Hicimos ánimo de conocerlos en persona por si convenía admitirlos en el grupo. A ese fin los emplazamos una tarde en un café de la calle de Oquendo, primero a uno y media hora después a otro. El Pulcro Matallana les pidió por teléfono que se pintaran un lunar colorado en el caballete de la nariz, alegando, para justificar lo que no era sino burla, que el local se hallaría a buen seguro muy concurrido por ser sábado; que por favor lo hicieran así como él les indicaba, pues sería pena que no pudiéramos reconocerlos en medio de la muchedumbre. Agregó que los empleados de la cafetería tenían aviso de conducir a nuestra mesa a cuantas personas ostentasen la mencionada señal.
El primero, que se llamaba Joxian Arregi, acudió a la cita con la ridícula marca en la nariz. Habíamos publicado en la revista una narración suya sin haberla siquiera leído, sólo porque estaba escrita en euskara y pensaban mis compañeros que les ayudaría a zafarse de las posibles diatribas de quienes se supone que ya una vez habían tratado de ponernos fama de antivascos. Aparentaba el muchachito los años que tenía, trece recién cumplidos, y con decir esto y poco más, apurado el refresco burbujeante a que le convidó Josu Ruiz, lo despedimos. Llegó a su hora el segundo, de nombre José Ángel Alonso, con la nariz completamente colorada por haber interpretado mal la indicación del Pulcro. Una tras otra se volvían las miradas de los presentes hacia el semblante irrisorio de aquel muchacho que, detenido en el umbral, avizoraba como desde un escenario el interior de la cafetería. No creo exagerar si afirmo que antes de llegar a nuestro lado y de oírle palabra, ya se había ganado la simpatía y voluntad de todos nosotros.
Apenas nos hubo divisado, enristró desaladamente hacia nuestra mesa, casi al fondo del local, y se acercaba con pasos tan resueltos que pensé nos conocía, si no es que revelaba quiénes éramos la juerga y risa que teníamos a costa de su facha. Lo cierto es, sin embargo, que nos había identificado por un recorte del periódico que traía consigo. Le pidieron que lo enseñase. Se trataba de un colaje, obra del Pulcro, aparecido tiempo atrás en el diario Egin a modo de ilustración de una entrevista. Sobre las cabezas de los madrileños ajusticiados en Los fusilamientos del 3 de mayo, de Goya, el Pulcro Matallana había pegado las nuestras recortadas de fotografías y añadido al pie del dibujo una explicación muy del agrado del periódico, no exenta de atrevimiento: «En la imagen Josu Ruiz, Genaro Zaldúa, el Pulcro, Flakúas e Izaskun Ayestarán fusilados una vez más por las fuerzas de ocupación de Euskalherria». Declaró el muchacho haber seguido con mucho interés los actos y publicaciones del grupo desde su fundación en primavera. Hallándose por entonces convaleciente de una enfermedad, no le fue posible asistir a la reunión de candidatos en el café Goya, aunque lo deseaba, dijo, más que vivir. Conocía la radionovela de Encarnita y, lo que es más asombroso, el programa de fiestas de Rentería en que se había publicado nuestro manifiesto. Como prueba del fervor que decía profesarnos, abrió con pulso nervioso un cartapacio de tafilete donde guardaba abundantes recortes de periódico relacionados con La Placa, entre ellos algunos que me faltaban en el archivo. Así las cosas, formó propósito de demostrarnos lo bien que nos conocía, y con ese designio y pasmosa seguridad se puso a decir el nombre de cada uno, desacertándolos todos salvo el de Izaskun Ayestarán. Mal guiado por la fotografía del periódico, creyó que el orden de rostros se correspondía con el de los nombres escritos debajo, lo cual sólo era cierto en el caso de la chica, circunstancia que probablemente reforzó su error. Nosotros no se lo quisimos por nada del mundo desmentir, para no privarnos del sabroso regocijo que nos procuraba llamarnos unos a otros como el chaval equivocadamente suponía.
Se le hizo de muy buena gana un sitio a la mesa y él, sentado, escudriñaba en torno los rostros joviales con fijeza rayana en la ansiedad y con ojos de pasmarote tras los cristales inusitadamente gruesos de sus gafas. Rehusó fumar, rehusó beber y rehusó muy serio, sin percatarse por lo visto de la burla, los cuatro duros que pretendía pagarle el Pulcro (a peseta el verso) por el poema que le habíamos publicado en la revista. Era del bendito parecer que no debe mezclarse el dinero con la poesía. Azuzado por Genaro Zaldúa, que sin duda trataba de inducirle a desdeñar el género poético, se manifestó partidario de que los libros de versos se editasen anónimos, como obra del tiempo y de los pueblos, dijo, igual que las catedrales o los dólmenes, erigidos con empeño colectivo fundado en la fe y para acrecentar esa misma fe, no para nutrir el narcisismo de uno o dos individuos. Acto seguido, mientras mis compañeros intercambiaban miradas de asombro, criticó severamente su poema del número 1 de La Placa tachándolo de poco surrealista y de nada revolucionario. Esta confesión le acarreó benignas reconvenciones, que él escuchaba boquiabierto, sin cesar de asentir con la cabeza.
—Estoy dispuesto a corregirme —declaró—. Por favor, creedme que lo digo por convencimiento y no porque quiera adularos, os lo juro.
Se expresaba a chorros, con rotundo laconismo, grave y brusco, tal vez por causa de su ostensible timidez, poniendo sinceridad y corazón en cada una de sus palabras, que era cosa en verdad digna de admirarse: más cándido no lo pudieron parir. Y yo, escuchándolo, me decía: es demasiado inteligente para pardillo y demasiado pardillo para inteligente. Idéntica sonrisa entre perpleja y apicarada asomó a los rostros de mis compañeros cuando de manos a boca aseveró, con un acento tan fervoroso como bufo, que le habíamos iluminado el camino. De esta guisa estuvo deleitándonos durante más de una hora, en que se le formularon infinidad de preguntas de todo tipo, enderezadas a que hablase y se franqueara, ya que era de suyo callado y como no fuera para responder no abría la boca. Preguntado por los autores de su predilección, mencionó a Neruda, a Mario Benedetti y a varios otros, entre ellos a Blas de Otero, cuyo fallecimiento a fines de junio, dijo, le había ocasionado profundo dolor. Se volvió entonces Josu Ruiz hacia él y, poniéndole con afecto una mano sobre el hombro, lo miró largamente y le espetó:
—Chaval, tú me gustas.
No menos habría de complacer más tarde a Izaskun Ayestarán recitando algunos de sus poemas eróticos aparecidos en la revista. Él los sabía de memoria y los dijo con llaneza, sin omitir palabra ni azararse, como si no reparase en el contenido manifiestamente salaz de aquellos versos. Agradecida, Izaskun Ayestarán le limpió la nariz con un pañuelo.
En dos ocasiones agradó a Genaro Zaldúa: la primera, cuando se descubrió que tomaba su burdo arrendajo lírico por obra auténtica de Alberti; la segunda, al elogiar con escueto pero firme entusiasmo la narración de Menkele, que calificó de genial, de absolutamente genial. Al decirlo cabeceaba rendido de admiración y me miraba, brillantes de unción las pupilas dilatadas, pensando fuera yo el autor del relato.
—Aún tengo que mejorar mi estilo —repliqué, no por nada, sino que veía al muchacho despegadísimo de la realidad y me dio gana de mofarme.
Mis compañeros se apresuraron a secundar la presunta autocrítica y maliciosamente ahondaron en ella, de forma que entre unos y otros competían por sacar faltas al cuento. Mientras, Genaro Zaldúa callaba ora sonriente, ora serio, visible en su rostro la pugna que sostenían la fingida indulgencia que trataba de imprimir a sus facciones y el enojo que a intervalos brevísimos las fruncía. No siendo de suyo bien sufrido, se desquitó de ahí a poco con saña redoblada, sirviéndose del mismo ardid con que acababan de zaherirle. Y sin esperar que nuestro iluso invitado mencionase el fragmento de las Soledades que probablemente le atribuía, por suponer que él fuera el Pulcro, se sacudió el pelambre y, arrugado el ceño, declaró que no había sido ocurrencia ni broma estampar su nombre al pie de las silvas gongorinas, sino que como carecía de gusto para escribir buenos poemas y de talento para dedicarse a géneros mayores, había pretendido dar el pego, en la confianza de que sus compañeros, personas deficientemente instruidas, no diquelarían el plagio ni a la de tres. El Pulcro, en su desconcierto, se mesaba las pestañas. Tenía vicio de pelárselas cuando se ponía nervioso. Rebulló en su asiento y trató de protestar; pero fue en vano. Mientras de una parte le afeaban que se empeñase en defender una fechoría desaprobada por su propio ejecutor, de otra, a espaldas de José Ángel Alonso, le hacían vivas señas para que callase y no estropeara el juego. Izaskun Ayestarán ratificaba entretanto con mucha guasa las afirmaciones de Genaro Zaldúa, como había de hacer después con las de los otros, y de esta suerte, a salvo de aviesas autocríticas, metía cizaña y se divertía más que ninguno. Espoleado seguramente por el apoyo que de ella recibía, Genaro soltó una pulla venenosa:
—A partir de hoy no me llaméis el Pulcro. Llamadme el Incapaz.
Amigo de malicias, pero no de soportarlas, el Pulcro Matallana se picó. Con patente designio de resarcirse, sacó de pronto a colación Un hombre sin posguerra, la obra que el muchacho le atribuía, y arremetió contra ella a lo bruto, aplicándole calificativos que más bien parecían dentelladas de perro rabioso. Tomó después Josu Ruiz el relevo para cebarse con saña similar en su poema, que era el mío. Mudo y estupefacto, a José Ángel Alonso se le salían los ojos de la cara.
Así las cosas, llegó la hora de desplazarnos al barrio de Gros con el fin de presenciar alguna de tantas películas húngaras, rusas o polacas incluidas en el programa del Festival de Cine que aquellos días se celebraba. Josu Ruiz, cinéfilo consumado, haciéndose pasar por periodista había conseguido una acreditación que garantizaba la entrada gratuita a cualquier sala de proyecciones de la ciudad. Contagiado de su afición, el resto, para no ser menos, había adquirido abonos, pagándolos a escote salvo el Pulcro, cuyas entradas costeó Izaskun Ayestarán, pues el muchacho rara vez recibía dinero de sus padres, recelosos de que lo gastara en cigarrillos. Ya era, pues, tiempo de proseguir el atracón de películas comenzado por la mañana; el cual duraría como de costumbre hasta más allá de la medianoche, en que, luego de haber visitado varios cines, nos meteríamos en alguna taberna para hacer tertulia y discutir sobre lo visto. Se le comunicó a José Ángel Alonso nuestro propósito y Josu Ruiz le aseguró que en la siguiente reunión del grupo deliberaríamos acerca de su posible ingreso en La Placa. La decisión que al respecto se tomase, dijo, le sería notificada sin demora por teléfono, y le instó con maliciosa severidad, para el caso de producirse una respuesta positiva, a que se pusiera inmediatamente a estudiar teoría surrealista. Con esto quedó el muchacho contento y tuvo el rasgo de sugerir o de advertirnos que su único deseo, si lo admitíamos entre nosotros, sería el de ayudar. Viendo luego venir al camarero con la cuenta, se apresuró a pagarla, para lo cual sacó un billete que se conoce ya tenía preparado a ese efecto en el bolsillo. Ni Izaskun Ayestarán ni Josu Ruiz quisieron consentírselo; pero él no atendía a razones y arrojó con no poca brusquedad el billete sobre la bandeja del camarero. Semejante muestra de largueza le hizo sin duda ganar muchos puntos en la consideración de mis compañeros. Fue, sin embargo, poco después, en la calle, cuando definitivamente conquistó nuestra voluntad, al revelarnos que poseía coche. Acto seguido fue nombrado chófer oficial de La Placa y recibió comisión de llevarnos hasta el cine de Gros, ante cuya entrada, a tiempo de apearnos, sin consultar con nadie Josu Ruiz le transmitió la nueva de su admisión en el grupo.
A este José Ángel Alonso, que fue sexto miembro de La Placa, lo quisimos bien desde un principio. No podía ser de otro modo. Por su bondad e inocencia, por su espíritu de concordia y su acendrado sentido de la fraternidad, era de los que entran pocos en libra. Alguien dijo de él en una ocasión: no tiene amigos, tiene hermanos. Y muchos, por cierto. Yo pongo en duda que haya habido jamás sobre la faz de la Tierra, en un solo cuerpo de persona, un cúmulo mayor de candidez. Pues con quererlo de veras, le gastábamos burlas a tente bonete, tributos de amistad que él pagaba de buen grado y andando el tiempo recordaría siempre con nostalgia risueña. Su aspecto físico le valió el apodo con el cual seguramente le seguirán llamando dondequiera que en la actualidad se encuentre. Él mismo acostumbraba aplicárselo, incluso para firmar sus escritos. Que yo sepa, jamás logró nadie enfurecerlo.
Era bajo y feote, de complexión enclenque, salud delicada y cabeza grande, quiero decir muy grande. Tenía cabellos rígidos como cerdas de cepillo, cortos y negros; la tez cetrina, de un matiz que a él le gustaba equiparar con el color de los yermos de Soria, la tierra de sus mayores, y la nariz de águila, con su docena de pelillos pertinaces que Izaskun Ayestarán solía arrancarle de vez en cuando con las pinzas. Ninguna de sus facciones destacaba tanto como los ojos. Desmedidos, avasalladores tras los cristales gruesos de las gafas, daban a su rostro un aire de pasmo que no se compadecía en absoluto con su auténtica personalidad: equilibrada, pacífica y sensible donde las hubiera. Su edad, de veinticinco años, superaba en varios meses a la de Josu Ruiz, el mayor de los miembros fundadores de La Placa. Desde niño le mortificaba el asma. Nos lo declaró a poco de conocerlo, decía que para prevenirnos en caso de que le sobreviniese algún ataque. Llevaba su dolencia con mucha conformidad. Por lo común sus peores momentos coincidían con días húmedos, que en nuestra ciudad costeña, de lluvias frecuentes, son los más del año. Mis compañeros también se asustaron y desde entonces, en cuanto advertíamos que le comenzaba el estertor, apagábamos puros y cigarrillos, aunque no siempre. Mal, muy mal, solía pasarlo en el apartamento de Josu Ruiz, se conoce que a causa de la alergia al heno, al aserrín o a los pelos del canguro. De nada servía en tales ocasiones abrir la ventana. Se dijera que la atmósfera del planeta no contenía oxígeno suficiente para mitigar el apremio del desdichado. Él lo explicaba de otra manera.
—El ahogo no procede, como vosotros suponéis, de la falta de aire, sino de no poder expulsarlo de los pulmones.
De tiempo en tiempo cargaba el coche de libros e iba a reponerse a un pueblecito de los montes de Soria, donde vivían unos parientes suyos. Perdida hacía años la confianza en los médicos, él mismo se prescribía el cambio ocasional de aires. Sabía por experiencia que nada le sentaba mejor que el frío seco de aquellos parajes montuosos. Con serena tristeza afirmaba no abrigar esperanza ninguna de curación.
Quiero relatar ahora una jugarreta bastante refinada que le hicimos a los tres o cuatro días de su ingreso en el grupo, y fue que por sondar su credulidad, que sospechábamos infinita, le persuadimos una tarde a que se sometiera a un presunto bautizo surrealista, requisito indispensable que una vez cumplido ratificaría su conversión definitiva a los principios que profesábamos. Superar la prueba le conferiría derecho a considerarse un miembro más de La Placa, con voz y voto y con licencia para emplear en público el nombre de nuestra asociación. Tomábamos café en la sala de su vivienda, el día que nos llevó a conocer a su familia, y él, sin acabar de oír las taimadas explicaciones, dio su conformidad, como hacía de costumbre cada vez que le formulaban alguna petición. Para que no temiese daño, se le dijo que todos los presentes se habían sometido antes que él a aquella ceremonia iniciática exigida por los estatutos del grupo; los cuales, peroraba Josu Ruiz aguantando a duras penas la risa, habían sido elaborados «conforme a la férrea ortodoxia sustentada por el ala bretoniana del movimiento surrealista francés», frase que impresionó vivamente al muchacho. Se supone que nosotros habíamos prohijado dicha tendencia y esperábamos lo mismo de él. Le faltó tiempo para asentir, porque otra cosa no deseaba sino contentarnos y merecer nuestra amistad, según dijo. A este punto su candidez comenzó a causarme admiración y algo de lástima y casi nada de risa, y me pareció que en los rostros de mis camaradas se vislumbraban sentimientos similares. Llegado luego el instante de explicar al pobrecillo en qué consistía el supuesto rito de ordenación, ninguno osaba entrar en materia; antes al contrario, nos mirábamos indecisos y callados en la confianza de que fuera otro quien, por así decir, matase la gallina. Llegué incluso a creer que aquel silencio prolongado daría al traste con la broma. Pero en esto tomó el Pulcro la palabra a fin de inquirir el grupo sanguíneo de José Ángel Alonso, afirmando que necesitábamos conocerlo por si en el transcurso de la ceremonia el novicio sufría algún accidente que hiciera necesaria una transfusión de urgencia en el hospital, como a punto había estado de suceder conmigo meses antes. Viendo que todos se volvían a mirarme, ratifiqué sin titubeos la mentira, y aun por aderezarla con verosimilitud alcé una pernera de mi pantalón para mostrar al muchacho una antigua cicatriz en la pierna, con que quedó no poco anonadado y mis compañeros con nuevos ánimos de proseguir la broma. Le preguntaron si tenía uva en casa. Vino la madre con una fuente colmada de fruta y con algo de queso y fiambres, pensando pedíamos de comer. Genaro Zaldúa se apresuró a confirmar dicha suposición metiéndose un albaricoque entero en la boca. Había gran cantidad de ellos en la fuente, así como de ciruelas y melocotones; pero nada de uva, imprescindible para llevar a cabo el plan que teníamos urdido. Resolvimos en consecuencia salir a comprarla cuanto antes, y con esa intención nos llegamos los seis a una tienda de ultramarinos próxima a la vivienda de los Alonso, donde adquirimos un hermoso racimo de morate.
Calle arriba, camino del cementerio de Polloe, Izaskun Ayestarán extrajo de su bolso un ejemplar de los Manifiestos del Surrealismo y, como estaba previsto, se lo entregó al muchacho con indicación de que lo llevase consigo hasta la puesta del sol, sin soltarlo de la mano ni dejarlo caer, según prescribían las ordenanzas. Le encarecieron todos que así lo hiciese, porque de lo contrario quedaría la ceremonia invalidada y él sin segunda opción de ingresar en La Placa. Le fueron después explicados los pormenores del ritual. Él caminaba pensativo, silencioso y tal vez asustado en medio del séquito locuaz, dirigiendo miradas mansas ora a uno, ora a otro. Lo tomó Josu Ruiz de un brazo y con suaves palabras y cordialidad logró arrancarle una sonrisa desangelada. Andaban por detrás Genaro Zaldúa y el Pulcro clavándole espigas de grama en la chaqueta. Cerca del cementerio le atinaron, no sé si adrede, con una en el cogote. José Ángel Alonso se volvió hacia ellos y les mostró que sabía sufrir de buenas la travesura.
Ya dentro de Polloe tomamos un sendero de grava a mano derecha del camino principal, con achaque de dirigirnos al panteón que supuestamente servía de templo para nuestras ceremonias surrealistas. Lo cierto era, sin embargo, que traíamos propósito de retirarnos a alguna zona solitaria en la que no nos alcanzasen las miradas de los numerosos visitantes que en la tarde soleada pululaban por el lugar. El Pulcro se desmandó como un perro largo tiempo encadenado al que de pronto hubiesen dado suelta. Impelido por una especie de incontrolable frenesí, iba y venía por encima de las tumbas, sin perdonar ninguna. Todas las pisaba en el curso de sus carreras locas, proclamándose a gritos inmortal y haciendo mofa de los difuntos. Fingió que trataba de abrir a tirones la tapa de un nicho con el fin de apoderarse de los huesos, trepó a una cruz de piedra, pateó flores y lámparas votivas, y tendido encima de una losa, repentizó versos macabros como éstos:
Tú, fiambre, tienes suerte de que el Pulcro
se haya tumbado ahora en tu sepulcro.
De esta forma causaba enojo a sus compañeros, que por señas y medias voces le instaban a reportarse; pero él, apartado del grupo, no los oía. Quiso luego aligerar la vejiga sobre una lápida y ya estaba casi puesto a ello, cuando Genaro Zaldúa lo agarró por el cogote y a viva fuerza lo sacó al camino. Yo, la verdad, nunca he conocido a nadie a quien fuesen tan gozosos los símbolos y representaciones de la muerte.
Junto a la tapia que bordea el cementerio hallamos poco después un vetusto panteón. Tenía las paredes revestidas de verdín y un vestigio ilegible de inscripción en el hastial. La sombra de un árbol que no era un ciprés lo cubría por entero. Sobre el escalón de la entrada había varios tiestos, cuyas plantas resecas y tierra endurecida mostraban con claridad que el recinto no había recibido cuidado alguno desde hacía mucho tiempo. Dijimos era el panteón que buscábamos, y qué alegría volver a ordenar a un nuevo miembro de La Placa, y qué pena el abandono en que se encontraba nuestro sanctasanctórum, y qué esto y qué lo otro, para burla de José Ángel Alonso, que en aquellos instantes parecía la vera efigies de la estupefacción. El Pulcro soltó una cuchufleta:
—Esperemos que esta vez el muerto no proteste.
Se le encaró Josu Ruiz y le dijo mordiendo las palabras que se reportara o se marchase si no quería acabar el día con un ojo morado. La amenaza amedrentó al adolescente, que por la cuenta que le traía se abstuvo en adelante de hacer nuevas diabluras y bufonadas. Decididos a entrar en el panteón, surgió un impedimento con el que no contábamos, y era que la tranca de la verja no se podía levantar por causa de un candado roñoso que la sellaba. El orín había soldado las partes y cegado casi por entero el ojo de la cerradura. Así las cosas, entablaron fingidamente mis compañeros un caramillo con miras a justificar el empleo de la violencia y se imputaban unos a otros el olvido de la llave. Acordaron por fin forzar el candado. Genaro Zaldúa comenzó a golpearlo con una piedra que había arrancado de la tapia. Lejos de conseguir su objetivo, se lastimó la mano y desistió. Nos pusimos entonces Josu Ruiz, el Pulcro y yo a sacudir los barrotes a lo bestia, o por mejor decir a intentarlo, pues es la verdad que aunque tirábamos y tirábamos de ellos con todas nuestras fuerzas, no los podíamos mover. Después de esto me convencí de que la broma que tramábamos se había malogrado definitivamente por culpa de aquellos hierros herrumbrosos. Otro tanto debía de estar pensando Josu Ruiz, según revelaban las recias maldiciones que entre dientes profería. Tan abundantes eran los panteones por aquella zona del cementerio y nosotros habíamos ido a elegir precisamente uno inexpugnable. Faltando, creo yo, muy poco para que renunciásemos a nuestro propósito, se le ocurrió oportunamente a Izaskun Ayestarán un ingenioso subterfugio con el fin de facilitar el cambio de escenario sin ponernos en entredicho.
—Sois unos zoquetes —afirmó—. ¿No os habéis enterado de que ya estamos en otoño?
Nos volvimos a mirarla, sin comprender, sudorosos al cabo del esfuerzo inútil. Junto al tronco del árbol se pintaba tranquilamente la muchacha los labios con ayuda de un espejito. Y añadió:
—Si os hubierais tomado la molestia de releer las ordenanzas, sabríais que ha pasado la época de celebrar rituales dentro de ese tugurio. El precepto dispone que en otoño los nuevos se ordenen sobre una sepultura de mujer y en invierno sobre la de un varón. Conque dejad de hacer el gorila y andando.
Convinimos en la argucia y sin demora iniciamos la búsqueda de alguna lápida o losa donde figurase un nombre de mujer. Comoquiera que por aquel lugar predominaran los panteones y sepulcros familiares, resolvimos encaminarnos cementerio arriba hacia una zona de tumbas menos pomposas, donde proseguimos el rastreo divididos en dos grupos. Yo empecé a temer lo peor viendo nos acercábamos derechamente a la cruz de mármol bajo la que reposan los restos mortales de mi madre, al borde del sendero por el que caminábamos. Formaban patrulla conmigo el Pulcro Matallana y Josu Ruiz; los cuales, dejando para mí la inspección de inscripciones, se divertían muy a su sabor haciendo burla de Genaro, su entretenida y el chaval que mansamente iba a la zaga de ambos con cara de pasmado. Advirtiendo que mis dos acompañantes, ocupados en murmuraciones y chascarrillos, paraban cuando yo paraba y echaban a andar cuando yo lo hacía, discurrí, por desviarlos de aquel sendero, cambiar de rumbo, y de este modo logré que inadvertidamente me siguieran a parte donde no había nada que temer. No se disipó con ello mi inquietud, ya que los otros continuaban subiendo la cuesta por el camino paralelo, sin apartar la vista de la ringlera de tumbas que terminaba en una encrucijada distante una docena escasa de metros de la sepultura de mi madre. Un ojo tenía yo puesto de refilón en ellos, mientras escudriñaba con el otro los nombres labrados en las piedras. Y quiso la suerte conducirme ante una lápida en que se podían leer tres nombres femeninos. Con grandes voces, muchos gestos y el júbilo que se deja imaginar anuncié el descubrimiento. Vinieron los del otro grupo a la carrera, punto menos que alarmados por los gritos, y aunque ya me figuraba que se habían de llevar un chasco, no se me daba poco ni mucho de ello ni podía yo en aquel instante atender a otra cosa que a apartarlos de su camino.
—Flakúas, cielo —se quejó Izaskun Ayestarán—. ¿No ves que ahí reposan tres muertas y no una?
Se traslucía en los semblantes de los demás menos enojo que fastidio, cuando no cansancio de la búsqueda infructuosa. Ninguno secundó la reconvención de la muchacha; antes al contrario, ponían todos mueca de asentimiento oyéndome conjeturar que caería la noche y serían cerradas las puertas del cementerio sin que hubiéramos encontrado lo que con tanto afán andábamos buscando, porque tan cierto como que abundaban, dije, los nombres femeninos en las lápidas era que en todas las que habíamos visto hasta entonces figuraban otros de varón o de más mujeres, siendo al parecer raras por aquella zona las tumbas individuales. Josu Ruiz consideraba razonable mi argumentación y preguntó a José Ángel Alonso si tenía inconveniente en ordenarse militante surrealista y miembro de La Placa sobre la losa de las tres mujeres. Muy ladino aseguró dejar la decisión en sus manos, diciéndole que si quería atenerse estrictamente a la norma ritual ninguno de nosotros se lo podía impedir; pero que por favor considerase que estaba atardeciendo y una postura rigorista de su parte forzaría la postergación de la ceremonia, con las consiguientes dificultades para fijar una fecha en que todos los miembros del grupo se hallasen exentos de ocupaciones y compromisos. De este modo, no le quedó al chaval más remedio que allanarse a lo que se le pedía. Consintió él en el acto, presumo que deseoso de terminar de una vez para siempre con aquellos enredos y volver a la ciudad. Allí, pues, perpetramos la barrabasada. Y lo primero que se hizo fue elegir nueve granos particularmente jugosos del racimo de morate y disponerlos sobre la piedra de la tumba de forma que configurasen un redondel. Usamos nueve granos como podíamos haber usado siete o doce o quince: el caso era adobar la broma con apariencias de liturgia. Entretanto se le comunicó al neófito que hasta el final del rito debía leer en voz alta la página noventa y nueve del libro de los Manifiestos, con recomendación de esmerarse, ya que más de tres errores o tartamudeos no podíamos tolerarle; que la leyese cuantas veces fuera necesario hasta recibir indicación nuestra de parar. Dicho esto, emprendió con muchos bríos la lectura. Josu Ruiz encendió un cigarrillo, ya que por lo visto no aguantaba un segundo más las ganas de fumar, y exigió, como cosa preceptiva, que lo imitásemos. Así hicimos todos salvo Genaro Zaldúa, quien afectando enojo por nuestra mala costumbre de enjaretarle la parte más ingrata de la ceremonia, se arrogó la función de comer la uva que sobraba. En esto fue el chaval despojado de las gafas, con achaque de preservárselas de posibles deterioros, y con ellas parecía que le hubiesen arrancado la cara y colocado otra en su lugar, aún más fea. No podía leer sin gafas y al punto se las restituyeron. En el breve intervalo declaró, señalando la placa tumbal, haber adivinado de dónde derivaba el nombre del grupo. Alabamos su perspicacia. Acto seguido, apenas hubo reanudado la lectura, lo empujamos entre todos poco a poco hasta sentarlo encima de los granos de morate. Empapado el traspuntín, continuaba el incauto leyendo como si tal cosa los abstrusos renglones, mientras nosotros intercambiábamos miradas de cómica extrañeza, admirados de verlo proseguir la burla más allá de lo que teníamos previsto. Josu Ruiz le arreó un cachete suave y le dijo:
—Bienvenido a La Placa, hermano José Ángel.
Izaskun Ayestarán hizo lo propio a continuación y luego yo, y así como la bofetada de la chica sonó algo más plena que la de Josu Ruiz, la mía excedió a la suya y tuvo trazas de castigo. Le tocó después el turno al Pulcro Matallana, que descargó en la mejilla del pobre chaval un bofetón de cuidado. Impedido por la risa, no pudo pronunciar la fórmula de bienvenida. Para entonces Genaro Zaldúa ya se había remangado la camisa, que fue señal funesta, y aunque Izaskun Ayestarán adivinó su mala intención y quiso sujetarle el brazo, no llegó a tiempo de librar a José Ángel Alonso de la manotada desmedida que le arrancó las gafas y se las tiró sobre las páginas del libro. Húmedo y vejado, aún preguntaba inocentemente si lo había hecho bien, si ya era surrealista y miembro de La Placa. Tamaña ingenuidad no la pudimos nosotros resistir y por medio de gestos furtivos concertamos poner término a la bellaquería. Con ayuda de una mano que le tendieron se levantó. Una plasta de pepitas, hollejos y mosto señalaba el lugar donde se había sentado. Sus. enormes pupilas miraban con expectación los rostros circundantes. Se dijera que trataba de leer en nuestras facciones el juicio que su actuación nos había merecido. Izaskun Ayestarán le alcanzó un pañuelo de papel para que se limpiase el pantalón, y a tiempo que él lo tomaba y agradecía, la muchacha le besó en la cara. Le pedimos después que nos esperase junto a la puerta del cementerio, porque teníamos que deliberar. Él se alejó obediente por el camino abajo; con la ominosa mojadura en el trasero, el libro entre las manos y su figurilla menuda, cabezona, titeresca, tan digna de lástima como de simpatía y afecto. Las presuntas deliberaciones apenas demoraron un minuto. Todos sin excepción estábamos unánimes en el arrepentimiento. Izaskun Ayestarán se sentía particularmente indignada.
—No sé vosotros —dijo—, pero yo en este momento me odio a muerte. El que tenga cojones que me siga. Voy a contarle a ese chico la verdad, a pedirle perdón y a declararle que somos unos cerdos.
Nos pusimos en camino, y reunidos con él a la salida del cementerio, le revelamos la burla, así como nuestros nombres auténticos, que todavía usaba trocados. Esto último no lo quiso creer, pensando le mentíamos justo en la primera ocasión en que no tratábamos de engañarle. Para que se persuadiese le mostramos nuestros documentos de identidad.
—Sois la pera —decía una y otra vez, alborozado, feliz de hallarse entre nosotros, y nos abrazaba.
Que yo recuerde fue aquél el último día que lo llamamos José Ángel, nombre que a partir de entonces ninguno de nosotros emplearía. Andando el tiempo habrían de entablarse recias discusiones entre los miembros de La Placa sobre a quién debía atribuirse el invento del apodo. La cuestión nunca fue dirimida. Yo, al respecto, sólo sé de fijo que a mí no se me ocurrió la palabra; en cambio, tengo muy presente la primera vez que la oí, un sábado. La víspera había sido asesinado un concejal, de nombre Alba. Nos hallábamos en una chocolatería de la Parte Vieja, comentando el suceso. Josu Ruiz refería la serie de incidentes acaecidos a la salida del funeral. Él mismo había participado activamente en ellos, uniéndose a la turba que aguardó al alcalde Alkain fuera de la iglesia para injuriarlo y zarandearlo. Estaba el chaval sentado enfrente de mí, como yo ajeno por completo a la conversación, con muestras de haber dormido poco la noche precedente o de aburrirse. Abrió en un momento determinado la boca para hacer cosa distinta de encerrar dentro del puño un nuevo bostezo; algo murmuró, ni necio ni sagaz, que probablemente no lo comprometía a nada ni alteró el curso del diálogo; algo como un trozo de opinión remiso a abrirse plaza en el revuelo de intervenciones cruzadas; quizá un retazo de frase, enseguida disuelto en el humo ascendente de los cigarrillos y con él aniquilado cerca del techo por la hélice del ventilador; algo sin importancia, dicho y no dicho indecisamente, pero al parecer captado por el oído de uno de los concurrentes, que le replicó llamándolo Cacharrito. A ninguno pareció extrañar el remoquete; tampoco a él, como si ya tuviera costumbre de escucharlo. Por más que pienso en ello, no alcanzo a recordar una sola persona de cuantas con él se relacionaban, salvo sus padres, que lo llamase de otro modo, y esto hago extensivo a otras muchas que lo conocieron someramente. Tal era su presencia, como la de un pequeño y frágil cachivache.