40

Por aquellas fechas otoñales, recién comenzado el nuevo curso, maquinó el Pulcro Matallana el remedio repugnante con que quiso escarmentar a quienes se divertían hincándole el dedo por el orificio del Josu. A raíz del incidente cundió de nuevo la discordia entre los miembros de La Placa y durante algunos días fueron suspendidas todas las actividades y reuniones. De este modo dispuse yo de tardes enteras para dedicarme a mi ocupación principal de aquella época: la copia a mano de apuntes ajenos, tarea que no emprendía por gusto del aprendizaje; antes bien, por la obligación de mostrarle a la Petra cada domingo los frutos de mi trabajo. Comoquiera que me pasase las noches leyendo y las mañanas en la cama, los constantes novillos me imponían aquel desagradable oficio de escribiente, que yo ejercía no sin artimañas. Y así, trazaba de propósito las letras gruesas y los renglones más separados de lo que comúnmente se acostumbra, lo uno para escribir menos, lo otro porque me di cuenta de que mi indocta hermana subordinaba la calidad al bulto. A su manera, no obstante, revisaba también el contenido, cotejándolo con el de los capítulos correspondientes de los manuales o comprobando si entre los apuntes de una y otra semana existía alguna suerte de continuidad. Dedicaba quince y veinte minutos, y a veces más, a indagar inútilmente dónde la engañaba. Los párrafos sobre materias filológicas le resultaban por demás abstrusos, y a fin de poder orientarse entre ellos se veía con frecuencia forzada a solicitarme explicaciones en las que yo me explayaba a posta para herir su amor propio, de paso que ridiculizaba sus sospechas. Años atrás nuestros padres no habían podido costearle como a mí unos estudios. Yo percibía cada domingo, con secreta complacencia, el temblor envidioso de sus manos mientras inspeccionaba mis papeles y se esforzaba en fingir que los comprendía.

Una tarde de octubre, obra de las cinco, me hallaba en mi cuarto transcribiendo apuntes que me había prestado Checho Aizpurua la última vez que se le vio en la facultad, cuando sonó el timbre. Abrí la puerta y el corazón me dio un vuelco. La sorpresa no podía ser mayor ni más desagradable. Con su habitual sonrisa de pilluelo, el Pulcro me tendió a modo de saludo un palito de examinar gargantas. Simulando que me alegraba de verlo y de su dádiva, lo invité a entrar. ¿Habría elegido mi casa para refugio, luego de haber declarado días antes su firme resolución de escapar de la suya sin pérdida de tiempo? Nos dirigimos a mi cuarto, donde le ofrecí asiento y él me hizo saber la razón de su visita.

Jovialmente me refirió que venía de pasar la tarde en el geriátrico, acompañando a la abuela, que había sido ingresada en muy grave estado la noche anterior. Al hospital, un edificio de nueva construcción situado a media ladera de una colina, se accedía por una pendiente empinada que principiaba en la trasera de mi casa. El Pulcro lo calificaba, con ostensible placer, de «moridero de carcamales». No escondía su fascinación. Afirmó, entre otras cosas, envidiar a los enfermeros que entraban a su capricho en las habitaciones y podían permitirse, por ejemplo, tocarles los pies a los agonizantes. Dijo también haber experimentado arrobo contemplando a un vejete que se vaciaba de gargajos al abrigo de unas plantas de interior. Escenas de ese jaez me describió unas cuantas, con entusiasmo comparable al de un niño feliz que hubiese asistido por primera vez en su vida a una sesión circense. De ese modo pasamos el resto de la tarde, y cuando al fin llegó la hora de despedirnos, me declaró su intención de visitarme todos los días a su vuelta del hospital.

La tarde siguiente también vino y otras más, siempre complacido por el cuadro de decrepitud que presenciaba en el geriátrico y siempre provisto de algún objeto de regalo para mí: un frasco de píldoras, un tenedor, supositorios, una tuerca de cama, un pequeño crucifijo, hasta un bacín de los que llaman guitarro, que sólo de verlo casi arranco a vomitar. En vano le pedía yo que no me trajese nada. Él replicaba amenazándome con regalarme cosas cuya simple mención bastaba para ponerme al borde de la náusea.

Contó que por primera vez en su vida había merecido el elogio de sus padres. Estos, que por supuesto ignoraban los aviesos designios del truhán, no ocultaban en medio de su pesadumbre la emoción que les infundía aquel amor del nietecito por su abuela moribunda. Cierto que el muchacho representaba para ellos una fuente inagotable de problemas. Sin ir más lejos, repetía curso en el colegio. Pero, como nos dijo por entonces su madre, él era, de los cuatro hijos, el único que en aquellos difíciles momentos para la familia había demostrado poseer corazón; todo lo contrario de sus hermanas, que ni a rastras se hubiesen dejado ver por el geriátrico. Lástima me daba a mí la ceguera de aquella gente que, no barruntando la malicia del desalmado, encomendó a éste la custodia de la enferma entre tres y cuatro y media de cada tarde. Doble agonía se me hace que padeció la anciana: la del cáncer y la del nieto.

La enfermedad de la abuela procuró al Pulcro días de gozo. Desde el comienzo de sus visitas al hospital vivía sumido en una especie de euforia morbosa, que se manifestaba en cada una de sus palabras y gestos, sobre todo cuando se ponía a describirme el cuerpo desmedrado de la vieja y hacía recuento minucioso de lacras, recreándose en los pormenores más crudos, más feos, más desagradables. Mencionaba, como si de las piezas de un divertido juguete se tratase, la espalda salpicada de úlceras dérmicas; los pies violáceos, recubiertos de escamas, con grietas purulentas entre los dedos; las piernas frías, llenas de varices; el vientre hinchado; las tetas pasas; la cara inmóvil, revestida de cadavérica amarillez; la calavera abriéndose paso a ojos vistas entre las facciones. La abuela había perdido el habla antes de su ingreso en el hospital. Conservaba, sin embargo, el conocimiento, de suerte que, a menos que durmiera, no debían de pasarle inadvertidas las diabluras que el nieto pérfido le hacía diariamente. Una de ellas consistía en «encanarla», vocablo inventado por el Pulcro para designar la acción de cortarle canas a la desvalida e introducírselas en las narices, las orejas o la boca. «Lunearla» significaba pintarle lunares negros con un rotulador, uno aquí, otro allá, siempre en alguna zona recóndita del cuerpo a fin de que no llamasen demasiado la atención. Ningún obstáculo estorbaba sus caprichos. Ni la abuela octogenaria podía dar cuenta del suplicio a la familia ni en el tiempo que le habían asignado al Pulcro para cuidarla se encontraba nadie más presente en la habitación. Contaba él que a menudo abría la ventana de par en par con el objeto de que las moscas se llegasen al hedor. Se daba después a cazarlas, y arrancándoles las alas, las ponía a corretear sobre el rostro inmóvil de su abuela. A esto llamaba «mosquearla». La hora se la anunciaba como campana de iglesia, golpeando con una cucharilla en la botella de suero, y otras veces se entretenía colocándole manzanas o granos de uva sobre las cuencas de los ojos y contemplando cómo se sostenían allí sin menearse. Gran iniquidad era importunar a la moribunda tratando de sonsacarle información acerca del morir. Con ese propósito tomaba asiento a su costado y le preguntaba al oído qué se siente en el curso de la agonía, si se experimenta dolor, miedo, congoja, el dulce abandono y fatiga apacible a que aluden algunos libros sobre el tema, si en aquel trance postrero acuden a la mente imágenes de ultratumba; si se escuchan voces, gritos, cánticos, trompetas, lamentos, rechinar de dientes; si se vislumbran llamas, tinieblas, criaturas de Dante, de El Bosco o de Quevedo; si huele a podrido; si hay tráfago de almas; si anda dios juzgando a destajo; si se divisa en la masa de difuntos a tal escritor o cual rey, cuyas fisonomías procuraba él describir de la manera más exacta posible. Oyéndole desatinar así, recelé que pretendía quedarse conmigo, y para que comprendiese que no soy persona que no distinga una palangana de un sombrero, se lo dije y le señalé una contradicción en que incurría. Y era que según él me había referido en repetidas ocasiones, ya antes del ingreso en el hospital tenía su abuela perdida la facultad del habla, por lo que se me figuraba un si es no es dudoso que estuviese la mujer en condiciones de contestar a sus preguntas. Replicó sin inmutarse que el problema estaba casi solucionado. Una semana atrás se le había ocurrido el remedio mientras veía en televisión un número circense con chimpancés amaestrados.

—Mi código —peroraba con aire de docta socarronería— entraña diversas ventajas. Cabe resaltar al menos dos. La primera de ellas radica en su sencillez, que garantiza un rápido aprendizaje. Desgraciadamente, en el caso de mi abuela, dada su edad y decrepitud, pero sobre todo a causa de su origen aragonés, el proceso de asimilación es muy lento. La otra ventaja se deriva del escaso esfuerzo que requiere la emisión de señales. Para cada pregunta que le formulo dispone la abuela de tres respuestas posibles. ¿Adivinas cuál es su órgano expresivo?

El convencimiento de que todo era patraña me inspiró la chusca salida:

—El coño, por supuesto.

—Pues no, el pulgar. Una flexión significa respuesta afirmativa —y doblaba ostensiblemente el suyo, como si me considerara incapaz de entender la mera explicación verbal—, dos flexiones respuesta negativa, dedo quieto no sé, no hay respuesta.

—Supongo que te lo habrá contado todo acerca del más allá. ¿Cómo se llama la religión que vas a fundar?

—Contarme, lo que se dice contarme, no me ha contado nada. Has de tener en cuenta que nuestro método de conversación se halla todavía en fase experimental. Esta tarde, sin ir más lejos, la abuela ha reaccionado positivamente a una pregunta, lo que demuestra que me entiende.

—¡Qué bien! ¡Por fin sabremos de qué marca es la túnica de dios!

—Le he preguntado: abuelita ¿te apetece que te lea un epicedio? Y ella ha movido el dedo para indicarme que sí.

Me picaba la curiosidad por saber con qué intenciones sometía a su abuela a tales tormentos y se lo dije. Estuvo un cuarto de hora justificándose: que si tal, que si cual, que si en penitencia por haber parido a su padre. Me pareció que todo lo hacía por divertirse y que ni siquiera tenía conciencia de su comportamiento innoble.

A veces, durante sus visitas, gustaba el Pulcro de hablarme conforme al estilo de alguna obra que a la sazón estuviese leyendo o hubiese acabado de leer. Mostraba en ello mucha gracia y agudeza, que en vano me esforzaba yo después en imitar a solas. Una tarde llegó a la casa «guilleneando», que era hablar al modo de los poemas de Jorge Guillen:

—¡Albricias! ¡Plenitud de saludo! Ciudad en son de calor. Yo sudo.

Y de esta manera estuvo parloteando durante un rato.

—Ardor. Sed completa. Ya que —luz— no teta darme puedes, fragua mi dicha con agua.

Estoy viéndolo, repantigado en mi viejo sofá verde, remedar a Borges, a Miguel Hernández, a Valle-Inclán, o informarme acerca del estado de salud de su abuela en lengua del Siglo de Oro, según acababa de contagiársele leyendo el Discurso de mi vida, del capitán Alonso de Contreras, que yo le había prestado la víspera. A este modo lo llamaba «siglorear».

—Hale remitido la fiebre a la vieja, mas la menguada continúa descaecida, débil el aliento y pocas las fuerzas, que no le alcanzan ni para cerrar la desdentada boca, la cual tiene de contino abierta como pozo airón por do sin remedio húyesele la existencia. Pues del hedor a podredura y orines, a excrementos derramados por las cobijas y úlceras purulentas qué diré sino que juzgo harto más gozoso dejarse lamer de puercos que velar un cuarto de hora a la vera de tan formidable pestilencia. A fe que con una docena de estas viejas moribundas embutidas en carcaxa proveeríase nuestro ejército de una temible bomba fétida, la más letal que labró nunca la industria humana.

Pronto me acostumbré a la visita diaria del payasete y aun terminé acogiéndolo de buen grado, no sólo a causa del entretenimiento que me procuraba con sus ocurrencias, sino también porque me ayudaba en mis faenas de copista, dictándome apuntes. Le tomó afición a la filología y a menudo declaraba su propósito de no descuidar sus obligaciones de colegial a fin de convertirse lo antes posible en estudiante universitario. Deseaba afrontar materias arduas y apasionantes y dignas de su caletre, decía, en vez de las paparruchas que le obligaban a aprender en la cochiquera. Con aire resignado me refirió que aún le enseñaban canciones y debía soportar asignaturas como la gimnasia o la religión, si bien en las clases de esta última el maestro, como conociese la lengua afilada de aquel alumno repetidor que a veces escribía para los periódicos, le permitía dedicarse a asuntos particulares, en la inteligencia de que mientras estuviese ocupado no se pondría a difundir la duda o el ateísmo entre los otros colegiales. En varias ocasiones condescendí a su ruego de llevar papeles míos a su casa, a condición de que me los devolviera al día siguiente: notas sobre literatura, filosofía o latín vulgar que él copiaba por las noches y aprendía. Charlando amigablemente pasábamos la tarde encerrados en mi habitación, hasta que llegaba la hora de salir a reunirnos con nuestros compañeros o yo tenía que irme a la piscina. Había hecho creer al Pulcro que en ella me ejercitaba con vistas a la competición. La fama de marinero valiente, salvador de vidas, ganada por mí a raíz de la desastrosa aventura de principios de mes, afianzaba el embuste, que él tragó sin dificultad. Con ojos admirados observaba mis preparativos. A veces cogía mi bañador y le daba vueltas entre las manos, como si sopesase el arma de un guerrero glorioso. Me formulaba mientras tanto un sinfín de preguntas: que si sabía yo nadar al estilo mariposa o braza, que si buceaba con los ojos abiertos, que cuánto tiempo lograba permanecer sumergido. A todo le respondía yo de forma que no dejase de crecer su admiración. Le asombraban sobremanera las descripciones de mis supuestos saltos desde el trampolín de doce metros. Con fingida naturalidad afirmé que mi triple mortal sobrepujaba en belleza al del entrenador, mal que a éste le pesase. El Pulcro asentía llevado de su asombro. Tuve capricho de revelarle un truco usual entre nadadores, encaminado a entorpecer la carrera de los adversarios más próximos; el cual, le dije, consistía en sacudir la cabeza de modo que se originasen olitas de costado muy molestas. Y para que mejor lo comprendiese, me tumbé en el suelo y le hice una demostración que lo dejó pasmado. Con cara de papanatas me preguntó si conocía yo algún lugar donde se ofrecieran cursos de natación, porque tenía muchas ganas de aprender. Quedé pensativo unos instantes y al fin le respondí que yo no me movía en esos círculos, pero que procuraría informarme. Nadie como mi entrenador, aseguré, para sacarnos de dudas.

Una tarde me sorprendió confesando que admiraba a los bebedores expertos, entre los cuales me incluía. Mi forma de sostener el vaso se le figuraba particularmente atractiva, hasta el punto de que llevaba bastante tiempo tratando de imitarla. Se había fijado asimismo en que yo bebía alzando la mirada con parsimonia sacerdotal, viva imagen, a su juicio, de la elegancia. Sabía por Izaskun Ayestarán que Josu Ruiz y yo tomábamos una bebida privativa de ambos, tan fuerte por lo visto que a los no acostumbrados a degustarla les bastaba una leve inhalación de su aroma para embriagarse. Dicho esto, me pidió lo iniciara en los secretos del alcohol, y antes de nada que le diese a catar aquel bebedizo que Izaskun había ponderado como si se tratase de una poción mágica. Inferí de su inocencia que la muchacha no le había descubierto toda la verdad. Izaskun detestaba los fuegos con limón. Dos veces había intentado tomar una taza en el apartamento de Josu Ruiz y en ninguna de ellas logró pasar del primer sorbo. Yo le aseguré al Pulcro que aquella bebida era un ácido deletéreo en los estómagos de los incultos y de cuantos carecen de la hormona que inclina a los hombres al ejercicio de la poesía. Sólo a un poeta verdadero, afirmé, le es dado ingerir tres tazas seguidas de fuego con limón sin desplomarse, y ello gracias a la acción inmunizadora de la hormona referida. En una palabra, el ajenjo es a los poetas lo que a la araña su propio tósigo, que reingiere al succionar los humores de sus presas sin recibir por ello daño. Con estas fantasías tomó el Pulcro confianza y cobró más apetito de hacerse bebedor, que ya era mucho desde que días atrás Izaskun le hubiera dicho que para convertirse en un tío maduro y varonil debía aprender a trincar sin caerse grandes cantidades de bebidas espirituosas y a fumar puros como trancas. Parece que la muchacha nos puso a Josu Ruiz y a mí de ejemplo, despertando en el Pulcro el deseo de emularnos. Con ese propósito me pidió lo introdujera en el arte de pimplar, y lo primero de todo quiso saber cómo se preparaba aquella bebida nuestra de poetas. No tenía yo en casa los ingredientes y por disimular la falta le dije:

—Nadie emprende el estudio de una materia nueva a partir de la última lección.

—¿Acaso —replicó con sorna— no me reputas de poeta? Pues digo yo que si soy poeta, tendré la hormona poética, y si la tengo ¿qué miedo ha de producirme vuestro secreto bebedizo?

A pesar de sus protestas no me di a partido, ni en realidad podía, y esa tarde hubo de conformarse con una copichuela de coñá, que en contra de mis recomendaciones apuró a sorbitos, libando el líquido con el ápice de la lengua. Convinimos en aplazar hasta otro día la cata del misterioso elixir, cuyo nombre le revelé, y en el entretanto supe que había acudido con el mismo ruego a Josu Ruiz, que no accedió. A decir verdad tampoco yo le serví lo que quería, aunque él lo creyó no poco ufano, sino té con una rodaja de limón, azúcar en abundancia y un chorro cortito de jerez, para evitar que al chicuelo le sobreviniera un sopitipando alcohólico en mi casa. Le gustó, vaya si le gustó, y en adelante hizo que le sirviera a menudo aquel jarabe dulce que él apuraba solícitamente, mirándome al cabo de cada sorbo como con ansia de provocar en mí gestos aprobativos. Josu Ruiz encontró muy donoso el engaño y me aseguró que lo pondría por obra en su apartamento en cuanto se presentara la ocasión.

No sólo mis estudios filológicos, mis presuntas proezas natatorias o mis virtudes de avezado bebedor representaban para el Pulcro motivos de admiración. Frecuentemente se declaraba cautivado por mi biblioteca; aunque a juzgar por sus palabras creo yo que más que los libros le entusiasmaba la circunstancia de que éstos estuvieran dispuestos ordenadamente en una estantería. Desde niño albergaba la ilusión de poseer alguna vez un mueble semejante, con numerosas baldas sobre las que colocar los volúmenes que en no pequeña cantidad guardaba amontonados dentro de un armario ropero, de cuya llave, por castigo, le despojaban a menudo. Con mueca ostensiva de pesadumbre se lamentaba de ser el único miembro de La Placa que no poseía habitación propia. Ello le forzaba constantemente a buscar soledad en el cuarto de baño, donde por lo común leía y escribía, sentado incómodamente sobre la tapa del inodoro. Una conjuración de hermanas acababa de truncar sus esperanzas de adjudicarse el cuarto de la abuela.

Cada tarde pasaba revista a mi biblioteca, comenzando casi siempre por la fila superior. Trataba los volúmenes con mucho mimo. Tanto cuando los extraía de la balda, como al hojearlos y ponerlos de nuevo en su sitio, se mostraba extremadamente cuidadoso. Solía afirmar que los libros eran su razón de existir. Para él un día en que no hubiese leído al menos setenta páginas equivalía a un día perdido. Por encima de todo se consideraba lector, un lector que de vez en cuando escribe algunos versos para ganar la inmortalidad que por sí sola no proporciona la lectura. Era, en efecto, escritor ocasional, muy dado a limar y corregir, temeroso de las críticas y acaso excelente poeta si no fuera porque, como decía Josu Ruiz de él, con su incorregible propensión a los chistes y las cuchufletas desgraciaba de costumbre sus escritos.

Una tarde descubrió lleno de alborozo que compartíamos una manía, y era que ambos acostumbrábamos meter la nariz entre las páginas para olerlas. Sentía él preferencia por los libros antiguos, con cuyo polvo añejo se deleitaba a la manera de quien aspira rapé; yo por los nuevos, de tinta aún fresca. A él le gustaba oler los de tal editorial, a mí los de tal otra. Resueltos a medir nuestras respectivas aptitudes olfativas, discurrimos un juego con el que pasábamos ratos muy divertidos. Primeramente seleccionábamos de común acuerdo entre veinte y treinta ejemplares; acto seguido los olisqueábamos uno por uno con celo de sabuesos; al fin, tapados los ojos con una toalla, tratábamos de reconocer autor y título sin más ayuda que la de la membrana olfatoria. Rara vez fallábamos.

Por aquel entonces esto que quizá pomposamente he denominado mi biblioteca constaría de unos trescientos ejemplares. Juzgaba yo que dicha cantidad me preservaba de morirme de vergüenza delante de nadie; era hasta cierto punto corta si se atiende a la clase de estudios a que me dedicaba por segundo año consecutivo, y es de suponer que aún más corta en opinión de mi joven compañero, que leía dos o tres volúmenes por semana, casi siempre prestados, pues la poca paga que recibía de sus padres apenas le alcanzaba para sufragar una reducida parte de su afición. Yo empecé a adquirir libros regularmente con motivo de mi ingreso en La Placa. Mis nuevos compañeros se me antojaban lectores avezados que a fuerza de devorar páginas y páginas durante años se habían labrado un acervo cultural de fuste. Sus vastos conocimientos en materias artísticas y filosóficas, unidos a la familiaridad con que de continuo conversaban sobre autores de los que yo no tenía la menor noticia, infundieron en mí la firme convicción de ser un patán, y con ánimo de reducir cuanto fuera posible la colosal ventaja que suponía me llevaban (y que, de hecho, casi todos ellos me llevaban), me convertí en cliente asiduo de las librerías. Leí mucho y deprisa por aquella época, a excepción del periodo en que estuve empleado en la fábrica de cerveza. Raro era el día que no llegase a casa con libros nuevos, no pocos de los cuales, tras breve ojeada, pasaban directamente a la estantería, pues no podía dar abasto para leer todo lo que compraba. Una parte considerable de la biblioteca resultaba del derrubio constante de libros relacionados con mis estudios, que adquiría en razón de su utilidad pasajera: manuales de literatura, diccionarios, introducciones a esto y a lo otro, tochos de consulta, monografías, prontuarios, una enciclopedia básica en tres tomos, una gramática latina, un vademécum sobre la historia de Grecia y Roma, librotes de crítica literaria, breviarios de fonología, de métrica y de lingüística, mamotretos que para el Pulcro representaban una atractiva novedad. Hechizado por ellos, gustaba horrores de ojearlos y con frecuencia me pedía le dejase llevar alguno a su casa para disfrutarlo allí a sus anchas.

Al respecto quiero hacer ahora una confesión, y es que cuando me devolvía los libros prestados, como no me fuera posible apartar del pensamiento que se habría encerrado con ellos en el retrete o los habría tenido durante hora y pico depositados en algún lugar próximo a la abuela moribunda, me daba grandísimo asco tocarlos, por lo que, llegada la noche, los cogía cuidadosamente con papel higiénico y los ponía a orear en la ventana. Una tormenta imprevista me destruyó una noche los Elementos de lingüística general, de Martinet, obra importante para mis estudios de aquel año. En otra ocasión el vendaval arrojó a la calle un manual de gramática generativa, que a la mañana siguiente apareció deshecho sobre la calzada. Readquirí ambos libros y en adelante utilicé el balcón para descontaminar y poner en cuarentena los que prestaba al Pulcro. Les hacía además una marca en la primera página, a fin de recordar en el futuro que eran libros que no debía oler.

En el curso del primer escrutinio notó él que en mi biblioteca predominaban las novelas. Dijo haberlas leído todas, y a tiempo de restituir la última a su balda, me preguntó por qué no se hallaban entre ellas las mejores del género. Parecía sorprendido; pero yo presumo que trataba de ponerme a prueba. Alegué, por puntillo, que debido a la falta de espacio guardaba en la vivienda de mi hermana gran copia de volúmenes, algunos de los cuales bien podían ser los que él echaba de menos. Sonrió como si hubiese diquelado el embuste y, de pie sobre la silla, comenzó a enumerar las que consideraba novelas excelsas de la literatura universal. A cada una que citaba respondía yo diciéndole sin titubeos: ésa me gustó mucho, ésa la leí hace un año. Gran necedad, agregué, era no conservarlas a mano, privándome con ello del gozo y ocasión de emprender en cualquier momento su relectura. El Pulcro asentía con gesto sardónico y añadió que, puesto que el yerro podía enmendarse, que lo hiciese. De inmediato le prometí que pasaría sin falta por casa de mi hermana a recoger aquella docena de libros que él había calificado de memorables. No hay palabras para describir la prisa que me di al día siguiente para comprarlos, la caminata de librería en librería hasta hallar por fin el de Svevo, el trabajo que me tomé después en casa para subrayarlos a la ventura y cómo los sobé y maltraté con objeto de que parecieran leídos y tazados. Los vio el Pulcro por la tarde y no cesaba de sonreír, el muy ladino.

No faltaban en mi biblioteca los autores hispanoamericanos más renombrados por aquel entonces, con García Márquez y Cien años de soledad a la cabeza, narración que habré leído tres o cuatro veces, siempre con placer. El Pulcro la subestimaba, sospecho que llevado por su habitual repulsión a los juicios y gustos comunes. Mostraba, con todo, conocer muy bien el argumento de la novela, demasiado bien, le objeté, para tratarse de una obra que no le inspiraba ningún aprecio.

—No soy persona —replicó— que comparta con nadie el cepillo de dientes ni las opiniones. Milito en mí, en el pulcrismo, que es una forma evolucionada de situarse por encima de la chusma.

No me callé.

—Una hormiga puede encaramarse al lomo de una vaca y creer que la está pisando.

—¿Acaso la vaca no puede subirse encima de la hormiga? Excusaré decir a quién tengo por vaca y a quiénes por hormigas. Y deja de hostigarme con parábolas, que quiero continuar revisando tus libros.

Tomó después Paradiso, novela que reputaba de edificante, por ser ladrillo. Y agregó:

—Esta es de las que el cura y el barbero habrían dado al ama, no para que la quemase, sino para asegurar con ella los sarmientos de la barda.

Hojeó también Rayuela, 62, modelo para armar y Los premios, este último con el calendario de bolsillo que señalaba la página en que meses antes yo había interrumpido la lectura. De Cortázar me recomendó los cuentos y sus traducciones de Edgar Alian Poe, que le dije guardaba en casa de mi hermana. Calificó a Onetti de escritor triste y poco refinado, idóneo para gente triste y poco refinada, como Josu Ruiz. Alejo Carpentier le resultaba punto menos que estomagante desde que sabía que Genaro Zaldúa lo idolatraba. A Carlos Fuentes lo echó por tierra, aunque elogiaba un episodio de La muerte de Artemio Cruz en que el protagonista moribundo expele los excrementos por la boca. La perversión del Pulcro llegaba al extremo de desear que le sucediese a su abuela el mismo trance estando él presente. De Borges sólo estimaba su ceguera, que sospechaba fingida. Vargas Llosa le parecía un virtuoso del fárrago, Uslar Pietri un batallitas, y con juicios de ese jaez denigraba cada tarde a Manuel Scorza, a Sábato y a Bioy Casares. Toda su admiración la acaparaba Pedro Páramo, de Juan Rulfo, libro, a su parecer, el mejor que se había escrito jamás. Lo echó en falta entre los de mi biblioteca, y sin darme tiempo de ir por él a casa de mi hermana, me lo regaló envuelto en vendas que había sustraído del hospital. Por asco no lo quise leer. Adquirí otro idéntico y lo troqué por el que el Pulcro me había regalado. Dos veces seguidas en el curso de una misma noche leí aquella historia tan enigmática como fascinante. De entonces acá raro es el año en que no regrese durante unas horas al pueblo de Comala. Me digo a veces que siquiera por haberme dado a conocer esa obra que amo y de la que sé párrafos enteros de corrido, debería guardar del Pulcro mejor recuerdo.

A la hora de enjuiciar la literatura española contemporánea se mostraba riguroso por demás. Apenas un puñado de poetas se salvaba de su hacha crítica. Decía detestar incluso a su prosista favorito, Gabriel Miró, al que apodaba el Ñoño. Hojeando una tarde libros de Azorín, se asomó a la ventana del cuarto, desde la que sólo podía contemplarse la fachada gris de enfrente y un trozo de cielo, y con mucha coña comenzó a «azorinear»:

—Son las cuatro de la tarde. El pueblo duerme la siesta. Desde mi balcón veo la plaza soleada y desierta. Mana una fuente. A la derecha esto. A la izquierda lo otro. Paridita va, paridita viene. Yo soy filósofo. Yo soy novelista. Yo soy el clásico clásico de la literatura de España.

Tildaba a Miguel de Unamuno de Luterillo hispano, de protosabihondo, de culta castellaniparla que ejerció todos los géneros habidos y por haber y en todos dejó constancia de su soberbia, papanatas que ignoró el cine, el surrealismo, el psicoanálisis y jamás puso un pie en América, lo mismo que Baroja, otro que tal, improvisador chapucero que disfrazó de intemperancia sus carencias estilísticas, su incapacidad poética y su falta de ironía. Llamó a Delibes pueblerino recalcitrante, avispa sin aguijón a Gómez de la Serna, aguijón sin avispa a Cela, y de esta suerte iba desollando uno a uno a todos aquellos escritores que a mí tanto me agradaban: a Aldecoa, a Pérez de Ayala, a Blasco Ibáñez, a Benet, a los Goytisolo, a Sánchez Ferlosio, a Martín-Santos, a Ramiro Pinilla y a cuantos encontraba representados en mi biblioteca. Le objeté que una vez le había oído elogiar los esperpentos de Valle-Inclán.

—A mí —respondió, subido a la silla— el único novelista español que de verdad me gusta es William Faulkner.

De Faulkner acababa yo de leer un libro con dos historias entrecruzadas, Las palmeras salvajes, en traducción de Borges que me había recomendado Josu Ruiz. El Pulcro celebró que lo tuviese y con gran placer leyó varios fragmentos que eran particularmente de su agrado. Declaró que la presencia de aquella novela en mi biblioteca hacía aún más ostensible la falta de las mejores del autor. Su reproche me supo a cuerno quemado, y como siempre que mencionaba los títulos que echaba de menos (La cartuja de Parma, El castillo, La conciencia de Zeno, Stalky y cia., Berlín Alexanderplatz), me retiré unos instantes al cuarto de baño con el fin de tomar nota de ellos en un pedazo de papel. Al día siguiente le mostraba los libros, diciéndole los había traído de casa de mi hermana.

Un librito de portada llamativa despertó su curiosidad. En ella la imagen de un rebujo de plástico derretido, con tonalidades blanquinosas y traslúcidas, como de larva, evocaba el retorcimiento de unas vísceras. El tiempo había ajado el volumen, cuya adquisición se remontaba a la época del bachillerato, cuando en vez de dedicar las horas de asueto a distracciones propias de los muchachos de mi edad, me retiraba a un rincón del patio del colegio a leer a solas. No recuerdo que la lectura de aquel libro, que contenía una selección de narraciones, me hubiese impresionado especialmente. Al Pulcro le sonaba el nombre del autor; pero reconoció no haber leído jamás una página suya. Esa confesión bastó para que a mis ojos el delgado ejemplar adquiriera de repente el relumbre de una alhaja. Al punto formé propósito de refocilarme en aquel agujerito de su sapiencia y hurgar en él y alegrárselo. Desde que un rato antes hubiera el Pulcro afeado la falta de ciertas novelas de Faulkner en mi estantería, me apremiaba una grandísima comezón y deseo de desquitarme. Con ese designio me hice lenguas del librito de cuentos. Los ditirambos que le dediqué alimentaron en mi compañero las ganas de llevarlo a su casa. Al día siguiente lo trajo de vuelta, y me dio la razón en todo cuanto por cebarme en su pequeña ignorancia había yo afirmado en favor de la obra. Me refirió que uno de los relatos, en el que se describía una metamorfosis un tanto truculenta, le había parecido muy a propósito para leerlo en voz alta junto a la cama de la abuela. El Pulcro estaba dispuesto a agenciarse como fuese más títulos de aquel escritor a quien ya colocaba en lugar prominente de su parnaso de favoritos. Al igual que años atrás con las novelas de su adorado Dostoyevski, no descansaría hasta haber leído todos los escritos de su nuevo ídolo. Conque puede decirse que gracias a mí nació su pasión por los cuentos de Lovecraft, que alcanzaría extremos monomaniáticos en los meses posteriores.

Grande era también su estima por los clásicos españoles del Siglo de Oro, con la ostentosa salvedad de don Quijote, personaje por el que aseguraba sentir ojeriza. Ello no le impedía releer todos los años, con periodicidad que se dijera ritual, bien la una, bien la otra parte de la novela. Afirmaba, creo que insinceramente, preferir la versión de Avellaneda a la cervantina, y como faltase aquélla en mi biblioteca, me lo reprochó. Josu Ruiz, a quien comenté el caso, conjeturaba que en la tirria del Pulcro por el Quijote intervenían otras causas además de la ingénita tendencia del muchacho a prohijar opiniones extravagantes. Y era que como muy a menudo le acontecían adversidades y se metía en líos, en los que de costumbre libraba mal, sus compañeros, por hacerle rabiar, lo comparaban en son de burla con el andante y sufrido caballero. La sequedad de carnes y rostro enjuto de ambos reforzaba el parangón y, con mayor motivo, la similitud de sus respectivas chifladuras, por más que de la del Pulcro emanase de ordinario un tufillo a conducta premeditada, cuando no alevosa. A éste no menos que al hidalgo manchego, el exceso de lectura le había sorbido el juicio, a mí que no me digan, con la diferencia de que mientras que a aquél su trastorno lo llevaba a salir a los caminos con la noble intención de desfacer entuertos, a mi joven amigo el suyo le impelía constantemente a provocarlos.

Durante el escrutinio de cada tarde, el Pulcro ojeaba con especial detenimiento las dos docenas largas de obras del barroco hispano que yo poseía. A todas anteponía las de Luis de Góngora. «Gongoreaba», además, con mucha donosura y se sabía el Polifemo de memoria. Varias veces trató de demostrármelo; pero, por ahorrarme el fastidio, nunca le permití recitar más de dos o tres octavas. Francisco de Quevedo se le antojaba uno de sus mejores biógrafos, si no el mejor, por haber escrito El Buscón, figura con la que el Pulcro se identificaba como con su propia imagen en el espejo. Todas las tardes, subido a la silla, me leía varios párrafos del libro, nombrándose a sí mismo donde debiera nombrar a Pablos. Y así, leía:

—Por cierto que no hay servicio como el de Pulcricos, si él no fuese travieso; consérvele vuesa merced, que bien se le puede sufrir el ser travieso por la fidelidad, etcétera.

El Pulcro consideraba la literatura española del Siglo de Oro obra de un solo autor. Le gustaba todo salvo el Quijote. Por recomendación suya fui a una librería con el fin de traer de casa de mi hermana la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, libro sobre el que semanas atrás, durante los preparativos para la excursión en barca, había oído decir maravillas a mis compañeros. Todos ellos estaban unánimes en venerarlo, Izaskun Ayestarán inclusive, aunque reconoció haber leído sólo hasta la página cien.

Los libros de versos tampoco escapaban a la mordacidad del Pulcro, si bien sus comentarios y juicios sobre ellos no solían presentar el tono de categórico rechazo que por lo común le merecían los de los prosistas españoles modernos, e incluso no era raro que este o el otro poeta recibiera su bendición. A Juan Ramón Jiménez, cuyas obras yo he tratado de admirar durante años sin conseguirlo, lo conceptuaba el más grande poeta español después de Góngora. Como faltasen en mi biblioteca no sé cuáles títulos suyos, me concedió veinticuatro horas para salvar nuestra amistad, plazo que estuvo a pique de reducir a treinta minutos cuando descubrió sobre uno de los plúteos lo que de ahí en adelante llamaría el «alijo de obras» de Neruda, a quien desdeñosamente apodaba el Poetón. Tributaba elogios a Jorge Guillen cuyo peculiar estilo, sin embargo, parodiaba, y se decía lector constante de Rubén Darío, de Vicente Aleixandre y, en menor medida, de Vallejo, sin duda por repugnancia a compartir con otros el subido fervor que este poeta suele inspirar. El Pulcro aborrecía de muerte a Dámaso Alonso, al que imputaba la mayor felonía literaria perpetrada jamás por un erudito: haber traducido a Góngora al castellano. A su entender ello equivalía a arrancarle las plumas a un pavo real y dejarlo convertido en un lastimoso pajarraco, con las mollas y el pellejo a la vista. También detestaba las traducciones de poetas extranjeros, a muchos de los cuales aseguraba leer y entender en su lengua original con la sola ayuda de la perseverancia y de gramáticas y diccionarios.

Total, que llegó noviembre, llegaron los primeros fríos y la abuela seguía empecinada en desmentir el pronóstico de los doctores, que llevaban un mes augurándole lo peor. Los días se hicieron más cortos, de suerte que con frecuencia ya había oscurecido cuando mi compañero y yo salíamos a la calle. El Pulcro se empeñó por ese tiempo en enseñarme las normas del ajedrez. Migas de pan, tapones, monedas, azucarillos y otros objetos similares representaban las distintas piezas diseminadas por un tablero que malpintamos sobre una chapa de cartón. Cada tarde, al término del escrutinio de libros, jugábamos varias partidas sin más interés que comprobar cuántos minutos era yo capaz de resistir su acoso. Con el objeto de igualar la lucha, el Pulcro prescindía a veces de su reina o de los roques; pero ni aun así variaba lo más mínimo el desarrollo de la contienda, que a los pocos movimientos indefectiblemente se inclinaba a su favor. Por sacarme la espina le enseñé a jugar al mus; con todo, aprendió tan rápido y tan bien que ya el primer día me ganó varias manos, confirmándome al siguiente que por aquel camino jamás obtendría yo desquite alguno.

El padre dormía casi siempre la siesta cuando el Pulcro llegaba del geriátrico. Se conoce que a veces lo despertaba el ruido de nuestras voces y, con mayor causa, la sospecha obsesiva de que su hijo hospedaba todas las tardes en su habitación a un activista de ETA. Se le figuraba que maquinábamos atentados y esto incrementaba aún sus temores, que no le dejaban sosegar. Al fin me los declaró. Sucintamente le expliqué quién era y a qué venía por las tardes aquel joven visitante que él había visto en diferentes ocasiones por la rendija de la puerta. A cambio de la información se comprometió a no salir de su cuarto, aunque la casa se incendiase, hasta tanto me hubiese ido de ella con mi huésped. Para mayor seguridad convinimos en que yo le anunciaría nuestra marcha desde el portal, tocando el timbre tres veces consecutivas. Al principio se mantuvo fiel a la promesa; pero pasados unos días, comoquiera que las estancias de mi amigo en nuestra casa se prolongaban mucho más de lo que aguanta sin saciarse la sed de un borrachingas, el padre comenzó a salir en secreto a la sala, donde no siempre abría o cerraba sin ruido la portezuela del mueblebar. En ocasiones podía oírse tintineo de botellas al otro lado del tabique. Aunque yo me apresuraba a sofocarlo elevando el tono de voz, no tardó el Pulcro en advertir que alguien más se encontraba en el piso y de este modo vino a saber que se trataba de mi padre. Esa noche regresé muy irritado, cuando él acababa de acostarse y se disponía a tomar los últimos tragos del día con la luz apagada. La cocina, el pasillo, la casa entera apestaba a vaho de borracho. Junto a la cama del padre la pestilencia no se podía resistir. Me retiré por ello hasta el umbral, y tapadas con la mano las narices, le conminé a que en adelante, no bien se hubiese levantado de la siesta, bajara al sótano a beber. Al punto dio su conformidad; pero no quise fiarme, receloso de que aceptaba mi mandato sin entenderlo, sólo por complacerme, de forma que, repetido, me juró por dios y por lo más sagrado que en el futuro haría según mi deseo. Y para que yo no alimentara dudas sobre su buena voluntad, añadió que la idea de meterse en el sótano por las tardes también se le había ocurrido a él y que se alegraba mucho de que ambos estuviéramos de acuerdo.

—No creas, hijo —lo dejé farfullando a oscuras—, si en realidad no bebo ni gorda. Total qué, unos traguitos de nada.

Por espacio de casi dos semanas la idea dio tan buen resultado que yo cesé de preocuparme. Pasada la mediatarde, el padre abandonaba su habitación en puntas de pie, los zapatos en la mano según teníamos convenido. Había transformado el sótano en bodega y allí se recogía solo a esperar la noche bebiendo con la radio puesta y el periódico abierto sobre la mesa. Obra de un mes hacía que el Pulcro me visitaba a diario, salvo las contadas excepciones en que se interpuso algún acto de La Placa. En ese lapso no había topado al padre sino una vez y sin saber quién era. Sucedió a finales de octubre, en el portal. Mi amigo y yo salíamos con prisa para alcanzar el autobús que debía llevarnos a la cita con nuestros compañeros. El padre, no me explico con qué propósito, había abierto el buzón, e incapaz de mantenerse de pie, colgaba lastimosamente de la tapa, aferrado con ambas manos de la llave introducida en la cerradura. Al verlo, el corazón me dio un vuelco; pero hice como que no lo conocía y pasé a su lado sin dirigirle la palabra. El Pulcro, que venía detrás de mí oliendo un libro, no desperdició la ocasión de burlarse:

—¡Pero qué curda más linda lleva el conde Arnaldos! Ande, déle duro al buzoncito, a ver si canta —y sin detenerse tampoco a ayudar al borracho, salió conmigo a la calle.

Largo rato estuvimos riéndonos de lo que habíamos visto, mientras yo entre mí temblaba de sólo pensar lo poco que había faltado oara que mi sarcástico amigo descubriera sobre el anverso de la tapa del buzón, felizmente vuelta hacia la pared en el instante de nuestra salida, mi nombre y apellidos. Esa circunstancia casual, unida a las prisas sin las cuales se me figura que el Pulcro hubiera demorado un momento junto al viejo para refocilarse con el sórdido espectáculo, me había librado por esta vez de la vergüenza. Fue inútil mencionarle al padre el episodio. No se acordaba de nada y, en consecuencia, no entendía que yo lo reprendiese. Sólo conseguí de él nuevas promesas y juramentos de permanecer oculto el tiempo que durasen las visitas de mi amigo. A vueltas con los malos augurios, yo temía que tarde o temprano (a menos que la abuela del Pulcro se dignase socorrerme muriéndose) sucediera lo que fatal y efectivamente sucedió a primeros de noviembre. Y fue que un día de tantos, mientras mi compañero leía en voz alta un pasaje de El Buscón, subido según su costumbre encima de la silla, escuchamos un estruendo procedente del pasillo y a continuación otro no menos sonoro que delataba con claridad la rotura de una botella. Ni aquellos ruidos, ni las quejas y maldiciones que los siguieron, representaban novedad ninguna para mí. De sobra sabía yo lo que acababa de acontecer. El Pulcro se alarmó, y antes que yo tuviera tiempo de oponerme a su propósito, saltó de la silla y se dirigió con presteza al pasillo, donde halló el más triste y miserable cuadro que se pueda imaginar. Tuvo la cautela de guardar silencio y de no sonreír ni mirarme ponzoñosamente mientras me ayudaba a poner derecho al padre; el cual, en su lengua trastabillante de alcohólico, no paraba de pedirme perdón por no haber sabido esconderse como debía, aireando de este modo nuestro concierto. El Pulcro, de vuelta al cuarto, prosiguió como si tal cosa la lectura de Quevedo y tampoco en los días ulteriores hizo mención de lo ocurrido. Me irritó su prudente silencio lo mismo que me habría irritado cualquier comentario jocoso de los suyos, y en adelante comencé a sentir fastidio por sus visitas.

Por aquellas fechas los miembros de La Placa acordamos la publicación del segundo número de la revista. El Pulcro albergaba dudas acerca de cuáles poemas incluiría en las páginas a él asignadas, temeroso al parecer de que sus compañeros los rechazasen. Por esta causa había decidido someterlos previamente a mi consideración, de forma que se inclinaría por éstos o por aquéllos según el juicio que a mí me mereciesen. Mostró interés en conocer mis obras, si es que existían, dijo, ya que ni él ni ningún otro miembro del grupo las había visto, como así era en verdad, con la única excepción del poemita escrito por Aizpurua que publiqué con mi nombre en el número 1 de La Placa. Aceptada la propuesta, trajo él al día siguiente un cartapacio con poemas y yo le enseñé los míos pertenecientes a la serie titulada Entre los brazos de la diosa, que para entonces comprendía un total de dieciséis piezas. Leía él lo mío y yo lo suyo sin que ninguno dijera nada, acaso más pendientes de observarnos de refilón que de atender a los papeles que cada cual tenía en las manos. En esto advertí que el Pulcro pasaba las hojas hacia atrás y detenía la vista en la del poema III. Era uno de los soñados, aunque posteriormente, por exigencias de la rima, lo sometí a retoques y alargué. Mi amigo lo leyó varias veces, bisbiseando:

Yertos tigres dormidos

en su fronda de piedra.

Fieras por cuyos ojos

vaga la vida muerta.

Vaga la vida herida

por umbrales de muelas.

Sólo el cielo se salva

de su voraz estrella.

El Pulcro reputó de audaz contrasentido aquella vida muerta de que hablaba el poema, muy en la línea de poetas que nadie desconoce, según dijo mirándome con fijeza burlona, como si recelase alguna trampa en mis versos.

—Lo bueno de la literatura de este siglo —manifestó— es que ha transgredido todos los cánones habidos y por haber. Lo malo, en cambio, es que ha transgredido todos los cánones habidos y por haber.

Dicho lo cual, declaró que sintiéndolo mucho no le quedaba más medio que formular una objeción a mi poema. No le agradaba que en el quinto verso la vida hubiese recobrado vida, por cuanto de ese modo quedaba anulada o contradicha la imagen anterior, que le parecía mucho más interesante.

—A mi juicio —concluyó— la estrofita tercera es confusa y sobra.

Repuse, no sin enojo, que por fidelidad al sueño que me dictó el poema me negaba en rotundo a retocarlo.

—Y en todo caso —añadí— no sobra nada, que con permutar el orden de las estrofas intermedias pienso que se ha de quedar sin fundamento tu reparo.

Puso él en duda que se pueda soñar versos medidos y rimados; contraataqué tachando de antiguallas sus sonetos; me imputó con marcado retintín influencias de un escritorcillo pomposo que aparecía a menudo en televisión; reprobé ciertos galicismos en que incurría; sonrió; sonreí; aseguró de manos a boca que le había impresionado gratamente la musicalidad de mis poemas; le felicité por su dominio de la adjetivación y a ese punto se acabó el hostigarnos y litigar. De común acuerdo seleccionamos después los textos suyos y míos que influiríamos en el próximo número de La Placa, dándonos palabra mutua de formar unidad de opinión frente a posibles críticas de nuestros compañeros.

Le pedí, con achaque de guardar obra suya en el archivo, y me concedió dos sonetos de unos cuantos que tenía escritos. El primero de ellos estaba destinado a ocupar un sitio entre sus Textos del ataúd, título que había extraído de un manual de historia del antiguo Egipto. Con él pensaba denominar su obra completa en verso, a la que de tiempo en tiempo iría agregando nuevos bloques o apartados de poemas, al modo de su querido Jorge Guillén. Este soneto, que a continuación transcribo, pertenecía a una serie de ellos llamada «Gongorrea».

SONETO AL INODORO, CUYA CUARTETA SEGUNDA SE APROVECHA DE AQUELLOS NO MENOS EXCELSOS VERSOS QUE PUSO DON LUIS DE GONGORA Y ARGOTE EN LA OCTAVA TRIGÉSIMO NOVENA DE SU POLIFEMO, LOS CUALES REZAN:

«Lo cóncavo hacía de una peña

a un fresco sitïal dosel umbroso».

Ojo al que van a ver Chicago un poco

los que al vidente sirven como al ciego,

o cuanto en Buenos Aires desde luego

no vierte nunca cálido Orinoco;

más que de peña, cóncavo de Roca

sitial que urgente hace a Polifemo

usar segundo, o al galante memo

restituir lo que usurpó la boca;

cumbre de nieve parda, pues no hay río

que no se agrande con su espeso llanto,

cautivo manantial en camarillas,

conoce igual el púber desvarío

que el mes que breves días dura y tanto

que llueve de los cuerpos en cuclillas.

El otro formaba parte de la serie titulada «Sonetos negros» y era, a mi entender, uno de los escritos que más fielmente reflejaban la condición perversa y cruel del Pulcro Matallana.

Oh llagas encendidas, purulentas,

fiebre ardorosa, sed insoportable,

quiste maligno, cáncer incurable,

heridas infectadas y sangrientas.

Oh lamentos, dolor y calentura,

sudores fríos, pupas enconadas,

muelas rebeldes, piernas gangrenadas,

de algún rabioso perro mordedura.

Oh picores, diarrea incontenible,

rostro que deformó fuego terrible,

huesos partidos y amputada mano,

temblor de la agonía, muerte horrible:

sólo a los dioses como yo posible

gozo de ver sufrir a un cuerpo humano.

Dos días después, segundo lunes de noviembre, a media mañana, el Pulcro me llamó por teléfono para comunicarme que esa tarde no vendría ni tampoco las siguientes. Dijo aquella máxima de su costumbre:

—La muerte es una falacia.

El juguete había amanecido roto.