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La idea de jugar a los conquistadores surgió en casa del Pulcro no bien supimos que Cacharrito poseía una barca de remos. Al punto recibió éste comisión de llevarme en su coche al puerto a fin de que yo la examinara. Llegados al atracadero, señaló él una muy bonita de construcción artesanal, blanco el interior, que brillaba como nuevo, y el casco azul celeste con el nombre, Soledad, en un costado. A simple vista me pareció que bastante apretados cabríamos los seis dentro. Esto y si flotaba era lo que me habían encargado averiguar. Nuevamente en casa del Pulcro, reveló Cacharrito que la barca en realidad ya no le pertenecía. Días antes la había vendido a un conocido de su padre, lo uno porque le hacía falta el dinero para eximir a su familia de pagar las cuotas del seguro del automóvil y la gasolina; lo otro, reconoció, porque no tenía vocación de marino ni mucho menos de remero. Comprada un año antes, por verano, a un maestro de aja de la villa de Zumaya, Cacharrito apenas había hecho uso de ella en una veintena de ocasiones, sin otro afán que solazarse dejándose llevar por la corriente mientras componía versos, leía o se arrobaba contemplando la ciudad de que tan enamorado se declaraba. A sí mismo se tenía por navegante de lo más inepto. Era, por añadidura, aprensivo y agorero, de suerte que sólo se embarcaba si los pronósticos difundidos por la radio aseguraban la bonanza. En este sentido, toda precaución le parecía insuficiente. Su constante pugna con el miedo le impedía disfrutar de aquel hechizo lírico de las olas que, según sus propias palabras, solamente experimentaba con plenitud cuando ponía los pies en tierra o tomaba asiento ante el escritorio de su casa. Refirió que una mañana, después de haberse alejado quince o veinte paladas de la boca del puerto, una ola no prevista en el parte meteorológico le determinó a tomar sin demora la vuelta de tierra. Pues aventurarse fuera de la bahía, ni pensarlo: estaba convencido de que no le habrían de alcanzar las fuerzas para volver, si no es que la barca zozobraba antes de intentarlo, lo que en su caso equivaldría a la muerte, ya que no sabía nadar. Su impericia náutica llegaba por lo visto a tal extremo que a menudo suscitaba regocijo entre los paseantes del muelle. Al respecto relataba percances tan graciosos de roces y topetazos con otras embarcaciones que nosotros, al oírle, nos partíamos de risa. Particularmente difíciles le resultaban las maniobras dentro del puerto. A veces, como consecuencia de un viraje fallido, pasaba de largo la embocadura del atracadero y embestía de proa contra la pared del malecón, o bien entraba a su pesar en la dársena de los pesqueros. Temido por los pescadores de caña que nunca faltan en el borde del espigón, en cuanto lo veían aproximarse se apresuraban a poner a buen recaudo sus aparejos antes que se los destrozara con los remos aquel barquero singular.

Otro inconveniente de Cacharrito cuando se daba a la boga lo constituía su escasa resistencia física, agravada por las dificultades respiratorias que con frecuencia padecía. La brisa salobre tanto le hacía bien como le perjudicaba. A fin de dosificar sus pocas fuerzas, restringía de costumbre a treinta el número de paladas seguidas. Los constantes descansos, cada vez mayores, porque cada vez le costaba más recobrar el aliento, eran causa de que a menudo no lograse llegar a donde quería, desviado de su ruta por el empuje de la corriente. Él lo achacaba a las características de la barca.

—Flota igual que una cascara de cacahuete. A mí que más ligera no la pudieron construir. Cala tan poco que si la alcanza la estela de un yate se pone a arfar como loca. En casos así no me atrevo ni a pestañear, por miedo de que se vuelque.

Contó asimismo que su padre se había obligado con el comprador a darle una pasada de pintura a la barca, cuya entrega formal, por así decir, estaba prevista para el lunes siguiente, primero de octubre, dos días después de aquella reunión en casa del Pulcro. Hasta entonces obrarían en poder de Cacharrito las llaves de unos candados que, unidos a una gruesa cadena, sujetaban los remos al banco. Sabido esto, tuvo batería de todos nosotros para que admitiese que aunque la barca, cobrado ya el importe de su venta, de hecho no le pertenecía, aún le quedaba un día para usarla. Más le hubiera valido no asentir.

De regreso del puerto me preguntaron si la barca era apropiada para una excursión marítima sobre la que al parecer habían estado concretando detalles durante nuestra ausencia. Yo respondí en los términos que sin duda ellos esperaban. Como barruntase que si alguno había de perderse la jornada por falta de espacio, ése no iba a ser otro que yo, hice especial hincapié en que podíamos embarcarnos los seis, si bien, reconocí, con apreturas. Objetó Cacharrito que como mucho alcanzaban los asientos para cuatro, a no ser que tanto en la plataforma de proa como en la de popa se acomodaran dos de nosotros, uno de ellos con las piernas colgadas fuera de la borda, lo cual desaconsejaba él muy seriamente por ser el bote demasiado propenso a cabecear y porque un rato antes había visto que el mar andaba algo revuelto. Sus reparos ocasionaron una salva de protestas. Para empezar, le replicaron, no éramos nosotros gente temerosa de mojarse los tobillos; que considerase, además, que a veces bastaba el plazo de una noche para que una marejada se disipase, y que seguramente al día siguiente el mar amanecería calmado, por ser domingo. Él, que con poseer dos medias nociones de náutica sabía el doble que todos los demás juntos, respondió con timidez diciendo que nos hallábamos en una de las peores épocas del año para embarcarse, lo cual, a su entender, cabía atribuirlo al cambio de solsticio y a no sé qué peculiaridades del clima y la estación que solían ser causa de mareas muy malas en otoño. Fue tildado de prolijo y cobarde. Ninguno quiso tomar en serio su prudencia, sino que todos atendíamos a aprovechar la ocasión de emprender una aventura divertida. Y así, comenzaron a brearle y le dijimos muchas veces que no temiese, porque no existía razón ninguna para ello, como no fuera su ignorancia y condición supersticiosa. Con ostensible inmodestia ponderó cada cual sus particulares dotes marineras, algunas tan exageradas que hasta el bueno de Cacharrito, en medio de su confusión y apocamiento, sonreía al escucharlas. También se le dijo que durante la singladura velaríamos por él y le acudiríamos en caso de naufragio, porque quien más, quien menos, todos sabíamos nadar, todos salvo el Pulcro, del que, en opinión de Genaro Zaldúa, no merecía la pena preocuparse, lo primero porque como era tan flaco no se podía hundir, lo segundo porque no perderíamos mucho si se ahogaba. Este escarnio me disuadió de confesar que yo tampoco era nadador. En cuanto a la falta de sitio dentro de la barca, le respondieron que él mismo había discurrido la solución. Y si no, siempre cabría la posibilidad de que algunos viajasen de pie. ¿Acaso lo tuvieron más fácil los marañones de Lope de Aguirre? Que pensase, en fin, que cuanto más arriesgada y trabajosa la empresa, tanto más apasionante.

De este modo disertaba Josu Ruiz, cuyas repetidas menciones a las crónicas de Indias, por las que profesaba grandísima afición, determinaron que el paseo en barca previsto para el día siguiente revistiera desde un comienzo relumbres de conquista. Aquellos libros yo apenas los conocía ni había oído jamás citarlos a un solo profesor mío de la universidad; pero a partir de aquel año les tomé mucho gusto, que aún persiste. En cambio, mis compañeros con la excepción de Izaskun Ayestarán, que no era muy leedora mostraban conocerlos bien, y en especial Josu Ruiz, que estaba muy versado en ellos. A él se debió la idea de emular las proezas de Colón y de Elcano, de Balboa y de Cortés, acogida con unánime alborozo por sus compañeros. Enseguida trazamos un proyecto de conquista cuya insensatez no precisa ponderarse. El objetivo consistía en adueñarnos de la isla de Santa Clara. Cada cual según su inventiva y capricho se afanaba por embarullar el plan, proponiendo maniobras fabulosas, acechos descabellados y cargas a caballo subidos los unos a la espalda de los otros; en fin, estragos, pillajes y degollinas a semejanza de las narradas en las crónicas españolas del siglo XVI. Al fin prevaleció el designio de caer por sorpresa sobre la isla y apoderarnos del único indígena que suponíamos la habitaba: el farero, a quien apodamos Moctezuma en razón del trato cruel que tramábamos inferirle. Irrumpiríamos a saco en su vivienda y, prendido y aherrojado, le daríamos tormento si no juraba la fe surrealista. Todos sus ídolos católicos serían destruidos y quemados, como no fueran los de oro y plata, de que se haría justa repartición entre los expedicionarios, separándose el consabido quinto para las arcas del grupo. En caso de que opusiera resistencia, el farero sería desprovisto de la condición humana y muerto, o bien encomendado a cada uno de nosotros en turnos de media hora. Abrigábamos la esperanza de hallar el lugar desierto, tanto por el tiempo inestable que estaba agrisando aquellos finales septembrinos, como porque seguramente ya habría sido cancelado el servicio de lanchas que comunica la ciudad con la isla durante los periodos vacacionales. Con todo, si por casualidad topábamos con algún excursionista en el transcurso de la jornada, automáticamente recibiría de nosotros trato de indio, pues a nadie le sería permitido presenciar el juego sin cumplir ninguna suerte de función en él. Presumíamos que Moctezuma, por imposición de su oficio, llevaría vida nocturna. Era, por consiguiente, más que seguro que se hallase en la cama en el momento de nuestro desembarco. De la facilidad con que pensábamos sojuzgar al cacique de Santa Clara da prueba el que, con idea de ahorrar tiempo, concertamos que el Pulcro subiese solo a conquistar el faro.

Se trató por último de proveer la barca, acordando para ello los bastimentos y pertrechos que cada uno de nosotros aportaría. Guardo en el archivo una relación de los expedicionarios que se congregaron en el puerto a las diez de la mañana de aquel infausto domingo 30 de septiembre, y de lo que todos ellos cargaron en la embarcación. Semanas después de la desastrosa empresa, me di a leer, con curiosidad que pronto derivó hacia el deleite, crónicas de Indias, inspirado en cuyo estilo redacté este documento que a seguida reproduzco; el cual, dicho sea de paso, nunca me atreví a mostrar a mis compañeros por temor a tocarles en la herida:

«Cacharrito, capitán de la nao Soledad y veedor de la armada, oriundo de Soria por sus deudos. Contribuyó con seis tortillas que preparó su madre por la mañana temprano. Hallábanse dentro de unas marmitas que se perdieron durante la expedición.

»Josu Ruiz, tesorero y factor, vizcaíno. Aportó un radiomagnetófono que valía mucho, así como un catalejo con que según rumores acostumbraba contemplar desde la ventana de su casa a unas chicas desnudas. Ambas pertenencias se perdieron. Suyas eran también las canicas destinadas a engatusar a los nativos de las nuevas tierras.

»Genaro Zaldúa, piloto mayor, vizcaíno de Guipúzcoa. Su corpulencia sería el viento que había de impulsar la barca, aunque al final el viento resultó aire. Aportó cuatro barras de pan y gazuza.

»Izaskun Ayestarán, arcabucera, vizcaína que tampoco era de Vizcaya. En virtud de sus facultades oválicas, se le asignó la misión de poblar la tierra conquistada. Contribuyó con un termo de café, porros, pasteles y una caja de bizcochos. En el curso de la aventura perdió las gafas, los zapatos y el amor.

»Hilario Goicoechea, a quien ofendían llamándolo Flakúas, vizcaíno al modo de los dos anteriores. Se le impuso la condición de clérigo porque decían algunos que su rostro se asemejaba al del P. Las Casas. Aportó tres botellas de cola y una de ginebra.

»El Pulcro Matallana, lancero, vizcaíno que nunca en su vida había pisado el suelo de Vizcaya. Reclamó para sí y obtuvo la merced de alcaide de la primera fortaleza que se labrase en la tierra conquistada. No cumplió la promesa de hurtar a su padre media docena de puros habanos, y por eso y porque llegó con retraso al puerto y no aportó bastimento ninguno, antes de zarpar fue despojado de su privilegio».