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Falté a clase la mañana que los estudiantes, congregados en el paraninfo, resolvieron hacer huelga en su honor. Se corearon consignas y se entonó el Eusko gudari frente a la imagen del nuevo héroe, pegada en el centro de una ikurriña. Me contaron que se produjo un intento de tumulto. Lo frustró el aroma de tortilla de patatas que en aquellos instantes se difundía por los pasillos; y así, la proyectada rebelión terminó, al poco de su comienzo, con una afluencia multitudinaria de agitadores a la cantina de la facultad, donde almorzaron pacíficamente, como de costumbre. Un día después, a mi llegada al aula, vi el ramo de rosas sobre el asiento que ningún estudiante se habría de atrever a ocupar hasta el final del curso, y entonces me enteré de lo ocurrido. Me impresionó más la silla vacía que los confusos relatos que nada sustancial añadían a la información que posteriormente leí en los periódicos. Una grandísima inquietud me impedía atender a las abstrusas disertaciones de los profesores. Por fin, antes de la conclusión de las clases, me escabullí del aula, y llegándome con presteza a la orilla del río, arrojé a la corriente los apuntes sobre Aristóteles que ya nunca habría tenido ocasión de devolver a su dueño. De esta forma recobré la tranquilidad. Por la noche, mientras dormía, imaginé con profusión de detalles la emboscada. Se la referí otro día a Antxón Villar, olvidando, quizá adrede, declararle que se trataba de un simple sueño. No hay duda de que él anduvo propalando mi fábula, pues discurrida una semana se la oí repetir sin apenas variaciones a un desconocido junto a la barra de la cantina. Por espacio de un mes aquel sueño llegó a convertirse en una obsesión de mis noches, hasta que una madrugada, desesperado, salté de la cama y lo escribí. Fue un largo, penoso esfuerzo que se prolongó durante horas y me dejó agotado, devolviéndome, a cambio, la paz:

«Pronto anochecerá y hacia este lado del monte los helechos bordean la entrada de la curva y tras ellos se yergue un roble solitario que se recorta casi negro sobre los agonizantes resplandores de atardecida y hay bellotas diseminadas por la tierra musgosa y buen sitio para cerdos, piensa, mientras vigila con el índice en el gatillo, y el lugar entre Urnieta y Hernani, es elevado y permite atalayar obra de trescientos metros de recta en pendiente y por la abertura de la capa olivácea asoma el cañón del subfusil y la patrulla habrá llegado hace una hora más o menos y desde entonces no ha cesado un instante de llover y ya es casualidad, apearse de la furgoneta y caer las primeras gotas, y es como una maldición, toda esta tierra y poblaciones son una maldición, al menos para él y para los que son como él, y ahora que está apartado de los compañeros podría guarecerse bajo el árbol y aguardar sin apenas mojarse la orden de regreso, aunque sabe que si se retira junto al roble perderá de vista la carretera y los otros quedarán expuestos al peligro, que en esta región maldita se paga a menudo con la vida, y las instrucciones que ha impartido el teniente daban a entender con claridad que están de caza y ahora ya todos saben que el control a la salida de la curva es una encerrona destinada a capturar a una presa que llegará de un momento a otro al volante de un Renault y cada vez que ve subir por la cuesta un coche de esa marca el corazón se le desboca y sus sienes palpitan y sus manos tensas aferran con resolución el arma y al roce de los helechos goteantes se empapan sus pantalones por debajo de la capa sobre la que la lluvia emite un sordo y tenaz repiqueteo y adondequiera que dirige la mirada no advierte más que signos de inhospitalidad y de inclemencia y por nada del mundo debe relajar la guardia, pues va en ello su vida y la de sus compañeros y, con todo, en los breves intervalos en que no se ve ningún coche por la carretera se agacha a recoger algún que otro níscalo que guarda con cuidado en los bolsillos del uniforme y si al término de la operación no se han deshecho podría preparar mañana un plato suculento para los amigos y a lo mejor también si se deshacen y la oscuridad se levanta paulatinamente desde la entraña del valle y bajo el murmullo soñoliento de la lluvia el campo se puebla de sombras acechantes y al otro lado de la carretera, en el talud donde flota la niebla estancada, los macizos de aulagas adquieren perfil de enemigos agazapados y en el fondo los arbustos señalan el curso sinuoso del riachuelo, más allá del cual un campo de maíz con pinta reseca se prolonga ladera arriba hasta un huerto lindante con un caserío, fachada blanca, ventanas asimétricas y un alero muy saliente sostenido por maderos que arrancan de la pared, y hay en el tejado una buhardilla destinada a palomar y a un costado de la casa, delante del portón, se alza un no se sabe si castaño o nogal entre cuyas ramas van y vienen zureando las palomas y detrás de él se divisa un cobertizo de piedras a hueso que alberga un arado y a la derecha nace el camino que poco después, a la altura de una ringla de metas, se bifurca y un ramal, el camino propiamente dicho, desciende hasta la carretera y el otro, que es un sendero de hondos relejes, flanqueado de manzanos, atraviesa monte arriba el pastizal hasta perderse en un bosquecillo de abetos y en el ángulo que forman los dos caminos al separarse un hombre y una mujer embostan un terreno labrado y el hombre, subido al carro, esparce estiércol con un bieldo en tanto la casera guía la yunta de bueyes taheños provista de una aguijada y ambos cubren sus cabezas con sendos sacos de arpillera y ella calza botas negras de goma y por el aire, hasta el escondite de helechos, en la ladera de enfrente donde él vigila y recoge setas, se difunde olor a estiércol, a tierra removida, a putrefacción vegetal, a musgo, a otoño, y una comadreja saltarina surge de entre las matas que bordean el talud y alza el hocico y husmea y sin que nadie le haga nada arranca a correr y desaparece a toda mecha por donde había salido y en una espesura al fondo de la recta centellea el punto rojo de una linterna y al verlo arroja él un hermoso níscalo que acababa de encontrar y empuña el arma con ambas manos, pues aquella lucecita del color de la sangre es la seña convenida para avisar que se acerca un Renault y en breve los dos faros encendidos enfilan la cuesta y aún no es noche cerrada y por eso, cuando pasa el vehículo cerca del helechal, él acierta a entrever el perfil barbado del que conduce y segundos después suena el chirrido del frenazo y los dos caseros interrumpen la labor y miran hacia la carretera donde alguien grita, quizá el oficial, y sus voces son apagadas por el súbito traquido de un pistoletazo y ráfagas de subfusil barren las aulagas y una sombra ágil se escabulle por donde poco antes lo había hecho la comadreja y él salta a la carretera y la sangre le hierve en el cuerpo mientras corre en pos del fugitivo y la capa entorpece su carrera y los níscalos revientan en sus bolsillos y desde el borde del ribazo dispara a la ventura un cargador completo y a tiempo de encajar otro le llegan refuerzos por la izquierda y los tallos del maizal caen tronchados bajo la lluvia de balas y en medio de la frenética confusión no se percatan de que presentan un blanco fácil y en esto un tiro suelto proveniente de la oscuridad los obliga a echarse cuerpo a tierra y apretados contra el lodo aguardan la orden de persecución, pero lo único que en esos instantes se oye son los gemidos del oficial caído en el asfalto y unos minutos después la patrulla de relevo que se encargará de rastrear la zona en busca del prófugo mientras ellos se retiran con el otro, un estudiante obeso al que medirán las costillas dentro de la furgoneta blindada y por la noche en los sótanos del cuartel para que cante todo lo concerniente a los explosivos encontrados en el maletero del Renault y quién era el hijo de puta de las barbas que le ha metido un balazo en el muslo al oficial y otro día los periódicos publicarán el retrato del militante de ETAm capturado, alias Gizena, a quien la Guardia Civil supone miembro del comando terrorista que recientemente atentó contra las tuberías de conducción de agua de la empresa Michelín-Lasarte e imputa la participación en las explosiones del verano pasado en Fuengirola, Torremolinos y Gerona, así como en el tiroteo que causó la muerte de un guardia civil a primeros de año en el pueblecito guipuzcoano de Itziar».