El visitante accedía primeramente a un pequeño recibidor, la mitad por lo menos de cuyo espacio la ocupaba un ropero negro muy comido de carcoma. Entre el armatoste y la pared frontera quedaba un pasillo tan angosto que las personas corpulentas como Genaro Zaldúa debían atravesarlo de soslayo. Pendía del techo una lámpara antigua, cubierta de polvo, de las que llaman arañas, con copiosos colgantes de vidrio y bombillas en forma de vela, las más fundidas. De las pocas intactas escurría un resplandor demasiado débil para desalojar del recinto toda la penumbra. Una cortina opaca, corrediza, separaba el recibidor de la pieza principal.
Aunque, bien mirado, no deja de ser una exageración llamarla principal, pues otra que le disputase el rango no había, aparte un retrete minúsculo para cuya construcción se me figura que fue suficiente ponerle puerta a un hueco excavado en la pared. La pieza servía a un tiempo de dormitorio, cocina y sala de trabajo. Era amplia, pero estaba a tal punto abarrotada de cachivaches que no había posibilidad de desplazarse libremente por ella. Aquel sotabanco semejaba una casa de empeños.
Regía, sin embargo, el piélago de trastos un orden perceptible a simple vista. Nunca en las numerosas ocasiones que allí estuve encontré una prenda tirada, un zapato descabalado, un disco fuera de su funda. Cada cosa ocupaba un lugar preciso y por lo común invariable, reunidas las del suelo en grupos separados por sendas que confluían en un calvero al borde de la cama. Eso sí, polvo y tamos había para dar y tomar.
Tenía la habitación, aunque cuadrada, propiamente tres paredes, pues una cuarta, a partir del remate inferior del techo inclinado, no sería más alta de un metro. La cama la ocultaba casi enteramente, adosada a ella entre la buhardilla y un rincón donde se hacinaban cientos de cómics. La cama era del tipo de las matrimoniales, muy larga y ancha, sin más cobijas que una manta rellena de plumas. Carecía de colcha y de almohada, y aparte su función habitual cumplía la de asiento, único, si se descuenta el suelo, en que podían acomodarse las visitas.
La buhardilla había sido habilitada para madriguera de un conejillo de Indias. A través de un ventanuco situado en la pared del fondo recibía claridad en abundancia. Debajo, en la sombra del rincón, se hallaba la jaula, permanentemente abierta, ante la que se extendía una parcela alfombrada de aserrín por donde el animalillo podía corretear y solazarse a su gusto. La parcela había sido acotada mediante un tablón. La medida tenía por objeto impedir que el voraz roedor emprendiera expediciones por la pieza y se dedicara, como en los primeros días, a mordisquear cables y desperdigar sus cápsulas por doquier.
En contraste con la pared baja, la opuesta mediría obra de tres metros de altura y acaso me quede corto. En su parte central colgaba una pizarra verde, ventana a menudo abierta a las ocupaciones y vivencias del morador de aquel ático. Escrito en ella con tiza blanca o amarilla, el visitante podía encontrar desde la reproducción de un párrafo de Kant o de Bakunin, salpicado de acotaciones entre líneas, hasta el examen métrico de un poema; desde un pensamiento cualquiera hasta un bosquejo de carta destinada a pedir dinero al padre; en fin, desde una lista de compras hasta ejercicios de verbos y preposiciones en alemán.
Al costado izquierdo de la pizarra había dos grandes cartulinas fijadas con cinta adhesiva a la pared. Estaban separadas una de otra mediante una diana para dardos, en cuyo blanco de máxima puntuación campeaba un sello azul con la efigie de Franco, casi irreconocible por causa de los numerosos agujeritos debidos a los impactos. Recortes de revistas y diarios, que mostraban rostros célebres del arte y la filosofía, habían sido pegados sobre la cartulina más próxima a la pizarra. Un rótulo de grandes letras mayúsculas los declaraba HOMBRES NECESARIOS. Vecina de ellos, LA HEZ DE LA TIERRA: políticos en su mayoría, pero también militares, algún que otro escritor, su santidad el papa y la bandera de los Estados Unidos. Entre los primeros, Chaplin, Louis Armstrong, César Vallejo, Izaskun Ayestarán y otros; entre los segundos, Pinochet, Ignacio de Loyola, Hitler y el alcalde de la ciudad, además de la fotografía de don Raúl Matallana, aportada por su hijo. Curiosamente, Miguel de Unamuno figuraba en ambos lados.
Al pie del jeterío (término inventado por Genaro Zaldúa para designar las dos cartulinas recubiertas de jetas), se encontraba el tocadiscos, instalado sobre un mueble a manera de caja en cuyo interior se alineaba una numerosa colección de discos. Predominaban los de jazz; pero también había muchos de música clásica y no escaseaban tampoco los de salsa y canción latinoamericana. Probablemente fue en aquel ático donde atesoré el puñadito de conocimientos musicales que hasta el día de hoy componen casi todo mi acervo cultural en ese campo. Allí admiré por vez primera a Atahualpa Yupanqui, a Rubén Blades y a Count Basie; allí nació mi hábito de silbar cuando camino solo por las calles la melodía, que amo y nunca me abandona, de Do You Know What It Means To Miss New Orleans.
Recostado en el mueble de los discos se empolvaba un saxofón. Tenía una abolladura con raja en el recodo y quizá por eso no sonaba, si bien una tarde el Pulcro, soplando a morir, para asombro de todos los concurrentes consiguió arrancarle un agónico pitido. Una hilera de más de veinte tiestos con cactos de muy diversas clases ocupaba una balda adosada a la pared por debajo de la pizarra. Esta y otra fila similar de plantas antepuestas al zócalo llegaban hasta el costado de un viejo frigorífico, encima del cual había también una cantidad considerable de tiestos. A la derecha de éste quedaba el rincón del lavabo, que era la parte más oscura de la pieza. Repartidos por el suelo, sobre planchas de cartón, podía verse el balde de la basura, otro con patatas, un paquete de detergente, la regadera, un garrafón, botellas… El lavabo cumplía la doble función de fregadero y tina de las abluciones. Sobre él se hallaba un espejo circular con marco dorado a manera de festón. Era pieza antigua y quizá valiosa, como el ropero y la araña del recibidor, reliquias todas del palacete familiar que ahora iban llenándose de polvo y de manchas en el cuchitril del heredero emancipado. Entre el espejo y la pizarra se extendían cuatro baldas paralelas, cuajada una de ellas de cintas magnetofónicas, en su mayor parte con grabaciones de la radio; en otra se veía el tarro de la miel, la vinagrera, un busto en yeso de Beethoven, la botella de aceite de oliva, el pote del té y los utensilios de afeitarse. Sobre las dos restantes se alineaban numerosas vasijas de vidrio con su correspondiente etiqueta escrita a mano: hierbabuena, llantén, manzanilla común, manzanilla bastarda, tila, poleo, mate tostado, salvia, raíces de malvavisco y otras muchas hierbas para tisanas. La parte superior de aquella pared alta estaba profusamente empapelada con reproducciones en color de cuadros famosos, anuncios de conciertos y carteles de teatro y de los festivales de jazz y de cine de San Sebastián. Había tantos que algunos se solapaban. Recuerdo asimismo una fotografía ampliada que mostraba a Heinrich Böll durante la recogida del premio Nobel y un dibujo a tinta del pintor Carlos Sanz, que residía en el mismo barrio.
Clavada en el techo con tachuelas, llamaba la atención una bandera de la segunda República: mugrienta y raída a más no poder, los bordes deshilachados y un siete en la franja roja sobre el cual el Pulcro, conchabado con Izaskun Ayestarán, por tomarme el pelo habría de inventar un suceso de bayonetas y requetés presuntamente acaecido durante la toma de Bilbao. Hice como que la batallita me pasmaba y no les oía llamarme iluso a sovoz. La leyenda despedía un olor inconfundible a episodio galdosino. Andaba en ella el abuelo Ruiz, ricachón metido a cabecilla revolucionario; el cual, de ese modo, se hacía obedecer en las trincheras por la misma gente que en su empresa de propiedad familiar debía someterse a sus mandatos. Impelido por bríos temerarios, la cabeza entrapajada y un manchón sanguinolento en el delantero de la camisa, el hacendado agitador había escalado la pared de un histórico edificio hasta el balcón donde se erguía el mástil, y arriado, en medio del fragor y la humareda, el paño de la causa. Silban las balas en rededor, los impactos desencadenan una lluvia de lascas y cascarilla y toda la fachada de sillares se puebla de boquetes. El abuelo, hecho un eccehomo, se descuelga como gato escaldado por impostas y ventanas, ceñida a la cintura la enseña que llevará corriendo hasta su mansión de Neguri, con el consabido escándalo y estupor de sus familiares tradicionalistas. Llega exhausto y malherido; esconde en un arcón del sótano la bandera y, vuelto al combate, lo mataron. Se supone que transcurridas cuatro décadas, un nieto de parecida fibra encontró por casualidad la olvidada reliquia, se la llevó consigo a otra ciudad y la fijó con tachuelas al techo de su zaquizamí, entre una lámpara con fanal de cordeles enrollados a manera de globo y un cartel del parque zoológico de Berlín, que mostraba a una madre chimpancé amamantando a su monito. En fin, dejo esto.
Adheridas a la parte inferior de aquel cielo raso en pendiente, justo por encima de la cabecera de la cama, una constelación de más de diez retratos fotocopiados de Karl Marx señalaba el número de muchachas que habían sido gozadas en el ático. Una broma al tuntún me permitió desentrañar un secreto cuya existencia ni siquiera sospechaba. La mueca de asombro y la mal contenida sonrisa que mi alusión suscitó en quien llevaba aquel cómputo a la chita callando, me revelaron el sentido del mismo sin necesidad de mayores averiguaciones. Él, de buen humor, pero con un brillo receloso en la mirada, me amenazó con tronzarme la lengua si no la sabía refrenar delante de nuestros compañeros. A costa de éstos tuvimos los dos nuestros buenos ratos de juerga solapada cada vez que aparecía en el techo una cabecita nueva de Marx y ellos se entregaban a las más diversas y peregrinas conjeturas, con el fin de penetrar un enigma sobre el que su autor no cesaba de intrigarlos ni desorientarlos mediante pistas a cual más equívoca, y cuya verdad jamás les fue declarada ni por él ni por mí.
Adosada a la pared del fondo, la que se extendía desde el recoveco del lavabo hasta el rincón próximo al vano de la buhardilla, había una cómoda de madera noble, antigua y pienso que valiosa, con varias filas de cajones, cada uno de ellos provisto de su tirador sobredorado. Encima estaba el hornillo eléctrico, con vetas de churre y mugre torrada; a un lado, la vajilla, la tostadora, una balumba de cazuelas, el reloj despertador y el catalejo, y al otro, sirviendo de soporte al teléfono, los María Moliner y tras ellos el radiomagnetófono, muy bueno y de grandes dimensiones. Una espetera con diferentes utensilios de cocina colgaba cerca de la ventana, que era de dintel oblicuo, debido a la inclinación del techo, y tenía vistas a un sombrío patio interior. Mis compañeros contaban que en uno de los pisos de enfrente vivían varias chicas desnudas. A veces organizábamos turnos de vigilancia y tratábamos de descubrirlas con el catalejo. Lo cierto es que mi afán avizorador no obtuvo mayor recompensa que las mollas de un señor a quien por lo visto gustaba salir a la azotea a solearse en calzoncillos. A la izquierda de la ventana, colgado de una escarpia, se veía un gran mapa de Suiza, con los colores muy comidos a consecuencia del vapor de las coceduras, y más hacia el rincón un tablero de corcho al que habían sido clavadas algunas fotografías hechas durante la estada en Italia con Izaskun, así como una lista de señas y teléfonos, cupones de los ciegos, décimos de lotería y un sinnúmero de papeles y papelitos. No olvido que fue en aquella lista donde encontré por vez primera cierto apodo con que me marcaron mis compañeros por la época en que estuve empleado en la cervecería.
Semiempotradas al tabique opuesto, dos estanterías metálicas alojaban una gran cantidad de libros amontonados un tanto a la diabla. Entre una de ellas y el vano de entrada cubierto por la cortina quedaba sitio para un facistol de madera bruñida, muy antiguo, sobre el que a menudo podían verse hojas manuscritas. Ambas estanterías estaban separadas por la portezuela del retrete, que era un nicho con el espacio justo para la taza, sin ventana, claraboya ni respiradero por donde se pudiese ventilar. Un letrero, apañado seguramente en alguna taberna, advertía: RESERVADO EL DERECHO DE ADMISIÓN. El chusco aviso entró en vigor a partir de una tarde de otoño en que a una evacuación mefítica de Genaro Zaldúa, siguió la inmediata y forzosa de todos los demás, que de estampía hubimos de abandonar la pieza. Entre nosotros la llamábamos el apartamento.