A punto de marcharme volví a decirles que aunque lo lamentaba no podía acompañarlos, porque al día siguiente tenía que levantarme temprano para ir a trabajar. Ellos se mostraron comprensivos y hasta apenados. Probablemente no se les ocultaba mi decaimiento. Genaro Zaldúa reveló una faceta solidaria que yo no le suponía. Todos refrendaron sus palabras bondadosas y un punto enrevesadas, y estuvieron de acuerdo con él en que cierta suma no pequeña aprontada por mí para la compra de los aerosoles me confería el derecho a considerarme coautor de las pintadas. Unos y otros se ofrecieron a escribir en alguna pared de la vía pública cualquier frase o consigna que yo les quisiese dictar. Me abstuve por supuesto de darles el encargo, receloso de la sinceridad de aquella a manera de compasión que me mostraban, limitándome a expresarles tan ardientemente como pude mi apoyo al acto previsto para esa noche. Incapaz de soportar sus manifestaciones de euforia, me despedí.
En el vestíbulo, arrodillada, doña Mercedes quitaba el polvo al zócalo con una bayeta amarilla. Al instante se levantó y fue a la puerta para hacerme la cortesía de abrirla. Un mechón lacio caía sobre su frente y en la sonrisa ladeada brilló un momento la muela de oro. De pronto fijó en mis pupilas las suyas entre atónitas y consternadas, y llamándome una vez más Macario, me preguntó si el bizcocho no me había sentado bien, porque, reconoció turbada, era algo viejo. Negué rotundamente y entonces ella quiso saber si me hallaba enfermo o si había reñido con mis amigos. Por librarme de su acoso le respondí que desde hacía un tiempo me molestaba un dolorcillo en el estómago, cosa de poca monta que, según me había asegurado el médico, desaparecería con sólo guardar reposo. Esto dicho, se apartó de delante de la puerta, visible en su rostro la satisfacción de saber que mi aspecto alicaído no se debía a su bizcocho, y pude marcharme. Que mis compañeros no hubieran insistido en persuadirme a que me quedase con ellos esa noche, venciendo la escasa resistencia que, ahora me daba cuenta, deseaba oponerles, eso me repudría y por eso, acodado a la barra del autobús, de vuelta a casa, susurré un maleficio con miras a que fracasase su proyecto. ¡Les habría costado tan poco convencerme!
Las pintadas de agosto constituyeron el primer eslabón de una cadena de acciones encaminadas a difundir por la ciudad el nombre de La Placa. Aunque suscitaron varios escritos de protesta publicados en la prensa local, no les acompañó el éxito propagandístico que se esperaba, a causa de un descuido imperdonable de mis compañeros: ninguno de ellos se acordó de firmar la audacia. De esta forma, los enfurecidos detractores se ahorraron la molestia de responder a unos mensajes anónimos en los que tal vez ni siquiera habían reparado y se limitaron, si bien con mucha indignación, a reducir el acto a una fechoría contra la limpieza de la ciudad, propia de gamberros, de energúmenos, o como afirmaba una señora enfadadísima en su carta: «de granujas que se aprovechan de la noche para hacernos todo el mal que pueden. Si les gusta manchar que manchen su casa, si es que la tienen esos vagabundos».
Algunas pintadas de La Placa duraron meses. La calina, el salitre, las lluvias otoñales fueron diluyéndolas poco a poco, pese a lo cual bastantes de ellas sobrevivieron perfectamente legibles hasta el invierno e incluso más. Otras, en cambio, desaparecieron a las pocas horas. Esta suerte corrieron todas las de Josu Ruiz que afrentaban al alcalde Alkain. Sin llegar a secarse fueron tachadas con otra pintura. Yo sólo alcancé a ver la que trazó en una de las paredes laterales del Hotel Londres: ALKAIN, TE SERRAREMOS LAS PIERNAS. El Pulcro, siempre ocurrente, se dedicó a pintar puertas del lado izquierdo de automóviles blancos, dieciocho en total; en ellas escribió cuidadosamente sendas letras mayúsculas en color rojo con la esperanza, decía, de que alguna vez un embotellamiento reuniese a todos esos vehículos en el orden necesario para poder leer: GORA EL AZAR OBJETIVO. Después, con lo que le sobró de pintura, discurrió trazar una línea continua a lo largo de las fachadas de la calle de San Marcial, sin excluir lunas de escaparate ni entradas de portal. Se conoce que a la mitad del tercer edificio se le quedó vacío el aerosol.
Un éxito que ni ellos mismos podían prever obtuvieron andando el tiempo dos de las numerosas pintadas que aquella noche realizaron conjuntamente Genaro Zaldúa e Izaskun Ayestarán. La primera, una palabra encerrada dentro de un óvalo, sobre el pedestal de una farola situada en el paseo de la Concha muy conocida por cuanto a menudo sirve de emblema de la ciudad, junto con la famosa barandilla blanca, resistió lo suficiente como para ser reproducida por chiripa en algunas tarjetas postales. TEMBLAD, decía, y no desapareció hasta que al término de unos comicios la borraron funcionarios municipales con ayuda de cierta máquina que dio mucho que hablar entonces. Por capricho de la casualidad, la otra, TODOS A NICARAGUA, aún alcanzó mayor difusión. Y fue que en el transcurso de uno de tantos tumultos callejeros, frecuentes en la ciudad por aquella época, un miembro de la policía antidisturbios la emprendió a porrazos y patadas con un joven que yacía en la acera, el rostro bañado en sangre, las palmas de las manos unidas en señal de imploración. La escena, no por brutal menos cotidiana, acertó a retratarla un fotógrafo, y quiso la fortuna que al fondo de la imagen se hallara una pared blanca en la que podía leerse con entera claridad la frase debida a Izaskun y Genaro. La instantánea fue publicada en el periódico Egin y en una revista de temas políticos afín al separatismo; posteriormente, ampliada, ilustró el cartel electoral de cierto partido nacionalista, aliado fraterno de ETA, que comenzó a prosperar por aquellos días. Izaskun Ayestarán estuvo a punto de solicitar su ingreso en esa formación política, sólo por agenciarse el cartel que finalmente consiguió por otros conductos.
Renombre y fama, aunque mala, se supone que debía haberles procurado a mediados de agosto Encarnita, la mujerzuela que padecía horriblemente. Fue éste o quiso ser un serial radiofónico de sobremesa, puesto en antena bajo los auspicios de aquel locutor amigo a quien Genaro Zaldúa y el Pulcro Matallana conocían de sus tiempos en la farándula. Por lo visto el programa resultó una plasta descacharrante, ruidosa y blasfema que no logró pasar de la tercera de las quince emisiones acordadas en un principio. Una decisión de arriba, por así decir, impidió que el escándalo se consumase por completo. Sobre la historia desvariada de Encarnita yo no sé sino lo que me contaron, ya que no pude escuchar un solo capítulo de la serie ni leer su guión, pues mis compañeros, confiados en sus dotes improvisadoras, no se tomaron la molestia de escribirlo. Cualquiera de ellos que recibiese un soplo de la inspiración acercaba la boca al micrófono y soltaba la ocurrencia, mientras los demás se encargaban de los efectos especiales, consistentes por lo general en silbidos, gritos, eructos y un zangoloteo infernal de cencerros y sonajas. De este modo, en medio de una trápala incesante, se desarrollaba el relato absurdo de las desventuras de Encarnita, la monja heroinómana, abortista, malhablada y por supuesto ramera, a quien lo mismo prestaba voz uno que otro, compitiendo todos ellos por pronunciar las mayores obscenidades y chocarrerías.
La tarde en que había de radiarse el capítulo segundo llevé el transistor a la cervecería y lo tuve guardado en un bolsillo del buzo hasta que poco antes del comienzo de la radionovela lo saqué, extendí la antena, y pensando que con ello no hacía nada malo ni prohibido, lo conecté. Aún no había conseguido localizar la emisora, cuando el casero tufillas que atendía a la máquina de lavar vino desalado hacia mí y entre palabrotas y amenazas me conminó a apagar el aparato; si no, dijo, iría corriendo a la oficina a poner el caso en conocimiento de los jefes. Toda la tarde estuvo vigilándome desde el fondo del galpón, la cara ceñuda bajo la luz mortecina de la bombilla. En los descansos de la máquina se le oía mascullar. A veces, con el avieso designio de arredrarme, propinaba sin más ni más una sarta de palazos a los barriles. No había obrero que pasara a su lado a quien no detuviera con el fin de ponerle en autos sobre mi presunta gandulería. A todos hablaba a voces, de forma que yo le oyese denigrarme, al par que me apuntaba con el dedo, como a criminal. No se daba cuenta de que los interpelados encubiertamente me guiñaban el ojo ni que por señas y gestos me daban a entender que no le hiciera caso; con lo cual, y saber que desde antiguo lo apodaban el Sapo, muy pronto aprendí a perderle el respeto.
La esperanza de escuchar al día siguiente el capítulo tercero me inspiró un plan enderezado a ablandar al Sapo, desenojarlo y reducir en lo posible los recelos que yo le infundía. Por la mañana trabajé con más ahínco que nunca, cuidándome muchísimo de no enviarle un solo barril del revés. Durante la faena prescindí de mi costumbre de silbar, en la inteligencia de pasar inadvertido. A la hora del almuerzo hice de tripas corazón y me acerqué a ofrecerle un cigarrillo. El Sapo me miró un instante con fijeza. Sin duda desconfiaba; pero aun así aceptó el convite. Fumábamos y comíamos en silencio, cada cual de lo suyo, y a veces él le daba un tiento a un porrón con cerveza y gaseosa que acostumbraba poner a refrescar en un balde lleno de agua y trozos de hielo, adosado a la pared. El Sapo bebía como un niño de teta, chupando golosamente el pitón. Verle mamar de aquella forma me repugnaba hasta el punto de antojárseme un rasgo cortés de su parte el no invitarme a un trago. No me costó implicarlo en un diálogo insustancial, que aproveché para rendirle mi albedrío, tratando por todos los medios de ganarme su confianza; y así, cuando al término de la jornada matinal vi que correspondía de buen talante a mi despedida, sacudiendo la mano desde lejos, tuve el grato presentimiento de que no se pasaría la tarde con ojo avizor.
De retorno al trabajo, tras la comida en casa, albergaba tan firme convencimiento de que por fin escucharía un capítulo de Encarnita, que por primera vez desde mi ingreso en la fábrica la vista del vetusto edificio, entre cuyas paredes fuliginosas y agrietadas yo pasaba tan malas horas cada día, no me deprimió. Consciente de los riesgos que entrañaría un exceso de confianza, determiné proseguir con la estrategia de la mañana y fingirme voluntarioso y buen chico durante la hora previa al inicio de la radionovela. Mientras el Sapo efectuaba las manipulaciones pertinentes con el fin de poner en marcha la máquina, tomé una escoba, y sin que nadie me lo ordenase, comencé a barrer el suelo del galpón. Al verme, el Sapo hizo señas para que me acercara a barrer su choco; deseoso de complacerlo, acudí con presteza, y era tal mi servilismo que sólo me faltó lamerle las botas para parecer su perro. Creyó él sin duda que mi actitud sumisa le confería alguna autoridad sobre mí y me mandó que fuera a traerle hielo en el balde. Cumplido el encargo, no apartó la vista de la máquina cuando pasé a su lado. Esto se me figuró un más que buen augurio: la prueba indiscutible de que el simplote ya no me vigilaba. La fase siguiente del plan era crucial. Todos mis esfuerzos se encaminarían a evitar que aquel hombre odioso advirtiera mi presencia en la entrada del galpón. Con ese fin determiné mandarle los barriles de forma que en el mismo instante que acudiera a sacar uno con el palo yo colocaría otro sobre las barras; así, si por casualidad dirigía la mirada hacia mí, me vería siempre ocupado, trabajando los dos en perfecta compenetración. Mis previsiones se revelaron acertadas, y durante más de media hora la labor discurrió a buen ritmo, sin detenciones ni (lo que aún era más importante) miradas oblicuas o de frente por parte del Sapo. Faltando poco para las tres, momento en que empezaría la fantochada radiofónica de mis amigos, le envié en un abrir y cerrar de ojos obra de veinte barriles, con idea de tenerlo abastecido para largo rato. Le indiqué a continuación que me urgía ir al servicio. Envuelto en la nube de vapor que despedía la máquina, el Sapo hizo un gesto de aquiescencia y siguió con su trabajo. Tras cerciorarme de que no me observaba, me oculté en un recoveco entre las columnas de barriles sucios, dispuesto a escuchar un cuarto de hora de programa; conjeturé que más tiempo no me sería posible permanecer ausente sin levantar sospechas. Agazapado en mi escondite, conecté el transistor a muy bajo volumen y con inmenso placer oí a la locutora anunciar en un tono neutro, profesional, el inminente comienzo de la radionovela. La misma voz declaró a continuación la temperatura ambiental en la ciudad; después, silencio, y de pronto, solemnes, rotundos, los compases del himno nacional de la Unión Soviética, sintonía musical elegida por mis compañeros para introducir su programa. Fue cuanto pude escuchar antes que me cubriera la sombra. Por el rabillo del ojo reconocí las botas de cañas recortadas del Sapo. Había junto a ellas dos borceguíes negros con suela de goma que tampoco me eran desconocidos. Iñasio alargó la mano en espera de que yo le entregase el transistor. Apenas se lo hube dado, hizo ademán de zumbarme un revés; pero tuvo el acierto de contenerse, porque como me llamo Hilario que si me llega a tocar un solo pelo de la cabeza, no habría aguardado a la noche para demoler su automóvil a trancazos. Al fin se conformó con dirigirme una reprimenda, movido sin duda por el propósito de satisfacer al Sapo. Reconozco, no obstante, que Iñasio se portó bastante bien conmigo. Una vez salvadas las apariencias, en cuanto se presentó una oportunidad me restituyó el transistor. A la Petra no le contó una sola palabra de lo sucedido.
Aquella misma tarde se acabaron Encarnita y sus padecimientos horribles. La notificación, escueta, les salió al paso a mis compañeros cuando, nada más concluir el tercer capítulo, en alegre tropel abandonaban la emisora, situada justo encima de la iglesia de los jesuitas. A mi llegada al piso de los Matallana, con la bolsa repleta de botellines, hallé a los cuatro festejando bulliciosamente el prematuro final de la monja depravada.
—Desmustia esas facciones, proletario —se guaseó Josu Ruiz al verme— y reparte cerveza porque tenemos que brindar. La Placa ha obtenido hoy un triunfo histórico.
El Pulcro se apresuró a soltar su acostumbrada chirigota:
—Yo ya me veo citado en los libros de la escuela.
Supe a continuación la causa de estar mis compañeros tan alborozados y, por darles coba, no vacilé en calificar de particularmente atrevido el programa de esa tarde. La prohibición de seguir con el serial no me pillaba de sorpresa, les dije; y concluí como si estuviera al cabo de todo:
—Os habéis pasado.
Desde la emisión del primer capítulo les había hecho creer que cada tarde, a las tres, conectaba el transistor para deleitarme con las peripecias de Encarnita. Se suponía que tan pronto como empezaban a difundirse por el galpón los sones del himno soviético, se paraban las máquinas, se interrumpían las cargas y descargas de los camiones y no menos de diez obreros del sector de barriles venían a arremolinarse en torno a mí, precedidos por el encargado, que era el que más gozaba con la audición. Se deja imaginar el halago y complacencia que semejante embuste producía en los miembros de La Placa y con cuánto entusiasmo brindaban, y yo con ellos, botellín de cerveza en mano, por lo que entendían «éxito grandioso de la radionovela entre la clase trabajadora». Genaro Zaldúa trasudaba exaltación.
—Tres días de cachondeo sin restricciones —afirmó— han sido suficientes para alcanzar un objetivo al que ETA aún sigue aspirando en balde después de una década de tiros y bombazos.
Yo me esforzaba por mostrarme tan contento como ellos y por que mi risa, aunque forzada, no desmereciese junto a la suya, sin saber a ciencia cierta qué clase de interés podía seguírseme de semejante simulación, como no fuera el de no verme en el brete de poner una nota atribulada y antipática en medio de la general alacridad. Temía que en un descuido aflorase a mis facciones el despecho pungente, la corrosiva frustración de no haber podido participar en aquella al parecer tan deliciosa experiencia radiofónica. Joviales y bulliciosos, mis compañeros intercambiaban felicitaciones, hacían gestos cómicos, bromeaban y bebían cerveza, mi cerveza, a gollete. Su exultación locuaz, su regocijo desbordado, les impedía advertir el reconcomio feroz que bajo la máscara sonriente suscitaban en mí sus risas, muecas y chuflas. Experimenté entonces la aguda quemazón motivada por la dicha ajena; pese a lo cual y desconocer los detalles del escándalo triunfal que festejábamos, yo mostraba alegría y brindaba como cualquiera de los concunentes.
Se me ocurrió por fin un subterfugio para sonsacarles información sobre lo que ellos ignoraban que yo no sabía, y fue que declarando un presunto deseo mío por resolver una duda mordiente, les rogué me revelasen de quién habían partido las barbaridades o los sarcasmos a que principalmente cabía atribuir la suspensión del programa. Al instante cuatro yoes rotundos se disputaron la preeminencia acústica. Tal como yo había supuesto, cada miembro de La Placa se consideraba a sí mismo el héroe que con sus intervenciones ante el micrófono había logrado sacar de quicio al mandamás de la emisora. Se enzarzaron todos ellos por esta causa en una disputa bufonesca. Izaskun Ayestarán opinaba que con sus consignas de apoyo al gobierno sandinista, intercaladas hasta la saciedad a lo largo del relato, sus referencias sin tapujos a las arduas menstruaciones de Encarnita, así como el nada desdeñable atrevimiento de haber llamado dos veces por capítulo hijos de puta a los oyentes, se había cargado ella sola el serial, ¿sí o no? No, rugieron al unísono los demás, y el Pulcro dijo con estas o similares palabras:
—Apeaos de la nube, tíos. Al menda lerenda hay que agradecer que nos hayan puesto de zancas en la rúe. ¿Habéis olvidado la felación al sochantre enano de Calahorra? O, esta tarde, ¿el barullo orgiástico entre monjas y cerdos en la pocilga de la abadía?
Le abuchearon y solicitó mi parecer:
—Lo de la felación —afirmé sin titubeos— fue un golpe fuerte. Más de un obrero se santiguó.
—¿No os lo he dicho? —se jactaba—. Si fuera por vuestros chistes pastoriles aún seguiríamos en la radio.
Para Josu Ruiz no existía duda de que en sus improperios contra el alcalde había radicado la causa fundamental de la censura del programa. Le replicaron sus compañeros y él hizo un intento de reafirmarse; pero a la primera palabra le obligaron a callar a puro de abucheos. Hasta la siguiente urgulina, varios días después, no pude enterarme de los numerosos insultos que en el curso de los tres capítulos había dirigido al alcalde Alkain, a quien entre otras cosas acusó de promover intrigas destinadas a erigir un muro de Berlín en la ciudad, de modo que San Sebastián quedara partida en dos sectores, abertzale el uno y españolista el otro; y también le había acusado de ser el que a escondidas orinaba fuera de los mingitorios de la casa consistorial. Por boca de Encarnita había dicho que cerca del setenta por ciento de los donostiarras deploraba que un calvo dirigiese los asuntos del municipio, y que era imperdonable que éste se valiera del poder que le confería su cargo para impedir el establecimiento de un servicio de horcas y guillotinas a precio módico en la plaza del Buen Pastor, junto a la catedral, negando de este modo a los ciudadanos de extracción social humilde el derecho a quitarse la vida con garantías higiénicas y sanitarias. Citó otros muchos escarnios por el estilo, y yo le di razón en todo y le hice creer que secundaba su sospecha según la cual una llamada telefónica desde el ayuntamiento o desde la sede de un determinado partido político había precedido a la decisión de suprimir aquel programa contrario a los intereses de la primera autoridad municipal.
En cuanto a Genaro Zaldúa, arrellanado en la vieja butaca (una mano posada furtivamente en el muslo de Izaskun, con quien ya todos sabíamos que andaba mancornado), se esforzaba por no perder baza en la porfía; pero sus palabras, en contraste con las resueltas y ágiles de sus amigos, sonaban vacías de sinceridad, grises y despuntadas. Sus gestos carecían de la vehemencia aspaventosa que comunicaba a los de los demás el empeño ardoroso por conseguir que prevaleciese la propia opinión, y aun sus risas esporádicas sonaban un punto fofas y teatrales. Es lo cierto que su contribución a la gamberrada radiofónica, como él mismo habría de reconocer andando el tiempo, bien podía calificarse de tibia, por no decir pobre. En realidad, Genaro había acudido a la emisora con el velado propósito de frenar en lo posible las audacias y osadías de sus compañeros, guiado por el deseo de realizar la radionovela hasta el final, dosificando convenientemente las burlas escandalosas durante las catorce primeras sesiones y reservando saña y desvergüenza para descargar el mazazo de los mazazos el último día. Confiaba en exprimir de esta manera los ingentes beneficios propagandísticos que a su juicio comportaba una comparecencia de media hora diaria, de lunes a viernes, ante el micrófono de una de las emisoras de radio más escuchadas en la provincia. En consecuencia optó por la mesura durante los dos primeros capítulos, procurando dotarlos de una mínima ilación narrativa. Tan sólo el tercer día, al barruntar que las intervenciones afrentosas y blasfemas de sus compañeros motivarían la supresión del programa, se había sumado decididamente a la bufonada. Tuvo así ocasión de alegar que él había contribuido al escándalo en no menor medida que los otros; pero cuando le retaron a que presentase pruebas, sólo supo referir que había ofrecido una elevada recompensa a quien capturase muerta o viva a cualquiera de las tres personas de la Santísima Trinidad.
Los días posteriores fue publicada en La Voz de España cerca de una docena de cartas al director alusivas al serial, de reprobación algunas, otras elogiosas. Advertí que todas las contrarias estaban mal escritas, preñadas de inexactitudes, de incorrecciones lingüísticas, de citas erróneas, como si fueran obra de gente inculta. Las favorables, por el contrario, redactadas con estilo vivido y elegante, revelaban que sus autores poseían tan buen gusto como vastos conocimientos en materias artísticas y literarias. Mientras que las en contra habían sido concebidas con evidente estrechez de pensamiento, las a favor constituían todas ellas un dechado de ecuanimidad; aquéllas rezumaban chabacanería, éstas eran un arco iris de erudición y raciocinio; en el primer caso alababan a La Placa a su pesar, teniendo en cuenta lo desatinado y ridículo de sus vituperios, en el segundo mediante sensatos y muy verosímiles razonamientos. Para terminar, las cartas adversas estaban firmadas con nombres del tipo Pío Paz, Leoncia Cabrera, a más de un sospechosísimo Casimiro Brown, por lo que sin necesidad de mayores averiguaciones deduje a quién pertenecía la mente maquinadora de aquella especie de polémica epistolar entre iletrados y profesores. En su propia casa, delante de nuestros compañeros, le dije de sopetón que ya tenía guardadas en el archivo sus cartas del periódico. ¿Qué cartas? Le exigieron explicaciones y él, corrido pero retrechero, trató de eludir el tema. Incurrió sin embargo en un clarísimo desliz, con que se delató. Quiso seguidamente subsanarlo a puro de falacias, hasta que percatándose de que no convencía a nadie confesó; y es seguro que lo habría hecho antes de haber sabido que su secreta ocurrencia iba a granjearle tantos encomios y parabienes. Mérito, por nadie discutido, de aquella controversia urdida por el Pulcro fue no sólo contribuir a la difusión en la ciudad del nombre de La Placa con mayor eficiencia que cualesquiera acciones emprendidas hasta entonces por el grupo, sino lograr que en adelante misivas y artículos nuestros fuesen publicados con suma facilidad en las páginas del periódico más vendido en la provincia, fuera incluso del apartado de cantas al director. Buena acogida comenzaron también a recibir por esa época nuestros escritos en Egin y en algunas revistas, no tanto en El Diario Vasco, que a la sazón aún era un periódico de poca monta. Como contrapartida a ese trato favorable se nos creó reputación de humoristas, o de lo que Josu Ruiz, muy molesto, llamaba «payasetes que con ingenio inocuo alegran las páginas de los periódicos y eso sin cobrar un céntimo». A fin de que ninguno sucumbiera a tentaciones fáciles, propuso una ruptura radical con la prensa, única manera a su juicio de evitar que el marbete oprobioso nos persiguiera hasta el fin de nuestros días. Su postura resumida en la afirmación: «fama sí, pero no a cualquier precio» no halló un solo adepto entre sus camaradas; los cuales, más atentos a las conveniencias, secundaron sin vacilaciones a Genaro Zaldúa cuando dijo:
—¿Se puede atravesar un lodazal sin mancharse el calzado?
Con fecha de agosto de 1979 constan en mi archivo particular: una fórmula para ser feliz aunque se padezca cáncer, una receta mortífera de cocina, instrucciones para guisar funcionarios al ajillo, noticia de varias representaciones y recitales que jamás se celebraron, un cuento breve de Genaro Zaldúa, tres poemas (flojos) de Izaskun Ayestarán, una autoentrevista con fotografía incluida, en la que no aparezco, un artículo, dividido en dos partes, de Josu Ruiz sobre Billie Holiday y otros escritos diversos, uno de los cuales, debido al Pulcro Matallana, como obtuviese cierta repercusión, quiero yo reproducir a seguida:
JUSTA POÉTICA «QUIZÁ CAIMÁN»
El Club de Amigos de la Lírica Total, más conocido en Europa con el nombre de La Placa, en su heroico empeño de divulgar cultura auténtica, convoca el Primer Concurso de Poesía «Quizá Caimán». Los participantes deberán atenerse a las siguientes normas:
a) Al certamen sólo podrán concurrir personas de buena voluntad.
b) Las obras se presentarán por sextuplicado, manuscritas en papel de estraza, sin manchas de sangre, antes de las tres y veinte (si llueve, antes de las tres y cinco) del próximo 1 5 de septiembre.
c) Dentro de un sobre, a poder ser transparente, el concursante introducirá sus datos personales, más una copia adjunta del certificado de vacunación.
d) Las obras no deberán sobrepasar las dimensiones que permitan su entera comprensión al término de una ojeada.
e) El tema será libre, si bien el jurado otorgará preferencia a aquellos poemas que induzcan a la disolución del vínculo familiar. Asimismo se dejará a la elección del poeta la rima y el metro, aunque pudiera ocurrir que a última hora redondillas y serventesios no sean admitidos.
f) Un jurado imparcial concederá un primer premio consistente en 60.000 pesetas y una estatuilla tallada en madera de tablón por el conspicuo artífice Marrajo de Puente la Reina, miembro fundador de La Placa y, por tanto, hombre de extraordinaria valía. Los autores clasificados en segundo y tercer lugar recibirán sendos accésit consoladores de 100.000 y 300.000 pesetas respectivamente, además de cinco estatuillas de cuarzo el primero y diez de jade el segundo, debidas todas ellas al prodigioso cincel del imaginero supradicho.
g) La obra ganadora será publicada entera o parcialmente en el número 1 de la revista La Placa, de inminente aparición.
h) Se establece una submodalidad de soneto de diecinueve versos, el undécimo de los cuales deberá obligatoriamente rezar: «El rosicler mi prima contemplaba». La cuantía del premio será negociada en privado con el ganador.
i) El fallo del jurado será justo e inapelable.
Y a continuación constaban las señas a que debían ser remitidos los originales, las cuales no eran otras que las del propio Pulcro, en el barrio de Amara.
El archivo experimentó un notable crecimiento a consecuencia de aquel concurso disparatado. Pocos días después de aparecer las bases en La Voz de España, el periódico publicó por su cuenta un resumen de las mismas, precedido por varias cartas laudatorias de las que al menos una, firmada con seudónimo, se debía a mano conocida. Todas ellas coincidían en rechazar el arbitrio de los certámenes literarios, porque introducen el espíritu competitivo en el arte, porque fomentan la figura del escritor eficaz y por otras razones de diversa índole. Les parecía a los autores de las cartas que Quizá caimán satirizaba certeramente la nefasta costumbre de organizar premios de literatura. En términos encendidos se adherían a la iniciativa de La Placa y alababan su sandunga. Muy pronto otros diarios, revistas y emisoras mostraron interés por el tema, a tal punto que no hubo medio de comunicación en la ciudad que no difundiese una nota llena de embustes redactada por Genaro Zaldúa, según la cual, en vista del alud de originales que estaba llegando por esas fechas a la sede de La Placa, la comisión organizadora del concurso había tomado el acuerdo de prorrogar quince días el plazo de entrega, que de este modo quedó fijado para las nueve de la noche del día 30 de septiembre.
Duro hueso fue, en medio del festín de encomios, esta carta aparecida por aquellos días veraniegos en un periódico:
Ignoramos cuántos y quiénes son. Sabemos que se hacen pasar por escritores de vanguardia. Se rumorea que han tenido algunos libros en las manos. ¿Los habrán leído? Usan de un humor desenfadado, insolente, un pelín pasota para mi gusto y para la gravedad de los vientos políticos que soplan en nuestra tierra. De vez en cuando publican escritos chistosos en el periódico. Se les alaba por ello y por haber creado un concurso muy jatorra de poesía. En castellano, faltaría más. Hay quien asegura que hace poco trataron de poner en antena un serial radiofónico muy del tono de ciertas pintadas que se perpetraron en las paredes de Donostia algunos días antes. Se comenta por las esquinas que lo de la radio les salió rana; pero aun así no parece que ellos se hayan desanimado. Han venido a resistir. Contra viento y marea seguirán tratando de arrancarnos una sonrisa, intercalando sus atrevidas notas de humor en el torbellino diario de noticias que hablan de muertos, encarcelamientos, tortura y represión en Euskadi. Verdaderamente digna de lástima y de sospecha la escasa sensibilidad que muestran por la lengua vasca estos aguerridos vanguardistas. Aberri bakarra zu zaitut, euskara! A mí el grupo españolista La Placa nunca me hará reír.
Iñigo Zulueta y la cuadrilla Gure Ametza de Intxaurrondo
La carta fue escrita de noche. Fuera llovía y estuvo tronando hasta la madrugada.