Las primeras contrariedades le sucedieron al Pulcro Matallana, a quien no sin razón alguien habría de llamar un día imán de desgracias y de contratiempos. Llegó al puerto con diez minutos de retraso, los bolsillos vacíos, la sonrisa de golfín y tocado con el sombrero de copa que le abollaron la tarde de la reunión en el café Goya, cuando lo conocí. Venía, según dijo, de confesarse en el Buen Pastor, travesura que al parecer le procuraba gran deleite. Y era que de vez en cuando le tomaba antojo de meterse en cualquier iglesia (que para su propósito todas servían), y arrodillándose ante la rejilla de algún confesonario, escandalizar al sacerdote de turno refiriéndole con mónitas de arrepentido y profusión de detalles escabrosos un sinfín de depravaciones, crímenes y maldades. Apenas hubo comenzado a relatar la trastada, le atajaron rudamente sus amigos, a quienes sólo interesaba saber si, como había prometido, traía los puros habanos de su padre. Respondió él en camelo que no había podido hurtárselos; pero que nadie creyese que se presentaba de vacío a la expedición, pues a la vista estaba que se había traído a sí mismo. La cínica salida irritó a sus compañeros. Empezaron éstos a sotanearle al alimón y lo despojaron del cargo de alcaide, razón por la que él tenía puesto el sombrero, pensando distinguirse. Convencido de que Izaskun Ayestarán intercedería en su favor, les previno que iba a contar a la muchacha, en cuanto hubiese vuelto ella de la Parte Vieja (adonde supo se había retirado poco antes con objeto de abastecerse de marihuana), la vejación que se le hacía. Le amenazaron con dejarlo en tierra y se tuvo que callar.
Mientras aguardábamos el regreso de Izaskun Ayestarán, expresó Cacharrito su inquietud por causa de una nube que hacia poniente encapuchaba la cima del monte Igueldo. No le faltaba razón para temer. A primera hora de la mañana un revoltijo de volutas grises se había enseñoreado de aquella altura, por debajo de la sábana de nimbos en la que desde hacía varios días no asomaba una mota de cielo azul sobre la ciudad. Jirones de niebla se desprendían a cada rato de la compacta cerrazón, disolviéndose con rapidez en el aire. La masa turbia no cesaba por ello de adensarse, a duras penas retenida por el vértice de la montaña. Al punto le restamos nosotros importancia a fin de sosegar a Cacharrito, diciéndole con figurería de sabihondos que aquella corona brumosa era fenómeno habitual en otoño e invierno y a veces en primavera, sin ser del todo insólito en verano, el cual sabíamos por experiencia que raramente depara lluvia. El absurdo dictamen no convenció, ni mucho menos serenó, a Cacharrito, que desde su llegada al puerto mostraba un semblante harto caviloso. Como con disgusto de tener que exponernos las evidencias que nuestra poca cordura y sobrada ignorancia rehusaban percibir, señaló a continuación un grupo de hasta veinte gaviotas que revoloteaba a ras del agua sobre el centro de la bahía. Josu Ruiz encaró el catalejo con ademán aparatoso, y subiéndose a una caja vacía de pescado tirada en el suelo, repuso socarronamente:
—Pierde cuidado, ya se apartarán.
Para Cacharrito representaba un augurio nefasto que las aves evitaran la altura y estuvieran acogiéndose en bandada a los refugios de la costa. Mala espina le daba asimismo que el viento soplase del Oeste. Esta circunstancia no la supimos verificar; con todo, no nos faltó una socorrida explicación que nos eximiese de tomarla en serio, decididos a afrontar un temporal antes que perdemos el paseo en barca. Además, le dijimos, la cercanía de la isla, visible desde el puerto, garantizaba el escaso riesgo de la aventura. Esto no pudo o no quiso el muchacho rebatirlo, reacio como era a enzarzarse en controversias. Optó por engrosar el catálogo de señales amenazadoras, haciéndonos ver que aunque había bajamar las olas entraban con mucha fuerza en la bahía. A este punto Josu Ruiz, perdida la paciencia, le replicó:
—Ya deja de jodernos con tu miedo, Cacharro. Si sólo te atreves a navegar cuando hay calma absoluta, ¿te hace que nos echemos la barca al hombro y la botemos en la bañera de tu casa?
Cacharrito soportó la reprimenda con aire aturdido, sin levantar la mirada de las marmitas metálicas que sostenía en las manos. Semejaba un reo entre jueces iracundos. Por fin ha comprendido, me dije, que todos nuestros supuestos conocimientos en achaque de navegación no son sino infantil temeridad y bravuconería de la peor especie. Y conjeturé que en aquellos instantes, más que los indicios numerosos de tormenta, le inquietaba la idea de ver su barca gobernada por una pandilla de majaretas. A su rostro afloró una expresión de pesadumbre mientras se oía tildar de hombre para poco, de testarudo incorregible, de marino cobarde y pesimista. En su silencio dolorido y en los pliegues de su frente se traslucían los presagios más negros. La llegada de Izaskun Ayestarán no lo reanimó. Jovial y dicharachera, se puso la chica a repartir pasteles que en gran cantidad traía sobre una bandeja blanca de cartón. Entre todos ellos resaltaba uno de crema y hojaldre, más grande que los otros, con que pensaba ella distinguir al jefe de la nave. Cacharrito declinó el honor. Tenía el hábito de creerse indigno de obsequios. Severamente le afeamos todos el desaire y entonces él, con el gesto más desangelado que se pueda imaginar, aceptó el pastel y lo llevó largo rato consigo sin probarlo.
A las diez y media pasadas cargó cada cual con su parte de pertrechos y matalotaje y descendimos charlando animadamente los peldaños del atracadero. En la larga hilera de embarcaciones, la Soledad destacaba por el relumbre de su pintura nueva. Ninguna otra tenía el arrufo tan pronunciado. Al pie de la escalera, Josu Ruiz parodió con voz engolada los conocidos versos de Cernuda:
Cómo llenarte, Soledad, sino con nosotros mismos.
Botes y veleros oscilaban bajo nuestros pies. Extremando la precaución pasábamos de uno a otro a la deshilada, Genaro el último, tras de mí, zampándose un pastel de crema, y a la cabeza el Pulcro, silencioso y amostazado. Le acaeció a éste de pronto una de sus típicas adversidades, y fue que con la prisa que se daba por ocupar un sitio en el banco de los remeros, perdió pie entre dos botes y lo metió en el agua hasta más arriba del tobillo. Las risotadas de Izaskun Ayestarán llamaron mi atención sobre la caída del muchacho. Alcancé a verle sacar el zapato chorreante. Pletórico de crema tronó junto a mi nuca el vozarrón de Genaro:
—Don Infortunio, que no es la hora del aseo.
El Pulcro se levantó con presteza, y corriendo bravamente por las embarcaciones abarloadas, llegó hasta la Soledad. Allí se acomodó a un costado del banco central, en la parte por donde con menores riesgos podíamos embarcarnos con nuestras respectivas cargas los que veníamos detrás. De esta suerte nos fuimos agolpando todos en la lancha contigua. Cacharrito le advirtió con buenas maneras que impedía el paso. El Pulcro hizo oídos de mercader y continuó comiendo su pastel como si tal cosa, oculto el rostro bajo el ala del sombrero de copa. Se acuclilló entonces Izaskun a su lado y con mucha afabilidad y arrumacos le rogó que se apartase. En torno de ella se difundía una vaharada de perfume, oasis de olor en medio del tufo a pescado, gasoil y algas en descomposición que saturaba el aire del embarcadero. El Pulcro consintió en retirarse lo justo para que pudiera pasar Cacharrito con las llaves de los candados; pero no bien se hubo éste hallado a bordo, volvió el muchacho a instalarse en su primitivo lugar y en cuanto vio los remos sueltos se apoderó de uno. Josu Ruiz dio unos golpes suaves con los nudillos en el sombrero de copa, como quien llama cuidadosamente a una puerta; pero no logró sino que el Pulcro refunfuñara malhumorado y desdeñoso. Esto Genaro Zaldúa no lo pudo soportar. En un arranque de coraje, le arrebató el sombrero y lo arrojó furiosamente al fondo de la barca, mientras llenaba el puerto con sus voces:
—Suelta el remo y ahueca, enano. Esa no es tarea para niños.
Cacharrito enrollaba la cadena.
—Por favor —dijo en tono suplicante—, tenemos que ser amigos. No riñamos.
El Pulcro me evocó la imagen de un perrito encogido cuando fue a tomar asiento a la plataforma de popa. Mientras se descalzaba el pie mojado, renunció por puntillo a participar en una partida de chinos, acordada con el fin de seleccionar los dos venturosos que guiarían la barca hasta la isla. Antes que él había expresado Cacharrito su deseo de no remar. Provistos los cuatro restantes de monedas, comenzó el juego. Discurrieron dos manos en que no tuve fortuna ni para un amparo, aunque a decir verdad tampoco me importaba, por no ser mi avidez de adquirir la condición de galeote ni un tercio de la de mis compañeros; y así, quedé enfrentado en el lance de vida o muerte con Izaskun Ayestarán, que jugó sin astucia y perdió. Verificada la derrota, torció el morrillo con coquetería. Ni en sus ojos pequeñuelos, que un instante me miraron fijamente, ni en su lindo mohín se columbraba un adarme de acritud. Parecía confirmarlo el gracejo con que se quejó de que ya no hubiera caballeros en el mundo. De este modo, su bofetada me pilló sonriente y descuidado, y me alcanzó de lleno en la mejilla.
—Dale duro, mátalo —la azuzaron con chacota.
Noté que mi turbación la complacía. No quiso, con todo, recrearse en su triunfo, sino que enseguida me volvió la cara, como si me considerase indigno de mirarla, y profiriendo palabrotas entre dientes, arrojó al agua sus tres monedas. Después se sentó al costado del Pulcro, que en aquellos instantes, ajeno a lo sucedido, trataba de secar el calcetín latigueando con él la borda.
La última mano de chinos la perdí adrede para evitar que Genaro Zaldúa, con quien la disputé, se enojase. A tiempo que los dos ganadores ocupaban su puesto en el banco, les rogó la muchacha muy encarecidamente le permitiese alguno de ellos remar unas cuantas paladas dentro del puerto, aduciendo que una vez metidos en aguas bravas ya no lo podría hacer por falta de fuerzas y experiencia, y que sentía grandísimo deseo de conducir por primera vez en su vida una barca, y que por favor y tal y cual. Hay que tener muy mala sombra, me dije, para denegar una solicitud tan sencilla y razonable, tanto más cuanto que quienes podían condescender al gusto de la chica seguían comiendo los pasteles con que generosamente ella les había obsequiado. Recuerdo que incluso preví una disputa cordial entre ambos, empeñado cada uno en ceder su propio remo. Mi previsión se reveló completamente equivocada. Estoy viéndolos afanarse por sacar la Soledad de la hilera de embarcaciones, fingir que la ejecución de la maniobra les impedía prestar oídos a los ruegos de la muchacha, intercambiarse miradas de soslayo mientras con torpe disimulo rehuían la respuesta. Al fin, harta de su ostensible renuencia, Izaskun Ayestarán les formuló derechamente la pregunta. De coña le sugirió entonces Josu Ruiz que dirigiese la súplica a su novio. Genaro Zaldúa dio un respingo al oírse motejar de aquella forma y no sin brusquedad apeló al resultado de la reciente partida de chinos, fundando así su negativa rotunda a prestar el remo. Desde la plataforma de proa, donde me había sentado junto a Cacharrito, percibí los esfuerzos de Izaskun por ocultar su decepción e imponer a su boca una sonrisa que apenas pasó de amago triste. A todo esto, tal vez tratando sólo de ser gracioso, se le escapó a Josu Ruiz una impertinencia brutal.
—Más te queremos —dijo— de ramera que de remera.
Las risas que por lo visto esperaba suscitar no se produjeron. Todos quedamos paralizados menos él, que parecía sorprendido y no cesaba de girar la cabeza a uno y otro lado, como si buscara en los rostros circundantes la razón del repentino silencio o acaso un compinche a quien contagiarle la sonrisa. Me defraudó su actitud declaradamente cínica, que menoscababa la imagen de hombre noble y recto que yo había tenido de él hasta ese instante, y en la que me había gustado mirarme como en un espejo desde el día de mi incorporación al grupo. De sobra me daba cuenta de que para salir de dudas acerca del alcance de la afrenta cometida, le bastaba detener la vista en el único lugar adonde ostensiblemente rehusaba dirigirla: en aquellas facciones que justo enfrente de él hacían el efecto de haber quedado petrificadas. En ellas, el leve, casi imperceptible temblor de un labio pintado de carmín anunciaba la inminencia del llanto.
—¿No crees que te has propasado? —le preguntó Genaro Zaldúa en tono de reproche.
Tan sólo reaccionó a la vista de las lágrimas. Se apresuró entonces a acuclillase a los pies de la muchacha, y tomándole una mano con afecto, le pidió disculpas y le ofreció su remo. Evitando mirarlo de frente, Izaskun Ayestarán le otorgó perdón por medio de un gesto que en cierto modo significaba también rechazo. Fue lo último que se dijeron ese día. Apenas llevábamos cuarenta minutos juntos, aún no habíamos zarpado y ya no había ninguno que no experimentara o enfado o disgusto o tristeza. Peor preludio no pudo tener aquel viaje desastroso.
Abandonamos el puerto sin novedad, seguidos por las miradas de unos pocos transeúntes desperdigados a lo largo del espigón. En los semblantes de los más cercanos se traslucía una mezcla de asombro y curiosidad. No les faltaba motivo. Seis jóvenes a bordo de una barca, comiendo pasteles, cariacontecidos unos, ceñudos otros, todos apretujados, debían de configurar un cuadro bastante llamativo. Es probable que nos tomaran por majaretas, por una pandilla de suicidas colectivos, por gente sin dos gramos de seso. Bastó, efectivamente, meter la proa en aguas de la bahía para darnos cuenta de que no estaba el mar para excursiones. Poco a poco el puerto fue quedando atrás. Barandillas, fachadas, soportales y tejados empezaron de súbito a moverse. La estatua del Sagrado Corazón se tambaleaba como un borracho colosal en la cumbre del monte Urgull. Con parecido vaivén se mecían las murallas del castillo e iban de un lado para otro los árboles, las escaleras, las bocas de los viejos cañones entre los cuales, en pasadas tardes veraniegas, habíamos celebrado nuestras urgulinas Josu Ruiz y yo. Con no menor violencia oscilaban el edificio del Náutico, las torres del ayuntamiento y la parte de ciudad que podía abarcarse con la vista, todo ello sacudido por un terremoto desapoderado del que al parecer no se seguía ninguna destrucción. Cacharrito, por si acaso, se apresuró a tomar asiento en el fondo de la barca, dejando que yo me acomodase a mi sabor en la plataforma de proa. Poco tardó en desvanecerse el espejismo que me mostraba un paisaje visto desde un columpio. De golpe experimenté la sensación sobrecogedora de haber perdido contacto con el suelo firme. Comprendí entonces nuestra absoluta pequeñez en medio del oleaje. Avanzábamos en zigzag, incapaces Genaro Zaldúa y Josu Ruiz de acompasar las paladas. La Soledad ya no me merecía una consideración meramente instrumental. De aquel conjunto de tablas ensambladas dependía nuestra vida. Esta certeza me sumió en un repentino terror e instintivamente me aferré a los bordes de la barca.
No bien salimos del amparo y sombra del monte Urgull, nos dio un viento recio de costado, con mucha agüilla que se levantaba de la superficie y ponía sabor de sal en los labios. De repente una ráfaga arrebató al Pulcro su sombrero de copa, lanzándolo sobre la estela de la barca, no muy lejos, de forma que si el chaval hubiera reaccionado con prontitud, lo habría podido fácilmente recobrar. Caído del revés, con su forro de seda morada a la vista, el sombrero flotaba como un barquito de juguete. Arrastrado por el aguaje, iba alejándose más y más. De mala gana consintió Genaro Zaldúa en dar la vuelta para ir a recogerlo.
—¡Maldito gorro! —rezongó.
La maniobra resultó un fracaso. Ambos bogadores eran incapaces de coordinar sus esfuerzos. El uno anulaba el impulso del otro y la barca, en vez de virar, lo mismo arrancaba hacia adelante que se quedaba de repente detenida. Comenzaron los dos amigos a discutir y a lanzarse reproches. Lleno de cólera, tomó Genaro Zaldúa la iniciativa por su cuenta, y con ayuda del viento, el empuje de las olas y una docena de paladas a lo bruto, consiguió que la barca virase en redondo. Me encargaron que los guiase desde proa. Para entonces el sombrero apenas era una mancha negra perdida en el marullo. Lo vi hundirse, pero no dije nada. Dejé que remaran un trecho inútilmente y al fin les hice saber lo que había sucedido. El Pulcro, amorrado, se sentó en el suelo de la barca, la cabeza entre las rodillas de Izaskun Ayestarán, que se puso a acariciarla. La tentativa de recobrar el sombrero, aparte desviarnos un gran pedazo de nuestra derrota, dejó malquistados a Genaro Zaldúa y Josu Ruiz. Este se negó a seguir remando y por señas me indicó que me cedía el puesto. Genaro abandonó a continuación el suyo, que ocupó Izaskun Ayestarán y más tarde el Pulcro; y así, entre los tres, con harto trabajo y mucha fatiga arribamos a la isla de Santa Clara, casi una hora después de haber zarpado del puerto para recorrer una distancia que cualquier remero de los de verdad cubriría en quince o veinte minutos. Seguía su curso fatídico lo que había comenzado mal y terminaría peor.