Largo rato rinrineó el teléfono, pero no me supe desacostar. Me dolían los brazos, me dolían las piernas, me dolía la espalda, me dolía todo. Quienquiera que estuviese tratando de hablar conmigo debía de tener algo importante que comunicarme. Cerca de cinco minutos duraron los rinrines; por fin cesaron y la casa volvió a llenarse de silencio. Persistía en mi boca el regusto salado de la víspera. Dormí otra hora, tendido sobre mi viejo sofá verde donde había pasado la noche como un moribundo, inmóvil por el dolor y la fatiga. De nuevo me despertó el teléfono. Desperdigadas por el suelo yacían mis ropas húmedas, con corros blanquecinos de salitre. En el momento de retirar el auricular me di cuenta de que llevaba las manos vendadas.
—¿Qué tal ha dormido el héroe?
Era media mañana de un día azul y radiante.
—Hay que admitir que te salió redonda la jugada. Cacharrito te está agradecidísimo, puede que hasta solicite al Vaticano tu canonización. Se figura que gracias a tu valor salvasteis los tres la vida. Pero a mí no me la das. Yo sé que eres el tiparraco más falso que ha parido madre. Tú echaste adrede la barca contra las rocas. Tengo curiosidad por saber si esos supuestos redaños que te atribuyen te alcanzarán para reconocer en público tu culpa en lo sucedido. De lo contrario me temo que tus días en el grupo habrán llegado a un poniente sin retorno.
Le juré que yo no había provocado de propósito ningún accidente, tanto menos cuanto que yo nunca antes había empuñado un remo ni entendía gran cosa de náutica, por lo que se me antojaba de todo punto imposible llevar ni traer con secretas intenciones una barca. Se enfureció.
—¿Me tomas por imbécil o qué? ¿Te parece que no se nota si un fulano sabe o no sabe remar? Pierde cuidado, no lograrás engañarme. Más de veinte veces vi de refilón que aprovechabas la champa de las olas para dar alguna que otra remadita artera y así llevar la barca poco a poco hacia el acantilado.
Su asechanza me repugnó. No conforme con levantar contra mí los peores infundios, esperaba por lo visto que yo los ratificase. Sentí que debía vencer mi timidez y rebelarme; pero fue en vano. Me pareció percibir ruido de papeles al otro lado de la línea telefónica y supuse que leía.
—Mis sospechas se consolidaron cuando te opusiste a mi idea de buscar refugio en el colector, aunque sabías de sobra que en aquellos momentos era lo único sensato que podíamos hacer. Pero no, tú preferías el peligro, la ocasión de lucirte, de representar el papel de Jesucristo que salva a los apóstoles. No había más que ver cómo se te alegró la jeta cuando estuvimos a vista de Tximistarri, el escenario ideal para tus turbias maquinaciones. Y no niegues que sonreíste al ver que se me había caído el remo al agua. ¡Con qué hábil torpeza fingiste maniobrar para recuperarlo! Me dieron ganas de aplaudir. Comprenderás que me largase. No me hacía ninguna ilusión ser tu grumete ni secundar tu bajeza. Imagino que a estas horas tendrás preparado el dinero para pagar los destrozos de tu hazaña.
Colgó de sopetón, dejándome con la boca abierta pegada al auricular. Pasado un rato, pronuncié su nombre suavemente y, seguro de que no me oía, me puse a hablarle, a decirle lo que poco antes no había podido. Envalentonado, le advertí que se cuidase mucho de interrumpirme. Tras varios ensayos, logré imprimir a mi voz una inflexión más o menos dura con la que rebatí sin miramientos sus acusaciones, tildándolas de ruines. Pocas veces en la vida me habré expresado con tanta firmeza. Me envidias, le dije. La afirmación trajo a mi memoria una máxima de Josu Ruiz, leída tiempo atrás en la pizarra de su apartamento: Si quieres humillar a alguien, dile que te envidia. La repetí cuatro, cinco, seis veces, y agregué: desde la infancia arrastras este resquemor que te repudre. El episodio de ayer no ha hecho sino ahondarlo. En la hora actual ninguno de nuestros compañeros ignora eso que tanto te duele: que yo, Hilario Goicoechea, soy infinitamente superior a ti. Cállate, ya has desvariado más de la cuenta hace un rato. Por supuesto que no tengo un corpachón como el tuyo ni falta que me hace. ¿Para qué quiero yo esa masa de gordo y cobardía? ¿Que no te injurie?
Lo puse como un pingo, de poco hombre para arriba, y luego le afeé su actitud vergonzosa de la víspera, aquel rapto de pueril egoísmo que lo llevó a escaparse de la barca después de haber perdido un remo, sin importarle la suerte que pudieran correr su novia ni sus compañeros, ninguno de los cuales sabía nadar. ¿Con qué cara vas a presentarte ahora ante nosotros? Le reproché su tacañería, su poca higiene, su falta absoluta de sensibilidad poética y su codicia insaciable que ora lo impulsaba a ganar un dinerillo vendiendo a escondidas reproducciones de la revista, ora a tratar de convertir el grupo en una compañía de humoristas. Tras esto le solté a las claras la poquísima ternura con que tratas a Izaskun, lo mismo en público que en privado, y le acusé de haber sembrado la desdicha en el corazón de la pobre muchacha, de cuyo carácter bondadoso y generosidad por todos conocida te has aprovechado de una manera que sólo puede calificarse de odiosa, y aun creo que me estoy quedando corto, Pichablanda.
Probé a colgar con rabia, pero no lo conseguí. El auricular se escurrió de mi mano vendada y emitió al caer un sonido decididamente melancólico. El desahogo que aquella conversación unilateral con Genaro Zaldúa me había procurado se extinguió tan pronto como reviré la mirada hacia la pared. Colgaba allí, entre una cabeza de amona y otra de aitona (perfiles vascos boquisumidos, narigudos, tallados en madera), un retrato de la madre que mi hermana había hecho poner recientemente en sustitución de una ajada fotografía que mostraba a los remeros de la trainera de Orio en pose victoriosa. Los ojos escrutadores, el ceño adusto, el cuello tieso, la barbilla adelantada, los labios apretados: aquel rostro era el ejemplo vivo de la mujerona autoritaria, elegido seguramente por la Petra, entre otros muchos retratos menos intimidadores de la madre, con el objeto de imponernos un vigilante en casa. No había, en efecto, un solo lugar en la sala donde uno pudiera ponerse a resguardo de aquella mirada. Lo mismo me situase a la izquierda o a la derecha, las dos pupilas feroces jamás me perdían de vista, y hasta en la cocina o en el cuarto se me figuraba que seguían escudriñándome a través del tabique. No bien colgué el teléfono comprendí que yo nunca tendría fuerzas ni carácter para oponerme a las intrigas de Genaro Zaldúa. La severa mirada de la madre me lo confirmó. Como de costumbre (parecía decirme) deberás conformarte con vengancitas a solapo, simples picaduras de mosquito en la piel del toro. Regresé a la habitación lleno de pena de mí mismo, de pena y de desprecio, y cerca de media hora estuve dando vueltas mientras cavilaba. Por la ventana se veía un fragmento de cielo azul, limpio de nubes que testimoniasen las inclemencias de la víspera, como si éstas no hubieran tenido más realidad que la conferida por un mal sueño reciente. No lograba sosegarme. Yendo y viniendo por el cuarto, rememoré pormenores de la desastrosa travesía y no encontré, entre las adversidades que nos habían sucedido, una sola de que sentirme culpable. Urgía, por lo tanto, plantar cara al calumniador, desmentir de plano su infundio, indignarse con miras a ahorrar a quienes me ponderaban de valiente, y de paso a mí mismo, el penoso espectáculo de mi silencio aprobador. En un arranque de coraje volví a la sala y marqué con mano temblorosa el número de Genaro Zaldúa. Que al menos sepa, me dije, que desapruebo sus imputaciones. Alivio: su teléfono comunicaba. En la nuca me punzó el reproche de la madre: tratas de hablar con alguien y como no lo consigues te alegras. Tras varias tentativas infructuosas, resolví llamar a Izaskun Ayestarán. También comunicaba. Llamé después al apartamento; pero nadie se puso al aparato. Al fin logré hablar con la madre de Cacharrito, por quien supe que el chaval se hallaba postrado en cama, al parecer muy enfermo.
—¿Cómo así? —pregunté con fingida extrañeza.
—Ah, ¿pero tú no fuiste con ellos?
—No pude. Estamos empapelando el pasillo. ¿Les ha pasado algo?
—Este hijo nos va a matar. Le teníamos dicho: no toques la barca que el lunes irá a recogerla Zunzunegui. Pues ni caso, que no he visto en la vida un chico más cabezota. Total, que ayer me llegó a las diez a casa, empapado, tiritando y con una fiebre que ni para qué. Abrí la puerta y me dio un vuelco. No me podía ni respirar el infeliz. Entró llorando. Que la barca se había perdido. Su padre intentó calmarlo, pero no había modo. Se conoce que salieron a la mar y les agarró una tormenta.
No cabía la menor duda de que la mujer estaba contándome la versión del naufragio que había oído a Cacharrito. Resolví indagar:
—¿Dónde se les perdió la barca?
—¿Dónde? Pues por ahí, no sé dónde ha dicho. Tampoco hemos querido insistir. ¡Está tan preocupado! Por lo visto había mucho oleaje y se les cayó un remo al agua y entonces uno de los amigos que sabía remar muy bien consiguió salvarlos, aunque la barca se destrozó en las rocas. Pero no sé dónde. Él lo único que ahora desea es vender el automóvil para pagar la barca, pero de eso ni hablar, ya le ha dicho su padre, tú tranquilo, un accidente le puede ocurrir a cualquiera. Ah, y eso no es todo, que hay dos que han pasado noche en la isla. Mi marido ha hablado esta mañana por teléfono con el padre de uno de ellos. Pobre hombre, estaba deshecho, que no habían podido pegar ojo en toda la noche. Hará cosa de una hora que ha salido mi marido a ver si le prestan una lancha para ir a buscarlos.
Me hizo luego saber que mi llamada le había sorprendido fregando el baño. Mencionó unos garbanzos a remojo y me puso al corriente de las tareas domésticas que aún le quedaban por realizar esa mañana. Sintiéndolo mucho tenía que dejarme. Yo me mostré comprensivo y le pedí transmitiera mis saludos al enfermo, a quien a punto estuve de nombrar por el mote. Dijo ella muy complacida que así iba a hacer y entonces cayó en la cuenta de que no sabía quién mandaba saludar a su hijo.
—Comuníquele —respondí— que ha telefoneado Miguel Delibes, el de la tienda de flores.
—Ah, muy bien, muy bien —dijo, y se despidió.
Discurrí poco después redactar una serie de notas con el objeto de leérselas a Genaro Zaldúa por teléfono. Una doble intención me animaba: por un lado, fundar mi defensa en argumentos sólidos que expondría sin vacilaciones ni tartamudeos; por otro, eludir la disputa. Para alcanzar esto último, se me ocurrió que sin necesidad de allanarme enteramente a su interpretación malévola de los hechos, podría mostrar mi acuerdo con algunos puntos de la misma. Tampoco estaría de más concederle alguna satisfacción por medio de pequeñas críticas a mi comportamiento durante la travesía. En el peor de los casos me rebajaría a reconocer mi responsabilidad en la desventura, pero dejando bien claro que no habían existido malas intenciones por mi parte. Tomé por fin papel y lápiz y me puse a la tarea; pero ni siquiera pude terminar la primera frase. Pensé que a lo mejor un baño de agua caliente me ayudaría a ordenar los pensamientos. Con esa esperanza me metí en la bañera. No bien hube comenzado a enjabonarme, sonó el teléfono. Acudí desnudo, dejando por el camino un reguero de agua y espuma. Era él.
—Exijo que me declares si te has acostado esta noche con Izaskun.
Me salió una voz de pajarito.
—No te creo —rugió—. Júralo.
Juré.
—Pero estuviste en su casa.
—Le dolía la cabeza y me pidió que la acompañara.
—¡Qué galante!
—Además había perdido las gafas.
—Claro claro, necesitaba un lazarillo.
—Tampoco llevaba zapatos.
—Y tú, que eres la personificación de la bondad, le prestaste los tuyos.
—Se los presté.
—¿Con qué intención?
—Hombre, yo creo… —me trabuqué.
—Querías tirártela, ¿no es cierto?
—Me fui enseguida.
—Tarde o temprano averiguaré la verdad. Y entonces…
—Llámala. Ella te contará.
—Ya la he llamado, ¿qué te crees? No está muy comunicativa conmigo que digamos y eso me huele a noche de plenitud erótica con otro. No es que le gustes mucho, pero ya que estabas a mano…
—Entramos en su casa, me curó las manos y me largué. Le daban arcadas.
—Seguro que de verte a ti en pelotas.
Permanecimos unos instantes en silencio. Después dijo en un tono punto menos que cordial:
—¿No te importaría llamarla y contarle la verdad, que abandoné la barca porque veía que tú la querías echar contra las rocas?
—Yo no puedo decirle que hice lo que no hice.
—¡Hostia! —se sulfuró—. ¿Crees que no me di cuenta?
Tratando de que se apaciguase, le contesté con voz melosa:
—Lo único que ocurrió es que los dos estábamos reventados de cansancio y el mar nos arrojó a tierra.
—Lo que ocurrió, lo que ocurrió, ¿quieres que te diga lo que ocurrió? Que tú y esa pindonga habéis pasado la noche en la misma cama. Borrego, suerte tienes de que estás ahora lejos, porque te ibas a enterar.
Volvió a insultarme y colgó. Al cabo de media hora, mientras cortaba acelgas en la cocina, se produjo la siguiente llamada. Me dije: sé fuerte, no te muevas. Pero al punto acudí a ponerme al aparato. Era Josu Ruiz.
—Me han transmitido la mala noticia: seguís vivos.
Acababa de llegar al apartamento. De buen ánimo enumeró penalidades sufridas por él y por el Pulcro durante la noche que habían pasado juntos en el cobertizo de la isla. Ni el cansancio, ni la sed, m el frío, ni el hambre, ni la «insoportable compañía del llorón», según dijo, lo habían torturado tanto como las dieciocho horas eternas pasadas sin tabaco.
—Me siento tan mal —ironizó— como si hubiese pernoctado al sereno en una isla.
Me refirió después algunos pormenores del rescate: la alegría jubilosa que les tomó cuando avistaron al padre de Cacharrito a bordo de la lancha motora, el enorme desengaño cuando éste les contó que no habíamos perecido, la exhibición de vesania de don Raúl Matallana en el puerto. El Pulcro, como barruntase la suerte de recibimiento que le aguardaba, había subido las escaleras del embarcadero agazapado detrás de Josu Ruiz.
—No paraba de suplicarme que lo protegiese. Pero al llegar arriba, zampa, pumba, una traca de bofetadas que parecía hubiese fiestas en el muelle. El viejo es un neurótico de aúpa. Le he dicho que nosotros no éramos culpables de nada, que habíamos tenido el buen juicio de no embarcarnos con los demás. El padre de Cacharrito comparte mi opinión. Pues como si llamásemos a Cacharro, hostia va, hostia viene. Y al despedirnos todavía seguía el energúmeno tocando la pandereta en los mofletes del hijo, que lloriqueaba como te puedes imaginar.
Declaró que ardía en deseos de conocer por boca de alguien de confianza los detalles de nuestra aventura, razón por la que me llamaba sin tan siquiera haberse despojado de la ropa. Lo poco que por el trayecto hacia el apartamento había podido referirle el padre de Cacharrito (a quien calificó de hombre amigable donde los haya), le había llenado de curiosidad. Percibí en el tono de su voz una sombra de suspicacia.
—Te escucho.
Mencioné en primer lugar las dificultades que tuvimos para salir de la bahía por causa del empuje contrario de la marea, y cómo nada más haber ganado mar abierto se nos metió una ola dentro de la barca. Conté más peripecias, que si esto, que si lo otro, y al fin no supe ocultarle el designio disparatado de cambiar de rumbo. Sospecho que era lo que él quería oír. Interrumpió de sopetón el relato para preguntarme sin rodeos quién había concebido aquella idea. Recurrí a las evasivas.
—Flakúas —replicó tajante—, dime la verdad.
«La verdad nunca es plana», le había oído afirmar a él en una ocasión.
—Íbamos alegres. De pronto nos entraron ganas de jugar a los descubridores de América y concertamos poner proa hacia poniente, eso es todo.
—Tu historia parece verosímil y cuadra perfectamente con la naturaleza infantil de los expedicionarios. Pero supongo que alguno formularía la propuesta, alguno que quizá no estaba muy interesado en pasar a recogerme a las seis. Oye, ¿no le mencionarías a la piruja mi relación con Rosa?
Negué rotundamente.
—Pues se la habrá olido. Tiene un olfato infalible.
Tras varios segundos de silencio me pidió reanudase la crónica de la desventura, que escuchó con manifiesto regocijo mientras comía nueces, alfóncigos o lo que fuera que al ser masticado producía un desagradable ñacañaca al otro lado de la línea telefónica. Dedicó mordaces comentarios a la disputa sostenida por los novios. Yo la atribuí al mucho miedo que tenían ambos de estrellarse contra una pared de piedra que hay al pie del monte Igueldo, llamada la Lastra, frente a la cual pasamos grandísimos apuros. El episodio le causó tanta gracia que se lo hube de contar de nuevo, y la segunda vez me acordé de referirle que en aquel lugar nos sobrevino un aguacero que hizo harto penosa la navegación.
—Justo castigo —se guaseó— por vuestra innoble conducta.
Referí asimismo el vómito de Cacharrito, la pérdida de los zapatos de Izaskun Ayestarán y cómo, anegada la barca, fuimos arrastrados por las olas hasta la ensenada de Debajo de Valentín, donde navegamos un tiempo sobre aguas residuales y Genaro Zaldúa se enojó porque los demás nos opusimos a su pretensión de surtir dentro del colector. A este punto le tomó la risa a Josu Ruiz y, riendo, reputó a nuestro amigo de «alma que con insólita frecuencia recibe la llamada del dios mierda».
—La verdad —añadí con flema, paladeando las palabras— es que a menudo huele bastante mal.
—A perro podrido —sentenció él.
Entablamos entonces una esgrima de sarcasmos alusivos a la poca higiene de Genaro Zaldúa.
—En un certamen de marranos no tendría rival. Le otorgarían a perpetuidad el primer premio.
—Y todos los accésit.
—Conozco a uno que debería asearse con escoplo.
—¿Y qué decir de sus axilas, ese yacimiento de mugre fosilizada que data de los inicios del cuaternario?
—Pues anteayer vi en televisión un reportaje sobre las cataratas del Niágara. ¿Querrás creer que me costó veinte minutos darme cuenta de que las imágenes no mostraban la frente de nuestro amigo cuando suda?
El intercambio de chanzas me persuadió de que contaba con un nuevo aliado dentro de La Placa, un aliado además de primer orden, cuyas opiniones prevalecían de costumbre sobre las de cualquier otro y a quien se me hace que sólo la falta de ambición le impedía convertirse en caudillo del grupo. Con inmensa complacencia descubrí que nos unía un vínculo cien veces más poderoso que el alcohol o los cigarros: la antipatía que ambos sentíamos hacia Genaro Zaldúa. Mi posición social, por así decir, dentro del grupo había mejorado sensiblemente con motivo de la aventura infortunada. Para Cacharrito e Izaskun yo era el héroe que los había salvado de una muerte espantosa; para Josu Ruiz, un nombre de confianza a quien podía hacer partícipe de al menos una parcela de su intimidad. En cuanto al Pulcro Matallana, para quien probablemente yo nunca había significado gran cosa, supuse que no tardaría en adoptar la opinión favorable que sobre mí abrigaba su protectora. La conclusión caía por su peso: Genaro Zaldúa estaba solo.
Seguí contando a Josu Ruiz detalles de nuestra aciaga travesía, y resuelto a indisponerlo con Genaro, centré la relación en las acciones de éste, sin exagerarlas, porque pensé que por sí solas ya parecerían suficientemente reprobables. Tras referir que me había injuriado al poco de pasar la punta de Mako, mencioné la pérdida del remo y cómo hizo Genaro Zaldúa ánimo de salvarse por su cuenta y se arrojó al agua, abandonándonos en medio del peligro, con la barca que ya no se podía gobernar. La voz de Josu Ruiz se tiñó de desprecio:
—Es un miserable.
Supo después que a Izaskun Ayestarán se le habían perdido las gafas y me interrumpió para preguntarme:
—Por cierto, ¿quién tiene mi magnetófono?
Le conté la verdad. Profirió él, enfadadísimo, unos a modo de improperios en la lengua de su madre y colgó. Cinco minutos más tarde recibí una nueva llamada de Genaro Zaldúa.
—¿Se puede saber qué mentira le has contado a Josu? Cuando salté al agua todavía estaba la radio en la barca, así que ya le estás llamando para decírselo. No tengo nada que ver con ese asunto.
Colgó sin darme tiempo de pronunciar una palabra. No bien me alejé unos pasos del teléfono, llamó Izaskun Ayestarán.
—El Cojo está cabreadísimo. Parece que alguien le ha contado ya lo de la radio. ¿Es cierto que tú te has ofrecido a correr con todos los gastos del naufragio?
—¿Yo?
—Eso anda diciendo Genaro.
—Antes me salgo de La Placa.
No hablamos más. Al punto comenzaron a llamarme los compañeros, uno tras otro según iba llegándoles el rumor de que yo había resuelto abandonar el grupo. En esto vi que me apreciaban y tuve mucho gusto de conversar con todos ellos, salvo con Genaro Zaldúa, que no llamó. Les expliqué que nuestra amiga había interpretado erróneamente mis palabras. Quedaron muy contentos de saberlo, así como de la promesa que les di de continuar siendo miembro de La Placa. No bien se enteró Josu Ruiz de que Genaro Zaldúa pretendía hacerme pagar la cuantía de los daños encargó a Cacharrito que encargase al Pulcro la convocatoria de una reunión de urgencia esa misma tarde en casa de éste, con el fin, le dijo, de aclarar todas las cuestiones relativas al descalabro de la víspera y en especial a la pérdida de determinados objetos valiosos.
Solamente faltó Cacharrito. El muchacho, acometido de fiebre y mareos, hubo de guardar cama por imposición de su madre, que le prohibió salir enfermo de casa, como al parecer pretendía. Fue una de las reuniones más tristes y tumultuosas que recuerdo. Los ánimos caldeados, los rencores a flor de piel, el caramillo comenzó nada más juntarnos. Josu Ruiz desplegó sobre la mesa un prospecto de magnetófonos y aparatos de radio a fin de que eligiéramos, entre los varios que tenía señalados con una equis, el que le debíamos comprar. A partir de ahí reproches, desplantes, inculpaciones, sarcasmos y amenazas se sucedieron sin interrupción. No bien se entablaba una disputa, llegaba la siguiente. Este discutía con ése, que a su vez discutía con aquél. Todos hablaban al mismo tiempo y ninguno se entendía. Alarmada por el alboroto, doña Mercedes vino al cuarto en repetidas ocasiones, siempre para rogarnos con dulces ademanes que habláramos más bajo, pues la abuela dormía y últimamente no le probaba bocado y se estaba quedando en los huesos y poniéndose amarilla. Pero apenas la mujer cerraba tras de sí la puerta y regresaba a la cocina, reanudábamos nosotros la discordia, con tanto ruido o más que antes de la momentánea tregua.
A Josu Ruiz no le fue pagada una radio nueva. ¿Qué culpa teníamos nosotros, le objetó Izaskun Ayestarán, si él mismo la había metido en la barca sin avisarnos? Tampoco prosperó una sugerencia mía enderezada a la creación de un fondo común con el que costear las pérdidas, la de la Soledad inclusive, y aunque se alzaron voces susurrantes a mi favor, la oposición airada de Genaro Zaldúa dio al traste con la idea. Este me atacó menos de lo que yo temía, fuera porque advirtió que no faltaba allí quien me defendiese o porque apenas hallaba ocasión de hacerlo por causa de la granizada de acusaciones que incesantemente le llovía. No poco indignó a la concurrencia con su versión de la escapada. Dijo haberse lanzado al agua a fin de recobrar el remo; pero que lo perdió de vista, y como notase que se había apartado muchos metros de la barca, optó, en el límite de sus fuerzas, por la única posibilidad que le quedaba de salvarse. Izaskun Ayestarán, que decía no querer enfadarse para no agravar la jaqueca, se enfureció. De su boca salieron palabras durísimas que el otro repelió con malas maneras. Al cabo trabaron los dos una encendida discusión, en el curso de la cual salieron todos los trapos a relucir, y a vista de los presentes consumaron la definitiva ruptura de su noviazgo. No menos virulenta fue la porfía que enfrentó a los dos que habían pasado la noche en claro. Sus respectivas versiones de lo acaecido diferían hasta en los detalles más irrelevantes. Donde uno veía blanco veía el otro negro, y con creciente enojo se encastillaba cada cual en su particular interpretación. El episodio del catalejo terminó de malquistarlos, y tras jurarse mutuamente enemistad para toda la vida, dio Josu Ruiz, por escarnecer al Pulcro, en revelarnos ciertas cosillas inconfesables que el adolescente le había confiado durante la noche, de modo que éste, no pudiendo defenderse de la infidencia, rompió a llorar. Se levantó Josu Ruiz de su asiento, profirió un gruñido de despedida y salió de la casa. Genaro Zaldúa se fue poco después sin despedirse. Luego me fui yo, y desde el portal oí los pasos de Izaskun Ayestarán que bajaba por las escaleras trapaleando con sus zapatos de tacón.
Entrada la noche sonó el teléfono. Genaro Zaldúa me llamaba para comunicarme que por la mañana tomaría un tren con dirección a Madrid, donde pensaba permanecer hasta el fin de semana siguiente. El comienzo del nuevo curso le pillaría por tanto fuera y con mucha cordialidad me preguntó si podía conseguirle su horario de clases.