No se veía un alma a la redonda. Genaro Zaldúa, a quien por esa época le llegaba la barba hasta el pecho, conjeturó con sorna que los nativos seguramente habrían huido espantados a la espesura. A manera de demostración señaló el dispensario y la caseta de las bebidas, ambos cerrados. Ninguno tomó a risa el chiste; pero a raíz de él comenzaron a disiparse los gestos hoscos y de nuevo fue posible el diálogo. Izaskun Ayestarán sirvió café del termo. Decididamente de broma, Genaro Zaldúa agradeció la adiafa, y con alegre solemnidad y lenguaje pomposo tomó posesión de la tierra en nombre de su majestad La Placa. La humorada, el café reconfortante y la certeza de hallarse fuera de peligro obraron un efecto relajador en los expedicionarios, algunos de los cuales no pudieron contener por más tiempo la sonrisa. Cacharrito entendió que aquél era un momento idóneo para acabildarlos y con ese fin formuló una propuesta de amistad y concordia, que fue más o menos admitida por todos.
El tiempo empeoró sensiblemente a mediodía. Ráfagas silbantes peinaban con furia el herbazal. Cielo y océano se confundían hacia el Noroeste, borrados sus confines por un formidable chafarrinón de nubarrones. Altamar, sin horizonte, se moteaba de vedijas espumosas. Flotaba en el ambiente un continuo retumbo en sordina, como consecuencia del intenso oleaje que, al romper contra las rocas, transformaba el litoral en una impresionante línea de geiseres. La cumbre de Igueldo seguía oculta bajo un velo de niebla. El primer chaparrón sobrevino mientras buscábamos, isla arriba, un lugar donde guarecernos. Por suerte hallamos pronto un cobijo con techo de cinc sostenido por tablones y una mesa tosca de cemento en su interior. Rodeado de espesas matas, no era espacioso, pero ofrecía mejor resguardo que otros dispersos por las inmediaciones, labrados sin duda con idea de utilizarlos en días de jira veraniega y no para protegerse de las inclemencias del tiempo. Allí pusimos a buen recaudo el bagaje, palabra que Josu Ruiz reprobó, diciendo no era propia de conquistadores ni de cronistas de Indias. Notó que lo dejaban solo con sus disquisiciones y calló. La lluvia paró enseguida, y como el cielo clarease un poco sobre la ciudad, resolvimos aplazar la comida y salir cuanto antes a recorrer la isla y ver en qué venía a parar el proyectado asedio al faro.
A punto de emprender la marcha, Cacharrito solicitó tímidamente lo dispensásemos de acompañarnos, ya que consideraba nuestro propósito (en cuya veracidad por lo visto creía) injusto. Genaro se plantó ante él hecho un jaquetón en jarras y le intimó con voz de trueno a rectificar sus torpísimas palabras si no quería ser colgado por traidor. Sin sacarse el cigarrillo de la boca, Josu Ruiz fingió abogar por el muchacho:
—¡Por dios, don Lope, no empecéis a diezmarme la tropa!
Cacharrito observaba ostensiblemente apocado el corro de pupilas fijas en las suyas, consciente de la broma, pero a la vez impresionado por la agresiva grandilocuencia con que le hablaban. A su espalda Izaskun Ayestarán simulaba clavarle puñales, mientras Genaro Zaldúa, luego de un guiño furtivo a los camaradas, le hacía saber que en su calidad de jefe de la expedición estaba obligado a decidir sobre el destino de Moctezuma.
—Que no te tiemble la voz en el instante de ordenar que le rebanemos la cabeza. De lo contrario serás ahorcado al amanecer, ¿verdad, chicos?
—Por supuesto, claro, naturalmente —rugió al unísono el coro de socarrones.
—Has de desempeñar —se le dijo— una función dentro de la trama. Así que pon tu inventiva a trabajar, porque no queremos espectadores ni gente libre de culpa a nuestro lado cuando venga el helicóptero de la Guardia Civil.
Tomó entonces el Pulcro la palabra, después de una hora de guardar silencio, y declaró que se le había ocurrido un efugio rigurosamente histórico que permitiría a Cacharrito participar en el plan de conquista sin necesidad de involucrarse en el asesinato del indio cacique de aquella isla. Y era que como hacía falta una centinela que quedase al cuidado del real, se le podía dar al muchacho esa comisión. Pareciendo a todos la idea juiciosa y congruente con las usanzas militares de los conquistadores del siglo XVI, despedimos con mucha cordialidad a Cacharrito, que, visiblemente satisfecho, quedó solo en el cobertizo los cinco minutos transcurridos desde la alegre partida de los expedicionarios hasta que Josu Ruiz tropezó en una piedra del sendero e, incrustada la rodilla en un charco lodoso, se volvió malhumorado al campamento, maldiciendo la hora en que había decidido tomar parte en aquel juego estúpido y pueril. El Pulcro lo siguió al instante y poco después todos los demás.
Llovió varías veces durante la comida. Breves y furiosas, las ráfagas de aguacero repiqueteaban sobre la chapa de cinc. A resguardo del ventarrón, la atmósfera del cobertizo, hundido en una concavidad del terreno, iba tornándose más y más acogedora a medida que se llenaba con la tibieza de los cuerpos, la grata conversación y el humo de porros y cigarrillos que en balde se esforzaba Cacharrito por apartar a manotazos. Josu Ruiz, después de varios intentos infructuosos, logró encajar las pilas de modo que la radio funcionase. Escampó entretanto y hasta parecía que iba a levantar. Vana esperanza: el cielo seguía muy cerrado por el Noroeste. Alguien vaticinó que si no mudaba el viento aquella remota masa de nubes pasaría de largo, paralela a la costa, rumbo a las landas francesas. Agotado el café, abrimos la botella de ginebra y las de cola, de las que cada cual bebía según su gusto, y con tragos y apacible coloquio combatíamos el sopor de sobremesa. Sonaba la radio dentro de la funda de plástico, de donde Josu Ruiz no quería sacarla para evitar que se mojase. La voz del locutor enumeraba con rutinaria gravedad los últimos sucesos. Al menos un uniformado había muerto en San Sebastián en el transcurso de un tiroteo entre guardias civiles e inspectores de policía, consecuencia al parecer de una lamentable confusión. Con un cabo del pañuelo mojado en ginebra intentaba Josu Ruiz limpiar el barro de sus pantalones.
—Sospecho —dijo— que las fuerzas de orden público comienzan a imbuirse del espíritu de La Placa.
Con aire de hastío ironizó a continuación sobre la suerte de haber nacido en un país donde, a su modo de ver, la mediocridad, la ineptitud y la intolerancia rayan en el manierismo. Y agregó:
—Apuesto un tomo de obras completas de Dickens a que ETA se carga a algún pobre diablo antes de las diez de la noche.
Hacia las dos y media de la tarde se disolvió la corona de niebla que desde primera hora de la mañana había ocultado la cima de Igueldo. En breve el cielo se revistió de un fulgor blanquecino y un haz de rayos, que parecía sacado de una estampa piadosa, irrumpió sobre la ciudad a través de un claro, tiñendo de verde el agua de la bahía. Mar adentro se veía al negro celaje correr velozmente a lo largo del horizonte borroso, dando razón a quien había conjeturado que la tempestad se desataría lejos de nuestra costa. Incluso Cacharrito admitió la posibilidad de una tarde soleada.
En una pausa de la conversación, Genaro e Izaskun, cogidos de la mano, anunciaron que salían de paseo. No era difícil adivinar qué clase de apetito urgente los impelía a retirarse. El Pulcro Matallana, tan vivo para otras cuestiones, no atinó a diquelar la evidencia, y animado del propósito de permanecer junto a la muchacha (a cuya sombra parecía cosido de un tiempo a aquella parte), muy sumisamente les preguntó si podía acompañarlos. Harto de aquel amorcillo que, según oí contar, andaba a todas horas mosconeando en torno a la pareja, Genaro Zaldúa le contestó con acritud que para lo que ellos se proponían hacer no necesitaban refuerzos poéticos ni militares. En voz baja, pero imperiosa, indicó Josu Ruiz al muchacho que se sentase. Izaskun Ayestarán trató de consolarlo con zalamerías y un porro que le regaló. Y allí lo dejaron ella y Genaro Zaldúa, mustio y silencioso, mientras los demás sosteníamos plática sobre César Vallejo, pasión en la que Josu Ruiz y Cacharrito concordaban. Ambos conocían de memoria un sinnúmero de versos del poeta y mano a mano, con mucho fervor, me los iban declamando dentro del cobertizo. El Pulcro se mantenía al margen de la conversación, la mirada perdida en el sendero por donde había visto a los novios alejarse. En esto me hizo señas para que le diese fuego. Encendió el porro, y declarando desabridamente que le apetecía contemplar las olas, cogió el catalejo y se marchó.
A poco de su partida enmudeció la radio. Josu Ruiz la sacó de la funda, desplegó la antena, cambió la posición de las pilas, agitó el aparato como si se tratara de una coctelera, le arreó unas cuantas manotadas y por último lo desconectó, resignado a pasar sin música ni noticias el resto de la tarde. Faltaban diez minutos para las tres y media. El viento había amainado y podía oírse con nitidez un rumor en sordina, como de grandes puertas cerradas a lo lejos con golpazo. Era el sordo zumbido de las olas al batir contra la pared norte de la isla. Cacharrito comenzó a alarmarse.
—Ya sé que es una chorrada —dijo—, pero, por favor, no me toméis por un burgués si bajo ahora a echar un vistazo a la barca.
Josu Ruiz y yo nos miramos sorprendidos.
—Me importa un rábano —prosiguió con inquietud— poseer objetos y cuidarlos. De verdad, ya sé que es una chorrada, pero entended que sería duro para mis padres que le pasase algo malo a la Soledad.
Comprendiendo que nos pedía licencia para abandonar el cobertizo, le dijimos que por nuestra parte no existía inconveniente ninguno en que se marchara e hiciera lo que considerase más adecuado. Salió a escape y, tras una ausencia de pocos minutos, regresó para informarnos que como los asientos de la barca estaban cubiertos de gotas, había resuelto secarlos con el trapo. Sólo para eso volvió, para contarnos que pensaba hacer lo que ya podía haber hecho si no se hubiera tomado la molestia de venir a referírnoslo. A tiempo de su segunda marcha, le pidió Josu Ruiz llevase consigo la radio y la pusiera a buen recaudo en el cajón que tenía la Soledad bajo la plataforma de proa. Cacharrito cargó el aparato al hombro, muy contento de realizar un servicio a su amigo. Cogió también las marmitas vacías, y como un ladrón que huyese con su botín, se alejó más que a paso camino del embarcadero.
Obra de media hora permanecimos Josu Ruiz y yo solos en el cobertizo, bebiendo ginebra, fumando y conversando en la que creo que fue nuestra última urgulina, la única que no celebramos en el monte Urgull y con certeza la más confidencial.
—Empiezo a estar harto de La Placa —dijo de pronto, en las pupilas un destello de mastín soñoliento—. El otro día me telefonearon desde Radio Popular para plantearme la posibilidad de que actuemos una noche en la discoteca La Perla. Un numerito cómico de quince minutos. Lo dejaban a nuestra elección: chistes, parodias, imitaciones. Me enteré de que Genaro ya había aprobado la idea, pero les dijo que tenían que contar con mi conformidad. Respondí que no y colgué. Luego, recapacitando, me di cuenta de una cosa. Nos toman por payasos. Y ¿sabes por qué? Porque somos efectivamente unos payasos. Sospecho además que hay un camastrón en el grupo, de nombre Genaro Zaldúa, que nos está utilizando para abrirse camino en la vida. De paso te prevengo, pues ya le he oído dos o tres veces referirse a ti en términos muy poco halagüeños.
Al escuchar la confidencia rememoré la tienda de golosinas donde la mujeruca de cabellos blancos leía el periódico sentada en el sillón de mimbre. Su semiceguera, la radio a todo volumen, el estruendo de obras en la calle, se me figuraron la garantía de una agresión a pie enjuto. El plaf de un manotazo sobre la mesa de cemento me sacó de fantasías.
—Me sulfura ver a Izaskun colgada del brazo de ese mequetrefe. Se conoce que le encanta sufrir. La pobrecilla se cree liada con García Márquez, sobada por Conrad, besuqueada por Faulkner y follada por Tolstoi. Le quitó el hipo que una currinche elogiara en la prensa aquel cuento ampuloso de Genaro en nuestra revista. Un cuento que, como tú bien sabes, es una caca.
Espoleado por la indignación, Josu Ruiz aleteaba nerviosamente con las manos, lanzándolas una contra otra como si tocara platillos y apartándolas con presteza en cuanto ambas palmas estaban a punto de encontrarse, típico ademán suyo que a sus espaldas el Pulcro Matallana solía denominar aplausus interruptus. Con cada frenética sacudida tintineaban las canicas dentro de su chaqueta, cuentas de vidrio que había comprado por la mañana a fin de jugar a los engatusadores de indios. Como le pesasen en los bolsillos, las depositó encima de la mesa. Al hilo de la plática comenzamos a arrojarlas una a una fuera del cobertizo, hacia las hierbas, como quien se entretiene lanzando chinitas al estanque. Estuve en un tris de revelarle que había sorprendido a los novios vendiendo a escondidas reproducciones del número 1 de La Placa. Mudé de propósito cuando ya el secreto se me despegaba de la punta de la lengua. Entretanto reanudó Josu Ruiz sus quejas por causa de la mancha que afeaba sus pantalones. Quiso comparar mis uñas con las suyas, y hallando las mías algo más largas, me rogó raspase con ellas la costra aún húmeda que motivaba su disgusto. Yo así lo hice; pero no sirvió de nada. Comenzó él entonces a despotricar y proferir maldiciones, lamentando vivamente su participación en la aventura bufonesca. La mancha era de tan poca monta que yo no alcanzaba a comprender el desproporcionado enojo de mi compañero. Quizá porque no le pasara inadvertida mi perplejidad o porque, consciente de su actitud exagerada, le embargase de pronto una sensación de ridículo, se apresuró a declararme que a las siete de la tarde estaba citado en el barrio de La Paz con una muchacha maravillosa a la que había conocido pocos días antes. Por culpa, dijo, de aquella maldita excursión en barca no había podido llevar por la mañana la ropa sucia a la lavandería. Aquella mancha de barro en los pantalones significaba su ruina.
—Me dan ganas de largarme a nado a la ciudad y comprarme ropa en cualquier tienda.
Fue la primera vez que oí el nombre de Rosa Benítez.
—Me derrito escuchándola. Tiene una voz lenta y larga y seductora que es jalea en los oídos. Nunca he conocido una tía igual: inteligente, segura de sí misma, con carácter…, todo lo contrario de esa pendona de Izaskun, que en medio de la conversación va y te suelta un bostezo o se te pone a pintarse el morrito mientras tú te matas por explicarle la teoría de la relatividad.
De este modo se puso a parangonar a las dos muchachas. La estrella de Izaskun Ayestarán se apagaba al par que estallaba en resplandores la de Rosa Benítez, y por contraste oscuridad y luz, defectos y virtudes se comunicaban recíproco realce. Como un líquido trasvasado recibía Rosa el crédito perdido por Izaskun. Esta era, según Josu Ruiz, una niña de papá criada en un ambiente católico y burgués, del cual se figuraba que podía escaparse con sólo fumar porros y proferir palabrotas; la otra, hija de emigrantes extremeños y militante comunista que en 1975, a los diecinueve años de edad, había pasado un mes en la cárcel por causa de sus ideas. Izaskun vivía en una casa acomodada de la calle de Urbieta, con una docena de muñecas esparcidas sobre la cama; Rosa en el piso undécimo de una torre de La Paz, donde debía cuidar de cinco hermanos. Izaskun era superficial, llorona, coqueta, voluble, frívola, pueril, impuntual, casquivana, consentida, caprichosa y además tenía el trasero demasiado grande y frío. La nueva, por el contrario, personificaba por lo visto la voluntad, la constancia y la resolución de quienes están acostumbrados a abrirse camino en la vida sin ayudas. Tanto la ponderó y con tales ditirambos me la estuvo ensalzando que, sin conocerla todavía, empezó a caerme mal.
A ningún miembro de La Placa salvo a mí le había sido revelada aún la existencia de Rosa Benítez. Josu Ruiz me pidió discreción. De momento, dijo, no deseaba comunicar a nadie su secreto, y no por nada, sino que abrigaba el presentimiento de que la noticia iba a sentarle a Izaskun peor que una puñalada. Barrunté a este punto que los dos mantenían tratos escondidos y él debió de adivinar mi pensamiento, pues al instante agregó con malévola sonrisa:
—¿Sabes?, de vez en cuando sacamos punta a los cuernitos del gran narrador.
Sus palabras me llegaban envueltas en vaho de ginebra.
—En Italia, una noche que estuve muy malo por culpa de unos tomates, intentó pegármela con el vecino de habitación, un danés al que había acudido en busca de ayuda, y eso que ella tampoco se encontraba bien. Jamás podré perdonárselo. Es una suripanta de alivio. Quien no se haya acostado con ella es porque no quiere.
Al cabo de casi media hora desde que Cacharrito había bajado al embarcadero, convinimos Josu Ruiz y yo en el trueque de pantalones. No es que los míos le parecieran particularmente elegantes; pero al menos estaban limpios. A tiempo de descalzarnos, como hallásemos la tierra húmeda, resolvimos encaramarnos a la mesa de cemento, sobre la que previamente había dispuesto yo mi cazadora a modo de mantel. No bien estuvimos los dos arriba y comenzamos a desvestirnos, concebí un presentimiento que al punto se cumplió. Y fue que encontrándonos los dos en ridícula postura, nalgas con nalgas, encorvados para no dar con la cabeza contra el techo de cinc, resonaron de pronto fuera del cobertizo las risas de Genaro Zaldúa. Cogida de su mano, Izaskun Ayestarán no ocultaba la repugnancia que la escena le producía, hosco el ceño, la mirada retadora, como si hubiese escuchado a escondidas los injuriosos calificativos que Josu Ruiz le había dedicado un rato antes. A Genaro le colgaba sobre la cadera una falda de la camisa.
—¡Pillados! —exclamó en camelo—. Ya me estáis ingresando dos millones en la cuenta o mañana mismo los periódicos propalarán con pelos y señales la historia de vuestro vicio vitando.
Descendimos de la mesa y nos calzamos en silencio, mientras Genaro Zaldúa soltaba chascarrillos. Con dedos temblorosos anudaba Josu Ruiz los cordones de sus zapatos. Fijó a todo esto una mirada de sereno desafío en Genaro Zaldúa y le espetó:
—Ha sido el coito más satisfactorio de mi vida —y volviéndose hacia mí, me lanzó un beso exageradamente lascivo, al par que me cubría de requiebros amorosos.
Izaskun Ayestarán tomó asiento a la mesa y se sirvió un cigarrillo de mi paquete. La llama del encendedor iluminó su semblante atirantado por el despecho.
—Nuestro coito allá arriba —replicó con sequedad, como hablando consigo misma— también ha sido excelente.
Genaro Zaldúa soltó una estentórea carcajada, interrumpida tan pronto como se percató de que era el único que se reía.
Antes que Cacharrito hubiese regresado, ya estaba decidido que nos haríamos a la mar. Josu Ruiz, luego de un examen fugaz al fragmento de cielo que podía observarse desde el fondo del cobertizo, había asegurado categóricamente que por la tarde no llovería. Pareciéndome secundaba así la expedición, me sumé a ella sin titubeos, a pesar de que ni abrigaba un adarme de los afanes épicos de Genaro Zaldúa (que a la vuelta de su paseo había expresado su propósito de resarcirse de la truncada toma del faro mediante una travesía en barca), ni me dejaba de inquietar el fragor de las olas en las peñas. Lo cierto es, sin embargo, que la perspectiva de quedarme solo en la isla se me figuraba demasiado tenebrosa como para detenerme en consideraciones sobre lo que me convenía decidir. Por lo demás, la aventura no parecía, al menos a primera vista, cosa del otro mundo. Circundaríamos la isla, saliendo a mar abierto por una bocana y regresando a la bahía por la otra, lo que, bien mirado, no pasaba de significar una prolongación del trayecto de vuelta al puerto. La viabilidad de la empresa estaba además garantizada por el escaso bojo de Santa Clara, siempre y cuando, me decía entre mí, no menospreciáramos el riesgo de dar al través en el acantilado de la cara norte, lo que por fuerza nos llevaría a efectuar un dilatado rodeo a fin de apartarnos prudentemente de aquella formidable pared, así como de los posibles escollos que velasen cerca de la isla. Con mucho agrado observé que Genaro Zaldúa tomaba conciencia del peligro y que no ignoraba el modo de evitarlo. Tuvo incluso el buen rasgo de ofrecerse a remar por aquella parte que consideraba la más difícil y peligrosa. Demostrativamente se volvió hacia Josu Ruiz, como en espera de una respuesta a su cordial proposición, y entonces éste nos sorprendió a todos manifestando su designio de permanecer en tierra y ser recogido al término de la travesía. Demasiado tarde comprendí que para él el arreglo personal y la limpieza de su indumentaria eran mucho más importantes que la conquista de un continente imaginario. Alegó falta de ganas y cansancio y no sé qué más; pero yo sabía que las verdaderas razones de su negativa nacían de su deseo de conservar la ropa limpia y seca, así como del disgusto que sin duda recibía viendo amartelarse a Izaskun y Genaro. Me di cuenta de que su determinación guardaba coherencia con el secreto que me había descubierto poco antes; pero para entonces ya tenía yo empeñada la palabra y no me pude echar atrás. Me irritó sobremanera no haber previsto lo que ahora se me figuraba tan lógico, y antes de zarpar rumbo al desastre que nos aguardaba, lamenté con todas mis fuerzas mi decisión irreflexiva.
Genaro Zaldúa manifestó que la proyectada vuelta a la isla no podía llevarse a cabo sin mi concurso; alabó a continuación, con denodada cordialidad, mis dotes de remero, y al fin, suponiendo tal vez que ya me tenía ablandado a puro de lisonjas, me preguntó sin rodeos si me prestaba a gobernar con él la barca durante toda la travesía. Me miraba de hito en hito, como diciendo: págame los elogios o atente a las consecuencias. Le mostré las ampollas que había levantado en las palmas de mis manos la boga de la mañana. Entonces Izaskun Ayestarán apretó mi rodilla por debajo dé la mesa y al instante escuché a mi voz contestar atropelladamente que sí, que remaría.
Otro que permaneció en la isla fue el Pulcro Matallana. A las cinco aún no había regresado al cobertizo. Josu Ruiz se guaseó:
—Perdéis el tiempo esperándolo. Ha dicho que pensaba suicidarse.
Mientras bajábamos al embarcadero, imaginé el cuerpo enclenque del Pulcro meciéndose sobre las aguas espumosas, golpeado una y otra vez contra las peñas, o a la deriva en altamar, con todo el océano por tumba. Se conoce que iguales o parecidos pensamientos acudían a la mente de la muchacha, que deteniéndose de pronto, afirmó:
—Perecer en el mar debe de ser una gozada.
Tan sólo Genaro Zaldúa imaginaba en prosa la tragedia. A su juicio el deceso de un expedicionario añadía verismo a la jornada de conquista. Y concluyó:
—Como no se haya suicidado lo mataré.
Josu Ruiz soltó la amarra y mediante un envite del pie nos apartó de la pared del embarcadero. Prometió buscar al Pulcro durante nuestra ausencia, de forma que cuando hubiéramos vuelto estuvieran los dos listos para embarcarse. Mientras nos alejábamos declaró su cita, sin especificar dónde ni con quién la tenía concertada, y muy encarecidamente nos instó a regresar antes de una hora. Izaskun receló. No bien nos hubimos apartado obra de treinta o cuarenta metros de la isla, en voz baja me preguntó si sabía yo con quién pensaba encontrarse Josu Ruiz. Me encogí de hombros y negué; pero, carente de rotundidad, mi respuesta incrementó sin duda sus sospechas, pues a partir de aquel instante Izaskun Ayestarán hizo cuanto estuvo de su mano para que no regresáramos a tiempo a la isla. A su capricho se debió más tarde el cambio de rumbo que habría de acarrear nuestra perdición.
Mejor suerte no les fue deparada a los que se quedaron en la isla. Sus respectivas versiones del episodio presentaban tales divergencias que no hubo forma de saber con certeza lo que les había sucedido hasta la tarde en que por fin anularon su mutuo juramento de odio eterno. A raíz de la reconciliación, confrontaron sus relatos de la desventura y se pusieron de acuerdo en un número de detalles suficiente para componer una historia común, reservándose cada uno el derecho a interpretarlos como juzgara conveniente.
Tal como había prometido al despedirse de nosotros en el embarcadero, Josu Ruiz subió sin demora en busca del Pulcro Matallana. Al cabo de largo rastreo topó con él entre unas matas al borde del acantilado, la mirada perdida en el horizonte, las piernas colgadas sobre el vacío. Su semblante denotaba tribulación. A fin de consolarlo de lo que fuera que lo entristecía, Josu Ruiz posó una mano afectuosa en su hombro y comenzó a hablarle con jovialidad. El Pulcro, en su relato, lo entendía de otro modo:
—Vino por detrás, en puntas de pie, y de improviso me agarró del hombro para asustarme, haciendo como que me arrojaba al precipicio. A causa del sobresalto se me cayó el catalejo al agua.
Josu Ruiz negaba esa versión. Suponía que el Pulcro había dejado caer astutamente una piedra para encubrir la anterior pérdida del catalejo. Su sospecha se fundaba en dos detalles: el ruido, impropio de un objeto ligero, provocado por aquella cosa oscura al chocar contra la roca, y la ostensible zangarriana del adolescente, prueba de que con anterioridad debía de haberle acontecido algún contratiempo. Refrenando a duras penas, según dijo, las ganas de zumbarle una mano de bofetadas, Josu Ruiz regresó furioso al cobertizo.
En el embarcadero, a la hora convenida para pasar a recogerlos, los sorprendió la lluvia, que les obligó a resguardarse bajo el sobradillo de la caseta. Enojados y sin dirigirse la palabra esperaron nuestro retorno. Pasaba el tiempo, la tarde declinaba, caía un chaparrón torrencial. Josu Ruiz miraba de continuo su reloj. Su impaciencia crecía por momentos. De vez en cuando se acercaba al borde del embarcadero, oteaba atentamente la bahía y regresaba mojado y mascullante al exiguo cobijo que les ofrecía la caseta. Dieron las siete. A esa hora una muchacha de voz embelesadora y férreo carácter habría comenzado a esperar también en vano en algún sitio del barrio de La Paz. El Pulcro Matallana, ganoso de reconciliación, subió a escudriñar el mar desde la parte trasera de la isla; pero no consiguió avistarnos. Le comunicó entonces Josu Ruiz su determinación de atravesar a nado la bahía.
—Good bye, Mister Crusoe.
Al Pulcro se le saltaron las lágrimas y con muchos gemidos imploró a su compañero no lo desamparase. De esa guisa (que él negaba) siguió a Josu Ruiz hasta la punta del espigón, donde éste, resuelto a lanzarse al mar, le confió los zapatos, el reloj y la cartera, con encargo de entregármelo todo a mí más tarde. El Pulcro se aferró a su brazo y le suplicaba que no lo dejase solo, y tanto rogó y lloró que al fin el otro se avino a cargar con él. Embutieron en el termo de Izaskun Ayestarán las pertenencias que les pareció podría estropear el agua, y puesto todo ello a buen recaudo en un recoveco junto a la pared de la caseta, con intención de volver otro día en su busca, entraron los dos al mar decididos a cruzar abrazados los cerca de doscientos metros que dista Santa Clara de la playa de Ondarreta. Josu Ruiz, según contó, pensaba valerse de un solo brazo para nadar, mientras que con el otro sujetaría a su amigo. Ambos se llenaron la boca de dinero, en la inteligencia de tomar un taxi en cuanto hubiesen ganado tierra. Pero su loco intento les deparó otro desenlace. Y fue que a las pocas brazadas el Pulcro se atragantó con las monedas y, falto de aire, comenzó a agitarse y revolverse con tal violencia que se escurrió hacia el fondo del mar y a pique estuvo de perecer ahogado. Desistieron del empeño y pasaron la noche en el cobertizo, calados, hambrientos, sacudidos por una constante tiritona y sin más consuelo que el de creerse los únicos supervivientes de la jornada.