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Porque sí, dijo, porque le había picado la pulga inoculadora de la generosidad y para celebrar su fiesta de no cumpleaños, un domingo de aquel mes de agosto Josu Ruiz nos invitó a comer en un restaurante de la Parte Vieja. Comimos mucho y bien a sus expensas, salvo Izaskun Ayestarán, que postrada en cama desde hacía dos días por imperativo de su natural jaquecoso, no pudo acompañarnos; y como nos refiriese Genaro Zaldúa que una hora antes la había dejado en casa llorando, le hicimos llegar desde una floristería, a cuenta asimismo de Josu Ruiz, un espléndido ramo de claveles con una nota consoladora firmada por los cuatro. Consumidos postre y cafés, puro en boca salimos a la calle, y caminábamos por ella, a la sombra fresca de las casas, departiendo amigablemente, cuando de pronto divisó Genaro Zaldúa un chusco de pan tirado al pie de una papelera y se agachó a recogerlo. Tomaron direcciones opuestas camisa y pantalón; asomó por la abertura un lomo velludo y un fleco de hilachas del calzoncillo siquiñoso. Hubo entre los demás no poca risa pensando no le hubiese saciado la tragantona que acababa de pegarse, y en camelo hacíamos entre nosotros cabalas sobre si nuestro amigo habría nacido con un baúl en el estómago o si tendría alojada en los intestinos, a modo de solitaria, una serpiente boa. Se enderezó Genaro Zaldúa con el hallazgo, y llamándonos a su lado, mostró propósito de aleccionarnos en una treta para patear palomas que decía haber aprendido recientemente de Izaskun. A fin de poner por obra el propósito, recibido con unánime aprobación, nos dirigimos sin tardanza hacia los jardines de la Alameda. Llegando al Boulevard, se deshizo el Pulcro de su tagarnina, porque se mareaba, y con cinco duros que socaliñó a Josu Ruiz corrió a proveerse de caramelos de menta al puesto de chucherías instalado bajo uno de los arcos del porche. Salían en aquel momento varias personas del café Barandiarán. Josu Ruiz reconoció entre ellas a Gabriel Celaya y con vocecilla de cotillero nos llamó la atención sobre él. Nunca antes había visto yo de cerca a un poeta famoso. Me impresionó vivamente el porte distinguido de aquel hombre anciano, grande sin llegar a corpulento, de mirada aguanosa, tez rojiza, expresión afable y cabellera blanca. Caminaba ayudándose de un bastón e iba diseminando por la calle el continuo je je je de su risita. Genaro Zaldúa arrojó al grupo una mirada aguileña, y rascándose el cogote, el veguero entre los labios, se interesó con chunga irreverente:

—Pero ¿no la había palmado y le dedicamos no hace mucho un minuto de silencio?

Cruzamos la calle y a propuesta de Genaro Zaldúa nos sentamos los cuatro en un banco próximo al templete, sobre cuyo tejado se soleaba muy a su sabor algo más de una docena de palomas. Apenas hubo comenzado nuestro compañero a explicarnos los rudimentos de lo que llamaba «arte pataderil», el repentino pistonazo de una moto desbandó las presas, que aleteando frenéticamente volaron por sobre las copas de los olmos en dirección al tamarindal de Alderdi-Eder, a unos doscientos metros de donde nos encontrábamos. Hacia allí nos dirigimos y por el trayecto Josu Ruiz rompió a despotricar contra las palomas. Que si pajarracos glotones, que si no tienen color ni cantan, que si les había tocado en una tómbola el privilegio de simbolizar la paz, que si lo mismo podían haberse llevado el premio las moscas o los besugos. Y concluyó, gesticulante:

—Está visto que en las guerras radica el principal sustento de las bellas artes.

Como si le hubieran quitado la idea de la boca, el Pulcro se apresuró a refrendar:

—Si la gente dejara de matarse, adiós literatura.

Tomó la palabra Genaro Zaldúa, en un puño el pan hecho gigote, peinándose con los dedos de la otra mano las largas barbas patibularias:

—ETA, proveedora de temas y argumentos, debería estar subvencionada por el Ministerio de Cultura.

El gesto soñoliento, el mirar perruno, cojeaba Josu Ruiz por el borde de la acera.

—Desde un punto de vista estético —dijo—, lo que me gusta del País Vasco es que vas por la calle tan tranquilo, bajas la mirada y, zas, descubres delante de tus pies un charco de sangre.

A todo esto resolví participar en la conversación, temeroso de que si seguía callado mis compañeros dieran en creer que no compartía sus opiniones. Considerando entonces que a la vista de cuanto ellos acababan de afirmar no decía yo ninguna inconveniencia, auguré que la lucha armada en Euskadi desembocaría tarde o temprano en un auge de la narrativa vasca. Se detuvieron ellos de golpe, enristró Josu Ruiz hacia mí y no sé con qué intención me dio una palmada en la paletilla:

— Verdaderamente eres único, Hilario —y se echaron los tres a reír de buena gana y yo con ellos sin saber por qué.

En la tarde estival Alderdi-Eder, de bote en bote, presenta una típica estampa de domingo. La bulliciosa chiquillería se arracima en torno a unos pocos columpios y a la única chirristra. Un ejército de novios formales, de padres, madres y ancianos con carritos de bebé abarrota los senderos del jardín florido. Apenas queda un hueco libre en los bancos. El bochorno aprieta entre una y otra racha ocasional de brisa fresca. Sentada bajo la sombrilla, la barquillera, pregona desganadamente su mercadería, y unos pasos más adelante un mendigo con carita de pena, exhibe a pleno sol las llagas de sus pies. En la escudilla se aburren no más de dos duros y algunas rubias. Un rectángulo de cartón da noticia de su miseria: PADRE DE 5 IJOS, ENFERMO, SIN TRABAJO, PIDO POR AMBRE. Pasamos entre él, recostado en la barandilla, de espaldas a la playa, y dos señoras que lamen sendos helados y lo contemplan a prudente distancia. La una comenta:

—Chica, anda tú a saber si esa lepra es contagiosa.

Tras larga búsqueda, divisamos por fin un banco desocupado junto a la estatua de los leones, a los cuales el Pulcro dibujó quevedos rojos la noche de las pintadas. Allí instalados, acude a las migajas una paloma, seguida del buchón. Este, más atento a conquistar que a poner remedio a la gazuza, danza y se pavonea delante de la hembra, que, desentendida de cortejador y cortejo, pica que pica los trocitos de pan dispuestos en una hilera que conduce directamente al banco. Obedeciendo instrucciones de Genaro Zaldúa ninguno de nosotros habla ni se mueve. Cuatro pares de zapatos aguardan el momento oportuno para el ataque; pero de pronto un mocasín de Josu Ruiz se precipita y antes de tiempo arroja al aire un puntapié que, sin alcanzar a ninguna de las dos aves, las espanta. Reconvención y propósitos de enmienda. Llegan nuevas palomas en busca de una ración de patadas. En algunos casos la reciben y en otros no, y se van despavoridas. No son pocas las que, recobradas del susto, regresan después de un rato a repetir fortuna. A veces se posa en el suelo algún gorrión solitario, que a saltitos presurosos se acerca a recoger su miga y sin pérdida de tiempo se aleja con ella en el pico para disfrutarla a su salvo sobre las ramas de los tamarindos. Yo me digo entre mí que debería bandearme en la vida igual que ellos.

Agotado el cebo, tuvimos que dar paz a las palomas, con pena al parecer de algunas de ellas, que aún no escarmentadas seguían congregándose en los alrededores del banco. Abandonamos Alderdi-Eder con designio de desplazarnos hasta la tetera, nombre con que por aquella época se conocía en la ciudad a una zona de la playa donde les estaba a las mujeres permitido solearse con los pechos desnudos, razón por la cual la barandilla desde la que era posible contemplarlos constituía un lugar de continuo peregrinaje. Yendo los cuatro paseo de la Concha adelante, metidos en la pacífica riada de transeúntes, vimos venir en dirección opuesta una ringla de niños mongólicos, cogidos de la mano por parejas. Serían hasta veinte, más dos personas adultas a la cabeza de ellos, que los guiaban. Provistos unos de globos, otros de banderines, hacían los niños el efecto de haber estado en alguna fiesta. Venían caminando muy formales, y a su paso la gente se paraba a mirarlos, dedicándoles los más una sonrisa entre piadosa y apenada que desató la cólera de Josu Ruiz.

—Hay que socorrer como sea a esos desvalidos.

Genaro, no sé si en serio o porque barruntó diversión y aventura, convino de inmediato en la propuesta:

—Es causa noble. Vamos tras ellos.

Sin demora desanduvimos un trecho y nos colocamos a la zaga de los subnormales. Caminábamos muy seguido de ellos, como si formáramos parte de la insólita procesión. El Pulcro Matallana, con malicia de provocar tal pensamiento en los transeúntes, remedaba los andares del niño que le precedía, achinaba ojos, inflaba mejillas y con balanceo de títere sacudía la cabeza. Josu Ruiz le arreó una pescozada y con esto se reportó. Siguiendo los pasos del grupo, a cada poco abandonábamos la fila con el fin de increpar a alguna persona de cuantas se detenían a mirar, que eran todas, y con especial virulencia a quienes parecían reírse o murmuraban. Por este último motivo tuvo Genaro gresca con un vejete, a quien llegó a sujetar por las solapas. Poco más adelante dejamos tiesas de susto a dos señoras, luego que una de ellas hubiera señalado con el dedo a nuestros protegidos. Pensaron las mujeres que seríamos nosotros tutores de aquella veintena de almas y se ofrecieron con aspavientos mojigatos a efectuar un donativo. Recibieron por respuesta una andanada de groserías que las dejó patidifusas. De ahí a poco, a cinco o seis mozalbetes vestidos con bañador que hacían cola junto al puesto de golosinas, como advirtiéramos que se burlaban de los niños subnormales, les compelimos a pedir disculpas; lo hicieron y eso les salvó, menos a un gordito que entre ellos se hallaba, al cual el Pulcro, por capricho, le retorció la oreja malamente. Aún llamamos a capítulo y reprendimos a otros varios transeúntes antes de llegar a la plaza de Cervantes, donde de común acuerdo dimos por terminada nuestra acción benefactora. Apartándonos de la fila, nos sentamos en un banco a deliberar, y comoquiera que nos había llenado de orgullo lo que acabábamos de hacer, resolvimos dedicar la tarde a defender a cuantos lo necesitasen. Y decía Josu Ruiz:

—Tanto como escritores somos una comunidad de conducta. Esto tiene que quedar claro. Me niego rotundamente a formar parte de una camada de literatos. De una u otra manera las acciones de La Placa deben redundar en beneficio de la sociedad.

Le motejaron de exagerado y se moderó:

—Bueno, quiero decir que nos vincula un talante, ¿me entendéis?, y no el empleo preferente de estos o los otros adjetivos. En eso ha de consistir nuestro mérito: en lograr que algún día nos nombren los tratados de historia. Y para ello será necesario llevar a la práctica nuestros poemas en la vía pública. Tú, Pulcro, no olvides mencionar estas cosas cuando redactes una nueva carta para el periódico. Que nadie nos venga con el cuento de que sólo hacemos chistes. ¡Tenemos una ideología, qué porras!

—De paso —terció Genaro Zaldúa con ceño adusto— intercala algún elogio de lo vasco para halagar a los borrokas de la zona. Que no se repitan críticas como la del abertzalito de Intxaurrondo.

Fingiendo no estar al corriente del asunto, le pregunté a qué críticas se refería. Rezongó:

—Pues un gilipollas que nos ha tildado de españolistas en La Voz. Llevo su nombre escrito en un papel por si un día de éstos me da el golondro de ir a su barrio a ponerlo como un guante.

Se había levantado viento y en cosa de diez minutos los confines del cielo, más allá de la isla, se poblaron de negros vellones de tempestad que a ojos vistas se acercaban hacia tierra. El mar oscurecía y se rizaba por momentos, y en breve la raya del horizonte desapareció detrás de una cerrada masa de nubarrones. Avisados bañistas desalojaban presurosamente la playa, perseguidos por los primeros remolinos de arena. La galerna no tardaría en irrumpir en la bahía. Nosotros seguíamos con nuestra plática, cuando de pronto avistó Josu Ruiz a un anciano en silla de ruedas, que procedente de la calle de Easo se dirigía al paseo de la Concha empujado por una mujer. El inválido, abatida la cabeza, parecía dormido o desmayado. Desde lejos podían percibirse las ímprobas dificultades de la mujer para abrirse paso entre el gentío que atoraba el angosto tramo de acera junto al hotel de Londres.

—Los van a aplastar —exclamó Josu Ruiz enfurecido, a tiempo que señalaba con el dedo en aquella dirección—. La gente cada día es más inhumana.

Considerando con buen juicio que los cuatro éramos demasiada escolta para un solitario paralítico y su guía, y que dos de nosotros bastaban para prestarles suficiente protección, dispuso que lo acompañase el Pulcro y sólo el Pulcro, pues quería asegurarse, dijo, de que el chaval se tomaba en serio la defensa de los débiles. Nos pareció a todos acertado hacerlo como él decía, y con acuerdo de reunirnos más tarde en aquel mismo banco, donde Genaro y yo permaneceríamos atentos al paso de otros desvalidos a quienes pudiésemos socorrer, se fueron ambos sin tardanza en pos del anciano de la silla de ruedas y de la mujer que tan trabajosamente lo conducía.

Ni cinco minutos discurrieron desde que los dos se hubieran perdido en la muchedumbre, cuando una acometida súbita de la galerna estremeció los quebradizos tamarindos y transformó el pelambre de Genaro en una llamarada de cabellos. Fucilaba hacia el Noroeste, cada vez más cerca. Hervía el paseo de personas en huida. Al borde del jardín, la barquillera se afanaba en plegar la sombrilla derribada, no lejos del mendigo impasible que tranquilamente hospedaba sus pies ulcerosos dentro de las alpargatas. Subía por la rampa de acceso a la playa un tropel de gente semidesnuda y trompicante, con los cuatro haberes apretados contra el pecho. Oculto el sol, sobrevino el primer trueno. Lloros infantiles, gritos y carreras. El aguacero descargaba ya con furia en la bocana.

—¿A que no hay redaños de aguantar aquí sentados la chaparrada?

Se me figuró que era Pichablanda, el enteco y asustadizo Pichablanda, tal como lo hube conocido años atrás en el barrio de Illarra-Berri, quien me escrutaba retadoramente desde el fondo de aquellos ojos desmesurados. Sentí en la mejilla una gota grande y fría.

—En la fábrica —respondí con calculada flema— ando mojado a todas horas.

Permanecimos en el banco hasta el final de la tormenta, solos los dos en la plaza vacía, sentados uno junto a otro sin mirarnos ni pronunciar una sola palabra mientras nos calábamos hasta los huesos.