30

Era Izaskun Ayestarán, que sollozaba en una cabina telefónica de la calle de Oquendo porque Genaro Zaldúa había roto sus relaciones amorosas con ella. Josu Ruiz la amonestaba al aparato en tono desabrido.

—¿A quién se le ocurre liarse con ese cerdícola?

Desde el borde de la cama, donde me hallaba sentado, podían oírse con nitidez los gimoteos de la muchacha al otro lado de la línea. Josu Ruiz reviró la mirada hacia mí, puso los ojos en blanco y con mueca ostensiva de fastidio afirmó que estaba solo.

—Con Mitia, se entiende.

Apretó el auricular contra el pecho para que Izaskun no pudiera oír sus refunfuños: qué tía pesada, vaya cotorra. Reanudando después la escucha, añadió:

—Te repito que estoy solo. Por mí puedes venir cuando te plazca.

Se impacientaba.

—¿Cuántas veces he de decirte que no me incordias? Bien, bien, pues hasta ahora.

Colgó con brusquedad.

—¡La madre que la parió! Dentro de cinco minutos la tenemos aquí.

Espoleado por la certeza de haberme convertido en un estorbo, apuré de un trago lo que me quedaba de fuego con limón y me puse de pie dispuesto a despedirme. Josu Ruiz, como si no se hubiera percatado de mi ostensible designio, me apremió para que abandonara el apartamento sin demora. Hube de efectuar un rodeo con el fin de recoger mi paraguas en el lavabo, ya que mi compañero obstruía con su cuerpo la vereda más corta, donde precipitadamente había comenzado a desvestirse. Furioso, arrojaba a sus pies las prendas de que iba despojándose. Quedó desnudo, o por así decir vestido del vello que abundantemente cubría su cuerpo delgado. Tenía barriguilla, culete y un instrumento viril de aspecto gangrenoso. Un costurón espeluznante con varias bifurcaciones recorría su pierna mala desde la pantorrilla hasta poco más arriba de la corva. Al costado de ésta el pellejo se hundía formando un hoyo rugoso del tamaño de una concavidad de cuchara. A él le gustaba fantasear sobre su lesión e inventaba historias aventurescas, a veces contradictorias. Llegó a hablar incluso de un duelo con guadañas por una cuestión de naipes. Alguien nos revelaría meses después, hallándose él presente, un episodio bastante más verosímil que los suyos, según el cual, siendo recluta, lo había atropellado una moto en una calle céntrica de Ceuta. A resultas del accidente y de la posterior carnicería que le infirieron en el hospital quedó cojo para toda la vida. No quiso o no pudo Josu Ruiz desmentir el relato, sino que lo escuchaba callado, sonriendo sardónicamente en el rincón.

—Antes de marcharte —dijo—, ayúdame por favor a ordenar el apartamento.

Sin perder un segundo me puse a borrar las huellas de mi visita. Vacié el cenicero y lavé las tazas. En la de Josu Ruiz humeaba todavía el fuego con limón, prueba palmaria de mi presencia reciente en el ático. Izaskun Ayestarán no ignoraba que de todos los amigos de Josu Ruiz yo era el único que no rehusaba el bebistrajo. No es improbable que también supiera que para nosotros dos tomarlo significaba una especie de rito de la amistad.

Mi compañero se había vestido ya la muda y se mojaba con agua de colonia el cuello, el torso, los brazos, las axilas. No olvidó humedecer una parte donde nunca imaginé que nadie lo pudiera percibir. Acto seguido diseminó gotas del líquido oloroso por el suelo, los rincones y las paredes, y principalmente por el colchón y la manta. Encendió después una varita de sándalo; cepilló sus zapatos y se los calzó, y con la misma rapidez y brío con que hacía todo, terminó de vestirse.

—Ya debería haberme ido —le previne—. De la calle de Oquendo hasta aquí son cuatro pasos. Izaskun habrá cruzado el puente. Seguro que está al caer.

—Un minuto tan sólo y después podrás esconderte en el piso de abajo. Cerciórate por la mirilla de que nuestra amiga ha pasado de largo y sal sin hacer ruido. Junto al catalejo están las llaves. Cuando te marches, mételas en el buzón.

Mientras él pasaba a mata caballo la aspiradora por los senderos, alisé lo mejor que pude la cama, metí el disco de Ornette Coleman en su funda y traté de ahuyentar las moscas con una bayeta. Por último cogí la llave del piso de abajo, el paraguas y la bolsa donde había traído los botellines de cerveza, y me despedí con mucha prisa. Aún no había llegado al recibidor cuando sonó el timbre. El corazón me dio un vuelco y retrocedí alarmado. Josu Ruiz, el índice sobre los labios, me rogó silencio. Señaló a continuación hacia la cama y debajo de ella me escondí.

Dos piececillos morenos engastados en sandalias entraron poco después en la pieza. Una cinta de cuero ceñía a modo de ajorca uno de los tobillos. Veo a esos pies enristrar desaladamente hacia mi escondite, que pensé venían a patearme; pero pasaron de largo, rumbo al hueco de la buhardilla, dejando tras de sí un rastro de perfume. Fugazmente acerté a ver una mano y en ella un mazo de zanahorias. Los pies volvieron sobre sus pasos, las uñas pintadas de rojo chillón; se detuvieron a poco más de un palmo de mi rostro y giraron, y un segundo después sentí que el somier se hundía con leve crujido por encima de mi cuerpo tendido sobre una espesa capa de tamos.

—Te juro —decía Izaskun— que los hombres me dan asco. A veces me entran ganas de matar a alguno. No te rías. Hace un momento, cruzando el puente de Santa Catalina, venía tan deprisa y tan ciega que me he chocado con un carcamal. Bueno, pues el tipo aprovecha el encontronazo para tirarme un zarpazo a los pechos. Como te lo digo. ¡Qué rabia! Naturalmente lo he puesto como un pingo, y el cabrón de él coge y me llama puta. No hay derecho. Te juro que voy a empezar a salir a la calle con cuchillo.

De pie junto a la cómoda, Josu Ruiz atendía en silencio a las quejas de la muchacha, que de súbito le preguntó por qué no tomaba asiento a su costado.

—¿O es que ya no somos amigos? —agregó con la voz teñida de reproche y amargura.

No se me ocultaba el arduo esfuerzo de Josu Ruiz por aparentar serenidad. Así y todo, discurrió un ingenioso subterfugio, encaminado sin duda a facilitar mi salida del apartamento.

—Hoy —dijo— puedo complacer un viejo deseo tuyo. El piso está vacío. ¿Qué tal si bajamos a echarle un vistazo?

El ardid no condujo al resultado apetecido, ya que la muchacha, según declaró, no se hallaba esa tarde con ánimo de inspeccionar viviendas. Le dolía la cabeza, padecimiento a que era propensa por demás. Afirmaba haber heredado la predisposición a la cefalalgia de su madre, quien se conoce que a su vez la había recibido de la suya. Por regla general la dolencia le duraba entre dos y tres días. A toda costa buscaba entonces la soledad a oscuras y desesperadamente ingería medicamentos, guardaba reposo y probaba todo tipo de remedios que, en el mejor de los casos, le procuraban alivio momentáneo, sin llegar a cortarle los dolores de raíz. Disponía de un método para pronosticar las jaquecas. A mí se me figura que el mero hecho de ponerlo en práctica ya constituía por sí solo, con independencia de su resultado, una señal funesta. Izaskun hacía girar los hombros efectuando unas cuantas brazadas a semejanza de los nadadores; si a consecuencia del movimiento las articulaciones próximas a la nuca emitían una suerte de chasquido, la jaqueca no tardaba en llegar. Puede que dijera entonces ella con mueca de resignación:

—Mañana no contéis conmigo —y sin necesidad de mayores explicaciones todos caíamos en la causa de que no pudiera reunirse con nosotros.

La jaqueca, que a menudo la obligaba a permanecer días enteros en la cama, no le permitía conciliar el sueño, ni siquiera de noche. En las fases de dolor más agudo, los ojos se le arrasaban de lágrimas y una espesa sensación de náusea acompañaba al suplicio terebrante. Llorando en silencio, la cabeza hundida en almohadas, durante muchas horas su existencia se reducía a esperar inmóvil el final del sufrimiento. No se levantaba sino para tomar cualquier curalotodo que le proporcionaría unos minutos de esperanza vana o para prepararse manzanillas que tarde o temprano acabarían en el cubo de los vómitos. Con cada menstruo le sobrevenía la jaqueca. De ésa no se libraba jamás, lo que no empece para que en ocasiones también le acometiese alguna con la que no contaba. Cambios climatológicos, emociones fuertes, ajetreo, nerviosismo, una copa de más, una noche mal dormida y otras causas por el estilo podían desencadenar en cualquier momento aquel temido dolor que ni médicos, ni curanderos, ni herbolarios sabían remediarle.

—¿Cómo se encuentra tu madre? —preguntó con acento atribulado.

—No sé nada. El domingo, si me acuerdo, la llamaré.

—El aire de los Alpes le estará sentando bien.

Los zapatos lustrosos de Josu Ruiz se alejaron hacia el rincón del lavabo. Se oyó caer el chorro impetuoso del grifo dentro de alguna cazuela.

—Prefieres que no toque el tema, ¿verdad?

Así parecía indicarlo la falta de respuesta. Durante quince o veinte segundos reinó un completo silencio en la pieza, roto al fin por una nueva pregunta de la muchacha.

—¿Estás enfadado porque he venido?

—En absoluto.

—Es que estoy hecha polvo. La vida para mí ya no…

Un pujo de gemidos ahogó su voz. Josu Ruiz vino sin tardanza a sentarse a su lado y con palabras de consuelo, y tal vez con algo más que yo no vi, consiguió que en breve se calmase. Izaskun debía de tener consigo al conejillo de Indias, pues apenas hubo recobrado la serenidad, dijo dulcemente:

—Pobre Mitia, le ha caído una lágrima cerca del ojo y se ha sobresaltado.

Hacía la muchacha unos esfuerzos por reír que daban pena. Manifestó poco después su deseo de tomar alguna bebida fuerte, a poder ser ponzoñosa, dijo, que le ayudara a perder de vista cuanto antes este mundo regido por machos. Con todo, rechazó una tras otra las bebidas alcohólicas y sin alcohol que Josu Ruiz le fue ofreciendo. Ni siquiera aceptó un vaso de agua, pues prefería abstenerse de beber a que su amigo se apartase de su lado. Mientras así hablaba, me hizo éste una seña con la mano que no supe interpretar. A pique estuve entonces de tocarle el talón con el mango del paraguas, para advertirle que no había comprendido su mensaje. Pero supuse que tampoco él habría de entender el mío, o que si, cosa por demás improbable, llegaba a entenderlo, trataría quizá de contestarme, de suerte que al final tanta maniobra y secreteo terminaría llamando la atención de la muchacha. Conque determiné quedarme quieto y no le respondí. Izaskun, entretanto, había comenzado a referir pormenores de su noviazgo con Genaro Zaldúa:

—Al poco de terminar lo nuestro, vino un día a mi casa para leerme un cuento de su cosecha. Me pareció maravilloso, te lo juro. ¡Qué frases, largas y sinuosas como ríos! ¡Qué imágenes, qué adjetivos! Se me caía la baba. Y la prosa ¡qué musical y fascinante! Para sí la querría más de uno de esos chupatintas que andan por ahí encabezando las listas de venta.

—Presumo que el cuento trataba de una chica que más o menos se te parece.

Izaskun se entusiasmó:

—¿Lo has leído?

—No, pero conozco el truco, muy útil para camelar a espíritus sin malicia.

—Pues te equivocas, porque a mí, si quieres que te diga la verdad, lo que más me agradó no fue el cuento, sino la visita de improviso. Genaro llegó en el momento oportuno. Y si trató de engatusarme por medio de su literatura, yo hice lo propio con él sirviéndole a continuación una cena de reyes. No hay que darle vueltas al asunto: nos pretendíamos mutuamente, eso es todo. Conque por la noche fuimos a ver una película de Berlotucci…

—¿No sería Bertolucci?

—Da lo mismo. Y en la oscuridad del cine descubrí que Genaro es tipo accesible, infinitamente menos polvorón de lo que yo pensaba aunque después del desengaño de esta tarde, la verdad, no sé qué decirte.

—Me cuesta concebir que un individuo de su calaña sea capaz de albergar un adarme de cariño. Mi imaginación no da para tanto.

—Porque no lo conoces a fondo. Genaro es remiso a franquearse, a salir de la cáscara, pero tiene su corazoncito como cada quisque. Él te admira de veras y te pone continuamente por las nubes. A mi madre se la ganó enseguida. Figúrate: lo presenté, dio las buenas tardes y al momento ya todo era servirle, agasajarlo y preguntarle si se encontraba cómodo, si le gustaban las rosquillas, si deseaba más. Es innegable que despierta atracción en las mujeres. Y si no, fíjate en la madre del Pulcro. La pobre mujer se desvive por él, lo trata con muchísimo más afecto que a su propio hijo.

—Y tú, para no ser menos, también te prendaste del querube.

—Un error como otro cualquiera. Empecé a comprenderlo la tarde que se empeñó en llevarme a mangar libros. Le advertí: mira Genaro, que yo no valgo para mechera, que me da mucho corte. Pero él insistió y yo, boba, lo seguí como un perrito. Me echaron el guante en la primera librería. Jamás he pasado un bochorno similar. Me acompañó a casa para impartirme lecciones prácticas de choriceo con mi propia biblioteca. De nuevo en la calle, va y se saca de dentro de los pantalones dos novelas que me había cogido sin que yo me diera cuenta.

—Pobres libros.

—Esa noche tuvimos la primera escenita. Íbamos paseando por la calle y de repente, te lo aseguro, de repente me sale con el cuento de que mi biblioteca le había decepcionado. Demasiada poesía y qué sé yo qué más. Me lanzó tal pedrisca de reproches que no me pude aguantar los pucheros. De buena fe le dije que últimamente me estaba dedicando a estudiar a los escritores surrealistas. No era del todo verdad, pero, qué quieres, pensé que de ese modo se calmaría, pues se supone que nuestro grupo profesa el surrealismo, ¿no?

—Más o menos.

—¡La madre de dios! ¡Cómo se puso! El surrealismo, una porquería. Que qué tenía él que ver con esas zarandajas de poetas. Me asustó tanto que le prometí no volver a escribir un verso en mi vida. Pues a ver si es verdad y dejo de contribuir a que la gente identifique a La Placa con una camarilla de bardos. Total, que en ésas quise acariciarle la cara, recordarle que además de la literatura existían nuestros sentimientos. Genaro rechazó mi mano. Pensé que me pegaba.

—¿Y a esa bestia le atribuyes tú un corazoncito?

—Lo creas o no, se arrepintió enseguida del manotazo. Tuvo palabras durísimas para sí mismo. Yo acepté sus disculpas y él me tomó cariñosamente entre sus brazos, que ya era hora. Soy un bruto, dijo, pero no mala persona, y me juró que en adelante su vida estaría orientada a no causarme daño. Conque ya ves que no le falta corazón.

—Claro, claro.

—Reconocí que leo poco. Aún más, que la lectura apenas me proporciona placer, que la mayoría de los libros me aburre. En una palabra, que soy una analfabeta con la cabeza atiborrada de ignorancia. Me pasé una hora poniéndome a parir. Genaro se mostró muy comprensivo y se ofreció a ayudarme. Yo agradecí su gesto, que en aquel instante se me figuró motivado por el amor. No te rías. De inmediato nos pusimos manos a la obra, sentados a la mesa de un café. Genaro estaba convencido de que yo perdía el tiempo entregándome a una vocación equivocada. Olvida la poesía, dijo, ese arte de fatuos y presumidos que cuentan sílabas con los dedos igual que niños del parvulario cuando aprenden a sumar.

—¿Eso dijo?

—Eso y más, y después escribió en un pedazo de papel una lista de libros que me convenía leer sin tardanza. Conrad, Stevenson y autores de esos que a él le gustan. Cinco o seis para empezar, más adelante seguirían otros. Leí unos cuantos y eran todos de islas y barcos. No tuve valor de confesarle que me había aburrido como una tumba. Por desintoxicarme de aventureros y tempestades leí a escondidas el librito de poemas de Brines que tú me regalaste. Se enteró y estuvo dos días de morros, que parecía le hubiese puesto los cuernos con otro chaval.

Soltó a este punto Josu Ruiz algunas carcajadas, a cual más postiza, y en un tono pretendidamente jocoso, que apenas lograba esconder una mal contenida vehemencia, dedicó diversos comentarios desfavorables a la persona de Genaro Zaldúa. Ni por un momento dudé de que su mesura bromista era forzada. Presumo que mi presencia debajo de la cama le impedía expresarse con sinceridad. Instantes después confirmó mi sospecha el exagerado empeño con que trató de persuadir a Izaskun para que prosiguieran el coloquio en alguna taberna de la zona. La muchacha no se dio a partido. Malditas las ganas que tenía de mojarse otra vez. Y como para dejar bien clara su firme resolución de permanecer en el apartamento, pidió a Josu Ruiz que por favor le acercase el frutero.

—Pues verás —prosiguió—, con el mayor de los amores le hice una baqueta de lana finísima que daba gusto mirarla, a ciento setenta duros la madeja, azul celeste. Modestia aparte, me salió de perlas, quizá un pelillo corta de mangas, pero por lo demás muy bien. Lástima que me la mataba con esas camisas gruesas que viste haga el tiempo que haga. A los tres días de estrenarla, en la churrería de la Parte Vieja, que es su lugar preferido, porque has de saber que el muchacho zampa por quince, zas, una mancha en la delantera, qué digo una mancha, un rosetón de soconusco que parecía la medalla del Mérito Civil. Ya no volvió a ponerse la chaqueta. ¿Por qué no te la pones? Que si la tenía que lavar, que si antes de salir todavía estaba húmeda. Total, una tarde voy a buscarlo al tenducho y no te jode, encuentro a su madre con la prenda sobre los hombros, como si fuese una toquilla. Mi pobre chaqueta azul llena de lamparones y con un botón de menos. Genaro tostaba cacahuetes en la trastienda, y aprovechando que no podía oírme, le susurré a la vieja: señora, muy bonita la chaqueta, se la habrá regalado su hijo, ¿verdad? Bah, me suelta, para estar aquí la llevo.

Esta vez las risas de Josu Ruiz sonaron claras y naturales. Rápidamente me tapé la boca con la mano para refrenar las mías. Delante de mi cara cayó de repente una cajita metálica y cinco o seis porros blancos rodaron por la moqueta. Dedos finos de uñas largas y pintadas los fueron restituyendo al recipiente. Al fin, con un leve chischás de pulseras, desapareció la mano de mi vista.

—Detesta el baile. En eso os parecéis. Un domingo conseguí llevarlo al Young Play. Por primera vez en su vida entraba en una discoteca. Tenías que verlo. En medio de las luces y el gentío sólo le faltaba la azada, te lo juro. A regañadientes me acompañó a la pista, donde hizo una especie de intento de baile. ¡Qué pintas! Parecía un mamut con ropa. Y como por lo visto recibió algún pisotón y lo achuchaban, comenzó a abrirse plaza a viva fuerza. Por poco no se lía a golpes con un chaval de Hernani, viejo amigo mío. En el autobús de vuelta ocupamos asientos separados. Se fue a casa sin despedirse y al otro día me largó una bronca de aúpa. Que quién creía yo que era él para mezclarlo en mis frivolidades. ¿Sabes lo que más le dolía? Los puñeteros ochenta duros que había costado la entrada. Ah, si es por eso, le dije, aquí tienes la pasta, tiré el dinero encima de la mesa y él se lo embolsó, menudo es. Desde entonces no he vuelto a pisar una discoteca. Tú ya me conoces. Quitarme el baile es como privarle de leche a un bebé. ¿Me creerás si te cuento que cada vez que pasamos por delante de un bar con música se me ponen las piernas a temblar? Porque a mí la literatura me atrae, pero déjate de bobadas, donde esté el bailongo, el garbo y la marcha que se quite todo lo demás.

Dicho lo cual, la muchacha depositó en el suelo el frutero rebosante de ciruelas, tan cerca de mí que me habría bastado alargar un poco la mano para alcanzarlas. Dirigiéndose a continuación a la buhardilla, vi que soltaba al conejillo de Indias dentro de su parcela. De regreso, se acostó, y unos segundos después cayeron al suelo sus sandalias. Negras sospechas y aún más negros temores comenzaron a desasosegarme de ahí a poco, cuando, atendiendo a un ruego suyo, Josu Ruiz (remolón al principio, pero al final condescendiente) se tumbó a su lado. Por fortuna la cama era lo suficientemente alta como para que el somier hundido bajo el peso de sus cuerpos no me aplastase. Mi inquietud procedía de causa bien distinta. En una palabra, me malicié que por encima de mí estaba fraguándose un fornicio. Claro que, ¿cómo iba Josu Ruiz a entregarse a lances eróticos sabiendo que yo me hallaba debajo de la cama? Este pensamiento me tranquilizó. Además, se reveló enseguida que aquel acostarse de ambos no significaba otra cosa que un cambio de postura de dos personas acostumbradas a tratarse con confianza. Sin perder un ápice de naturalidad, Izaskun continuó refiriendo la crónica de su noviazgo. Lamentó no estar tan morena como otros veranos, pues Genaro Zaldúa, aparte las discotecas, nada aborrecía tanto como la playa. Su diversión favorita consistía en merendar chocolate con churros. Hasta dos kilos afirmaba Izaskun haber engordado desde que salía con él. No había conseguido persuadirle a que se arreglase el cabello ni la dentadura, ni a que se matriculara con ella en algún curso de idiomas, ni a que emprendieran juntos un viaje a cualquier lugar. Genaro Zaldúa vivía atado a la literatura, a su madre, que al parecer estaba semiciega, y al negocio de golosinas que les procuraba el sustento. Contó a continuación Izaskun un suceso que me turbó.

Durante las recientes fiestas de Semana Grande, Genaro e Izaskun habían acudido cada noche a la plaza de Cervantes con el fin de presenciar los fuegos artificiales, notable espectáculo que todos los años reúne en calles y paseos próximos al mar a millares de ciudadanos. Izaskun se reconocía enamorada del arte pirotécnico. Hasta donde alcanzaba su memoria jamás se había perdido los fuegos de agosto en San Sebastián. Recordaba que de pequeña permanecía despierta en la oscuridad del dormitorio, esperando con ansiedad el primer estruendo de la noche. Entonces se levantaba callandito, salía al balcón con la muñeca entre los brazos y se embelesaba contemplando por encima de los tejados la maravilla de los ramos resplandecientes. Esa sensación de encantamiento, que tanto la excitaba, persistió en ella cuando, ya más crecida, su madre la llevaba de la mano a ver desde la playa las exhibiciones de pirotecnia o cuando, siendo adolescente, le permitían salir con amigas. El olor de la pólvora obraba en ella el efecto de una droga y desde muy joven gustaba de situarse junto a la valla de protección que separa al público de las carcasas. Podía así observar de cerca el encendido de las mechas y el subsiguiente arranque de los cohetes que ascendían como meteoros, dejando tras de sí una cauda de chispas siseantes, y estallaban por encima de ella, en el cielo oscuro, con retumbo de cañón. La primera noche logró que Genaro Zaldúa la acompañase hasta aquel lugar no exento de peligro, donde les alcanzó de lleno una rociada de pavesas. Algo se le debió de chamuscar a Genaro la valentía, pues a la noche siguiente exigió ponerse más atrás y a la otra aún más atrás, de forma que a partir de la tercera contemplaron los fuegos al amparo de la pared del hotel de Londres.

Terminado el espectáculo, solían encaminarse hacia los bares de la calle de San Bartolomé, muy concurridos a esas horas, y especialmente a uno del que por lo visto resultaba facilísimo marcharse con los vasos y sin pagar. Una de aquellas noches, no bien embocaron la calle de Manterola, en la que se encuentra una librería de viejo ante cuyo escaparate le gustaba a Genaro detenerse, se cruzaron con un anciano que venía en dirección contraria guiando a un perrillo de la correa. Genaro se apresuró a cerrarle el paso, y sin decir esta boca es mía, le sacudió una sarta de bofetadas que el pobre viejo soportó con lastimosa mansedumbre. Izaskun no daba crédito a sus ojos. Siguieron luego su camino y Genaro le explicó:

—Es don Dionisio Echániz, mi antiguo maestro de segundo de bachillerato. Tenía la mano muy ligera, ¿sabes? El año que estuve bajo su férula anoté en un papel las veces que me maltrató. Veintiséis bofetadas, trece tirones de pelo y once de orejas. Los tirones ya se los he cobrado. Me faltan sólo las bofetadas, algo más de una docena descontando las que acabo de zumbarle, aunque ha habido una semifallida que no sé si tener en cuenta.

El brutal episodio causó mucha gracia a Josu Ruiz, cuyas expansiones de regocijo hicieron vibrar violentamente los flejes del somier. A mí, debajo de la cama, me dio un grandísimo repeluzno, por entender que el relato de Izaskun Ayestarán confirmaba de una manera rotunda ciertas sospechas que no paraban de desazonarme desde hacía meses. Ahora las sospechas habían desaparecido de sopetón, reemplazadas por una certidumbre mucho más pungente. Ahora sabía que Genaro Zaldúa no perdonaba agravios por antiguos que éstos fuesen. Yo se los había inferido a porrillo durante la niñez, incomparablemente mayores y más humillantes que los de aquel viejo maestroescuela jubilado, que además sólo había dispuesto de un año para hacerle sufrir. ¿Cómo iba yo a creer que la misma mente vengativa que recordaba el número exacto de cachetes recibidos en el aula, hubiese olvidado los innumerables empujones al río, un palazo en la coronilla, una pedrada en los dientes y tantas y tantas diabluras a mí debidas, de las cuales, por añadidura, aún quedaban señales? El rencor, quién lo ignora, tiene buena memoria, y aunque desde nuestro inesperado reencuentro en la cafetería Goya, hacía algo más de tres meses, Genaro Zaldúa jamás se había referido en el curso de pláticas privadas o ante testigos a nuestro pasado común en Illarra-Berri, me parecía imposible que ofensas y agresiones que amargaron sus días de infancia se hubiesen borrado por completo de su recuerdo, mucho menos si, como era el caso, casi diariamente tenía delante a quien tanto lo maltrató. ¿Acaso las disculpaba por considerarlas cosas de niños? Porque es lo cierto que tiempo para poner por obra su venganza no le había faltado. ¿O es que la demoraba de propósito a fin de regodearse con los preparativos, mientras aguardaba la ocasión de hacerme el mayor daño posible? Largo rato estuve absorto en estas cavilaciones, sin prestar atención al chismorreo de Izaskun Ayestarán, que de pronto había recobrado el buen humor, bromeaba y se reía, y que de vez en cuando bajaba la mano hasta el frutero y cogía alguna ciruela. Me dije: ándate con cuidado en el futuro. Y me impuse como tarea primordial de los próximos días un acercamiento estratégico a Genaro Zaldúa, en la inteligencia de que mi continuidad en La Placa dependía principalmente de su arbitrio, y también, claro está, para mitigar su probable encono mediante lisonjas, favores y amistad sumisa.

—Llevaba varios días de mala leche —contaba Izaskun—, enfadándose por cualquier menudencia. Figúrate que le regalé un libro de cuentistas suecos y por poco me lo tira a la cara. No te rías. Que quién era yo para determinarle las lecturas. Como lo oyes, determinarle. Pues nada, al otro día lo llamo por teléfono. ¿Me acompañas a la facultad de Derecho? Podrías ayudarme a rellenar los papeles de la matrícula, que son la mar de complicados. Luego te invito a comer en un asador que hay en Ibaeta. Porque tú ya sabes que la mejor forma de estar a buenas con él es llevarlo a tragar. Le pareció repugnante que yo cursara estudios de jurisprudencia y colgó.

—Se ve que el pobrecillo trataba de partir peras y no sabía cómo.

—Eso era y yo no me di cuenta hasta ayer en la puñetera churrería. Le comenté mi propósito de volver a estudiar euskara. No congeniamos, me respondió. Salimos después a la calle y en la plaza de la Constitución me encuentro con dos amigas. Hablamos. Que qué pasa conmigo, que ya no se me ve el pelo y tal y cual. No, nada, nada; bueno, adiós. Me doy la vuelta y, ¿dónde está Genaro? Se había dado el piro mientras yo conversaba con mis amigas.

—A lo mejor no se percató de que te habías parado y siguió adelante.

—Esta tarde suena el teléfono. Yo pensaba que me llamaba para concertar nuestra cita de costumbre. El tío va y me suelta que ha decidido dedicarse exclusivamente a escribir. Le gustaría que quedáramos como amigos. Hablaba de una forma extraña, muy deprisa.

—No seas ingenua. Lo tenía todo escrito de antemano.

—Al primer sollozo me ha colgado.

—Un poco bruta la bestia.

—Es un chaval difícil, pero te aseguro que me sigue cayendo igual de bien que el primer día. La putada está en que él vive en una dimensión en la que yo no podría ingresar aunque me pasase el santo día leyendo. Lo sospechaba desde un principio, hoy he tenido la confirmación definitiva. Tú eres raro de pelotas, él es sencillamente incomprensible. Gente complicada los hombres. Uno a uno os rajaría el vientre con un abrelatas.

—Ya será para menos.

—Cabronazos.

Pasaba de una hora desde que me había metido debajo de la cama. La tarde declinaba a ojos vista y yo seguía sin atisbar la posibilidad de salir en breve plazo de mi estrecho y polvoriento escondite. Tenía las piernas entumecidas, un brazo insensible y el cuello traspasado por una rigidez de tabla. Hacía muchos minutos que Josu Ruiz ya no inventaba pretextos para alejar a la muchacha del apartamento. A cada sugerencia suya había respondido ella manifestando su voluntad firme de quedarse. Así las cosas, transcurrió otra media hora sin que sucediese nada que apuntase hacia el término de mi incómoda situación. Izaskun Ayestarán destruyó todas mis esperanzas de poder hallarme en casa a la hora de la cena cuando declaró que ya no sentía el dolor de cabeza. Restablecida de sus tribulaciones amorosas, rememoró con nostalgia risueña anécdotas de la época en que ella y Josu Ruiz habían sido novios. Habló de Italia y de no sé cuántas cosas más, y empezó a ponerse cariñosa y a prodigar cumplidos y arrumacos. El otro se dejaba cortejar, encastillado en un mutismo sospechoso que me llenó de alarma cuando, de repente, algunos zarrios de la halconera cayeron encima del frutero y ésta preguntó:

—¿Te hago una cochinada?

El impúdico ofrecimiento no obtuvo respuesta, a no ser que pudieran tomarse como tal unas risitas premiosas de Josu Ruiz que más bien parecían un arbitrio para encubrir su indecisión, pues se me hace que aunque le acuciaba el deseo de poseer a la chica, coartaba su voluntad la presencia de un intruso debajo de la cama. Tras breve cuchicheo que no logré entender, oí el muamuá inconfundible de los besos y enseguida suspiros, palabras entrecortadas y la respiración de Izaskun Ayestarán, que se desconcertaba por momentos. Me sobresaltó la caída ruidosa de un zapato de Josu Ruiz. El otro voló poco después hasta los cachivaches apilados en el centro de la pieza. Sentí que un cuerpo se ponía encima de otro. El hundimiento del somier no dejaba lugar a dudas y por primera vez desde que me había tumbado en el escondite los flejes rozaron mi espalda. Me apreté contra la capa de polvo, resignado a desempeñar el ridículo papel de testigo oidor en un lance voluptuoso. Me sobrevino, sin embargo, cuando menos lo esperaba, un golpe de fortuna, y fue que a Izaskun Ayestarán no le quedó más remedio que desasirse bruscamente de su amante, porque no le daba tregua, dijo, una opresión en la vejiga. Saltando fuera de la cama, sus piececillos descalzos se dirigieron con presteza hacia el retrete. Tras ellos se cerró la portezuela, pues sin cerrarla no se podía tomar asiento dentro ni casi permanecer de pie: tan diminuto era aquel recinto. Al instante apareció ante mí, suspendida en el aire del revés, la cara de Josu Ruiz, que por medio de muecas frenéticas me apremiaba para que saliese a toda prisa de mi escondite. Yo comencé a arrastrarme tan rápidamente como me lo permitían mis miembros endurecidos. Sentí de pronto una mano que me aferraba y tiraba de mí con fuerza, y llegado que hube en puntas de pie al recibidor, seguido de mi amigo, que no cesaba de empujarme, sin tiempo de alcanzar la puerta oímos a nuestra espalda la voz de Izaskun Ayestarán, que preguntaba quién había venido. De vuelta al cuarto, luego de sacudirme lo mejor que pude el polvo que me cubría, saludé a la muchacha, que, en paños menores, exclamó de buen humor:

—¡Pero si es Flakúas! —y abrazándome con efusión, me llenó las mejillas de besos, como si se alegrara muchísimo de verme.

Fue la primera vez que alguien pronunció en mi presencia el remoquete que figuraba en el tablero de corcho, junto a mi número de teléfono. Josu Ruiz me entregó los libros que presuntamente había ido yo a buscar al apartamento y, pasados diez minutos, me despedí.