Hacía veinticuatro horas que soplaba aquel viento antojadizo. Por la mañana me acompañó hasta la cervecería, agitándose a mi alrededor como un perro joven y alocado. No era un viento cardinal, sino, por así decir, un vivalavirgen de todas partes y de ninguna, que andaba de bardanza, iba y venía formando caprichosos remolinos, soplaba de aquí, luego de allá, y tras ausentarse por breve espacio, enredado a lo mejor en el ramaje de unos árboles, a cien o doscientos metros de distancia, regresaba junto a mí con nuevos bríos, con nuevas ganas de travesura. De vez en cuando una racha irrumpía en el galpón y, al regolfarse, se llevaba consigo los vahos de la máquina. Poco antes del mediodía lo sentí pasar por última vez: una ventada que se perdió silbando en dirección al vaciadero de botellas, de donde no volvió. El aire de la fábrica no tardó en saturarse del acostumbrado tufo a cereal cocido. Recordé que la víspera, durante la cena, el reúma del padre había vaticinado agua. Se afirmó efectivamente el gallego, que trajo las nubes, aunque no de golpe, sino en vellones sueltos, suficientes con todo para que a eso de la una comenzara a pintear. A medida que avanzaba la tarde el cielo se fue enturbiando más y más, hasta que se recubrió de un gris sin fisuras, plomizo y tristón, con el que se esfumaron mis últimas esperanzas de improvisar una urgulina al término de la jornada.
Josu Ruiz vivía de costumbre con las persianas bajadas, conque no supo que estaba lloviendo hasta que abrió la puerta y vio mi paraguas chorreante. Se apresuró a desconectar el tocadiscos, porque ni siquiera el jazz, con significar para él más que una pasión, lo exaltaba tanto como el murmullo del agua al fluir por el tejado y los canalones. Tenía esos antojos líricos, que no ocultaba, aunque a menudo le acarreasen las mofas de sus compañeros. Por el ventanuco de la buhardilla sacó la mano con el fin de atrapar algunas gotas. Dentro de la jaula se desperezaba el conejillo de Indias, que era barcino y al que por ruegos e insistencia del Pulcro Matallana todos llamábamos Mitia. Había, en cambio, entre los miembros de La Placa controversia a la hora de designar la clase de animal. Cada uno prefería una denominación distinta, fuera la de cobaya, cobayo, conejillo de Indias, akuri o cuy, y la defendía con mayor o menor sutileza, invocando criterios filológicos que a ninguno convencían. Las discusiones se prolongaron durante semanas, hasta que una tarde, cerca del otoño, animados por el propósito de poner término a la discrepancia, acordamos por unanimidad que Mitia era un canguro. A mí, dicho sea de paso, la musaraña me mordió en la mano las dos veces que traté de acariciarla.
Por una vereda, entre los montones de cachivaches, me dirigí al rincón y deposité el paraguas dentro del lavabo. Impensadamente levanté la mirada hacia el tablero de corcho, donde volví a encontrar, junto a mi número de teléfono, el maldito remoquete. Se me figuraba poco ofensivo y eso era lo malo, lo que me hacía temer que como ninguno de mis camaradas, al aplicármelo, pensaría que me estaba injuriando, lo habría de llevar pegado a mí igual que un tatuaje. No negaré que yo mismo me sentía descrito por el apodo. Varias veces había hecho en casa la prueba de pronunciarlo delante del espejo y en todas ellas llegué a la misma conclusión: la palabreja me venía que ni pintiparada, de suerte que poco a poco me fui haciendo el ánimo de que en breve no me habrían de dar mis compañeros otro nombre.
Josu Ruiz sacaba tiestos al tejado y regañaba:
—Esto no es lluvia ni es nada. Esto es rocío de recuelo.
Llovía, efectivamente, una agüilla ingrávida, brumosa, que flotaba en el aire ceniciento de atardecer como con pereza de asentarse. Llovía sin llover, aunque llovía de lo lindo, con silenciosa lentitud que fomenta la melancolía, el aburrimiento, el genio atrabiliario. Mientras colocaba dentro del frigorífico los botellines de cerveza, le dije a Josu Ruiz que el diccionario prevé la palabra calabobos para ese tipo de llovizna.
—Pues aquí los bobos —respondió— lo llaman sirimiri.
Me ofreció a continuación una breva de diez o doce que guardaba en un pequeño recipiente. Aunque elegí la que mejor aspecto tenía, no fue lo malo que me costara encenderla y aún más fumarla, sino que ya desde la primera calada se me llenó la boca de picor. Se diría que algún hechicero maleficiaba sus puros, porque es lo cierto, aunque no se pueda creer, que tanto los que acopiaba en su vivienda como los que con frecuencia adquiría en los estancos o los bares, casi nunca tiraban debidamente.
Me convidó asimismo a una bebida por él inventada, a la cual llamábamos fuego con limón. Consistía en una mezcla de ajenjo y té, con unas gotas de limón y azúcar a voluntad. El primer sorbo sabía a brasas; el tercero y cuarto resultaban hasta cierto punto tolerables; del quinto en adelante podía abrirse en cualquier momento el abismo que conducía a una borrachera harto penosa de sufrir. Ni Izaskun ni Genaro, ni mucho menos el Pulcro Matallana, a quien bastaba el olor del vino para marearse, aceptaban el bebistrajo, que era en verdad fortísimo. Comer rosetas de maíz constituía mi antídoto secreto.
Mientras llevaba a cabo los preparativos del té, Josu Ruiz me encargó seleccionar alguna música. Impulsado por el vivo deseo de mostrarme servicial, me levanté enseguida, recorrí a continuación un sendero flanqueado de trastos que conducía en línea recta hacia el recibidor, doblé a la derecha en el primer cruce, a la altura del jeterío, y dos pasos después, contento de no haber roto ni pisado nada, me agaché junto al mueble de los discos. Durante un rato me dediqué a ojear las portadas en cuclillas. Todos los discos sin excepción me resultaban desconocidos y yo no acertaba a decidirme por ninguno. Mis pensamientos, en realidad, vagaban por otra parte, llenándome de desazón, de duda sobre la conveniencia no sólo de poner música, sino aun de seguir por más tiempo en el apartamento. Desde mi llegada había notado que Josu Ruiz me hablaba con sequedad. El gesto ya lo tenía adusto antes que hubiera abierto la ventana. Deduje de ello que en la lluvia no radicaba la razón de su enojo, sino tal vez en el ardor de estómago o muy probablemente en mi visita. Ahora bien, si mi presencia le incomodaba, ¿por qué me retenía a su lado invitándome a fumar, a oír música, a tomar una bebida cuya preparación cuasilitúrgica duraba cerca de quince minutos? Quién sabe si estaba al olor de que yo errase en la selección del disco para después descargar a pleno antojo su rabia contra mí.
—¿Qué, no te decides? —me preguntó.
Opté por un disco en cuya portada campeaba un lustroso saxofón. Lo coloqué sobre el plato, accioné la aguja, bajé la cubierta protectora, y desandando el sendero que llevaba de vuelta hasta la cama, me senté a esperar el resultado de mi elección. La salva de aplausos que precedía al inicio del concierto me pareció un sarcasmo. No terminaron aquéllos de esfumarse, cuando sonó una ráfaga veloz de saxofón y después otra y otra. Burbujeaba en sordina un bajo. Sobrevino más tarde una tempestad de redobles, como si al músico que aporreaba la batería le urgiese acabar la pieza cuanto antes. A sus colegas tampoco parecía preocuparles demasiado acompasar sus respectivos instrumentos. La consecuencia era un batiburrillo de sonidos sin armonía, más próximos a la murga que a la música según convencionalmente se la concibe. Un nombre figuraba en la parte superior de la funda: Ornette Coleman. Al pronto temí la reacción airada de Josu Ruiz; pero no hubo tal, sino que con sereno laconismo sentenció:
—La tarde no se lo merece.
A fin de cuentas, me dije, el disco es suyo, y además no podía negarse que aquella música declaradamente rompedora y vanguardista estaba en consonancia con el talante manifestado en la mayoría de las declaraciones y escritos públicos de La Placa. Josu Ruiz retiró el colador de la tetera, vertió en ella ajenjo y el jugo de un limón que acababa de exprimir, y alternativamente removía y probaba con una cuchara de madera el líquido vaporoso, hasta que lo encontró a su gusto. Con la música se fue desenojando y comenzó a referirme en tono afectuoso pormenores de la vida de Coleman. Mi memoria ha retenido unos cuantos: la pobreza, la madre viuda, Los Ángeles, un empleo de mozo ascensorista, el primer disco grabado. Josu Ruiz ignoraba que a sus espaldas Izaskun Ayestarán nos había puesto en autos sobre su tentativa fracasada de aprender a tocar el saxofón por la época en que aún residía en Bilbao, su ciudad natal. Se conoce que tuvo un altercado con el profesor, a quien llegó a agredir; fue expulsado del conservatorio y se enzarzó en una disputa acerba con su padre, a raíz de la cual, ciego de cólera, destrozó el instrumento, el mismo que años más tarde reposaría en un rincón del ático, recordándole a diario el sueño que nunca pudo realizar.
Luego que hubo depositado las dos tazas y la escudilla con azúcar en el suelo, se sentó junto a mí, en el borde de la cama. Desde el primer instante su proximidad me produjo aguda repulsión. Sé el motivo: estaba descalzo. Nunca antes había visto yo sus pies deformes, de empeines pilosos, hechos arpa de tendones; de calcañares con costra; de uñas amarillentas, largas en demasía; de dedos engarabitados, huesudos como de esqueleto, callosos más de tres y algunos ligeramente montados sobre sus contiguos. A menos de un palmo de aquellos pies monstruosos humeaban las bebidas. Extremando la cautela a fin de no rozarlos, alargué la mano y tomé mi taza. Por no correr otra vez el mismo riesgo prescindí del azúcar. Mayor no podía ser la repugnancia que experimentaba a la vista de aquella masa teratológica de carne, huesos y pelos, y, sin embargo, una y otra vez se revelaban inútiles mis esfuerzos de voluntad para no mirarla. Tomó Josu Ruiz un sorbo de su bebida y de improviso me declaró la causa del enojo que, como yo había supuesto, le repudría:
—Estoy sin blanca.
La culpa, dijo, era de unos presuntos estudiantes a quienes tenía arrendado un piso de su propiedad, los cuales habían salido de naja dejándole adeudados dos meses de alquiler. No disponía de otra fuente de ingresos. Tiempo después me enteraré por otros conductos de que el piso se lo habían regalado sus padres para que se alejase de los ambientes que llevaron a la tumba a su hermano mayor. Ni una palabra al respecto me refirió él la tarde lluviosa que lo visité en el apartamento. Me reveló, en cambio, que según estipulaba una cláusula del contrato tenía derecho a usar la ducha tres veces por semana, y fue así como vine a saber lo que por lo visto todos los miembros del grupo menos yo sabían: el piso se hallaba justo debajo del apartamento. Instintivamente separé la rodillas y dirigí entre ellas una mirada al suelo, como para comprobar lo que mi compañero acababa de decir.
—Me fié de ellos —prosiguió— porque iban bien calzados. Dinero no les falta, que su buena moto le he visto aparcar a uno delante del portal. Claro que a lo mejor la había choriceado o se la costeó la dirección de ETA en Francia, vete tú a saber. Aunque a mí, si quieres que te diga la verdad, me importan un rábano las ocupaciones de mis inquilinos con tal que ellos sean puntuales en el pago. Y ahora, ¿dónde los busco? Y si los encuentro, ¿qué hago? ¿Te apetece otro fuego con limón?
Aproveché que se alejaba en busca de la tetera para apagar el puro horro y encender un cigarrillo. En la pizarra podía leerse una frase: EL HALCÓN SE CIERNE, EL LEOPARDO ACECHA, LA ARAÑA TEJE, EL HOMBRE PIENSA.
Yo también deseaba hablar, referir lo mío, y esperaba el momento en que Josu Ruiz terminase de lanzar denuestos contra los estudiantes, para decirle que tenía decidido abandonar la fábrica al cabo de unos pocos días. Contaba para ello con la aquiescencia de mi hermana; pero esto no me parecía conveniente declararlo, por no dar lugar a que se tuviese de mí la imagen de una persona gobernada. En realidad, la Petra había condescendido a regañadientes. Sus cálculos preveían que yo siguiera acarreando barriles hasta la víspera del comienzo de curso, a principios de octubre. La perspectiva desoladora de ver prolongada por espacio de mes y pico aquella esclavitud que me tenía roto, triste y apartado de los libros, impidiéndome por añadidura participar en las acciones de La Placa, no me dejó otra salida que insinuarle a mi hermana que necesitaba tiempo para preparar los exámenes recuperatorios de septiembre. ¿Qué exámenes? El rostro de la Petra, reluciente de ira, se llenó de ojos. El padre barruntó la tempestad, y farfullando una excusa, abandonó sin demora la cocina. Fingiendo aplomo mencioné mi éxito en la prueba de latín, la asignatura más difícil. La Petra me miraba sin pestañear, con ojos escrutadores llenos de fuego. Comprendí que no iba a tragarse el embuste de que por preparar a conciencia el examen de latín había decidido no presentarme a los otros. Así que bajando la vista comencé a declararle la verdad. Aún no había pasado del preámbulo de mi confesión, cuando se le antojó a la fortuna proveerme de entendimiento; y fue que con la voz más dulce y mansa que salió jamás de mi boca, manifesté que la defunción de nuestra madre había supuesto un golpe muy duro para mí, un golpe que me había afectado hasta el extremo de impedirme atender a mis obligaciones como sin duda convenía. La Petra por fin pestañeó, y acaso no menos que para poner diques al rabión de gritos que presentía, solté yo aquellas palabras pensando en que de una maldita vez moviera ella los párpados y me librara de la fijeza abrasiva de su mirada. Pero sucedió lo que menos esperaba. En un instante afloraron a sus facciones los signos inequívocos de la emoción. Se mordió un labio y sus ojos, que seguían fijos en los míos, se recubrieron de un brillo de lágrimas que en vano trató de enjugar ella con una punta del delantal. Después, presurosa, salió de la cocina y no regresó hasta pasados cerca de quince minutos, cuando se hubo recuperado de la llorera. Entonces, en su tono brusco y severo de costumbre, me hizo saber que no tenía inconveniente en que yo dejase la cervecería. Apenas pude alegrarme: en el futuro, añadió, ella se encargaría de controlar personalmente la marcha de mis estudios.
No era desde luego mi intención propalar que una hermana virago me llevaba y traía como a un yoyó atado al dedo. Pues eso faltaba, exponerme así como así a la chacota de quienes ya andaban entre ellos apodándome. En cuanto Josu Ruiz hubiera puesto punto final a su quejumbre de casero, le contaría que a partir del sábado siguiente ya no habría impedimento para que concertáramos urgulinas a cualquier hora, pues ese día iba a vestirme el buzo por última vez. Omitiría, claro está, cierta promesa que me impuso la Petra con sólo la mirada. Iñasio le había encargado pedirme que el sábado continuara trabajando hasta el toque de sirena, a pesar de que me harían la liquidación a media mañana.
—Falta personal —dijo ella— y te regalarán las botas.
Negarme habría supuesto un triunfo; pero no supe, no pude, no osé. Por suerte se me ocurrió una forma de resarcimiento que me libró de andar mascando durante días las hieles del autodesprecio. Aquellas dos horas de trabajo sin salario me las había de cobrar en botellines de cerveza.
Semanas antes, cuando comuniqué a mis compañeros que se me había contratado para la temporada veraniega en una fábrica y les puse en autos acerca de todo lo concerniente a mi nueva situación, Josu Ruiz se apresuró a solicitarme las botas, luego de haber dicho yo que la empresa acostumbraba regalarlas como premio por el buen comportamiento. A ejemplo suyo se empeñaron los demás en sonsacarme el buzo, y sin haberles respondido sí ni no, comenzaron con mucha guasa a disputar por él y discurrieron jugárselo a los dados. Me molestó la coña y callé. No volvió a tratarse el tema; pero pasado un tiempo, Josu Ruiz reiteró seriamente su petición en el curso de una urgulina sin testigos. Abrigaba el antojo de colgar mis botas en el techo de su apartamento, a modo de trofeos proletarios. Le previne que aún faltaba bastante tiempo para saber si me las darían. Lo único seguro era que para entonces estarían tan desgastadas y sucias que habría de sentir él grandísimo asco de tocarlas. La advertencia no le inmutó. Se le figuraba que cuanto más estropeadas, más semejarían prenda de obrero, lo cual incrementaría su valor. Hablando de valor, se ofreció a pagarme dinero por ellas e incluso mencionó un precio que rechacé porque ni siquiera nuevas, le dije, debían de costar tanto. Propuso que yo fijara una cantidad. Entonces me franqueé:
—Te regalaré las botas a condición de que jamás las uses para embromarme. Ese es el precio que te pido.
Lo estoy viendo mirarme inquisitivamente, luego comprender y al fin concederme con efusión la promesa que yo anhelaba. Quedamos muy amigos tras el trato y ahora que sabía por Iñasio que en breves fechas las botas iban a pertenecerme, se lo pensaba confirmar a Josu Ruiz tan pronto como hubiera cesado de despotricar contra sus inquilinos.
Ocasión habría luego de referirme al Sapo, a quien Josu Ruiz conocía por relatos míos que desde un comienzo despertaron su interés. Aquel hombre que, por así decir, encarnaba la ruindad en estado puro, le parecía delicioso, al punto de afirmar que sólo por poder examinarlo de cerca aceptaría gustoso un empleo sin retribución en la fábrica. Su cinismo me laceró, pues no ignoraba él la clase de desventuras que yo pasaba a diario en el galpón. Para terminar de humillarme, me reputó de «tipo suertudo, a quien el destino le había deparado el privilegio de estar todos los días en un escenario y junto a un personaje digno de la pluma de Dostoyevski». No me sentí con ánimos de contradecirle. Tampoco le revelé que por culpa de aquel miserable yo me había perdido el serial de Encarnita. Hice creer a mis compañeros lo contrario y ahora el embuste me impedía relatar el penoso incidente, no así la serie de venganzas, vengancitas y venganzones que lo siguieron, pues es lo cierto que a partir de aquella tarde me dediqué sistemáticamente a sacar de quicio al Sapo. Le irritaba sobremanera oírme silbar. En consecuencia yo me pasaba la mañana y la tarde silbando; pero no de forma, digamos, armoniosa, sino muy mal a propósito y sin variar de pieza durante toda la jornada, siempre la misma, la misma, fi fi fi, fi fi fi, fuera Gracias a la vida, fuera Ob-La-Di, Ob-La-Da, de los Beatles. El Sapo, perdida la calma, me reconvenía y mandaba callar, y en el paroxismo de su excitación, me mostraba el puño, juraba y maldecía, momento que a mí se me figuraba particularmente idóneo para enviarle uno o dos barriles del revés.
A menudo me amenazaba con llamar al encargado. Un día le repliqué que por ese camino no iba a llegar lejos, pues daba la casualidad de que el encargado era pariente mío. Sospecho que lo comprobó, ya que en adelante no volvió a emplear el mismo recurso para amilanarme ni a decir verdad ningún otro. En su presencia di a Iñasio el único abrazo que éste recibió jamás de un miembro de mi familia, con la consabida excepción de su mujer. Ese gesto gratuito terminó de desarmar al Sapo. Ya no montaba en cólera por causa de mis conciertos silbantes; se limitaba a lanzarme miradas de refilón, henchidas de rabia sorda, mientras gruñía entre dientes.
Una mañana, durante el descanso del almuerzo, le hice objeto de un escarnio. Otros similares seguirían en los días ulteriores. Me acerqué a su choco, donde él comía, y una vez que tuvo la boca repleta de bocadillo, le pregunté de sopetón qué juicio le merecía la Estética de Hegel. Farfulló un sonido, posiblemente un eh desfigurado a causa del bolo que en ese instante obturaba su gañote. Barruntado el choteo, se volvió de espaldas, como para significarme que no le apetecía conversar conmigo. Esa misma tarde acudí a la fábrica provisto de un metro; pensando en infundir extrañeza al Sapo, comencé sin más ni más a medir barriles. Me aproximé después a la máquina, y musitando cálculos imaginarios de modo que él los oyese, medí palancas, soportes y otras piezas del mecanismo. Picado por la curiosidad, me preguntó qué hacía. Era lo que yo esperaba para recitarle los cuatro versos de un poema francés de Paul Eluard, que al efecto me había aprendido en casa de memoria. Especial deleite me procuraba dirigirme a él usando el mote con el que los obreros veteranos de la fábrica lo conocían. Se encorajinaba y trató de prohibírmelo; pero fue en vano. Cada dos por tres yo le espetaba la ofensiva palabra, y como él pusiera cara de perro rabioso, fingiéndome cortés y arrepentido le decía: perdona, Sapo. Con esto le perdí el respeto definitivamente.
Cierta mañana me atreví a enviarle un barril pequeño entre los grandes, pues los había de dos tamaños y según tocara lavar unos u otros debía él introducir los correspondientes ajustes en la máquina. Llegaron aquéllos rodando por las barras hasta donde el Sapo los recogía y empezó de pronto a sacudirles palazos. Fuera de sí, me insultó de manera que quedé muy ofendido. No le quise responder como me apetecía, porque no tengo yo coraje para altercados ni broncas; pero juré que me había de vengar muy malamente. Con tal designio discurrí una perrería de las más bellacas que he perpetrado nunca, y fue que acordándome de que él bebía cerveza con gaseosa de un porrón, formé propósito de añadir en secreto a su refresco un ingrediente que ninguna persona en su sano juicio cataría por gusto. Durante varias jornadas aguardé en vano la ocasión propicia de consumar la fechoría. El Sapo no se apartaba de la máquina, como si estuviera encadenado a ella. De este modo truncaba mi plan un día y otro día. Pensé que fuera irrealizable, y ya me había resuelto a maquinar alguna forma distinta de desquite, cuando de golpe y porrazo se me ocurrió la solución que haría posible mi primer proyecto. El truco, muy sencillo, consistía en traer de casa, dentro de un frasco, lo que yo deseaba que él bebiera. Poco antes del término de la jornada matinal se ausentó del galpón. No sé cuántos días estaba yo esperando aquel momento. La ocasión la pintaban calva y sin demora me llegué a su choco. Desgraciadamente el porrón no se hallaba en el balde con hielo. Supuse entonces que el Sapo se lo habría llevado consigo a fin de llenarlo de cerveza en el galpón paredaño, donde se efectuaba el relleno de barriles. Al sonar de ahí a poco la sirena, comprendí con alborozo su intención: había ido a aprovisionarse de bebida para la tarde. Iñasio no pudo ocultar un gesto de agradable sorpresa cuando desde su garita de vidrio me vio aparecer en la fábrica con más de media hora de adelanto. En el galpón desierto no tuve problema ninguno para sustituir una parte considerable del líquido contenido en el porrón por otra de similar medida y apariencia que yo guardaba en el frasco. Toda la tarde estuvo el Sapo aliviándose la sed con mis orines, sin notarlo. Hacía yo ánimo de referírselo a Josu Ruiz cuando sonó el teléfono.