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Por la época en que tuve mis exámenes de septiembre fue puesto a la venta en algunos quioscos y librerías de San Sebastián el primer número de La Placa (la Revista aristocrática para fabricantes de zambombas y cremalleras, como rezaba el subtítulo), al precio de veinte duros el ejemplar, reducido posteriormente a setenta y cinco pesetas, y en una rebaja última a cincuenta, porque, la verdad sea dicha, no los compraba nadie.

Genaro Zaldúa afirmaba que había dedicado tres días de su vida a visitar imprentas. En una de ellas, situada en el barrio de Loyola, le habían ofrecido el presupuesto menos elevado: trece mil pesetas, cantidad que dio por hecho aprontarían, de buen grado incluso, Izaskun Ayestarán y Josu Ruiz, a quienes reputaba de ricos. La primera, con su generosidad de costumbre, se prestó sin titubeos a financiar de su peculio la mitad del proyecto. En cambio, Josu Ruiz, que aseguraba estar a la cuarta pregunta desde que se le habían fugado los inquilinos, se negó rotundamente a soltar un céntimo para la revista, y con no menor firmeza se opuso a que la muchacha corriese con parte alguna de los gastos.

Así las cosas, el Pulcro Matallana concibió la idea de salir todos una noche en pandilla a perpetrar atracos. Nos proveeríamos de navajas y garrotes, y de seguro que un sábado, en dos o tres horas, recaudaríamos guita suficiente para editar un numerito de bastante lujo, con portada en color, ilustraciones, papel satinado y cuanto conviniese a una publicación de cuenta. El plan entusiasmó a Genaro Zaldúa y, por consiguiente, me entusiasmó a mí, que por esas fechas no desperdiciaba ocasión de complacerlo; pero no se pudo consumar, porque a la postre prevalecieron los escrúpulos morales de Josu Ruiz, que consideraba el fin válido, no así los medios. Una vez más repitió la cantilena de que el grupo debía conducirse conforme a unas mínimas normas de comportamiento. No se trataba, a su juicio, de imponer limitaciones a nadie, sino de evitar a toda costa contradicciones entre los mensajes transmitidos por La Placa y los actos de cada uno de sus miembros. Superada la fase inicial, dijo, en que habíamos prohijado de un modo libre los viejos principios surrealistas, había sonado para nosotros la hora de empezar a manifestarnos ante la opinión pública con voz propia. Al surrealismo, añadió, buscando asentimiento en los semblantes de sus compañeros, debíamos la feliz circunstancia de habernos reunido en torno de un puñado de convicciones. Pero nada más. Ni vivíamos en el París de los dichosos años veinte ni a él le apetecía revivir en escala provincial las anécdotas de Breton y sus huestes. Nos gustase o no, vivíamos inmersos en una sociedad fanática y conflictiva, en la que cualquier pelagatos se creía con derecho a matar en nombre de unos ideales pequeñitos, ¿o es que aún no nos habíamos dado cuenta de ello? Al hombre a quien le colocan una navaja junto al gaznate, ¿qué coño le importa que el agresor aspire a contribuir a costa de su sangre a la independencia de Euskadi, a costearse unos chutes de heroína o la publicación de una revista de poemas? Para él lo único que en ese momento de verdad cuenta es la navaja, y quien dice navaja dice pistola o cualquier artilugio concebido por la inteligencia humana para servir a los fines de la brutalidad. Los miembros de La Placa, afirmó en un tono rayano en el réspice, debían tener el coraje de no incurrir en violencia de ningún tipo y de mantenerse al margen del ritual de la confusión y la muerte, del politiqueo y las polémicas de baja estofa que imperaban en la escena social vasca desde hacía demasiado tiempo. Cartas, entrevistas, intervenciones en la radio, continuó diciendo, nos estaban granjeando fama en la ciudad. El nombre de La Placa aparecía a menudo en los periódicos. Era innegable que no nos faltaba maña para llamar la atención y eso seguramente convenía. Pero tarde o temprano habría que dar la cara, decir a la gente algo concreto, algo lleno de verdad, porque si después de todo resultaba que nuestros gestos carecían de contenido, adiós muy buenas. ¿Con qué propósito formar entonces un grupo? ¿Para añadir más dolor a una sociedad constantemente expuesta a calamidades? Y aun eso ¿con qué fin particular? ¿Para que de los diecisiete que leen, cinco digan que escribimos muy bonito?

Calló de pronto y dirigió una mirada inquisitiva en derredor, como si tratase de averiguar el efecto de sus palabras escudriñando los semblantes de sus compañeros. Ninguno de ellos rompió el silencio para formular objeciones. Con todo, frentes arrugadas y algún que otro mohín escéptico revelaban con claridad la opinión que les había merecido aquel discurso. Los argumentos de Josu Ruiz, ornamentados con profusión de ademanes, truncaron el proyecto de obtener fondos a mano armada; pero a cambio avivaron la inventiva y el atrevimiento del Pulcro, que concibió un plan, extravagante como todos los suyos, puesto por obra en secreto con la complicidad de Izaskun Ayestarán. La cara de ambos relucía de orgullo sardónico la tarde que nos mostraron el dinero que habían conseguido reunir para la revista: dos monedas de duro y ocho de una peseta.

Sin comunicar a nadie su propósito convinieron en llegarse un sábado hasta la iglesia de los capuchinos, en la calle de Camino, ante cuya puerta, disfrazado con harapos, pensaba el Pulcro ponerse a mendigar. Izaskun, que le confeccionó la indumentaria de pordiosero, se dedicaría mientras tanto a sacarle fotografías. Pero al llegar al sitio, lo encontraron repleto de pedigüeños. Determinaron entonces trasladarse a la iglesia de los jesuitas, en la cercana calle de Andía. Dos gitanas prietas de tez, con largas cabelleras y zarrios negros, pedían allá; la una vieja, con un crío dormido sobre el regazo, la otra joven y desgreñada, de las que piden abordando, poniendo vocecilla lastimera, y responden con alguna grosería cuando nada se les da. Tenían por lo visto las dos mujeres el usufructo de aquel templo en exclusiva y a su manera faltona se lo hicieron saber al Pulcro tan pronto como se percataron de que el desharrapado venía con designio de arrebatarles la clientela. Contaba éste que con antojo de soliviantarlas les preguntó para qué clase de revista practicaban la mendicidad. No se les daba a ellas un ardite entender la ironía del advenedizo ni mucho menos trabar con él coloquio, sino ahuyentarlo de la puerta de la iglesia cuanto antes, y con esa intención se pusieron muy bravamente a cubrirlo de insultos y amenazas. Medió Izaskun, que en achaque de proferir palabrotas no tenía que envidiar a nadie, y ya menudeaban los gritos ante la casa de dios cuando, acabada la misa, comenzó a salir en pacífica procesión la muchedumbre de católicos. El Pulcro se acurrucó al pie de la pared, apartado varios metros de las puertas junto a las cuales maullaban las gitanas sus imploraciones, y agachó la cabeza como tenía estudiado. De vez en cuando tintineaba una monedíta dentro de la fiambrera metálica, la misma en que su padre llevaba de costumbre el almuerzo a la oficina. El Pulcro alzaba teatralmente la vista ungida de melifluo agradecimiento. En una de ésas distinguió en medio del apretado gentío a su profesor de gimnasia, que abandonaba el templo del brazo de su esposa y no parece que reconociera al falso mendigo que a sus pies se había apresurado a ocultar el rostro con las manos. A tiempo que salían a la calle los últimos fieles, llegó al lugar el gitano fornido que venía a llevarse la recaudación de las parientas. Izaskun Ayestarán lo había visto descender de un carromato. Desde la acera de enfrente hizo señas al Pulcro para que se reuniese con ella sin demora; pero éste no la miraba ni tampoco veía el peligro en que se hallaba. Quien sí lo vio a él fue el gitano, que después de breve plática con las mujeres, lo sacó a rastras a la acera y como despedida le propinó una patada en el trasero. Cuando nos lo contaron pensábamos que mentían. Genaro Zaldúa ni siquiera tuvo paciencia de escuchar hasta el final aquella historia de gitanos y mendigos que desde un comienzo consideró una burda patraña. En vano juraba Izaskun lo contrario; en vano se empeñaba el Pulcro en demostrar la veracidad del suceso enseñando la módica limosna sobre la palma de su mano. Al fin desistieron de la porfía, convencidos de que las palabras no servían para derribar el grueso muro de nuestra incredulidad. Pero otra tarde trajo Izaskun las fotografías y con gesto de triunfal despecho las arrojó encima de la mesa. Se deja imaginar el asombro, no exento de regocijo, que nos causaron.

La edición (por llamarla de algún modo) del primer número de la revista constó de ochenta ejemplares. Genaro Zaldúa mencionaba una cifra diez veces mayor en una nota repleta de falsedades que remitió a la prensa. Veinte hojas grapadas tenía cada ejemplar, escritas por un solo lado. Estoy viéndome entrar en casa del Pulcro con el paquete debajo del brazo. No me cabía el orgullo dentro del cuerpo. Barruntando que mis compañeros aguardaban con impaciencia mi llegada, me entretuve adrede por la calle, y aun me metí a jugar al tragaperras en una taberna a fin de exasperarlos con la tardanza. Al entrar en el cuarto del Pulcro me dedicaron una ovación tan exagerada que a última hora de la tarde, cuando salíamos, doña Mercedes se acercó a mí para preguntarme callandito si me casaba.

La noche anterior, no bien se propagaron por la casa los primeros ronquidos del padre, salí del cuarto y en la cocina, junto a su paquete de cigarrillos, deposité las veinte páginas originales y una nota que rezaba:

80 COPIAS DE CADA

CORRE PRISA

YA TE EXPLICARÉ

De este modo se gestó el número 1 de La Placa, la Revista aristocrática para fabricantes de zambombas y cremalleras, con papel y fotocopiadora de la empresa de artes gráficas donde el padre trabajaba desde hacía más de treinta años. A decir verdad lo hizo engañado, pensando sacaba copia de papeles útiles para mis estudios. En otro tiempo le habría escamado seguramente que le pidiera reproducir ochenta veces los mismos apuntes; pero de aquel hombre enérgico y de genio vivo ya no quedaba nada, absolutamente nada, en el verano de 1979. La pérdida de la mujer lo había sumido en un estado de abulia melancólica que desmoronó su carácter. Se convirtió entonces en el más desdichado de los peleles. Yo le oía a menudo gemir en la soledad de su dormitorio, mientras contemplaba las fotografías de la mujer difunta diseminadas sobre la colcha. El abuso del alcohol terminó de trastornarlo. Así que resultó facilísimo endilgarle la tarea. Al día siguiente, de vuelta del trabajo, me entregó las copias envueltas en papel de estraza, sin hacer preguntas ni aguardar explicaciones. Y revisando luego en mi cuarto el legajo de hojas, porque no me fiaba un pelo del padre, comprobé con satisfacción que había bastantes de más. Con ellas compuse una noche varias revistas que llevé a vender en secreto a una librería de poca monta, situada en la localidad de Lasarte, pareciéndome más que improbable que ninguno de mis compañeros se desplazase hasta aquellos pagos distantes una decena de kilómetros de San Sebastián. Semanas después telefoneé al librero para inquirir los resultados de mi negocio. Una voz de timbre ceceante me comunicó que mis ejemplares no se vendían y que podía pasar a retirarlos cuando quisiera. Allá seguirán si no los han arrojado a la basura.

Durante varios días mis compañeros me prodigaron las más gruesas felicitaciones y parabienes. En la embriaguez de los halagos, se me figuraba haber recorrido hasta el final el camino que conduce al mar de miel, el éxito, en cuyas olas dulces creía zambullirme y chapuzar con placer de gorrino que se revuelca en lodo; y aunque hoy no se me oculta que esto era necedad, no quiero callarlo, sino echarlo fuera de mí como tantas estúpidas quimeras de entonces que aún me punzan y repudren. La única crítica adversa provino de Genaro Zaldúa, para quien la portada, por él compuesta, había quedado excesivamente oscura. La objeción no le impidió, con todo, reconocer en el curso de una plática privada que mi generosidad y diligencia habían hecho posible el ansiado sueño de publicar nuestra propia revista. Y se congratuló de tenerme en el grupo.

La prensa acogió con elogios el número 1 de La Placa, algunos desmedidos, como los de cierta periodista amiga que por aquel entonces escribía reseñas de libros para La Voz de España. Con estusiasmo maternal resaltaba en su comentario la «fuerza avasalladora» de nuestro ingenio, dirigiéndonos entre otros cumplidos el de «paladines de la nueva literatura en tiempos de democracia». Aseguraba que la revista le había deslumbrado desde la primera hasta la última página: por su humor sin concesiones, por su originalidad y frescura y por el cuento de Genaro Zaldúa, cuyo estilo le traía a la memoria nombres de escritores célebres, aunque no declaraba cuáles. Para enojo nuestro, en dos lugares de su artículo nos llamaba chavales. A Josu Ruiz le parecía punto menos que insultante el apelativo, por cuanto restaba credibilidad a los encomios e inducía a pensar que la revista fuera obra de escritores inmaduros; y así lo creímos los demás también. Con determinación de transmitir nuestro malestar, enviamos a la periodista una carta dirigida a sus señas de Tolosa, donde residía. En el escrito consignábamos la edad de cada uno de los miembros de La Placa, quince en total, la menor de las cuales se supone que era de veintiocho años. No fue ésa la única mentira que le contamos a fin de desorientarla. Se le hizo creer que formábamos una vasta organización de artistas, con ramificaciones en el resto de España y en algunas ciudades francesas e italianas. Al final le pedimos, en un tono lindante con la insolencia, que nunca más nos motejara de imberbes en sus artículos. Contestó ella a vuelta de correo. De su respuesta cordial, en la que no escatimaba elogios ni parabienes, inferimos que no nos había comprendido. Jamás llegamos a conocerla personalmente. Ya murió.

Otros periódicos de la ciudad publicaron comentarios más comedidos. Egin, que reprodujo el bucanero acéfalo de la portada, dibujado por Genaro Zaldúa, destacaba la circunstancia de que el número estuviese dedicado a la revolución nicaragüense. Casi dos semanas tardó El Diario Vasco en insertar una reseña en sus páginas. Esta, sucinta pero encomiástica, se ocupaba solamente de aspectos literarios y concluía haciendo un llamamiento a la población para que adquiriese la revista. Unidad, el diario vespertino, publicó un resumen del artículo de la periodista de Tolosa, y Hierro, de Bilbao, una nota escueta en la que misteriosamente se nombraba a Genaro Zaldúa director de La Placa.

El número comenzaba con una dedicatoria apologética al Frente Sandinista de Liberación Nacional, texto de Izaskun Ayestarán que Genaro Zaldúa, en cumplimiento del convenio de buena avenencia que ambos habían establecido a raíz de la ruptura de su noviazgo, ayudó a redactar. El Pulcro caligrafió de modo acorde con su sobrenombre aquellas frases barrocas, a las que servía de orla el contorno territorial de Nicaragua, calcado de un atlas de Josu Ruiz. Y como yo tuviese a mi cargo hacer las copias, se dijo que según justicia la página pertenecía a todos, por lo que apareció sin firma, a manera de editorial. Las hojas de la revista no fueron numeradas, sino que al pie de cada una de ellas, portada inclusive, figuraba una letra y en la última tres, para que leídas en su debido orden formaran el lema VIVA EL FRENTE SANDINISTA.

Seguía un churro sinuoso de ripios y rimas de a duro el mazo, felonía en verso que remedaba coplas de sabor andaluz, atribuida a Rafael Alberti, cuya colaboración se agradecía en un margen de la página, aprovechando un hueco en la cenefa de camiones recortados de revistas que bordeaba el poema. Todo ello era parodia concebida por Genaro Zaldúa.

El Manifiesto urbi et orbi, protozoario y de la leche condensada, expurgado de las numerosas erratas con que había aparecido en el programa de fiestas de Rentería, ocupó las páginas A, E y L. El Pulcro se encargó de mecanografiarlo con el esmero que de él se esperaba. Sucedían al manifiesto once poemillas eróticos de Izaskun Ayestarán, dirigidos al dios barbado; del cual, en la página siguiente, se incluía un dibujo a tinta que mostraba una guillotina instalada sobre un paisaje ajedrezado, con una docena de cabezas de toro esparcidas en rededor y un fondo de montañas.

Las páginas centrales fueron reservadas a los autores ajenos al grupo. Seis o siete atendieron al mensaje radiofónico en el que ofrecíamos la posibilidad de participar en nuestra revista. No era cosa de valor lo que recibíamos y concertamos desecharlo. Con todo, Izaskun encontraba aceptable uno de los poemas. Así lo manifestó, y releído a petición suya, fue nuevamente rechazado. Lejos de resignarse, puso la muchacha por obra una maña secreta que a mí no me pasó inadvertida, y fue que, transcurrido un rato, disimuladamente le habló a Genaro Zaldúa a la oreja, de forma que éste acto seguido se puso a defender el texto que minutos antes había repudiado. Lo firmaba un tal José Ángel Alonso, vecino del barrio de Eguía, cerca del cementerio. El poema, desprovisto de título, fue mecanografiado a un espacio a fin de dejar sitio en la página a una sátira contra el papa, obra del Pulcro atribuida a Marrajo de Puente la Reina. Por razones extraliterarias acordamos publicar un cuento de un fulano Joxian Arregi, sólo porque estaba escrito en euskara y convenía. Para la página siguiente consiguió Josu Ruiz, valiéndose de su amistad con algunos de los escritores que por aquella época confeccionaban la revista Kantil de Literatura, un poema de Fernando Aramburucópulos, con quien años atrás yo había compartido aula y pupitre en el colegio, cuando no se hacía llamar sino por el apellido que le dio su padre. No era de los que menos se habían burlado de mi primera tentativa poética; pero lo recuerdo sobre todo por una maldad que me infirió a diario durante unos meses en que le obligaron a sentarse a mi lado y a mí al suyo. Tenía él dividido el pupitre común en dos sectores mediante un surco grabado con la punta del compás en la madera, y cada vez que por descuido yo invadía con mi codo su territorio me pintarrajeaba la camisa o me clavaba el bolígrafo en la carne. Esa evocación punzante me impidió hallarle gusto a su poema.

El Pulcro publicó con su apodo en las páginas S y A ochenta y tantos versos de las Soledades de Góngora, sin cambiar coma ni tilde. Afirmaba, socarrón, que el ilustre cordobés le había arrebatado siglos antes la autoría de una obra que por derecho de talento sólo Jaime Matallana estaba llamado a escribir. Acusaba a Góngora de plagiador anticipado, que era según su parecer la clase más ruin que hay de ellos, porque copiando lo que aún no se ha escrito, pero se va a escribir, dificultan la demostración de su fraude, y con similares argumentos reclamaba la gloria de El príncipe idiota y de tres o cuatro libros más. Sus compañeros no tuvieron inconveniente en darle la razón y de buen grado consintieron en la broma. Varias horas dedicó él a manuscribir las silvas gongorinas, intercalando aquí y allá falsas correcciones y tachaduras a propósito, con malicia de aparentar que los versos eran fruto de su trabajo. Pero quiso su mala suerte que omitiera un endecasílabo, descuido del que no se percató hasta la tarde en que grapamos las hojas de la revista. Se me hace a mí que las risas de sus compañeros lo pusieron al borde de las lágrimas. Al fin escribió a mano, en cada uno de los ochenta ejemplares, el verso que faltaba.

«Los turbios negocios de la Rue Championnet», el cuento de Genaro Zaldúa que ocupaba las dos páginas siguientes, era en realidad parte de un relato mucho más extenso. Los dieciocho capítulos de que constaba aparecieron años después, en forma de serie folletinesca, en las páginas dominicales del periódico La Voz de Euskadi. Intenté releerlos, pero no pude: su estilo ampuloso y el recuerdo de tantas cosas me impidieron pasar de las primeras frases. Tampoco conservo los recortes, por determinación tomada hacía largo tiempo de mantener el archivo cerrado para siempre, y en parte también porque no habiendo concebido aún el propósito de redactar la historia de La Placa, no se me ocurrió que aquel material pudiera servirme de algo en el futuro. Con todo, guardo en la memoria los pormenores más relevantes de la trama, y aunque sólo sea por eso, los quiero referir.

El relato menciona en su comienzo la firme voluntad de Menkele Echeverría (gabonés de ascendencia vasca afincado en París) de formar una biblioteca con libros apañados. El segundo capítulo, que fue el que se publicó en el número 1 de La Placa, presenta al negro dentro de la Librairie Championnet, sita en la calle de idéntico nombre donde como todos los días laborables a la misma hora ha entrado a sustraer algunos ejemplares. Menkele es hábil y precavido, y nunca en los cerca de quince años que lleva practicando el robo en el establecimiento ha sido sorprendido por el dueño (un hombre de fisonomía judaica que pasa las horas fumando en pipa tras el mostrador) ni por la empleada de rasgos orientales que vaga sin descanso por las proximidades de los anaqueles y vigila. El negro que viene por las tardes, como se le conoce en la librería, no sólo no infunde recelo al propietario ni a la dependienta de ojos rasgados, aunque ninguno de ellos recordase que jamás hubiera adquirido un libro, sino que lo tienen por parroquiano de confianza a quien no hay por qué someter a vigilancia de ningún tipo, y hasta de vez en cuando lo agasajan obsequiándole con folletos y catálogos que él agradece amablemente y unos minutos después arrojará en una papelera de la Rue du Poteau. Menkele demora poco tiempo en la librería, lo justo para llevar a cabo su propósito, ya que se halla de camino hacia su puesto de trabajo, en la Gare du Nord, donde acarrea valijas y paquetes en un carricoche eléctrico que sabe conducir con admirable maestría. Y acaba así el capítulo (tachado de rimbombante por Josu Ruiz):

«A las once y cuarto de la noche, cuando el expreso con dirección a Varsovia emite su estridente pitido de salida que resuena con eco de tristeza soñolienta entre las herrumbrosas vigas de la techumbre…, Menkele Echeverría, tieso como un tótem en el pescante de su vehículo ligero —en sus ojos duros y en su frente altiva los fulgores metálicos de la estación—, avanza por el andén tercero lanzando miradas desdeñosas a la parda multitud, y al circular —tan deprisa como le permiten aquellos torpes bultos humanos interpuestos en su camino— junto al vendedor magrebí de baguettes, botes de cerveza y torrecitas Eiffel de plástico plateado, que ya echa el cierre a su carro de colores…, se palpa los libros ocultos bajo la camisa, que nunca ha de leer».

Menkele aprendió de niño las letras en la escuela de su poblado natal, construida con maderos y cañizo a orillas del río Ogooué, que en ese tramo forma frontera entre su país y Camerún. Fue su maestra una monja misionera, que había de morir a manos de una turba de leprosos enloquecidos varios años después de que él emigrase a París huyendo de una acusación de abigeato. Este pasaje que refiere escuetamente su vida en África nos parecía a Izaskun Ayestarán y a mí lo mejor de la narración, y en particular un episodio marginal en que se relataba el empeño colectivo de monjas y niños semidesnudos por librar a la escuela de las llamas originadas por un relámpago.

Menkele sabe, pues, leer; pero jamás sintió curiosidad por echar un vistazo dentro de los volúmenes que día a día, desde hace casi quince años, ha ido almacenando en su modesto piso de alquiler. De hecho los afana a la buena ventura, caiga lo que caiga, y si alguna vez tuvo capricho de elegir alguno, lo hizo sugestionado por los colores de las tapas, no por los títulos o los temas, que siempre le resultaron indiferentes.

Aprovechando un fin de semana, Menkele decide hacer recuento de los ejemplares que abarrotan uno de los cuartos de su vivienda. La tarea se revela ímproba. Las últimas columnas de libros ciegan el vano y a Menkele le cuesta recordar cómo eran los muebles o el papel de las paredes que no ve desde hace mucho tiempo. Provisto de un carrito del supermercado, discurre trasladar su tesoro a la sala. Tiene previsto dedicar el domingo entero a la realización del arduo trabajo. Comienza al cuarto del alba y por ganar tiempo ayuna. Ya es noche cerrada cuando acaricia el lomo del último ejemplar. Su esfuerzo, con todo, no ha servido para nada, ya que hace cuatro o cinco horas que la fatiga y el hambre le han hecho perder la cuenta. Menkele no sabe ni sabrá nunca el número exacto de volúmenes que posee. Tampoco alberga la intención de emprender un segundo recuento, considerando con buen juicio que acaso se haría preciso otro ulterior que bien podría ser sólo un eslabón en una serie larguísima de fracasos. Resuelve en consecuencia contentarse con la representación mental que sobre las dimensiones de su biblioteca se ha formado y la tasa en conceptos temporales: diecinueve horas y veintisiete minutos de libros, que es el tiempo que ha invertido en tenerlos uno tras uno en la mano y colocarlos en su nuevo emplazamiento. La cantidad se le antoja suficiente para poner por obra un proyecto largo tiempo acariciado: abrir su propia librería.

A ese efecto emprende la búsqueda de un local donde establecerse, y está a punto de llegar a un acuerdo con la viuda de un comerciante de vinos, propietaria de un almacén en las inmediaciones del Sacré-Coeur, cuando una tarde, saliendo de la Librairie Championnet con su botín diario, divisa por casualidad un anuncio pegado a la luna de lo que hasta poco antes había sido una panadería, en la acera de enfrente. El local se alquila y Menkele, mientras anota el número de teléfono, presiente que ha encontrado un nuevo hogar para sus libros. Llama después desde una cabina de la Gare du Nord. Con alegría que procura refrenar comprueba que el precio que le piden él puede sufragarlo holgadamente con sus ahorros de casi tres lustros. Concierta para otro día una entrevista con el dueño, el cual, viendo el color de piel de su cliente, encarece la renta mencionada por teléfono. Menkele lleva puesta la primera corbata de su vida, que cuelga oscilante sobre el contrato de alquiler y le estorba cuando se inclina para estampar la firma, el garabato ilegible que inaugura un capítulo trascendental de su biografía.

La mañana de la apertura al público se congrega en el interior de la flamante librería una docena de paisanos. Algunos de ellos han colaborado desinteresadamente en el transporte y clasificación de los libros, así como en el adecentamiento del local. Menkele recompensa la ayuda recibida mediante un almuerzo copioso regado en abundancia con champán. No faltan el caviar, las ostras ni algunas frutas exóticas importadas ex profeso de su país. Suena por los altavoces música vernácula (ritmos vivos, isócronos tantarantanes) y el grupo de gaboneses se va animando. En esto se incorpora a la fiesta el dueño de la librería de enfrente, que sin sacarse la pipa de la boca abraza a Menkele y manifiesta su deseo de convertirse en el primer cliente de recién estrenado comercio. Menkele rehúsa el honor; pero al fin cede a la batería cortés del otro y se allana a venderle un diccionario de botánica. A Josu Ruiz le resultaba inconcebible que el relato no acabase con esa escena.

Transcurren semanas, meses, y el negocio de Menkele Echeverría prospera a pasos agigantados. La clientela aumenta de día en día, seducida por la música deleitosa que se oye desde la calle, por el café o té con galletas que cada visitante, haga o no gasto, recibe de balde y, sobre todo, porque en ningún lugar de Francia se venden los libros tan baratos como en la librería de aquel negro. Los resultados de semejante estrategia comercial no se hacen esperar. De todos los rincones de París acude gente que come y bebe y que, cuando ha llegado a un punto de gorronería que da vergüenza, compra, aunque «sólo sea» (recuerdo la frase) «libros de versos». El caso es que se expende en abundancia, la caja suena y los anaqueles no cesan de vaciarse. Todas las mañanas una cola de personas aguarda en la calle la subida de la persiana. No escasean entre ellas los mendigos que solamente vienen por el desayuno. Receloso de que le desluzcan el negocio, Menkele veda a los desharrapados la entrada en la librería; a cambie les ofrece pan y sopa boba en el portal contiguo, e incluso una copita de aguardiente cuando aprieta el frío. De la labor caritativa se encarga la mujer de rasgos orientales, que una mañana atravesó la calle con la comisión de averiguar las razones del éxito comercial del gabonés y no volvió a su primitivo lugar de trabajo, donde hacía medio año que no cobraba el sueldo. Fue ella quien reveló que la Librairie Championnet se halla al borde de la quiebra. Su dueño se pasa los días sentado tras el mostrador con la pipa en la boca, royendo su envidia en soledad mientras contempla el gentío que a todas horas se arremolina dentro y fuera del establecimiento de Menkele. A vueltas con sus cavilaciones, no termina de comprender la causa de su fracaso. Vender menos entraba en sus previsiones, si bien en su fuero interno abrigaba la esperanza de que los escrúpulos racistas de muchos de sus conciudadanos lo preservasen de una pérdida excesiva de clientela. Curiosamente, desde que la competencia se instaló en la otra acera, sólo recibe la visita de algunos hombres de color. Estos, durante un rato, van y vienen por el local ojeando volúmenes. Salen después y se encaminan directamente a la tienda de enfrente, donde, sin que él lo sepa, descargan los libros que acaban de robarle. No sospecha que a diario una banda de hábiles gaboneses, aleccionados por su patrón en los fundamentos del latrocinio, se dedica a trasladar sus mercancías de un lado al otro de la calle. De esta manera, la ruina no tarda en abatirse sobre la solitaria Librairie y al fin el hombre de la pipa se verá obligado a echar el cerrojo a la puerta, para no volver a descorrerlo jamás. Quedará en el escaparate vacío el rótulo que anuncia la venta del local.

Cuando a la mañana siguiente sus ladrones a sueldo le transmiten la noticia, Menkele sabe que los buenos tiempos han pasado, que el suyo es el destino de los parásitos que sucumben juntamente con el cuerpo del que se nutrían y al que han matado. Ese día ofrece café y té con galletas por última vez. Pronto el bodrio para los pobres es igualmente suprimido y la empleada de rasgos orientales despedida. Apenas dos semanas más tarde, los libros cuestan igual que en cualquier parte de París, ya que ahora son las distribuidoras oficiales las que suministran mercancías a Menkele. Nadie o casi nadie acude al establecimiento, que a menudo permanece vacío. Menkele echa el día a perros mirando la lluvia, el tráfico, los transeúntes, la carnicería que ha abierto un árabe donde antes estuvo la Librairie Championnet.

Una mañana entra en la tienda un hombre que oculta su rostro tras las solapas de su gabardina. Menkele lo ha reconocido al instante por la pipa. Con el rabillo del ojo vigila los pasos del visitante, que deteniéndose ante una de las estanterías más apartadas hojea libros. De pronto el embozado se vuelve con manifiesto propósito de comprobar si lo miran. Segundos después esconde algo, un libro, bajo la ropa. Menkele salta de su asiento; pero no se dirige hacia el ladrón sino que raudamente sale de la librería, cierra con llave la puerta y regresa en breve acompañado de un gendarme, que se llevará detenido al hombre de la pipa. Esa mañana Menkele Echeverría constata que el mundo, lejos de ser caótico como pretenden algunos, se rige según un orden muy simple, y adivinará de sopetón tanto el sentido de la nueva panadería inaugurada en la calle, como el del reguero de gotas sanguinolentas que desde hace un tiempo se extiende desde la carnicería contigua a su tienda hasta la del árabe situada enfrente.

Algunos periódicos dedicaron comentarios elogiosos al fragmento del relato aparecido en el número 1 de La Placa. Encomios particularmente exagerados contenía una carta que un tal Clavijo hizo publicar en La Voz de España, el cual daba fin a su alarde idolátrico pidiendo al director que en nombre de los amantes de la buena literatura publicase en su diario los capítulos que faltaban en nuestra revista. Me llamó la atención el nombre del firmante, idéntico al de un muchacho que también tenía su domicilio en la casona de Illarra-Berri, dos pisos por debajo del de los Zaldúa. No menos me escamó que luego de referir que había adquirido el número de La Placa por azar, supiese que al cuento le faltaban bastantes capítulos. Cuando en el curso de una reunión en casa del Pulcro Matallana, Genaro Zaldúa me preguntó por tercera vez si la carta figuraba en el archivo de documentos, comprendí que no otro sino él la había escrito, se deja imaginar con qué intención.

De mi poema, que sucedía en el orden de las páginas al cuento de Menkele, la prensa no dijo una palabra, ni a favor ni en contra. Aquel silencio me dolió y en vano traté de consolarme pensando que, después de todo, el texto no era mío. Yo vivía por esas fechas con mucho agobio a causa de los exámenes. No obstante, una noche hice ánimo de sustraerme durante un par de horas a mis obligaciones, con el fin de escribir un puñado de versos para la revista; pero la falta de reposo, tanto como el inconveniente de tener la cabeza atiborrada de nociones gramaticales, de fonología y fonética, del padre Feijoo y de la poética de Boileau, me impedían concentrarme y hube de desistir. Por otro lado, el temor a las críticas adversas de mis compañeros me disuadió de incluir algún poema antiguo en la revista. De nuevo, como la tarde de la reunión en el café Goya, me sacó de aprietos «Tufo a violetas», el poemita que Checho Aizpurua había escrito a vuelapluma para mí sobre la barra de una taberna. Yo lo publiqué tal como lo hubo concebido mi compañero de facultad, sin signos de puntuación ni aquellos retoques de última hora de que se había mofado Josu Ruiz. El Pulcro se ofreció a manuscribirlo con su primorosa caligrafía a condición de que le permitiera poner en la parte superior de la página una fotografía que lo mostraba pidiendo limosna a la puerta de la iglesia. Consentí en ello y tampoco me supe oponer a que Izaskun pegara en la parte inferior un retrato de Augusto César Sandino con sombrero.

Un fragmento del único escrito que hoy se conserva de Josu Ruiz cerraba la revista. Jamás en todo el tiempo que mis afanes literarios me llevaron a tratar con escritores, conocí a ninguno tan despreocupado por la suerte de sus obras ni tan reacio como él a publicarlas. Escribía por lo común en papelitos sueltos, que acostumbraba guardar en los bolsillos de su indumentaria. No eran pocos los que extraviaba o se le destruían por no acordarse de ponerlos a buen recaudo cuando llevaba la ropa al lavandero. También podía suceder que pasase varios días elaborando con meticulosidad de orfebre un párrafo en la pizarra de su apartamento, para al final borrarlo a esponjazos sin otro propósito que escribir en su lugar una simple lista de compras. Esto lo vi yo un dia y le manifesté mi extrañeza.

—Nada ni nadie perdura —respondió—. Todos hemos nacido para confirmar las máximas del Eclesiastés.

Durante los preparativos de la revista, como se produjesen rencillas entre sus compañeros por el reparto de las páginas, determinó con mucho enojo ceder las suyas a quien quisiese servirse de ellas para hacer carrera. Hasta el último momento no fue posible sacarlo de su obstinación. Por mostrarle buena voluntad le asignaron más páginas que a ninguno, una de ellas mía, de la que hube de prescindir porque así lo dispuso Genaro Zaldúa. Josu Ruiz la rehusó de plano; pero le dije que su obra la merecía y él me agradeció el favor obsequiándome con el original de ella, del que aseguraba no guardar ninguna copia. Constaba de un acto, al que deberían seguir otros que jamás redactó. Al confiarme su escrito, me otorgó licencia para disponer de él a mi gusto. Dejó a mi cargo seleccionar el fragmento que había de aparecer en las tres páginas finales del número 1 de La Placa, firmado con el apellido de su madre, Fasser. Paradójicamente, todo lo que nos ha quedado de él, que no ocultaba el escaso aprecio que el teatro le infundía, son esos diálogos que tituló Un hombre sin posguerra. Lo estoy viendo sonreírse cuando le prometí que en el futuro haría cuanto estuviese de mi mano por publicárselos. Cumplí lo mejor que pude, que fue poco hasta la fecha de hoy en que, siquiera por crearme la ilusión de no faltar a la palabra dada hace tantos años, transcribo la pieza al completo.

UN HOMBRE SIN POSGUERRA

Actúan: el señor, postrado en cama

Heinrich, criado

Hans Tschentscher, cartero

Alcoba en ruinas. La hiedra cubre las paredes semiderruidas. No hay techo. El señor está leyendo revistas en la cama, bajo un dosel de tablas, cartones y planchas roñosas. A un costado un cañón desvencijado; al otro los restos de una camioneta en cuya cabina dormita Heinrich, el criado.

SEÑOR: Heinrich

Heinriiiiich

(Arroja con furia las revistas. Heinrich se sobresalta. Apresuradamente sale de la camioneta y se arregla el atuendo.)

SEÑOR: Me gustaría saber por qué tardas siempre tanto en venir.

Hace seis horas y diecinueve minutos

que mis gritos resuenan en el barrio

Heinrich Heinrich y tú no contestas

¿No te das cuenta de que no me has contestado?

Ni una sola vez

y yo Heinrich Heinrich

como si no tuviera otra cosa que hacer en la vida

sino llamarte

¿Y si me muero estando tú ausente?

Dime

¿si de repente

yo

me muero?

¿Quién avisa a la funeraria?

¿Te parece que tengo ganas de pudrirme entre las ruinas

de esta maldita casa?

(El criado se restriega los ojos velados por el sueño.)

HEINRICH: El señor acaso olvida que ayer me despidió

SEÑOR: Por supuesto que no lo olvido

El señor lo controla todo

lo sabe todo

tanto lo que pasa como lo que no pasa

pero sobre todo lo que no pasa

Por si no lo sabes

es el señor quien paga y manda

pero primero manda

y después vuelve a mandar

hasta que llega el día de pago

la hora de pago

el segundo de pago

que no dura nada

por si no lo sabes

Además estoy harto de ti y hoy también quedas despedido

como lo oyes

des-pe-di-do

Lo cual no impedirá que mañana

que mañana por la mañana

a las diez

como siempre

me vea obligado a despedirte de nuevo

y por la tarde otro tanto

mientras continúes incumpliendo tus deberes

Sinvergüenza

¿No se te ha ocurrido pensar

escúchame bien

pensar

que tal vez tu señor

tu señor a quien debes fidelidad y agradecimiento

podría morirse de repente?

HEINRICH: Pensaba que el señor en realidad no me llamaba en serio

SEÑOR: Te llamaba

eso es todo

eso ha de bastarte

Pongamos por caso que estoy agonizando

Heinrich Heinrich

y tú duerme que duerme en esa sucia camioneta del ejército alemán

No te importa que me muera

Te gustaría taparme la boca con piedras

dar una bofetada al cadáver de tu señor

pero vas listo bastardo

porque yo te llamaré siempre

yo siempre

(bosteza)

aunque ya esté frío y no pueda moverme

y sólo alcance a pronunciar tu miserable nombre

por una rendija de la tumba.

(sin transición)

¿Has dado de comer al pájaro?

HEINRICH: Lo he intentado con todas mis fuerzas

señor,

pero el pájaro del señor no ha regresado todavía

Hace dos años que se fugó

se fugó precisamente cuando me puse a cortarle las alas

para que no se fugase

El señor quizá recuerde que me ordenó cortarle las alas

con un cuchillo

las alas

para impedir que escapara

Conseguí cortarle una

una tan sólo porque se resistía

y lo cierto es que luego se escapó

se escapó por la ventana volando con la otra ala

SEÑOR: Este asunto empieza a preocuparme

No entiendo que aún no haya vuelto el pájaro

¿Cómo va a recobrar su ala si no vuelve?

HEINRICH: Si el señor me permite sugerir

si me consiente el señor

si su excelencia tiene la gentileza de escuchar la humilde

opinión de este despreciable sirviente

yo sospecho que jamás volverá

yo creo que no le gusta el reclamo que el señor

mandó poner hace tres meses en su jaula

yo creo que por eso no vuelve

SEÑOR: Imposible

tengo leído que el pájaro pertenece a una especie

caracterizada por la inocencia

HEINRICH: Quizá le repugne la réplica de plástico

que el señor mandó poner en la jaula

SEÑOR: Pero si no vuelve

¿cómo va a saber que es de plástico?

Lo importante es que tú hayas pintado el reclamo como te dije

HEINRICH: Sí señor

con un arco iris en la trompa

una flor en la grupa

y la manchita rosada en cada cuerno

exactamente como el señor dispuso

SEÑOR: En tal caso no se concibe que aún no haya regresado

no me parece en absoluto razonable

no no no

¿Has mirado en el cubo de la basura?

HEINRICH: Cientos de veces he registrado la casa

hasta el último rincón

hasta el recoveco más recóndito

sin hallar un solo rastro

Al señor no le faltan razones para sorprenderse

el comportamiento del pájaro ha sido ciertamente irresponsable

en los últimos dos años

Si me permite sugerirle

yo creo que jamás volverá

me parece que el reclamo de la jaula no obra en él el efecto que se esperaba

tal vez porque es de corcho

y por eso no vuelve

SEÑOR: Nunca imaginé que la naturaleza pudiera rebajarse hasta el extremo

de emular los errores del ser humano

HEINRICH: Probablemente no le agrada al pájaro del señor

saberse sustituido por otro

que además es ciego

SEÑOR: Pero tú ¿lo has pintado como te dije?

HEINRICH: No señor

no he tenido tiempo

SEÑOR: Entonces me has mentido

brutalmente

porque si por un lado afirmas que lo has pintado

y por otro aseguras

brutalmente

que no lo has hecho

ya me dirás a qué he de atenerme yo en esta intriga

que tú has urdido brutalmente

Así no hay pájaro que vuelva y a tu señor no le dejas otra posibilidad

que ignorar cuanto sucede en los alrededores de su cama

resignarse a la mentira con que pagas

brutalmente su bondad

y al fin exigirás un refinado castigo

que satisfaga tu orgullo de víctima

me obligarás a obsequiarte con una reprimenda

que no ha de servir para nada

y volverás a mentir si insinúas que mereces un castigo

que en el fondo te exaspera

aunque simulas merecerlo y desearlo

Pero dime

¿qué debo hacer?

HEINRICH: Tal vez si el señor se dignase despedirme

yo comprendería la dureza del señor

a fin de cuentas el señor tiene toda la razón

SEÑOR: Pero es que ya estoy harto de despedirte

Heinrich

¿No lo entiendes?

Me aburre despedirte todas las mañanas

Es como si ejerciese mi autoridad sobre un batallón de lacayos

todos con la misma cara

a cual más gandul

más falso

y en realidad ¿quién me sirve?

Me sirve un hombre miserable que miente como una muchedumbre

de hombres que no parasen de mentir

un torpón que no piensa en otra cosa que en dormitar

que se despierta con la esperanza de que lo despidan de su trabajo

y lo readmitan cinco minutos después

(sin transición)

¿Tú de verdad crees que el pájaro no volverá nunca?

HEINRICH: Nunca

SEÑOR: Sin duda mientes

HEINRICH (con firmeza, pero conservando la compostura): Nunca volverá

SEÑOR (en tono apaciguador): ¿Y qué tal si le pusiéramos un poco más

de comida en la jaula?

Después de todo no es más que un pájaro perdido

que andará buscando un señuelo

Digo comida apetitosa

me gastaré un dineral si hace falta

espárragos

una copiosa ración de espárragos

y algunas nueces

leche

una rodaja de queso

HEINRICH: A mi modesto parecer

el señor dedica al pájaro atenciones que no merece

De nada servirán los espárragos ni las nueces

de nada la rodaja de queso ni la leche

SEÑOR: ¿Cómo lo sabes

si nunca has sido pájaro?

HEINRICH: Una vez

hace mucho tiempo

durante unos instantes sentí que yo era un pájaro

un pájaro muy triste que lloraba

porque lo habían encerrado en una bola de vidrio

un pajarito verde y ciego

que sólo se alimentaba de migajas

SEÑOR: Eso es

pan

¿Y si pusiéramos una barra de pan dentro de la jaula?

El pan les encanta a las aves

no me lo puedes negar

HEINRICH: Tampoco servirá

El pájaro del señor no comía nunca

lo mismo que yo

cuando una vez sentí que era un pájaro triste y verde

No es verdad que me gustaran las migajas

A veces me consuelo soñando que me daban algo de comer

sobre todo pasteles con nata

pero sin pico es muy difícil comer

hay que tener muchísima habilidad

y yo no poseía ni pico ni habilidad

SEÑOR: Mientes

HEINRICH (agacha la cabeza y se enjuga una lágrima): Digo la verdad señor

Yo era un pajarito

segundos antes de ser devorado por un gato

SEÑOR: No sabes más que mentir

bellaco

has inventado una historia cruel

porque de nuevo quieres confundirme

Nadie sueña que se convierte en un pájaro verde

azul pase

pero verde jamás

imposible

ridículo

un pájaro que además vive dentro de una bola

luego aparece un gato

y se traga la bola

Pero tú ¿por quién me has tomado?

HEINRICH: He olvidado decir que el gato también vivía en la bola

SEÑOR: Mentira inconcusa

Nunca he visto un gato dentro de una bola

todo esto es ridículo e infame

un gato verde

si hubieras dicho rojo

pero tenía que ser verde

qué casualidad

Ni siquiera sabes mentir

y sin embargo es lo único que haces desde que te conozco

mentir

mentir como un pajarraco verde dentro de una maldita

bola de billar

Mereces ser devorado por un gato inmundo

de eso no me cabe la menor duda

pero te conozco

seguirías mintiendo a gritos en las entrañas del gato

y cuando fueras el excremento de un gato

también mentirías

mentirías siempre

día y noche

te conozco

te he visto tantas y tantas veces

yendo de aquí para allá

cauteloso

acechante

esperando la oportunidad de mentir

te he visto así cientos de veces

pero nunca dentro de un bola de vidrio

disfrazado de pájaro

comiendo pan

un pan que en el fondo detestas

aunque luego afirmes que has comido un pan magnífico

Con tu ineficacia

tu negligencia

tu aversión a la naturaleza

has dejado escapar a mi pájaro

lo que yo más quería en la vida

y ahora quieres ponerte en su lugar

pero sin pico

para no comprometerte

Pretendes distraerme con falacias pero no lo lograrás

(Suenan golpes de aldaba.)

Cada vez que abres la boca te cuelga el résped hasta los zapatos

y las mentiras se escurren entre tus dientes

igual que espumarajos de epiléptico

Todo lo que a ti concierne se reduce a una gran mentira

de la que me sirves todos los días unas cuantas porciones

hasta que acabes con mi cordura

una mentira pérfida a la que sacas brillo

como si de una gran bola se tratase

una mentira pérfida en una bola de pórfido

dentro de la cual vives a tus anchas

como cerdo en el lodo

y no te importa que yo

que yo pudiera morirme de repente

lo percibo en tus pupilas

donde llamea el rencor

y en tu silencio que me recuerda las visceras de un gato

que acaba de engullir un pájaro verde

y triste

y mentiroso como tú

como tú Heinrich

(Se oyen de nuevo los golpes de la aldaba.)

tan mentiroso

tan triste

Tengo que prevenirme

porque ya sé que eres la encarnación de un infinito fingimiento

(Los aldabonazos suenan ahora con estrépito.)

¿Quién es el bruto que llama de ese modo?

Ve a abrir Heinrich

no estés ahí parado

(El criado pasa por delante del cañón, tropieza con un casco de soldado, sale y regresa poco después.)

HEINRICH: Es el cartero señor

SEÑOR: Si no viene a matarme dile que pase

(Heinrich vuelve a tropezar con el casco. No bien ha salido, entra el cartero en la alcoba. Bajo y grueso, con rostro jovial Exagerada reverencia.)

CARTERO: Excelencia

soy el funcionario de correos Hans Tschentscher

hijo legítimo de Richard Tschentscher

y de Gertrud Tschentscher nacida Sauer

mis años no los digo por discreción

y las muelas que me faltan son

una de arriba a la derecha

dos de abajo a la izquierda

arriba a la izquierda me queda sólo un raigón

y hasta la fecha conservo todas las de abajo a la derecha

aunque algunas están picadas

Buenos días

SEÑOR: ¿Trae usted muchas cartas?

CARTERO: Ninguna excelencia

SEÑOR: ¿Ninguna?

CARTERO: Dirigida a su excelencia ninguna

SEÑOR: Pero bueno

¿para qué ha venido entonces?

CARTERO: Uno es como es excelencia

Verá

yo pasaba por la calle

llovía

he visto la casa en ruinas

y me ha dado pena de que no hubiera carta para su excelencia

SEÑOR: Ya es mala suerte

para una vez que viene usted a mi casa

no me trae ninguna carta

CARTERO: Cartas traigo

y telegramas

e incluso un paquete con dulces navideños

ya he comido varios

pero para su excelencia hoy tampoco traigo correo

lo que son las cosas

esta mañana tengo que repartir más cartas que de costumbre

pero ninguna a nombre de su excelencia

por eso he venido

¿me comprende?

SEÑOR: Sepa usted don cartero

que las cartas que no vienen a mi nombre

no son cartas

CARTERO: Su excelencia no pensará que llevo el saco lleno de patatas

SEÑOR: De papeluchos

nada más que de papeluchos carentes de interés

hojas y sobres

nonadas

CARTERO: Su excelencia no hablaría de ese modo

si supiera la cantidad de secretos

que la gente se cuenta por carta

Si no le molesta

yo podría leerle algunas

(Saca al azar una carta del saco y la abre.)

y si le gustan hasta regalárselas

no todas claro

algunas tendré que entregar a los destinatarios

pero le dejaré escoger

Menos mal que he traído las gafas

(se las pone)

Esta la llevo conmigo desde que me dieron el empleo

hace doce años

se conoce que he adquirido el hábito de no entregarla

veamos qué dice

Hemos caído en el cerco de los rusos

el frío es atroz en Stalingrado

o sea que escribe un combatiente

pide alimentos a su familia

pregunta por su hermana

que al parecer sale por las noches con uno de una verdulería

no menciona el nombre

lo llama solamente el judío de la tienda de verduras

SEÑOR: Si yo fuera el padre

esa situación no duraría ni un minuto

con partirle la cara al verdulero se arregla todo

y a la perdida la encerraría en un sótano

lleno de ratas

y de moho

CARTERO: El soldado no habla de ratas

parece además que no hay padre

porque luego escribe aquí abajo

estás tan sola mamá

SEÑOR: Lo que me barruntaba

el padre es otro calavera

pero sin verdulería que aún es peor

y se habrá largado con otra en vez de luchar en el fíente

Seguró que se ha amancebado con la viuda de algún sufrido combatiente

o quizá se haya pasado al enemigo

por no separarse de la dependienta de una mercería o así

Yo tenía un pájaro ¿sabe usted?

CARTERO: El soldado pone sargento

¿dónde lo he visto?

aquí

pone sargento con g el muy burro

las botas ya no le aprietan

a veces juega a las cartas con el sargento

que está herido en una pierna y para no desanimarlo le deja ganar

A mí se me figura que debe de ser muy pobre este chico

por lo general a los pobres les aprietan las botas

SEÑOR: Mejor léame cartas de gente honorable

CARTERO: Las buenas personas

lo que se dice buenas personas

escasean por estos arrabales

El otro día entregué una carta a un tal Johannes

no recuerdo el apellido

se ha comprado un coche nuevo

blanco

pero sólo para ir a trabajar

(Extrae de nuevo una carta.)

Aquí tengo otra

le he quitado los sellos

para mi nieto

ya se figurará su excelencia cómo son los niños

lo coleccionan todo

postales no entrego casi nunca

las reservo para mi mujer

la pobre recoge el polvo de la casa con postales

hace un montón con la escoba

y después lo empuja sobre la postal

no se le escapa una mota

Esta carta se la leí el otro día al vigilante del cementerio

Querido primo

no he podido escribirte antes porque

(bisbisea)

feliz navidad

(bisbisea)

va siendo hora de que te cases

Y ahora viene lo bueno

El pobre anciano le explicó al policía que acababa de encontrar a

su perrito

muerto en la acera

con un balazo en el abdomen

para consolarlo le dijimos que se iba a organizar una colecta

entre los vecinos para que se compre otro perro

pero por lo visto ya es el tercero que le matan

y que algún día lo van a matar a él

y que el ayuntamiento

aquí hay un borrón

hay que ver con qué letra escriben algunos

espero que te guste la correa

no se entiende nada

cariñosos abrazos

Hildegard ya pronuncia la efe

dice francés y fuego

SEÑOR: Es impresionante la capacidad que tienen algunas personas para soltar estupideces

CARTERO: Será casualidad

pero Otto y Ralf Fischkopf los peluqueros

opinan lo mismo que su excelencia

Este empleo comporta muchos desengaños

me paso las mañanas llevando mensajes triviales de un portal a otro

Si yo tuviera un cargo importante

jefe de estafeta o así

haría pagar doble

a los que usan el correo para transmitirse majaderías

un suplemento en sellos

un recargo

Otra cosa son los telegramas

llevo más de cien

Con el consentimiento de su excelencia leeré algunos

(Saca unos cuantos telegramas del bolsillo del pantalón.)

ABUELA TUMOR NO ESPERANZA

Los telegramas rara vez los entrego a sus destinatarios

sólo los que contienen noticias halagüeñas

Casi todos los días cuando paso por el puente

tiro los telegramas tristes al río

la gente llora en el momento de leerlos

les da igual quién esté delante

paso un rato malísimo

no sé qué decir

no hay propina

a veces los telegramas son como las cartas

suma de necedades

entonces los dejo en la peluquería

para que los lean los que vienen a cortarse el pelo

Este por ejemplo

juzgue su excelencia por sí mismo

CONCEDIDO PERMISO LLEGARE LUNES NOCHE

(El criado entra en la, alcoba.)

SEÑOR: ¿Qué sucede Heinrich?

HEINRICH: Es la hora de la medicina señor

SEÑOR: Lo había olvidado

gracias Heinrich

(Sale el criado.)

CARTERO: Yo también me voy

aún he de repartir mucho correo esta mañana

además no quisiera abusar del tiempo de su excelencia

SEÑOR: Todo lo contrario buen hombre

en realidad soy yo quien debe excusarse

usted comprenderá que los asuntos de la salud

requieren atención

me falta una pierna ¿sabe usted?

la perdí no sé cómo hace algunos años

creo que durante una fiesta nocturna en esta casa

gracias a las cápsulas que me administra todos los días mi criado

siento como si recobrara el miembro perdido

Su visita señor cartero me ha hecho pasar unos momentos muy agradables

aprecio su compañía

y su inteligencia

usted es un buen hombre

¿cómo ha dicho que se llama?

CARTERO: Hans Tschentscher

hijo legítimo de Richard Tschentscher

y de Gertrud Tschentscher nacida Sauer

cartero de estos arrabales

para servirle

SEÑOR: Sepa usted señor Tschentscher que en adelante

las puertas de esta casa permanecerán abiertas día y noche

para que usted venga a visitarme cuando le plazca

aunque no traiga cartas para mí

de hecho no espero recibir ninguna

ya sabe usted

odio los chismes

y si recibiera una la arrojaría al fuego antes de abrirla

No deje de venir a verme de vez en cuando

CARTERO: Les preguntaré a los Fischkopf

si alguna vez he dejado en la peluquería alguna carta dirigida a su excelencia

no lo creo pero es posible

SEÑOR: Ahórrese las molestias

si alguna vez recibo correspondencia

llévela directamente a la peluquería

CARTERO: Yo excelencia

antes de irme

no sé si ha sido un abuso robarle el tiempo de esta manera

a una persona con una sola pierna

yo quisiera que aceptase un obsequio

(Saca un paquete del saco.)

no es gran cosa

un poco de mazapán chocolate galletas

yo he comido un poco antes pero aún queda bastante

va dirigido

no importa a quién va dirigido

total no lo va a recibir

su excelencia se merece este paquete y mucho más

conque es para mí un honor regalárselo

y también le regalo las gafas

(Entrega el paquete y las gafas al señor.)

SEÑOR: Agradezco su generosidad

amigo Hans

es usted tan amable que me pone en un aprieto

¿cómo pocdría corresponderle?

CARTERO: Pero excelencia por favor

su excelemcia no tiene por qué agradecerme estas pequeñeces

Con su permiso quisiera retirarme

SEÑOR: Hasta la vista buen hombre

Y no lo olvide

venga a verme cuanto antes

mañana mismo si puede ser

CARTERO: Descuide majestad

digo excelencia

ha sido uní placer

(Hace una reverencia y sale. Después entra el criado. Sobre la cabeza ostenta una llamativa cuerna de ciervo.)

HEINRICH: ¿Tomará el señor sus cápsulas

o prefiere unos redobles de tambor?

SEÑOR: No sé qué decirte Heinrich

las cápsulas son dulces y aromáticas

pero tengo aprensión de que me alteran el sueño

Hoy me inclino por el tambor

a estas horas unos cuantos tamborrazos

me ayudarán a relajarme

aunque tampoco conviene exagerar

me conformo con tres o cuatro redobles

(Junto a la pared del fondo, entre los espesos matorrales, se halla el tambor. El criado lo acerca a la cama y aporrea en él con todas sus fuerzas.)

SEÑOR: Ya es suficiente Heinrich

una sobredosis acabaría estragando mis sentidos

¿Has comprado el periódico?

HEINRICH: Oí decir que la última edición se había agotado

SEÑOR: ¿Tan pronto?

HEINRICH: En el quiosco sólo quedaba un ejemplar de 1947

SEÑOR: ¿Alguna novedad?

¿Ha caído Moscú?

¿Se pone España de nuestro lado?

HEINRICH: Lo ignoro señor

se trataba de un periódico italiano

SEÑOR: Odio los periódicos italianos

Los italianos Heinrich

ahora que nadie me oye

los italianos no son una nación un pueblo un destino colectivo

son gentecilla

HEINRICH: Si el señor autoriza que este modesto servidor

manifieste su humilde parecer

le diré que yo también odio a los italianos

y a sus periódicos

SEÑOR: ¿Y por qué los odiamos mi querido

mi dócil Heinrich?

HEINRICH: No lo sé señor

a lo mejor porque hace mucho que no cuentan nada sobre la guerra

SEÑOR: No hay forma de saber si hemos ganado o perdido

si la lucha continúa o ya cesó

debíamos habérselo preguntado al cartero

HEINRICH: Seguro que Tschentscher estará al corriente

de innumerables avalares de esta guerra

de las recientes operaciones militares

de secretos de Estado que los soldados propalan en sus cartas

Cuando vuelva se lo podrá preguntar el señor

SEÑOR: ¿Falta mucho para que llegue el cartero?

¿Qué hora es?

HEINRICH: El señor olvida

SEÑOR: Perdona Heinrich hijo

que siempre olvide el pavor que sientes por los relojes

Y echando una mirada al cielo

¿qué hora supones que podría ser ahora?

HEINRICH (mirando hacia lo alto): Las seis de la tarde

quizá las diez y cuarto de la mañana

SEÑOR: ¿De ayer?

¿De hoy?

¿De cuándo?

HEINRICH: Sepa el señor

que siempre que me duelen las muelas

tiendo a pensar que vivimos en el presente.

SEÑOR: ¿Y hoy te duelen?

HEINRICH: Me duelen mucho

no puede el señor imaginarse cuánto

ayer también me dolieron mucho

SEÑOR: Entonces ayer y hoy son para ti lo mismo

HEINRICH: Yo sé que hoy es hoy

porque hace poco rato ha venido el cartero

SEÑOR: ¿De modo que por fin ha venido ese desgraciado?

¿Ha traído alguna carta?

HEINRICH: Ninguna señor

SEÑOR: Entonces ¿con qué fin ha venido?

HEINRICH: Simplemente ha venido

SEÑOR: Qué mala suerte

HEINRICH: Ahora que el señor sabe que hoy es hoy

¿se levantará hoy el señor de la cama?

SEÑOR: Ni soñarlo

pienso continuar en la cama hasta que encuentres mi pierna

HEINRICH: Desde aquel día de la fiesta

he buscado la pierna del señor por todas partes

SEÑOR: ¿Y?

HEINRICH: No la he encontrado todavía

SEÑOR: Pues tienes que encontrarla como sea

sin pierna jamás seré feliz

HEINRICH: El señor no se da cuenta de que me maltrata

SEÑOR: No empecemos muchachito

y piensa que como no encuentres pronto mi pierna te mataré

HEINRICH: Yo no merezco que el señor me mate

yo busco y busco la pierna por toda la casa

desde hace años busco la piernecita del señor

algunos días hasta lloro a solas

porque busco y busco

y la pierna del señor no aparece

SEÑOR: ¿Has mirado en la cocina?

HEINRICH: Todavía no

SEÑOR: ¿Y en la sala de estar?

HEINRICH: No me atrevo

el señor ya sabe que la sala quedó completamente destruida

SEÑOR: Pero ¿tan potente fue la bomba?

HEINRICH: Terrible

SEÑOR: ¿Qué crees tú que les pasó a los invitados?

HEINRICH: Probablemente siguen todos dentro

SEÑOR: Se estarán aburriendo como rocas

HEINRICH: Yo no sé qué hacen entre los escombros

no se les oye una palabra desde hace muchos años

imagino que se habrán dormido

tal vez el ponche estaba muy cargado

tampoco se oye a la orquesta

SEÑOR: ¿Y mi mujer?

HEINRICH: La señora procura amenizar la reunión

si el señor siente nostalgia de la señora

este humilde siervo podría traerle un trozo

SEÑOR: ¿Cómo un trozo?

HEINRICH: Quiero decir un trozo de la señora

SEÑOR: ¿Tan rota ha quedado?

HEINRICH: Destrozada

SEÑOR: Espero que al menos tenga el rostro reconocible

HEINRICH: Desgraciadamente no es así señor

la cabeza de la señora se partió en catorce pedazos

SEÑOR: ¿Y por qué no llamas al médico?

HEINRICH: Cumplo órdenes del señor

el señor dispuso que la señora no fuera molestada

mientras atiende a los invitados

SEÑOR: ¿Insinúas que esos gorrones llevan años en mi casa

bebiendo mi vino

pisoteando mis alfombras

manchándolo todo?

En este tiempo ¿no ha preguntado ninguno por mí?

Es lo menos que podían hacer

porque supongo que de vez en cuando les pasará por la cabeza

que el dueño de la casa tiene que andar por algún lado

HEINRICH: El coronel Forck preguntó por el señor

SEÑOR: ¿Cuándo?

HEINRICH: Un dieciocho de noviembre

SEÑOR: ¿De qué año?

HEINRICH: No lo sé

ha pasado tanto tiempo

SEÑOR: ¿Y qué dijo?

HEINRICH: Dijo me muero me muero ayúdenme

no pude entender más

había mucho humo en la sala

SEÑOR: Siempre de buen humor el coronel

siempre tan sagaz tan moderado tan cumplido

HEINRICH: El coronel Forck ya no hiede

SEÑOR: ¿Cómo dices?

¿Que mi amigo el coronel Forck ya no hiede?

Heinrich esta es la mejor noticia que podías darme

el coronel ya no hiede

magnífico pero ¿estás seguro?

¿No será otra de tus mentiras?

Mira que como me mientas te despediré

¿Por qué has tardado tanto en comunicarme la noticia?

HEINRICH: No deseaba entristecer al señor

lo cierto es que el coronel está muerto

muy muerto

muertísimo

SEÑOR: La muerte mi querido Heinrich qué es sino una bagatela

un episodio sin importancia que le sucede a cualquiera

lo importante es que mi mejor amigo el coronel Klaus Forck

ha dejado de oler a piltrafa descompuesta

qué alegría

cuánto me gusta el mundo en este instante

ah qué gran fortuna haber nacido

pero por favor Heinrich encuéntrame la pierna

la maldita pierna

haz un esfuerzo

vuelve a mirar en todos los rincones de la casa

en la cocina

donde sea

tiene que estar en alguna parte

pregúntale al coronel Forck

es un hombre con experiencia

quizá sepa algo

HEINRICH: Se lo preguntaré a la hora de la cena

SEÑOR: ¿De verdad te parece que ya no hiede?

HEINRICH: No estoy seguro señor

para salir de dudas habría que preguntárselo a él mismo

SEÑOR: No se te ocurra molestar a mi amigo el coronel Klaus Forck

tiene un genio particularmente irascible

acércate a él con respeto

aguarda a que te dirija la palabra

HEINRICH: ¿Y si no me dice nada?

SEÑOR: Si no te dice nada échalo de mi casa a patadas

y si insiste en entrevistarse conmigo

dile que aún permaneceré dos años más en la cama

pero cuídate mucho de contarle

que la pierna que buscas es la mía

HEINRICH: Se enfadará

SEÑOR: Ofrécele si se pone cabezota cualquier disculpa

y tómate una copa con él a mi salud

ahora déjame

los tamborrazos me han dado mucho sueño

HEINRICH: Como el señor mande

(El criado se dirige hacia la camioneta. Trata de meterse en la cabina, pero la cuerna de ciervo se lo impide. A punto de conseguirlo, es interpelado por su señor y retrocede.)

SEÑOR: Pero tú Heinrich

¿eres feliz sí o no?

HEINRICH: ¿Feliz?

SEÑOR: Sí feliz

HEINRICH: No sé

lo que diga el señor

(Cae el telón.)