba a la vista. Me di después a hurgar en el armario, en un baúl destinado a ropa sucia y al fin en la mesilla de noche, dentro de la cual había un sinfín de medicinas, una pera para lavativas, un joyero, un diafragma de goma (que no me privé de oler), y en un cajoncito superior, junto a pañuelos y postales, el gran tesoro: su diario.
Me senté en el borde de la cama, abrí la pequeña agenda de pastas rojas y me dispuse a recrearme con la lectura de confidencias previsiblemente amenas; pero enseguida me acometió un ansia vibrante que me obligó a desistir de mi propósito. Las manos me temblaban de excitación. Imposible leer un solo párrafo en esas condiciones. ¿Qué hacer? ¿Llevarme el diario? Absurdo, se notaría. ¿Volver en otra ocasión para ojearlo con la debida calma? El reloj me dio la respuesta: faltaban apenas veinte minutos para el cierre de los comercios. No había tiempo que perder. Descendí a todo trapo las escaleras del edificio y en dos zancadas llegué a cierta papelería situada en la cercana calle de Urdaneta, donde estuve fotocopiando páginas hasta que el dependiente, harto de advertirme que ya era la hora de cerrar, desconectó la máquina. De vuelta al piso, restituí el diario a la mesilla de noche, oculté las llaves conforme a las instrucciones de mi compañera, y casi tan contento como si hubiese disfrutado del favor prometido que no recibí, me marché. Al llegar al portal, me detuve junto al velador cubierto con el paño negro. A punto de añadir mi nombre a la larga lista de firmantes, discerní a un costado de la hoja la esmerada caligrafía del Pulcro Matallana, su sentencia de costumbre, que modifiqué a mi gusto, dejando escrito: «El amor es una falacia».