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Recuerdo que fue el último domingo de julio, el día que ETA político-militar hizo explotar bombas en el aeropuerto y en las dos estaciones de ferrocarril más importantes de Madrid. Murieron no sé cuántos ciudadanos, culpables de hallarse presentes en el lugar y la hora de la explosión. No hacía tres tardes que Genaro Zaldúa había sostenido con firmeza, en el transcurso de una de tantas tertulias en casa del Pulcro, que ninguna rama de ETA llevaría jamás a cabo acciones indiscriminadas contra la población. Y Josu Ruiz, que por esos días se mostraba agrio y pleiteador por culpa de una rescoldera, le contradijo no menos firmemente y le retó a una apuesta, que el otro aceptó y perdió, como había de perder o ganar otras por el estilo en los meses siguientes. Aquélla fue la primera y por eso no he olvidado que fue ese domingo cuando me sucedió la contrariedad.

La Petra vino a limpiar muy entrada la mañana. En sueños reconocí la voz de su marido al otro lado de la pared. ¿Iñasio en nuestra casa? Pues daba que pensar porque mi cuñado, como no mediase algún caso de fuerza mayor, rara vez nos visitaba. La madre nunca le perdonó que le hiciera un hijo a la Petra antes de desposarla; hijo que al término de una gestación no exenta de complicaciones, nació prematuramente y murió a las pocas horas, dejando a mi hermana estéril para el resto de sus días.

—Tiene lo que buscaba y se merece —fue la seca réplica de la madre la noche que por teléfono le fue notificado el infortunio, y con esa misma sequedad siguió tratando a Iñasio después que le obligara a ingresar, iglesia mediante, en la familia.

El padre, que por entonces era un hombre muy distinto del pelele alcoholizado en que se convirtió a raíz del óbito de la madre, jamás se avino a respetar el nacionalismo con tintes devotos profesado por su yerno, a quien despectivamente llamaba el Peneuvista. Lo apedreaba a reproches que el otro escuchaba silencioso y cabizbajo, de pie con su corpacho y su rubor en el umbral de la cocina, porque a menudo ni a sentarse le invitaban. Después de un año de permanentes desaires, dejó de venir a la casa, razón por la cual la madre le tomó aún más ojeriza. Iñasio, caserote fornido y comilón, buena persona, la verdad sea dicha, trabajaba, desde que su padre decidió que no siguiera asistiendo a la escuela, en una vetusta y semirruinosa cervecería del barrio del Antiguo.

El sol ya estaba alto cuando entraron en el piso y nos sorprendieron dormidos con ropa y calzado, al padre en su habitación, encima de la sobrecama, en la que durante la noche una colilla sin apagar había ocasionado una quemadura de grandes dimensiones; a mí postrado por la resaca en el viejo sofá verde, la lámpara aún encendida, la moqueta sembrada de cigarrillos y monedas y en alguna parte la palangana con el vómito de las cinco de la madrugada. Tapándose las narices con la mano, la Petra se apresuró a abrir la ventana de par en par; pero no comenzó a poner el grito en el cielo hasta que no se hubo alejado del hedor y salido al pasillo, donde no tardó en percatarse de que ni el padre ni yo estábamos para otra cosa que no fuera seguir durmiendo la mona.

La comida transcurrió en silencio. Hacía calor y las moscas revoloteaban incansables en torno de nuestras cabezas. Manteníamos todos la vista en los platos. De vez en cuando un sorbetón o ronchido de Iñasio me recordaba que había más personas a la mesa. A los postres el padre formuló tímidamente una pregunta a la Petra. Esta, rígidas las facciones, no le respondió. Tomábamos café; nadie hablaba ni osaba tampoco salir de la cocina, y yo tuve en ese instante la certeza de que ninguno de los tres varones allí reunidos movería un dedo ni diría una palabra en tanto mi hermana no lo hubiese autorizado. Lavaba ella vajilla en el fregadero cuando de manos a boca, sin revirar la vista hacia mí, rompió el silencio para decirme:

—Iñasio te ha conseguido un puesto en la cervecería. Lo que ganes para tus estudios. —Y añadió—: Mañana empiezas. Iñasio te explicará.

Así que mi cuñado había venido con el propósito de que yo le diese las gracias por el favor de haberme recomendado para un trabajo de temporero en aquella fábrica destartalada. Así que en eso estribaba la razón de su imprevista visita, en contarme que pasaría el resto de mis vacaciones, cuatro horas por la mañana, cuatro por la tarde, más los sábados hasta mediodía, disfrazado de obrero, de currelante, en un galpón sombrío de paredes húmedas, enmohecidas y agrietadas, donde se efectuaba el lavado de barriles. Tarea sin complicaciones, aunque sucia, reconoció Iñasio encogiéndose de hombros, pero qué quieres, si íbamos a eso más jodido lo tenían los pringados del reparto o los que se estaban la jornada entera al borde de la cinta mirando cómo discurría botella tras botella tras botella, con el oído perforado por el tintineo incesante y por el estrépito infernal de la maquinaria; gente la pobre que no tiene un segundo de reposo, que combate el hastío bostezando y a veces fumando un cigarrillo a escondidas del encargado, que, dicho sea de paso, no era otro que mi cuñado.

Cinco mil y pico semanales me pagarían por descargar de los camiones los barriles de metal vacíos, apilarlos en columnas de tres y ponerlos luego sobre dos barras paralelas de hierro roñoso, por las cuales bajaban rodando hasta el costado de la máquina de lavar. Allí los recogía, introduciéndoles un largo palo por el orificio, un casero cascarrabias, soplón de los encargados, tipo chaparro, maldiciente y ya no joven, que escupía sapos y culebras cada vez que le llegaba algún barril del revés. Pero estas cosas no las mencionó Iñasio aquel domingo último de julio, cuando estallaron las bombas de ETA político-militar y la Petra conoció la vida degenerada que el padre y yo llevábamos en casa, sino que lo descubrí por mi cuenta al día siguiente, vestido con un buzo azul marino que a media mañana ya estaba empapado de chorreaduras de cerveza podrida, y calzado con unas botas de goma negras y holgadas; las cuales, según Iñasio, me serían regaladas por la empresa si me portaba bien hasta el final, qué consuelo.

El segundo día se produjo una novedad desagradable, y fue que como faltasen brazos me pusieron a cargar barriles. Con ímprobos esfuerzos llevé rodando los tres primeros hasta el fondo del camión. Al inconveniente de su peso enorme se unía la falta de asideros; llegaban, además, muy mojados y esto los hacía sumamente resbaladizos. Eso no era todo: las manos ardían de dolor al contacto con el gélido metal. Y para completar el suplicio, después de la jornada anterior las agujetas me atormentaban de tal manera que ya por la mañana temprano se me había hecho trabajoso llevarme a la boca la taza del desayuno. Que yo recordase, el diccionario de la Real Academia era lo más pesado que mis brazos habían levantado nunca. También ayudé a llevar un trecho el ataúd de la madre; pero no tenía la impresión de que hubiera pesado especialmente. Y desde luego, en comparación con uno de aquellos barriles llenos de cerveza, el diccionario y el ataúd se me antojaban dos objetos punto menos que livianos.

Completada la primera fila sobre el suelo del remolque, el siguiente barril había que colocarlo encima de alguno de los anteriores, un cometido para el que me faltaban tanto ganas como fuerza. Envidié una vez más la suerte de quienes trabajaban al borde de la cinta, por mucho ruido y aburrimiento que hubieran de soportar. ¡Como si la brega nuestra fuera cosa de pasarlo ricamente! Esto pensando enderecé el barril según vi que hacían los demás, tipos fuertotes, de manos coloradas y brazos de hierro, al lado de los cuales me figuro que yo debía de parecer un pajarito. Metían ellos una mano debajo y eso es bastaba para levantar el frío y desmesurado peso. Quise imitarlos, pero no pude. Discurrí entonces tumbar el barril, a fin de asirlo por unos pequeños rebordes que tenía en los extremos. No bien lo empecé a inclinar, se me escurrió de entre las manos ateridas, golpeando con gran estruendo las tablas del remolque. Al punto saltó el camionero fuera de la cabina, se puso a echar pestes y me amenazaba con el puño mientras yo entre mí pensaba: obrerillo grasiento, el día llegará en que les cuentes con orgullo a tus hijos pordioseros que conociste en persona a Hilario Goicoechea, el célebre escritor. Les contarás que pisé tu camión asqueroso, con el que espero y deseo vayas a parar al fondo de un barranco y te mates. Estas cosas me las traían a la mente la rabia y la tristeza que me daba hallarme en aquella deplorable situación.

Yo seguía encaramado al remolque y trataba de levantar el maldito barril. Los demás trabajadores pasaban a mi lado silbando y conversando, mientras acarreaban sus barriles con la misma facilidad que si estuvieran vacíos. Muchas vueltas y sacudidas y meneos le di yo al mío, sin sospechar que en su interior podría sublevarse el líquido. En ésas reparó en mí uno de los mocetones de carga, orejas como ronchas de cecina y cara ancha, muy a propósito para lo que estaba a punto de acaecerle. Vino éste, con achaque de ayudarme, a exhibir su fortaleza y de paso escarnecerme a vista de cuantos por allí se hallaban. Refunfuñando ostensiblemente atenazó con sus manazas de dedos aporretados y violáceos el barril caído. ¿Apenarme por la desgracia que le espera? Eso faltaba, sentir compasión de un bruto que había equiparado mi fuerza con las ventosidades de un marica. Pues sucedió que apenas hubo enderezado el barril, como a consecuencia de tanto vaivén la cerveza se hubiese hinchado en su interior, saltó el tapón metálico impelido por un violentísimo chorro de espuma y le dio al mozo de lleno en la boca con que acababa de agraviarme. Tendido en el suelo del remolque, vomitaba sangre como un toro estoqueado. Con secreta complacencia yo lo veía sufrir y revolcarse en el charco espumoso, el buzo empapado de cerveza, su lengua salida a través de una grieta horripilante que le partía el labio en dos. Entre varios lo llevaron en volandas a la enfermería. La penita alegre que el pobre diablo me infundía se transformó en júbilo avieso cuando, al cabo de unos minutos, oí acercarse la sirena de la ambulancia y yo andaba lava que lava con cubo y fregona las tablas del remolque.

Cuatro semanas pasé entre aquellas paredes húmedas, agrietadas, renegridas; cuatro semanas con sus horas eternas, sus minutos interminables, sus instantes que parecían discurrir a propósito con lentitud para prolongar mi desventura y hacer desesperantemente ingratas las largas y tediosas jornadas de trabajo; cuatro semanas, en fin, apartado de mis amigos de La Placa, que ese mes se mostraron más emprendedores que nunca, como si hubieran decidido aprovechar mi ausencia para llevar a cabo el mayor número posible de acciones.

Contar las penalidades que pasé en la fábrica, ¿para qué? Fueron incontables y, sin embargo, ninguna de ellas enturbió tanto mis días como recibir noticia de las pandilladas, conciliábulos, ciscos, travesuras, farras y actividades de toda índole que La Placa estaba llevando a cabo sin mí. Mis vínculos con el grupo se redujeron durante esa época infortunada a las urgulinas de sábado o domingo, aparte alguna excepcional de atardecer entre semana, y a unas cuantas reuniones en casa del Pulcro, a las que llegaba rendido de cansancio luego de ocho horas de ajetreo en la cervecería, cuando adoptados los acuerdos, tomadas las resoluciones, a mis alegres compañeros no les quedaba mejor cosa por hacer que agravar mis penas relatándome lo bien que se lo pasaban, sus proezas recientes y sus proyectos de próxima realización; atormentarme mediante preguntas, alusiones y bromas no siempre veladas acerca de mi perra vida, y echar mano a las botellas de cerveza que yo sustraía de la fábrica en cantidades considerables, como vi que hacían muchos de los que en ella estaban empleados.

Por esa época empecé a volverme malo, ya voy a contar.