Una noche, días antes del naufragio, hallándome en la cama dormido empecé a soñar poemas. Una voz desconocida los recitaba, al tiempo que tubos azules y amarillos de neón reproducían las palabras sobre un fondo de oscuridad completa. Jamás me había sucedido nada por el estilo. Me sobrecogió una gran angustia. ¿Recordaría al alba aquel río de versos cadenciosos? El temor al olvido me despertó. Salté de la cama y tan rápidamente como pude, a fin de impedir la intervención perniciosa de la voluntad, transcribí los cinco poemas de que logré acordarme, ninguno de los cuales superaba la media docena de versos. En cierto modo no se me habían ocurrido a mí. Yo no los había compuesto mediante la reflexión ni el trabajo, sino que me habían por así decir acontecido. Ello no obstaba para considerarme su autor legítimo, por cuanto sin mí nunca habrían sido posibles. El insólito fenómeno parecía corroborar aquel dictamen antiguo que supone la existencia de una poesía maravillosa en el interior de cada ser humano. A muy pocos seres les ha sido dado revelar la suya en el curso de la historia. Yo me hallaba entre los escogidos, después que un golpe de azar me hubiese deparado la fortuna de adueñarme de unas cuantas joyas del tesoro. No cabía duda de que el origen sobrenatural de los cinco poemas garantizaba su valor literario, que desde un primer momento consideré grandísimo. Una relectura, de amanecida, me lo confirmó. Había bastado el plazo de una noche para convertirme, apenas sin esfuerzo, en un escritor genial. Dediqué cerca de cuatro horas a la redacción de una lista circunstanciada de mis actos de la víspera, de las comidas y bebidas, de los cuándos y los dóndes, todo ello con objeto de volver a suscitar en el futuro las condiciones que habían desembocado en aquella fantasía fecunda. El experimento fracasó. En las noches siguientes mis sueños se poblaron de las trivialidades acostumbradas, de las que cada amanecer procuré consolarme leyendo con entusiasmo las cinco miniaturas poéticas. Estas no guardaban la menor semejanza con nada de lo escrito por mí hasta entonces. Les asigné un título, Entre los brazos de la diosa, que meses después deploraría, e hice ánimo de editarlas antes con antes junto con otros materiales literarios y gráficos que resolví pedir a mis compañeros sin declararles a qué fin pensaba destinarlos. Me había propuesto, en suma, publicar por sorpresa, con ayuda del padre, el número 2 de la revista La Placa.
Una tarde fue plazo suficiente para reunir cuanto necesitaba, pues es lo cierto que dejará antes el agua de mojar que un escritor de desvivirse en busca de quien lea sus productos. Tan sólo a Josu Ruiz no le quise pedir nada, decidido a publicarle un nuevo pasaje de «El hombre sin posguerra». Mecanografié los originales teniendo cuidado de evitar odiosas erratas; adquirí números adhesivos con miras a paginar las hojas; adorné los márgenes con motivos que extraje de un libro sobre pintores surrealistas; compuse la portada valiéndome de un dibujo a tinta de Genaro Zaldúa, que me prestó Izaskun Ayestarán, y cuando estuvo todo listo me senté a la mesa de la cocina a esperar que el padre regresara del trabajo. Nunca comíamos juntos entre semana; pero ese día deseaba exponerle mi proyecto y encargarle la fotocopia de las hojas conforme a instrucciones que convenía darle antes que el abuso del alcohol hubiera embotado como de costumbre su caletre. El padre llegó a la hora habitual, con su pequeña bolsa deportiva, el periódico y sus dificultades de día en día mayores para introducir la llave en el ojo de la cerradura. Al fin entró tambaleándose, y sin lavarse ni descalzarse tomó asiento a la mesa, sobre la que humeaba el puré de patatas que él miró con la indolencia de quien ha de acometer una tarea que sabe de antemano superior a sus fuerzas. Tictaqueaba el reloj de pared. El padre comía con ostensible desgana, al tiempo que fumaba. Nos repartimos el periódico. La víspera había sido asesinado el gobernador militar. La noticia acaparaba la primera plana. No pasé de leer los titulares. Al fin referí al padre mi propósito y le pedí su ayuda. El rostro se le demudó. Había un brillo lloroso, ya crónico, en sus pupilas. Parecía afligido y le pregunté qué le pasaba. Entonces me lo contó, temblando igual que un chiquillo asustado.
—Mala gente el Orejas. En la fábrica no lo quiere nadie. El cabrón me denunció.
Quince días antes el padre había sido llamado al despacho del patrón, donde fue recibido por el hijo de éste.
—Que aún andaba a gatas cuando entré a currelar en la fábrica. Si llega a estar don Alberto, bueno, ni me hace subir, pero estaba el hijo. No me conoce.
Estoy viendo al operario Goicoechea, más de treinta años en la empresa, la cara vinosa, mal rasurada, la boina polvorienta, el abdomen prominente bajo el buzo lleno de lamparones, de pie ante el escritorio tras el cual el hijo del jefe lo contempla con una mezcla de curiosidad y asco, como quien examina de cerca a un cerdo erguido. El padre pregunta modosamente el precio de las cerca de dos mil fotocopias, que está dispuesto a pagar al momento. El joven empresario muestra interés por conocer qué hojas son esas que el operario Goicoechea fotocopió la antevíspera a escondidas, en horas de trabajo y con papel y fotocopiadora de la fábrica. Cosas del hijo, que cursa en la universidad, diría seguramente el padre con el pecho encogido de respeto. Al fin obtiene la absolución, pero que no se repita, Goicoechea, tantos años de servicio leal a la casa, ¿es así como nos lo agradece?
El padre no se había atrevido a referirme antes el incidente, ya que, según decía, me encontraba muy cambiado desde que vivíamos solos. La perspectiva de la reincidencia en una falta que podía costarle el puesto le obligó a sincerarse. Su quejumbre no me conmovió. Lo único que realmente contaba para mí era el hecho de que aquel hombrecillo abotagado, vinolento y hediondo que el destino me había impuesto como padre, acababa de truncar mi proyectada edición de la revista. Me llené de amargura y reconcomio pensando en la clase de progenitores que tuvieron los grandes artistas de épocas pasadas. Mi memoria enumeró nobles, pedagogos, hacendados, legisladores, y por un instante se me figuró cuestión de fortuna (en el doble sentido de la palabra: suerte y caudales) llegar a ser un genio en la vida. A mí, fortuna me había correspondido bien poca. Nacido en una tierra violenta y arrumbada, entre gentes que de pura modestia casi no se sostenían de pie, ¿cómo ser Mozart, Kafka, un poeta italiano? Aún estoy viendo al padre inclinado sobre el plato de puré, que no había podido terminar, presa de una turbación más propia de un niño de siete años que de un adulto a punto de cumplir los sesenta. Me embargaba tal desprecio oyéndole farfullar su escena con el hijo del patrón, que no supe ni quise dominarme y lo llamé obrerito pusilánime, y le espeté con rabia que el mayor infortunio de mi vida consistía en ser hijo de un borrachingas que jamás, jamás, recalqué, había leído un libro.
—A ver —le solté, en el colmo de mi despecho—, defíneme las características del Barroco.
Estuvimos no sé cuántos días sin dirigirnos la palabra. Mi enojo subió de punto al domingo siguiente, cuando hallándonos sentados a la mesa le contó a la Petra nuestra discordia, con evidente propósito de instigarla a reprenderme, lo que consiguió. Se lo cobré caro. Esa misma noche llamé por teléfono a mi hermana para que viniera urgentemente a socorrer al padre, ya que no me era posible levantarlo solo. Esto urdí para que ella y su marido vieran al viejo desollar el lobo sobre las baldosas del pasillo.
Nos reconciliamos a comienzos de octubre con motivo de una carta. Llevaba el hombre varios días tratando de entablar plática conmigo, sin éxito, pues tenía yo hecha firme voluntad de rehuirlo, y por esta causa y por un a modo de gusto que me procuraba humillar a quien antaño poseyó un enérgico carácter, me abstenía de corresponder a su cordialidad, así como a las tentativas de diálogo que de vez en cuando, luego de hacerse el encontradizo por la casa, ponía por obra. Pero un día, a primatarde, recién llegado de la fábrica, dio un paso más allá que de costumbre y llamó a la puerta de mi cuarto. Pretendía entregarme un sobre a mí destinado que acababa de sacar del buzón. El padre entreabrió la puerta apenas lo justo para poder introducir la mano con la carta por la abertura. Lo invité a entrar y entró. Viéndolo entonces tan bonachón, tan indefenso, me apené de él y hablamos. No bien hubimos comenzado el diálogo, se le despegó del rostro la máscara de pesadumbre que lo cubría desde hacía un tiempo. Al punto posó su mano carnosa en mi hombro y, sin poder ocultar la emoción, me llamó hijo, hijo mío, varias veces. Aproveché para ponerlo al corriente de ciertos apurillos económicos que le dije me agobiaban últimamente. Él se apresuró a socorrerme con liberalidad. Por esa época aceptó asimismo sufragarme un curso de natación al que asistí durante tres semanas del mes de octubre sin que lo supieran mis amigos, y aunque fui alumno torpe, mal que bien al cabo de las quince lecciones aprendí a flotar. Con el padre concerté un aumento de paga a escuso de la Petra; a cambio yo volvería a prepararle la comida, igual que en los días anteriores a nuestra desavenencia. Hecho el acuerdo, nos dimos la mano como amigos.
La carta que propició nuestra reconciliación era la que Cacharrito había enviado a todos los miembros de La Placa poco antes de partir hacia su retiro en los montes de Soria. La destinada a mí traía adjuntos varios recortes de periódico, que mi compañero había prometido remitirme no bien se enteró de que faltaban en el archivo. Se hallaba entre ellos uno no exento de gracia, debido al Pulcro Matallana, que tengo antojo de reproducir a seguida:
FALLADO EL CONCURSO DE POESÍA «QUIZÁ CAIMÁN»
El consejo rector del grupo cultural La Placa, reunido en sesión plenaria el pasado domingo día 30 en su sede provisional de la isla de Santa Clara zona oeste, tercer cobertizo, acordó otorgar los premios de poesía QUIZÁ CAIMÁN a los siguientes autores:
• Primer premio de 60.000 pts. y estatuilla labrada en madera de poste de telégrafos por el prodigioso machete de Marrajo de Puente la Reina, al poeta zamorano Edmundo Canillas por su colección de poemas titulada «Amarrado al duro padre».
• Segundo premio de 100.000 pts. y quince estatuillas de cuarzo celadas por Marrajo, a Iván Fiódorovich por su hermosa, a ratos excitante, «Oda al Pulcro desde los tejados de Venecia».
• Tercer premio de 300.000 pts. y diez kilos de estatuillas marrajianas al escritor chino, afincado en Arévalo, Chi Pi Ron por su nada desdeñable poema «Auroras ametralladas».
• En la submodalidad de soneto de diecinueve versos el premio fue declarado desierto a causa de la pobre calidad de los ochenta y nueve originales presentados.
Los galardones serán entregados aproximadamente a su debido tiempo. El jurado se reserva el derecho de modificar sus decisiones en el plazo de cinco días si lo considera beneficioso para la cultura vasca.
Leí a continuación la carta que Cacharrito envió por esos días a cada miembro del grupo, escrita con una letra primorosa que nada desmerecía de los prodigios caligráficos del Pulcro Matallana:
«Mi buen amigo:
«Problemas (muy serios) de salud me obligan a viajar a La Póveda, un pueblo de la provincia de Soria, cercano a la muga de La Rioja, donde viven unos tíos míos. Espero que en aquellos parajes edénicos, el aire de la montaña, el recuerdo de los amigos (vosotros), así como la compañía imprescindible de Vallejo, Cernuda y Aleixandre, me bienquisten con la vida.
»Dirás que soy un egoísta que se guarece en su privilegiada madriguera. Tienes razón. Lo que más me molesta de mi enfermedad es que me fuerza a pensar demasiado en mí. Soy un egoísta. ¿De qué vale mi salud ahora que la enemistad proyecta sobre mis hermanos su sombra helada?
»Restituyamos la luz, amigos.
»Propongo humildemente (repito, humildemente) que os reunáis todos el próximo domingo a las cinco de la tarde en mi casa. Yo no estaré, pero mis padres sabrán atenderos con generosidad y sencillez. Suplico un esfuerzo de vuestra parte que haga posible la reconciliación.
»Por favor, amistaos.
»Que nadie se preocupe por los gastos derivados de la pérdida de la barca. La barca está pagada. Asunto concluido.
»Insisto en el afecto y te abrazo muy fuertemente.
«Cacharrito».
Día y noche estuve deliberando si acudiría o no a la cita, y unas veces me decía: no faltes, acaso se decida esa tarde el futuro de La Placa; y otras: no vayas, los demás tampoco irán. El domingo formé propósito de dirigirme a casa de Cacharrito y resolver mi indecisión por el trayecto. Delegaría en mis pies para que hiciesen mi voluntad, cualquiera que ésta fuese. Con dicho ánimo llegué hasta el puente de María Cristina, pasando el cual me tomó de pronto grandísimo temor a que la madre de mi amigo reconociese al escucharme la voz de Miguel Delibes, el de la tienda de flores, y destapara el embuste delante de mis compañeros. A fin de ahorrarme la escena bochornosa, determiné volver atrás y meterme en un cine, resolución de la que me arrepentí otro día, no bien supe que todos los demás habían concurrido a la cita de reconciliación y criticado mi ausencia.
Me contaron que faltó poco para que se produjera una camorra similar a la del lunes anterior en casa del Pulcro Matallana. Al fin Josu Ruiz asestó un puñetazo a la mesa y zanjó el litigio declarando su renuncia a recobrar el radiomagnetófono y el catalejo. Terminaron de esta forma las rencillas y, hechas las paces, alegres y dicharacheros acordaron elegir un chivo expiatorio al que imputar el desastre de la Soledad. En castigo por mi incomparecencia, se me nombró para dicho papel; pero Izaskun Ayestarán no lo quiso consentir y a propuesta suya decidieron sentar a Soneto Martínez en el banquillo de los acusados. Procedieron a enjuiciarlo, y como lo hallasen culpable de todo, de la tempestad inclusive, lo sentenciaron a muerte. Y otro día, en que no falté al encuentro, confeccionamos un muñeco de cartón para el que cada miembro del grupo aportó alguna ropa y adornos. Lo vestimos y calzamos, y con la cara pintada y un cartelito clavado al pecho en que se publicaban sus fechorías, lo ahorcamos un jueves, a la sobretarde, de un olmo de la Alameda. Hecho lo cual, nos sentamos a la mesa de una cafetería de enfrente, junto al soportal, con designio de deleitarnos observando la reacción de los transeúntes. La brisa mecía blandamente al muñeco, que apenas duró veinte minutos en la rama, tiempo que aproximadamente tardaron en llegar las furgonetas de la policía con gran alboroto de sirenas. La zona fue al punto acordonada, el café donde nos hallábamos desalojado. Iban y venían a la carrera uniformes y subfusiles. Y entretanto un rumor comenzaba a difundirse por las calles de la Parte Vieja:
—La ETA ha puesto un pelele con una bomba dentro.