Las estupendas calificaciones que obtuve me produjeron más alivio que alegría. En realidad no me pillaron de sorpresa. Durante dos semanas me había aplicado al estudio con un ahínco del que difícilmente podía seguirse un resultado adverso. Erudición profusamente reforzada con chuletas me garantizaron un éxito sobre el que en ningún instante abrigué la menor duda. Compañeros con notas menos brillantes que las mías descorchaban botellas y exhibían su júbilo bullicioso por los pasillos de la facultad. A mi lado, una compañera de clase celebraba con lágrimas en los ojos su apurado suficiente en latín. Otros, por el contrario, se retiraban en silencio de la vitrina de anuncios, abatidos bajo el peso de su fracaso. Razones para sumarme a la pandilla de bullebulles y cantar y beber con ellos no me faltaban; pero, por paradójico que parezca, me lo impedía la inquietante circunstancia de haber merecido en dos asignaturas la nota máxima. Demasiado tarde comprendí mi torpeza. De fijo que a la vista de aquellos inoportunos sobresalientes, mi hermana se apresuraría a formarse una idea irreal acerca de mis posibilidades. Imprudentemente le había servido en bandeja el pretexto para que en el futuro me sometiese a exigencias que quizá ni a costa de amargos sacrificios estaría yo en condiciones de satisfacer. Así cavilando llegué a la altura del paraninfo, y caminaba tan absorto que al pronto no caí en la causa de que el corazón me diera un vuelco y mis pies se hubiesen detenido bruscamente, como temerosos de pisar un escorpión. Genaro Zaldúa e Izaskun Ayestarán sacaban una mesa por la puerta de la cantina. En un arranque instintivo di media vuelta y retrocedí más que a paso hasta quedar fuera del alcance de sus miradas. Me separaba de ellos la iglesia de ladrillos que se alza en el centro de la facultad. Parado ante la puerta de la biblioteca, no sabía yo qué partido tomar: si obedecer el mandato de mi temor, que me apremiaba para que abandonase sin demora el recinto universitario por algún camino lateral, o si ceder a las tentaciones de mi curiosidad, que no quería dejarme ir sin antes haber averiguado qué demonios se traían entre manos aquellos dos. A vueltas con esta disyuntiva, me envolvió de pronto la turba de festejadores. Serían obra de una decena de estudiantes, todos achispados. Venían de cantarle el Cara al sol a la bibliotecaria, una cincuentona de genio atrabiliario e ideales fascistas, a quien varias veces al año solía hacérsele la misma burla. Me compelieron a beber de la garrafa común y metido entre ellos, imitando su alborozo, subí pasillo arriba hasta un tejo de escasa altura pero muy tupido, tras el cual, sin que ninguno lo advirtiese, me detuve. Agazapado a la sombra del arbolillo, los vi alejarse con sus cánticos y su bullanga. El escondite era inmejorable. A través de un hueco entre las hojas podía observar a mi sabor a Izaskun y Genaro, que enfrente de mí, distantes sesenta o setenta metros, se hallaban entretenidos en besos y caricias, el rostro de ella aplastado contra las barbas de su pasión, que no parecía sino que se lo estuviera devorando crudo un insecto enorme. En mi memoria se agolpaban sollozos, despecho y lamentaciones de la muchacha la tarde que le oí contar, escondido bajo la cama, en el apartamento de Josu Ruiz, el final de sus amores con el mismo de cuyo cuello se colgaba ahora tan gustosamente. No olvido el asco lento, pegajoso, que me invadía detrás del arbolillo, una especie de dentera que siempre me acometió a la vista de la carne humana entregada a las urgencias del instinto.
La ronda de juerguistas hizo alto ante la mesa cuajada de papeles que Genaro Zaldúa e Izaskun Ayestarán habían colocado en el pasillo, cerca de la puerta de la cantina. En la pared, por encima de sus cabezas, podía verse una pancarta con una consigna de apoyo al Frente Sandinista y una bandera rojinegra sobre uno de los ángulos. La comparsa estudiantil convidó a bebida y alzaba puños izquierdistas con manifiesto cachondeo. Jenaro Zaldúa trabó conversación con uno de ellos. Le mostraba unas hojas que el otro examinó y pagó antes de entrar con sus amigos en la cantina. Pasó más tarde el decano Artamendi, que inmediatamente abordado por Genaro, también compró las hojas y se las llevó consigo. Lo mismo hizo después Antxón Villar, un viejo conocido mío, tan buena persona como flojo estudiante, junto al cual solía yo tomar asiento en el aula. No bien observé que se encaminaba hacia la salida de la facultad, corrí a su encuentro dando un rodeo por la parte trasera de los edificios. Lo alcancé en el puente y le pedí me enseñara las hojas que acababa de comprar. Antxón sacó de su cartapacio el número 1 de La Placa. Al primer vistazo noté que las fotocopias no eran las de mi padre, sino otras de una coloración mucho más clara. El posterior hojeo me lo confirmó. Faltaban varias páginas, entre ellas la mía y las del Pulcro Matallana. En su lugar figuraban nuevos poemas de Izaskun Ayestarán, así como un añadido extenso del relato de Menkele. Cien pesetas había pagado Antxón por aquel ejemplar pirata. Viendo el interés con que yo lo hojeaba hacia atrás y hacia adelante, quiso regalármelo; pero rehusé por puntillo que pronto habría de deplorar, pues de ese modo me privé de una prueba sin duda valiosa en el caso de que alguna vez tuviera necesidad de defenderme. Me preguntaba cómo reaccionarían Josu Ruiz o el Pulcro si llegaban a enterarse de aquel tejemaneje de sus compañeros. Yo sabía perfectamente lo que convenía hacer: regresar y sorprenderlos con las manos en la masa. Pero no me atreví.
De nuevo a solas, formé propósito de aprovechar que Genaro Zaldúa andaría muy ocupado esa mañana amartelándose y vendiendo revistas, para llevar a cabo cierta visita secreta que tenía yo pendiente desde hacía largo tiempo. Con ese fin me dirigí al barrio de Amara por el puente de Hierro. Sabía la calle, que era la de los Corsarios Vascos, casi en el límite de la ciudad, lugar inhóspito y matadero de calzado por aquellos remotos días de mi memoria, hoy ya no lo sé. Al doblar la esquina acudió a mis pensamientos la imagen de una aldaba roñosa con forma de mano que sujeta una bola. Rememoré el estrépito que producía al ser aporreada, el vuelo de chispas en la oscuridad del rellano y la cara de la mujeruca compungida a quien después de tantos años iba de nuevo a encontrar. Estaba la calle en obras, el asfalto levantado, charcos y lodo por todas partes y la acera convertida en una zanja de gran profundidad. Entré en la tienda por una pasarela de tablones. Al fondo, la viuda de Canuto, hundida en un sillón de mimbre, canas amarillentas, lentes de fondo de vaso, escrutaba el periódico del día. Entre sus pantuflas se lamía el pelaje un gato negro. Ni ella ni el animal sintieron mi llegada. A simple vista podía advertirse el desorden y la cochambre que reinaban allá dentro. El débil resplandor de una bombilla desnuda comunicaba a los dulces hacinados a la diabla sobre los anaqueles un brillo rancio que los hacía poco o nada apetitosos. Un dulzor espeso saturaba el aire. Conectada a todo volumen, la radio apagaba el ruido de mis pasos, de suerte que llegué a menos de un metro de la mujer y no lo notó. ¿Me reconocería cuando apartase la vista del periódico y fijara en mí sus enormes pupilas que parecían mirar desde detrás de una lupa? Instantáneamente me pasó por la cabeza la idea de matarla. Imaginé su caída, las canas empapadas en sangre, el gato huyendo despavorido. De pronto alzó los ojos y me preguntó:
—¿En qué puedo servirle?
Tuve antojo de que se levantase de su asiento y para ello le pedí una bolsa de cacahuetes de las que se veían amontonadas en una balda detrás del mostrador. La mujer hizo fracasar la argucia rogándome que me sirviera yo mismo. Se lo cobré bastante caro, pues no bien la vi de espaldas me llené los bolsillos de chicles y otras golosinas. Cogí después los cacahuetes y de propósito se los pagué con un billete grande, de modo que tuviera que levantarse para ir a la caja en busca de las vueltas. Tampoco funcionó, ya que tenía el bolsillo de la bata repleto de monedas. Tras despedirme permanecí un rato largo contemplándola desde el umbral, su cara hundida en las páginas del periódico, el gato adormecido entre sus piernas. Apenas salí a la calle, me dije: si en el futuro necesitas tomar venganza de Genaro, ya sabes adónde debes acudir.