Sentada a popa, Izaskun Ayestarán roía en silencio sus sospechas. Por encima de su hombro comenzaba a empequeñecerse la figura de Josu Ruiz, que desde el borde del embarcadero nos despedía con la mano y no cesaba de pedir a gritos que estuviéramos de vuelta antes de las seis. Cojeando se retiró luego vereda arriba en busca del Pulcro. Sólo entonces se volvió la muchacha a mirarlo y, viéndolo lejos, trató por segunda vez de sonsacarme con quién tenía aquél previsto encontrarse.
El mar estaba embravecido. Las olas, grandes y raudas, se deshacían antes de alcanzar la costa, moteando el agua oscura con sus penachos espumosos. A tiempo de dejar el abrigo de la isla, la Soledad da una fuerte hocicada. Genaro Zaldúa resbala en el asiento y por poco no se cae encima de Cacharrito, que se encuentra detrás de él, sentado sobre las tablas del fondo.
El avance resultaría menos dificultoso si acertáramos a concertar nuestros esfuerzos. Apenas han discurrido diez minutos desde la partida y ya me arden las manos cubiertas de ampollas. Resuelvo entrapajármelas con las mangas. Con ese fin suelto un instante el remo. Genaro Zaldúa no lo ha advertido y sigue remando, de suerte que la barca se gira y comienza a recibir las olas de costado. Henchido de frescor penetrante, el viento carga de nuevo. A Izaskun Ayestarán se le desmanda la melena y rápidamente echa mano del cepillo. Genaro se afana a mi lado con recio resuello. Para cuando se percata de que estamos navegando en círculo, el empuje de las olas nos ha arrastrado cuarenta o cincuenta metros hacia el interior de la bahía.
—¿No tienes fuelle? —me pregunta con acritud. Sus palabras se estrellan en mi rostro envueltas en un hálito caliente, y al bajar la vista descubro que sus manos se hallan igualmente enrojecidas y ampolladas.
—No se trata de si éste tiene o no tiene fuelle —replica Izaskun, mientras se anuda el moño—, sino de que nunca se os ve hundir el remo al mismo tiempo.
A nuestra espalda se escucha entonces la voz temerosa de Cacharrito:
—Podríais armonizar las paladas entonando una saloma.
Los ojos saltones de Genaro Zaldúa se revisten de un brillo burlón.
—¿A ti qué te parece? —me pregunta—. ¿Cantamos Guantanamera o el Eusko Gudari?
Sopla viento de proa, un viento poderoso y desapacible que de vez en cuando esparce una rociada salobre sobre la barca. El paso de los refregones dibuja un trazo rizado en el agua, que se prolonga en tolvaneras cuando aquéllos barren la playa. Los remos crujen al ludir con los toletes. En rededor flota la calima, más densa sobre las líneas de riscos que nos flanquean, la de la isla y la de Igueldo, contra las cuales rompen las olas con blanca y descompasada violencia.
Izaskun Ayestarán sugiere que nos acerquemos a las rocas de Igueldo, a cuyo arrimo, arguye, podríamos vencer el ímpetu de la corriente aprovechando el reflujo de las olas y pasar en breve la bocana. La idea es tan descabellada, por no decir suicida, que Genaro Zaldúa suelta de pronto el remo y se pone a reír a carcajadas. Yo tampoco desperdicio la ocasión de tomarme un descanso, y aunque advierto que el oleaje nos impele hacia atrás, permanezco callado, en la esperanza de que mis compañeros comprendan finalmente la imposibilidad del propósito y decidan regresar a Santa Clara. Transcurridos veinte minutos de boga trabajosa, seguimos avistando la isla a estribor. Los pocos metros que logramos progresar a costa de ímprobos esfuerzos, los desbarata en cuestión de segundos el empuje contrario de la marea. Se diría que gobernamos un bote anclado.
Veo a Izaskun descalzarse. En la punta de una media se abre un agujerito por el que asoma una uña pintada de rojo. Al inclinarse para recoger sus zapatos, descubre por el escote, casi enteros, sus pechos voluminosos. No bien se incorpora, advierte adonde miro alelado y sonríe. Con torpeza que recelo fingida deja caer un zapato. Instintivamente desvío la vista hacia Genaro Zaldúa, que ahora rema con los dientes apretados. La muchacha resuelve picarle el amor propio.
—Los he visto más hombres.
Genaro vuelve la mirada hacia mí.
—Yo también —dice, y en ese mismo instante la espuma marina me trae al pensamiento el color de los cabellos de su madre.
La provocación de Izaskun Ayestarán ha surtido efecto. Genaro Zaldúa, apoyado el pie en una cuaderna, marca las paladas, primero a gritos, contando de uno a tres, luego a puro jadeo, con varonil pundonor. A breves intervalos profiere un gruñido animalesco que coincide con el momento en que hunde el remo en el agua. El ritmo de boga es vivo, y como no logro adaptarme a él, a veces, con designio de tomarme un descanso secreto, me permito unas cuantas remaditas en el aire. Quizá mi compañero pone por obra la misma argucia, ya que por primera vez desde que zarpamos la Soledad avanza sin trazar un rumbo sinuoso. Faltando poco para salir de la bocana, Cacharrito nos advierte que nos hemos desviado muchos metros de la isla. Izaskun se ofrece a guiarnos y aposta, estoy seguro, aún nos desvía otro pedazo.
Por fin mar abierto. Genaro Zaldúa alza los brazos y lanza un alarido de júbilo. Puesto de pie, la melena desgreñada, las barbas hasta el pecho, con porte orgulloso señala hacia la bahía que tantos esfuerzos nos ha costado dejar atrás.
—¡Igualito lo tuvo Lope de Aguirre para salir del Amazonas! —exclama, al par que me sacude una palmada amistosa en la paletilla.
Al Este y al Oeste, el litoral abrupto hierve envuelto en densas nubes de vapor. El espectáculo que se ofrece a nuestra vista resulta sobrecogedor, el paisaje digno de una horrible pesadilla. Acantilados, rompientes y promontorios se pueblan de ramos blancos de agua, efímeros, estruendosos, a lo largo de las rocas denegridas. Hasta sus remotos confines se motea de cabrillas el océano. Hay en el agua un estremecimiento de inmenso animal que se revuelca. Sisean por doquier las olas que el viento descresta. El cielo se encapota; oscurece el mar. En medio de sus coléricos embates, un ramalazo de terror encoge mi pecho y me pone un nudo en la garganta.
De pronto la Soledad amorra. El tajamar hiende una ola que venía reventada. El raudal espumeante alcanza de lleno a Cacharrito. Me vuelvo a mirarlo y lo veo sentado sobre un dedo de agua que alternativamente aflora y desaparece entre las rendijas de las tablas. Del cajón de proa extrae una marmita y trata de achicar con ella. Está tan asustado que no se atreve a levantarse.
A Izaskun Ayestarán, por el contrario, no parece haberle infundido especial inquietud la entrada de agua en la barca. Pretende que sigamos la ruta de poniente, que es hacia donde nos arrastra desde hace un rato la resaca. No abrigo la menor duda acerca de su deseo: alejarnos de la isla para no estar de regreso a la hora convenida. A babor se alza ahora, casi vertical, la ladera de Igueldo. Monte arriba, el faro centellea a intervalos regulares entre los pinos. Izaskun Ayestarán insiste en su propuesta desatinada. Luce una gargantilla con adornos de cerámica, como las que venden los baratijeros de la plaza de la Constitución. Con mentalidad de novio condescendiente, Genaro Zaldúa aprueba el antojo temerario, cuya razón escondida desconoce. Imagino con cuánta impaciencia estará esperándonos Josu Ruiz, el pensamiento puesto en su amiga comunista. No me sorprendería que ya tuviese preparada en algún cajón de su vivienda una nueva cabecita de Marx. Izaskun Ayestarán, los zapatos sobre el regazo, se arregla el recogido del cabello. De pronto posa su mano suave en mi rodilla. Se ve que es una manera fácil de persuadirme. Sus labios sensuales se redondean configurando una insinuación de beso.
—Anda, Flakúas, di que sí.
Tengo los brazos doloridos, las manos rotas, los pies dentro de agua y un sabor áspero de ginebra en la boca. Me gustaría regresar, hallarme en casa leyendo un libro cualquiera o tumbado sobre mi viejo sofá verde.
—Por mí —digo.
Un súbito golpe de mar endereza la barca. Sin pérdida de tiempo hundimos los remos con energía renovada tras el descanso reciente. Entretanto convenimos en establecer un plan que otorgue un mínimo sentido a nuestro esfuerzo. Genaro Zaldúa dispone que sigamos rumbo paralelo a la costa. La menor desviación del curso será notificada al instante por Izaskun, mientras que Cacharrito tendrá a su cargo prevenirnos de los escollos que acaso pudieran velar por el trayecto. Izaskun Ayestarán se proclama capitana de la nave. En contraste con los bramidos del viento y el fragor de las olas en las rocas cercanas, su arenga militar apenas alcanza vigor de cloqueo. Hemos de hacernos al ánimo, dice, de no volver hasta tanto que descubramos tierra americana. Si es preciso pernoctaremos en el mar. En cuanto hayamos arribado al nuevo continente fundaremos una población que recibirá el nombre de Nueva Izaskun. Una rápida mirada al reloj me confirma que aunque tomásemos de inmediato la vuelta de tierra, no llegaríamos a Santa Clara a la hora convenida.
El oleaje nos empuja de estribor, de forma que Genaro Zaldúa, sentado a mi izquierda, es quien ha de realizar el mayor esfuerzo para mantener el rumbo. De sus brazos y aguante depende en gran medida que la Soledad no dé al través en la espeluznante placa de piedra, a pie de Igueldo, que llaman la Lastra. Las olas innumerables han roído medio monte, dejando al desnudo una abrupta muralla de arenisca. ¿Qué hacer? Si remo anularé el esfuerzo de Genaro Zaldúa, cuyas paladas son en este instante la única oposición posible a la pujanza de las olas que poco a poco nos arrastran hacia tierra. Pero si permanezco ocioso, me pondré a cavilar y se adueñará de mí un pavor semejante al que paraliza a Cacharrito en el suelo de la barca.
De pronto una ola no mayor ni menor que otras anega la Soledad. Del susto casi pierdo el remo. El agua con burbujas y pedacitos de algas va y viene entre nuestras piernas impulsada por los violentos cabeceos de la embarcación. Cacharrito permanece sentado sobre las tablas, hundido dentro del charco que le cubre hasta la cintura. Desde hace largo rato guarda silencio; pero ahora el súbito gorgoteo de una náusea nos da señal de su presencia. Apenas nos volvemos a mirarlo, le sobreviene el vómito: una gorgozada de alimentos a medio digerir que enturbia el agua a su alrededor. En su pálido semblante se pinta una mueca de inconsolable abatimiento. Nadie le dice nada. Silencioso y desmalazado, achica sus humores con la marmita. En esto le oímos exhalar una queja gutural. Ha olvidado cerrar el cajón de proa, tal vez se ha abierto por sí solo; el caso es que el aparato de radio de Josu Ruiz ha quedado sumergido en el agua. Hay una punta de malicia exultante en los ojillos de Izaskun Ayestarán cuando dice:
—¡Uyuyuy! ¡La que va a armar el Cojo cuando sepa que se ahogó el regalo de su mamá! ¡Con el cariño que le tiene!
Y empieza a llover y cae un turbión de espanto. Cielo y mar se funden en una masa torva de negrura. El agua a nuestro alrededor parece borbollar bajo el impacto del aguacero. Lagrimones de maquillaje diluido resbalan por el rostro de Izaskun Ayestarán. Pienso en una muñeca de cera que se estuviese derritiendo. De su nariz delgada y de su barbilla gotea un chorrito de lluvia. Su vestido empapado se adhiere al cuerpo. Bajo la tela fina trasparecen los pezones. Genaro Zaldúa no puede más, flojea y gruñe, y al fin, vencido por la fatiga, apoya la frente sobre el mango del remo. La proximidad de la temible Lastra lo llena de alarma y en un arrebato de histeria me reprocha que haya remado demasiado fuerte. Ignora que desde hace varios minutos no doy una palada.
Llueve y llueve. Dentro de la Soledad el agua turbia y tibia nos cubre hasta media pierna. Miro la Lastra de refilón. Un sentimiento de extrañeza, próximo a la placidez, me invade: no es sólo que se haya esfumado de mí todo rastro de miedo, sino que el peligro evidente en que nos hallamos no logra sacarme de mi indiferencia. El oleaje ruge a cortos intervalos. Un violento espumarajo se agita a los pies de la roca enorme, de la que apenas nos separan sesenta o setenta metros. A ojos vistas nos vamos acercando a ella, impelidos por la corriente. El juego de los intrépidos conquistadores de América ha terminado. Genaro Zaldúa presiente la inminencia de un fatídico desenlace e intenta maniobrar a la desesperada. De reojo observo los golpes frenéticos que sacude al agua con el remo. Su impericia, sus fuerzas disminuidas, convierten su empeño de virar en una pretensión lastimosa. Me gustaría ayudarle; pero no sé cómo y me estoy con los brazos caídos, igual que un náufrago resignado a su suerte. Airadamente me espeta que nos vamos a matar por mi culpa. Izaskun tiembla entelerida y asustada. En su rostro surcado de churretes negros se dibuja una mueca de terror cuando dice lo que ya todos presumimos:
—Vamos a zozobrar.
Hacia el Oeste, muy lejos, hiende la capa de nubes un débil resplandor que enseguida se disipa. Un presagio funesto acude a mi mente. Acaso aquella luz efímera y remota ha sido la última que contemplaré en la vida. De un momento a otro encallaremos y yo no sé nadar. Al cabo de tantos años, me sobreviene por un instante la duda de dios. Mientras, la Soledad sigue aproximándose a la franja de espuma rugiente, pese a los esfuerzos de Genaro Zaldúa, que rema a palazos como si estuviese arponeando en la atunara. Su espalda trasuda vaho; sus greñas empapadas le ocultan el rostro.
—Tú pagas la barca —vocifera—, tú la pagas.
Se le ve exhausto, demudado, y respira con tal sofoco que a duras penas consigue articular tres sílabas seguidas. Entrecortadamente despotrica y me reprende.
—Sabía que nos ibas a fallar.
En esto se le escapa un gallo entre dos denuestos, y al advertir mi sobresalto y escalofrío, enmudece de golpe. Quizá no se le oculte que me estoy acordando de idénticos aflautamientos de su voz cuando era niño y lloriqueaba impelido por temores como el que ahora sin duda le acomete. Ese gallo me basta para comprender que Genarito Pichablanda continúa vivo dentro de su corpachón. Un instante nos miramos inmóviles y silenciosos. La lluvia repiquetea sobre la tablazón de la barca. Genaro Zaldúa frunce el ceño y entreabre la boca de dientes mellados, decidido a decir no sé qué que finalmente reprime.
A nuestra espalda escuchamos un súbito balbuceo de Cacharrito. Antes de entender que se trata de un aviso, la ola embiste contra el costado de la barca y se desliza torrencial a lo largo de la popa, llevándose consigo un zapato de Izaskun Ayestarán y casi a ésta.
—¡Haced algo, cabrones! —grita, al tiempo que en un arranque furioso arroja al mar el otro zapato.
Genaro me pide ayuda y yo no sé qué hacer. Se percata de mi indecisión, masculla palabrotas, se crispa, y profiriendo una especie de hosco ladrido, me ordena que cíe. No entiendo aún esa palabra, no soy Cacharrito, que conoce, porque lo ha estudiado con detenimiento, el léxico de los navegantes. Las olas espaldean la Soledad, que con el peso del agua que la inunda se balancea cansinamente, abandonada a su suerte aciaga. Deberíamos ponernos los cuatro a achicar; pero no hay tiempo. Estamos a poca distancia de la Lastra, casi en el límite de la orla de espuma. Puesto de pie, hago palanca con el remo a fin de despegarlo del casco de la barca. Esta se gira con pasmosa rapidez. Genaro Zaldúa me mira sorprendido, tomando sin duda por destreza lo que sólo ha sido maniobra casual. La proa apunta ahora al horizonte borroso. Bogando frenéticamente contra las olas, mar adentro, la Soledad, convertida en una bañera flotante, avanza con lentitud, si es que avanza.
—¡Deprisa, deprisa! —chilla Izaskun Ayestarán, observando despavorida las gigantescas fauces de piedra que a nuestra espalda, entre espumarajos y rugidos, parecen dispuestas a devorarnos—. ¡Vaya mierda de tíos!
Genaro Zaldúa le replica lleno de ira:
—¡Pues rema tú, que has tenido la idea de venir hasta aquí! —y se enzarzan en una discusión desaforada.
La calima desdibuja los contornos del monte que se yergue ante nosotros con majestuosa indiferencia. El cielo es un chafarrinón de nubarrones, frío el viento y frías las gotas del aguacero. Mientras remo con las manos en carne viva, me pregunto por qué no experimento un temor como el que demuda las facciones de mis compañeros. ¿Acaso la naturaleza no supo dotarme de un órgano capaz de sentir emoción? Así pensando, me acuerdo de pronto de la madre, de su muerte y mis esfuerzos estériles por llorarla. Miro en torno, miro el oleaje, el mar vasto y proceloso, y compruebo que en este instante nada me conmueve, que a mí, en el fondo, más que el temporal o la Lastra me turba y agarrota el presentimiento de que si dejara entrever alguna debilidad, otro día mis compañeros irían por ahí mofándose y propalando a los cuatro vientos esto y aquello, y que si Flakúas y tal y cual. La muerte se me antoja preferible al ridículo. Si muero mi nombre figurará en las páginas de los periódicos, a la cabeza quizá de una lista de ahogados, y por primera vez en mi vida me habrá sido dado protagonizar un suceso no carente de grandeza. ¡Lo que iba a envidiarme el Pulcro Matallana! Y la Petra: ah, ¿pero mi hermano era poeta, marinero, un hombre que afrontó peligros, que sucumbió a fuerzas telúricas? A este punto, entre palada y palada, me exalta un nuevo pensamiento. Qué gran suerte, me digo, sería sobrevivir a este naufragio para poder contarlo alguna vez. Y al instante me doy a remar con bríos no inferiores a los de Genaro Zaldúa.
Después de haber remado de forma agotadora durante varios minutos, mi compañero y yo alzamos simultáneamente la vista y advertimos con desaliento que nuestro tesón no ha servido para nada. Se dijera que una maroma invisible nos ata a las rocas, impidiendo que nos alejemos. Yo las veo relamerse con su continuo chapaleo de espuma, alineadas y afiladas como descomunales dientes prontos a devorar la presa que en vano se esfuerza por eludir su destino inexorable. De vez en cuando dirijo la mirada a Izaskun Ayestarán para cerciorarme de que no me encuentro en Illarra-Berri, hace más de ocho años, compartiendo una situación apurada con el hijo de los ladrones.
Otra vez un bisbiseo, un pisipisi indescifrable de Cacharrito a nuestra espalda, sólo que en esta ocasión el muchacho no trata de anunciarnos la inminencia de una nueva desgracia, sino una excelente noticia, un milagro que con grandísimo alivio verificamos a continuación. Y es que arrastrados por la marea hacia poniente, nos encontramos ante la punta de Mako, donde termina la Lastra temible y se abre una pequeña ensenada. Demasiado expuesta a los embates del mar como para que nos sirva de refugio, bordeada de rocas que imposibilitan toda tentativa de desembarco, engolfarse en ella con este temporal supondría un error de funestas consecuencias; pero al menos durante un rato la Soledad distará de tierra lo suficiente como para permitirnos un respiro.
Arriba, sobre el collado, hay un merendero por el que le viene a la ensenada llamarse Debajo de Valentín. Se perfila en la altura, ante un fondo verdeoscuro de pinos, la carretera que conduce al parque de atracciones de Igueldo. Un camino serpenteante desciende a lo largo de la ladera pelada por los incendios, frecuentes en estos andurriales. Recuerdo que siendo yo niño el monte fue perforado con el fin de abrir conducto a un colector. Hemos recalado frente a su salida. Desde la boca de la ensenada se percibe el tufo excrementicio. Una rompiente de hormigón, dispuesta en curva, evita que las olas penetren a pleno ímpetu en la gruta infernal, uno de los varios anos por donde la urbe evacúa sin depurar lo peor de sus moradores. Contemplado desde la cima de Igueldo, este paraje recoleto parece conservar intactas sus apariencias edénicas. De cerca, la cruda y maloliente realidad pone de manifiesto la ilimitada aptitud que tiene el género humano para destruir lo bello. Las aguas residuales forman de ordinario sobre la superficie marina una mancha de color canela y proporciones variables según la intensidad de las corrientes.
A impulsos del aguaje la Soledad se adentra en la mancha repulsiva. ¿Qué hacer? Le sugiero a Genaro Zaldúa que no desembarquemos cerca de la cloaca, aunque ello nos cueste otra matada de remar. Presumo que el vocablo matada entraña para él connotaciones harto enojosas. Responde que se le ha ocurrido una idea mejor.
—Amparémonos dentro del túnel. Lo sufrirá la nariz, pero habremos salvado la barca y el pellejo.
Llueve a cántaros. Izaskun Ayestarán arruga el ceño y pone mohín de disgusto mientras escudriña el fondo de la ensenada. Genaro Zaldúa arguye con retórica briosa en favor de su plan descabellado.
—Entraremos en el colector hasta donde alcance la claridad. La cueva apestará a burro difunto, pero ¿qué queréis?, otros surgideros no vamos a encontrar por estos parajes. ¿Tú que opinas?
Opino que no le queda un adarme de cordura; pero no me atrevo a decírselo.
—Está claro —respondo— que tendremos que desembarcar en alguna parte. Volver a la isla es imposible.
Figurándosele que la evasiva supone una aceptación de su propuesta, en un arranque de entusiasmo se mete a piloto práctico y con ademanes fogosos, tocado de épica solemnidad, ilustra la disparatada maniobra que sólo su optimismo considera realizable.
—Dejemos que las olas nos lleven hasta la embocadura. Allá viraremos tranquilamente a la derecha. Una vez dentro del albañal, cuidaremos de amarrar la barca a un saliente cualquiera de la pared. ¿Que anochece y aún no ha amainado? Pues nada, mañana temprano volveremos y a la hora en que Cacharrito tiene previsto reunirse con el nuevo propietario, estaremos todos en la Parte Vieja desayunando chocolate con churros. Apuesto a que hay una escalerilla por donde subir al camino.
Izaskun Ayestarán, esquinada con él desde el repelo de hace un rato, se desdice momentáneamente de su juramento de no dirigirle jamás la palabra.
—Tú deliras.
Y al instante, Cacharrito, alebrado en el charco de proa, insinúa que la tentativa comporta graves riesgos. Genaro nos mira de uno en uno con visible hosquedad, como calibrando las magnitudes del motín.
—Alguno de ustedes —replica despechado— ¿puede explicarme por qué no es factible mi plan?
—Anda, Flakúas —dice Izaskun con retintín—, haz el favor de aclararle a este farruco que no nos apetece perecer en la inmundicia.
—Bueno, verás —le digo con harto temor de que se enoje—, lo más probable es que al tratar de embocar el colector nos estrellemos contra el muro.
A Genaro se le tuerce el gesto y agrandan las pupilas, que son como de águila al acecho del ratón. De fijo estará pensando que quiero humillarlo delante de su novia y del otro.
—Y aunque lográramos entrar, los remolinos dentro del túnel…
Ya ha escuchado suficiente y me corta de sopetón.
—Aj, sabihondo, vete a la mierda con tu pedantería.
A nuestra espalda una voz de timbre asmático, apenas audible en medio del fragor de las olas y el murmullo del aguacero, se afana en acabildarnos, pidiendo, casi suplicando, unión y concordia. Izaskun Ayestarán propone que regresemos a la isla. De Santa Clara al puerto, añade, el Pulcro y Josu Ruiz, que estarán secos, descansados y deseosos de entrar en acción, podrían encargarse de los remos, ¿no nos parece? Como ninguno le responde repite la pregunta para mí. De buen grado la complacería; pero teniendo en cuenta que ni la mala mar, ni la noche que se avecina, ni nuestras fuerzas menguadas permitirían que alcanzásemos ese objetivo, resuelvo salirme por la tangente, aliñar unos cuantos subterfugios, contestarle que quizá, que a lo mejor. Así pensando, Genaro Zaldúa se me adelanta y profiere una rotunda negativa que Cacharrito ratifica a continuación por medio de un susurro.
Nuevas deliberaciones desembocaron en un acuerdo de urgencia. Cacharrito y la muchacha achicarían hasta la última gota de agua; Genaro y yo guiaríamos la Soledad, costase lo que costase, fuera de la ensenada. En aquel instante nos hallábamos tan próximos a la línea de rocas, que con claridad podíamos distinguir sobre ella la multitud de cangrejos que, firme e impasible, resistía las sucesivas barridas del oleaje. Genaro Zaldúa había lanzado un ultimátum: si no conseguíamos adentrarnos obra de una legua en mar abierto, con el fin de navegar después hacia la bahía alejados suficientemente de la costa, regresaríamos a la ensenada e intentaríamos atracar dentro del colector. Tanto el mango de su remo como el del mío estaban teñidos por la aguadija sanguinolenta que segregaban nuestras manos. El mismo esfuerzo que producía las ampollas atenuaba el dolor, agudizado tan pronto como las palmas se desasían del cilindro de madera al que parecían pegadas. Con gran trabajo conseguimos dejar atrás la mancha pestilente, y a este punto Izaskun Ayestarán reconoció unos arbolillos o no sé qué que decía divisar en la ladera. Tomada de súbito alborozo, aseguró que no lejos de donde nos encontrábamos, siguiendo el litoral hacia poniente, había una playa de piedras llamada Tximistarri, costa toda ella bastante baja y al parecer accesible. Era sitio adonde ella solía ir en verano a solearse en cueros con las amigas y por esta razón lo conocía bien. Se acordaba de un tramo de guijas y conchas donde sin dificultad ni riesgo de dañar la barca lograríamos saltar todos a tierra. Dijo y juró haberse bañado allá en innumerables ocasiones. Estamos salvados, estamos salvados, gritaba loca de alegría, echándonos piropos. En mala hora la creímos.
Sin haber pisado tierra, los recientes trabajos y penalidades se me figuraban ya episodios sin importancia; el temporal, la Lastra, el colector, nuestros temores: fragmentos de una pesadilla sobre la que ya no valía la pena preocuparse y que a buen seguro rememoraríamos con mucha guasa y chistes los días ulteriores. La confianza en un desenlace feliz colmó nuestros ánimos de súbito coraje. A nuestros brazos molidos afluían, como por obra de un milagro, nuevas fuerzas necesarias para bordear con éxito el último obstáculo que separaba a la Soledad de la culminación de su periplo. A babor, en el extremo de la ensenada, hendía las aguas revueltas un promontorio de nombre Mauxugordo, el cual, como Mako por la parte opuesta, configuraba el remate de aquellas tenazas de piedra de que acabábamos de escapar con gran apuro. La certeza de que seguíamos un rumbo definido me exaltó. Y hasta Cacharrito rompió su largo silencio para decir una cosa alegre que se perdió entre los rugidos del mar. La Soledad, de nuevo en agua limpia, recobrada su ligereza a medida que iban progresando las tareas de achique, reanudó los violentos vaivenes y bandazos. Genaro Zaldúa estaba otra vez de buen humor.
—Llegamos hambrientos y desharrapados —dijo—, como los de Elcano a Sanlúcar, pero llegamos.
Recordé un Arbitrio para ser dichoso que había leído días atrás en la pizarra del apartamento de Josu Ruiz: «a) introduzca el candidato un escrúpulo puntiagudo en el zapato y cálcese, b) camine por la calle hasta que el dolor en la planta del pie no le permita dar un paso más, y c) descálcese». De esa índole era la felicidad que nos embargaba a los cuatro cuando emprendimos el rodeo de Mauxugordo, aquella peña sombría y afilada, de bojo tan escaso que casi fue lo mismo llegar ante su pico y haberlo ya pasado. Ignoro qué hora sería. Estaba anocheciendo. Los confines se estrechaban en torno a la barca. Al Oeste se vislumbraba un lejano resplandor, una a modo de estrella a ras del suelo, sin duda luz de alguna villa costeña. Cesó la lluvia que durante largo rato había sido muy mala molestia. Vimos en ello indicio de la piedad del cielo, así como del final de nuestras adversidades, y hubo entre nosotros bromas y chacota por esta causa. Remábamos con buen acuerdo y poco a poco el imponente promontorio fue quedando atrás. En breve recalamos a vista de Tximistarri, un arco de costa expuesto a los embates del oleaje. Izaskun Ayestarán se apresuró a celebrar jubilosamente el acontecimiento. Acababa de pronosticarse una jaqueca, cuyos primeros síntomas decía ya sentir. Ello no le impedía agitarse sobre su asiento ni chillar una y otra vez con voz rasposa «¡Tierra a la vista!», mientras hacía higas al Cantábrico y dedicaba diversidad de injurias al viento y a las olas, que no parecía sino que por causa de la emoción hubiese perdido la chaveta. A mí, desde un principio, aquel lugar salvaje y solitario me infundió vivo recelo. Seguía creyendo que estábamos salvados; pero me daba muy mala espina la alegría desbordante de Izaskun Ayestarán, pues no hay risa sin víctima y en aquel paraje inhóspito las únicas víctimas disponibles éramos nosotros.
La noche cerraba por el Este. Envueltos en la calima, nuestra visibilidad se reducía por momentos. Izaskun Ayestarán propuso que costeásemos el cantil, en la inteligencia de que tarde o temprano avistaríamos la pequeña playa en que teníamos cifradas nuestras esperanzas. Conjeturé que antes de media hora la oscuridad nos cubriría por completo. Si la muchacha se equivoca, pensé, será para matarla. En ese instante oí a Genaro Zaldúa murmurar entre dientes:
—En buena nos hemos metido.
Nos aproximábamos a la zona de aguas blancas en que las olas se deshacían como desfondadas al término de un largo y fatigoso viaje, efectuando una voltereta rumorosa a cincuenta o sesenta metros de tierra. A menudo el raudal de una se solapaba al de la precedente. Surgían así nuevas olas, que, barridas por el viento y frenadas antes de alcanzar las peñas por el agua del regolfo, originaban aquel blancor asifonado al que parecían haber acudido a morir los últimos fulgores de la jornada. El cantil hervía de espuma y vapor. Por nada del mundo debíamos nosotros aventurarnos dentro de la franja blanca, sino seguir paralelos a ella hasta tener a la vista la playita salvadora y que entonces decidiese la fortuna. Así lo convinimos Genaro Zaldúa y yo, persuadidos de que bajo el agitado espumaje próximo a la costa se escondía un grandísimo encalladero.
De pronto sonó un crac.
Sonó un crac, un chasquido como de rama al quebrarse. Crac. La barca dio un bandazo y se escoró hacia la parte de Genaro Zaldúa, que en un arranque instintivo se aferró a mi brazo, arrastrándome hacia atrás en la caída. De refilón alcancé a verlo abrazado a Cacharrito. La muchacha no paraba de gritar:
—¡El remo! ¡El remo! ¡Que lo perdemos!
Nos levantamos con mucha dificultad debido a la falta de espacio y de apoyos y a los balanceos de la embarcación. Vi el tolete de babor partido de cuajo y luego el índice de Izaskun Ayestarán que señalaba hacia un lugar, a unos cinco o seis metros de la barca, donde flotaba a merced de las olas el remo perdido por su novio.
—¡Cía, cía! —vociferaba éste, tambaleándose a mi lado como un borracho.
El remo seguía alejándose.
—¡Cía, idiota!
Y en su asiento de popa la muchacha, histérica, desencajada, no cesaba de chillar:
—¡Por allí, deprisa, que no se pierda!
Genaro Zaldúa hizo ademán de arrebatarme el remo. Tenía un corte en el pómulo del que manaba un hilo de sangre.
—Aparta, inútil —me dijo.
Y en el mismo instante la ola rompió dentro de la barca. La violenta sacudida arrojó a Genaro Zaldúa de bruces sobre la muchacha, cuyas gafas saltaron por los aires y cayeron, glup, al agua. Por recuperarlas tentaba las tablas del suelo, hasta que le dije lo que había sido de ellas. Genaro Zaldúa se levantó con calma, chorreando como si saliese de una bañera. Odio y desprecio ardían en su mirada torva. Con palabras mordidas y rabia jadeante me espetó:
—Ya veo que no has cambiado.
Me acometió un intenso escalofrío. Había abierto él mucho la boca para hablar, como con deseo de enseñarme el diente mellado que años antes le había partido yo de una pedrada. No dijo más. Se subió de pronto al banco y se zambulló en las olas. Uno de sus zapatos flotaba en la superficie, el otro había quedado dentro de la barca. Viéndolo luego nadar, admiré su arrojo, pensando exponía su vida por recobrar el remo. Sin perder un segundo me di a conducir la Soledad en pos de su estela. Me animaba el propósito de aliviarle el regreso. Desesperadamente hundía el remo ora a un lado, ora a otro, decidido a agotar hasta la última fuerza de mis brazos. En esto, como advirtiese que la barca se me desgobernaba, le pedí a Izaskun Ayestarán que me cediese su sitio. Arrodillado sobre la plataforma de popa, intenté cinglar; pero fue en vano, ya que no lograba hallarle apoyo al remo. Lo hundí hasta la empuñadura y no toqué fondo. Flotábamos sobre espuma siseante, dentro de la franja blanca que bordeaba la costa. Alcé la vista y no vi a Genaro Zaldúa.
—Allá va —susurró Cacharrito tristemente, señalando una salpicadura insignificante en medio del impetuoso vaivén de las aguas.
Lleno de alarma comprobé que nuestro amigo se había desviado mucho del lugar donde flotaba el remo. Creyendo lo hubiera perdido de vista, me dispuse a orientarlo a gritos desde la barca; pero de pronto caí en la razón de su hombrada y complacidamente me detuve a contemplar su bajeza y cobardía, las ágiles brazadas que lo llevaban a su salvación individual.
—¿Qué sucede? ¿Por qué no remas? —me preguntó Izaskun Ayestarán.
En pocas palabras le referí lo que sus ojos miopes no veían. Apenas supo ella que su dios barbado, el escritor de ensueño, el que la exhortaba a leer relatos de marinos intrépidos, nos había dejado en la estacada, comenzó a llamarlo a grandes voces, llorosa y afligida, implorándole volviera a la barca, Genaro, Genaro, y confesando con acento patético que no sabía nadar. Sentí compasión por ella, por sus hipos y sollozos, por sus llamadas lastimeras que dirigía descaminadamente, ya que Genaro Zaldúa estaba encaramándose a una roca situada muy a la derecha de donde los ojillos cegatosos de ella trataban de localizarlo. Cacharrito aventuró una hipótesis con idea de justificar la conducta de nuestro compañero.
—Habrá ido a pedir ayuda.
Izaskun Ayestarán le atajó furiosa, mientras se enjugaba las lágrimas con el dorso de la mano.
—Ese cerdo se larga a su casa a escribir sus cuatro páginas diarias de los cojones, en prosa, porque tiene que ser en prosa —remedaba con desdén—, y a los demás que nos folle un camello.
Y, fuera de sí, lanzó un alarido espantoso hacia las sombras del monte:
—¡Cobardeeee!
Volví a sondar con el remo y esta vez toqué fondo. No dije nada. Distaríamos en aquel instante obra de veinte o treinta pasos de las peñas más cercanas. Tuve una visión fugaz de la muerte: el piélago tenebroso, las entrañas henchidas de salmuera. Pero nada me desazonó tanto como la perspectiva, que hoy juzgo trivial, de un ultramundo sin librerías ni bibliotecas. La Soledad se bamboleaba al garete. El olor de la tierra húmeda y de las plantas se me figuró una burla cruel del destino. Traté de pensar en la madre; pero no lo conseguí. Mi mente se mostraba incapaz de reconstruir su rostro. Unas cuantas olas más y nos estrellaríamos de proa contra las enormes piedras verdinegras. Y en esto vi a mis dos acompañantes, silenciosos, abrazados, que me miraban con fijeza de niños despavoridos. Adiviné que tenían puesta en mí su última esperanza. Eso me bastó para saber que estábamos definitivamente perdidos.
—Hilario —dijo con voz suplicante la muchacha—, haz que lleguemos vivos a tierra.
Cacharrito, entre los brazos el radiomagnetófono de Josu Ruiz, que pretendía salvar, balbució medrosamente:
—No te preocupes por la barca. Si se rompe que se rompa.
Y repetía con arduo resuello:
—No te preocupes por la barca.
Juraría que Izaskun Ayestarán se santiguó, ella que pasaba por ser muy aborrecedora de la iglesia, según solían declararlo los filos de su lengua. Hacía yo designio de seguir los pasos de Genaro Zaldúa y saltar al agua tan pronto como tocara con el remo fondo bajo, cuando percibí a mi espalda un estruendo de espumas. Era la última ola de nuestro periplo infortunado. Segundos antes de la embestida, el terror me paralizó. La Soledad dio un tumbo y salió impulsada a gran velocidad hacia adelante, alta la proa, el tajamar listo para un topetazo indescriptible. No hubo tal, sino que la barca se incrustó violentamente entre dos grandes rocas. Crujió la tablazón, varias cuadernas se descuajaron y de la amura de babor, resquebrajada, saltaron por los aires numerosas astillas. Cacharrito, espatarrado como un pelele en el suelo de la barca, lamentaba la pérdida del radiomagnetófono. Me desembaracé del remo y corrí hacia proa sin otro pensamiento que hallarme en tierra cuando el siguiente golpe de mar batiese los restos de la Soledad engastados entre las rocas. El banco de los remeros se hundió bajo mis pies. Acto seguido pisé un bulto duro, tal vez el radiomagnetófono de Josu Ruiz. Pasé luego por encima de la muchacha, que no cesaba de pedir ayuda a gritos, y ella por encima de Cacharrito, que al fin, gateando, se reunió con nosotros en lo alto de la peña. Izaskun Ayestarán se acercó a abrazarme. Tiritaba. Durante un rato mantuvo la mejilla pegada a mi pecho, mientras me agarraba con fuerza, como temerosa de perderme. Me miró por fin, a través de un brillo de lágrimas, y tras besarme en la boca me susurró al oído su agradecimiento, convencida al igual que Cacharrito de que mi valentía y temple marinero habían hecho posible nuestra salvación. Muy gustosamente me dejé agasajar por ambos, al tiempo que con mano disimulada me tentaba las pertenencias, por comprobar si alguna me faltaba. Aterido, extenuado, las manos maltrechas, los huesos molidos, la ropa empapada y la mente vacía, experimentaba en la penumbra del cantil un sosiego gozoso, un sopor apacible que en aquel momento no vacilé en equiparar a la felicidad.
Advirtiendo que Izaskun Ayestarán no tenía zapatos, le cedí los míos, y sin pérdida de tiempo iniciamos la marcha ladera arriba, por un angosto sendero lleno de barro que ella decía conocer muy bien. La muchacha no cesaba de prodigarme elogios, admirada de la destreza con que a su entender había yo metido en el último momento la barca entre las dos rocas.
—Tengo muy claro —dijo— que te debo la vida y que te quiero como no te puedes imaginar.
Así hablando por el sendero arriba, oímos toses a nuestra espalda y de este modo nos percatamos de que Cacharrito no nos seguía. A ruegos de la muchacha bajé en su busca. Cacharrito se hallaba sentado al borde de las rocas, velando su pobre barca destruida, su Soledad que ya no era suya ni de nadie sino de las aguas embravecidas que se la estaban llevando a pedazos. Me faltó valor para llegarme hasta él. Apenas hube divisado su figura recortada en la neblina, le pregunté si se encontraba mal. Con mucha entereza respondió que no nos preocupásemos; necesitaba, dijo, permanecer un rato a solas, ya vería después la manera de regresar a su casa.
—No puedes quedarte ahí solo, se está haciendo de noche, enfermarás.
Una voz recia, perdida en la oscuridad, contestó por él:
—Lárgate, payaso.