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La mosca prefirió libar el salivazo de la izquierda, el del Pulcro Matallana, que de ese modo me ganó la apuesta. Esperando a Izaskun y Genaro, que últimamente, con achaque de prestarse libros, se encontraban a menudo a solas, habían dado las seis de la tarde. El calor apretaba de firme y de los muros recalentados de la batería se levantaba un denso tufo a orines. Sentados sobre el empedrado, a la sombra de un cañón antiguo, escuchábamos a Josu Ruiz rebatir a Nietzsche. La botella de tequila en una mano y la pizca de sal en el dorso de la otra le embarazaban los ademanes. En vista de ello, satisfacía su propensión a la mímica exagerando las muecas e imprimiendo viveza a sus ojos habitualmente cansinos. Sus palabras escandidas, parsimoniosas, se me figuraban acordes con la calma chicha de aquella tarde canicular. De vez en cuando le daba un tiento a la botella.

—Pues yo, en cuanto oigo que alguien a mi lado pondera la voluntad de superarse, que es un eufemismo para designar la codicia, me tiro a la trinchera. Vamos, me tiro de cabeza antes que lleve a cabo la amenaza. No aguanto ese afán depredador que siempre se resuelve en alguna clase de agresión a los demás. La vida es un arte, no una tarea.

Tascó el chicote, que apenas tiraba, y tras encender un cigarrillo con su brasa, lo estrujó contra el óxido de la cureña.

—Cualquier idiota sabe que la aspiración al dominio sobre los otros no se compadece con moral ninguna. ¿Acaso se puede correr deprisa con los pies encadenados a una bola de hierro? La bola es para los pusilánimes, para los que están quietos. ¡Valiente ideal de sabio! Que Nietzsche leyó a los griegos nadie lo duda. Pero, ¿los entendió? Yo, chicos, a estas alturas de la historia por no fiarme no me fío ni de las revoluciones estéticas.

Los vetustos cañones, sumidos en un letargo de herrumbre, las bocas atascadas con desperdicios y rebujos de broza, apuntaban hacia los tataranietos de Napoleón que invadían las calles y se soleaban en la playa, cambiados los morriones por gorras de visera, las casacas por camisas de colores, las botas por sandalias o chancletas, los fusiles por cámaras fotográficas.

—Zarathustra, hijo del oportunismo, ha resuelto finalmente descender de la montaña para convertirse en un funcionario de la existencia. Émulo suyo en versión casera sería nuestro inefable Genaro Zaldúa, que ahora se pretende inocente de sus famosos chanchullos a propósito del manifiesto. Yo, chavales, ni callo ni clamo. Me conformaría con escribir de vez en cuando un poema ni demasiado bueno ni demasiado malo, vivir sin trabajar y diñarla en la cama en vísperas de la destrucción atómica del mundo, fumando un Montecristo, bebiendo coñá y escuchando el saxofón de Charlie Parker.

Se habían congregado cuatro o cinco gorriones saltarines en el centro del camino y él los espantó escupiéndoles un chorro de tequila. Acababa de citar a Thomas Mann, su escritor pesado favorito: hay que leer a Nietzsche, pero sin tomarlo demasiado en serio. Así era Josu Ruiz. Lo mismo veneraba a unos escritores que profesaba un odio visceral a otros, sin conocer término medio, y de manera análoga parecía tener clasificadas a las personas de su entorno.

A mí me cupo la suerte de caerle en gracia; no sé por qué, aunque supongo que no poco debió de contribuir a ello la circunstancia de que algún tiempo después de conocernos me convirtiese en su camarada de puro y trago. Él mismo, durante una sentada inolvidable entre los cañones de la batería de las Damas, en la ladera del monte Urgull, borracho perdido me declaró el afecto que por mí sentía. Bebiendo orujo nos sorprendió la noche, y yo creo que antes de las once menos cuarto ya estábamos dormidos sobre piedra, pues no recuerdo haber visto ni oído los fuegos artificiales que comenzaban a esa hora. A las seis de la tarde nos habíamos reunido los dos en nuestro lugar habitual de encuentro para departir sobre temas filosóficos y literarios; pero a medida que nos achispábamos, la conversación fue derivando por derroteros confidenciales. Me enteré así, entre otras cosas, de la excelente impresión que le hube causado en la junta de la cafetería Goya y de que ingresé en La Placa, al igual que Izaskun, por su mediación y no por la de Genaro Zaldúa, según éste con toda falsedad me había dado varias veces a entender. Fue Josu Ruiz quien insistió en reclutar a «aquel flaco del rincón», como me denominaba antes que Genaro Zaldúa le revelase mi identidad.

—Pues si lo ves por las mañanas en la facultad, le dije, ¿a qué esperas para hablar con él? El flaco del rincón tenía un aire de judío agazapado que me sedujo. Su cara me recordó la de Kafka. Tráelo a la pandilla. Y te trajo, aunque a regañadientes.

Lo cierto es que no terminaba yo de hallar explicación al aprecio que Josu Ruiz decía profesarme. Justo en aquellos temas a que él se dedicaba con pasión (la filosofía, los cómics, el jazz), yo era un completo ignorante. No se me ocultaba que con los otros miembros de La Placa sostenía por lo común conversaciones de mayor peso que conmigo; pero fue a mí, quizá porque me atribuía patente de buen bebedor, al único a quien propuso celebrar tertulias ocasionales junto a los viejos cañones del monte Urgull, llamadas entre nosotros con el nombre secreto de urgulinas. En mi archivo particular de documentos conservo el trozo de papel donde las definimos por escrito: «reuniones de amigos en el monte Urgull, destinadas a conversar, fumar e ingerir bebidas exóticas». Condición indispensable para convocar una de ellas era la asistencia de ambos; asegurada la cual, deliberábamos sobre la conveniencia de invitar o no al resto de nuestros compañeros o a alguno de ellos en particular. Por teléfono acordábamos cuál de los dos se encargaría de adquirir la bebida; el comprador tenía derecho a elegirla según su capricho.

Las urgulinas me permitieron conocer con cierto detalle los gustos e inquietudes intelectuales de Josu Ruiz por aquella época, no así pormenores concernientes a su vida privada y a su pasado borrascoso, para obtener noticia fidedigna de los cuales hube de esperar bastante tiempo, y aun entonces casi todo lo que llegué a saber fue por boca de otros. Durante las urgulinas, aunque bajo los efectos de las bebidas alcohólicas se tornaba hablador (aparte que estando conmigo no le quedaba más remedio que darse al monólogo, pues yo, deslumbrado por el resplandor de su personalidad y de su vasta cultura, a menudo no me atrevía a abrir la boca), siempre se cuidó de desvelarme intimidades. Con frecuencia me asaltaba la sospecha de que cuantas más horas pasábamos juntos y más estrecha se iba haciendo nuestra amistad, mayor era el misterio que envolvía a su persona. Semejantes especulaciones pertenecen, bien lo sé, al dominio de la psicología y las dejo, pues no abrigo intención ninguna de explicar mi memoria, sino contarla. Baste con referir por ahora que a pesar de algunas cosillas guardo un grato recuerdo de las urgulinas, desde la primera en que Josu Ruiz estuvo despotricando contra Nietzsche, hasta la última, en vísperas de que el frío, los chubascos y los vendavales de otoño convirtieran la batería de las Damas en un lugar inhospitalario por demás.

—Nietzsche, si sigue fiel a sus postulados del diecinueve, andará a estas horas vestido de sargento gringo en alguna floresta de El Salvador, protagonizando un nuevo capítulo del eterno retorno. Me lo figuro instruyendo, con esa exaltación retórica que algunos confunden con la poesía, a los escuadrones de la muerte. Camuflado en la espesura, investirá de inocencia a esos hombres, de cuya puntería hoy depende un considerable tanto por cierto del orden público de ese país, al tiempo que los Estados Unidos fijan el precio del café, que es, en el fondo, el nudo filosófico de la cuestión.

Sobre la ciudad avispeaba de vez en cuando una avioneta provista de cauda publicitaria. Siguiendo la línea de la costa, sobrevolaba la bahía hasta perderse tras la cumbre del monte Igueldo; pasado un rato, reaparecía con rumbo inverso, cruzaba ante nosotros, a tan baja altura algunas veces que podíamos distinguir el perfil del piloto dentro de la cabina, y desaparecía hacia el Este, más allá del horizonte de casas, de donde no tardaba en volver. El Pulcro, que ya no encontraba forma de disimular el tedio que le producían las disertaciones de Josu Ruiz, discurrió derribar a tiros la avioneta. Sentado a horcajadas sobre un cañón, tan pronto como la tuvo enfrente ordenó a sus artilleros imaginarios que disparasen. Remedó después con voz algo atiplada una descarga de cañonazos y se apeó con gesto contrito, diciendo que las pelotas habían pasado todas de largo y ocasionado una carnicería espeluznante en la playa.

—Confío al menos en que algún espécimen de mi familia se halle entre las víctimas —concluyó en camelo y escupió al camino.

Más tarde, trapaleando sobre literatura, se le ocurrió a Josu Ruiz que cada uno de nosotros declarase el libro que leía por esas fechas y si lo consideraba bueno o malo. Mencionaron ellos los suyos y los criticaron con tanto ardor y saña que, a no saber que se referían a escritores, hubiera pensado que hablaban de algún bicho maligno. Temí no me tratasen mejor si confesaba que hacía varias noches había emprendido la lectura de La Regenta, manantial de entretenimiento y novela que es una de mis favoritas entre cuantas se han escrito; pero sin duda incompatible entonces con nuestra profesión de fe surrealista, por lo que supuse que a mis amigos les iba a disgustar no poco saber que andaba deleitándome con un libro de espíritu y estilo muy contrarios a los nuestros. Así pues, con pensamiento de ser prudente, manifesté que a la sazón estaba leyendo un ensayo muy interesante sobre surrealismo. Josu Ruiz arrojó el cigarrillo al suelo con enfado.

—¡Por favor, Hilario! ¿No pretenderás tomar en serio esa engañifa?

—Has de saber que el surrealismo no representa absolutamente nada para nosotros —completó el Pulcro, rascándose la coronilla, donde ya estaba algo crecido el pelo.

Sonreían el uno para el otro y se burlaban a ojos vistas de mi extrañeza, y yo no quise replicarles ni defenderme cuando con no poco regocijo me conceptuaron de ingenuo, porque pensé que no les faltaba razón. Cogí la botella de tequila y de un trago largo la vacié. A este punto reveló Josu Ruiz su deseo de mostrarme sinceridad, y con palabras que me recordaron las del gordo Aizpurua el día que, camino del Goya, lo encontré en el autobús, afirmó que el surrealismo no estaba menos muerto que el gótico, el románico o las novelas de caballerías.

—Carece de poder revulsivo —refrendó el Pulcro.

—Dice bien el camarada Pulcro. El surrealismo, que nació para escandalizar a los sectores sociales que hoy lo aplauden y patrocinan, se estudia en las escuelas. De tres anuncios televisivos, por lo menos dos introducen alguna cosita graciosa de aire surrealista. Nosotros, Hilario, hace tiempo que superamos ese sarampión.

—Opino exactamente igual que el comandante Ruiz.

—En la actualidad preconizamos la clarividencia, ¿verdad, Pulcro?

—Por supuesto. La clarividencia sin cuartel, caiga quien caiga.

—Creemos firmemente que ya basta de envilecer el arte a puro de irracionalismo. El que quiera soñar que se meta en la cama.

Con mesuradas razones y persuasivos argumentos justificaron seguidamente su abandono del surrealismo, del que en la actualidad decían sentirse muy alejados. No negaban que La Placa, bien por inercia, bien por guardar las apariencias, aún mantuviera una vaga vinculación con esa tendencia artística, vinculación muy semejante a la que ligaba al señor Jueves y sus presuntos correligionarios, en la novela de Chesterton, con el anarquismo. Considerando, al oír aquello, que mi intensa dedicación al tema desde finales de mayo había sido una pérdida absoluta de tiempo, lamenté entre mí no haber empleado dicho esfuerzo con fines harto más provechosos, como por ejemplo prepararme para los exámenes universitarios. ¿Cómo no me había dado cuenta, después de tantas reuniones y diálogos, de que La Placa era una cuadrilla surrealista integrada por impugnadores del surrealismo? Engañado por el tono afectuoso de sus palabras, no presentí la doblez del Pulcro cuando de pronto aseguró que mi militancia en aquel credo trasnochado y erróneo sería respetada por los miembros del grupo, por cuanto ellos mismos habían estado profesándolo ardorosamente hasta fechas recientes, y que tendrían comprensión conmigo, etcétera. Semejante alarde de buena voluntad, bien urdido y mejor interpretado, no era más que un cebo, y hoy pienso que los dos debían de saber del pez en mí y que picaría. Piqué, vaya que sí; les declaré sin tapujos que el surrealismo jamás me había infundido fervor, que yo en realidad no había comulgado ni cinco segundos en esa doctrina y que me alegraba de no ser el único en rechazarla. Los dos ladinos me dejaron hablar y sonreían, y al fin pusieron de manifiesto su infinita astucia y mi candor.

—Has caído en la trampa —dijo Josu Ruiz exultante—. Nosotros, éste y yo, somos surrealistas hasta las cachas.

El Pulcro, como de costumbre, optó por ofender:

—¡Muera el cerdo racionalista!

—Y lo peor no es que hayas cometido traición, sino que te has trincado hasta la última gota de tequila.

Muy a sus anchas se pitorrearon de mí los dos taimados, amenazando con someterme a juicio sumarísimo, con expulsarme de La Placa o aplicarme la pena capital: ponerme en manos de Superhombre Zaldúa, como dieron en llamar esa tarde a Genaro. No quise hacerles al juego; antes al contrario, me dediqué a contemplar impávido su alborozo, como si no tuviera nada que ver con ellos, y sólo por puntillo tomé una vez la palabra para decirles que hacían bien en reírse y que aprovechasen, porque era muy probable que en el futuro escasearan las ocasiones.

Cayendo la tarde comenzaron a ulular a lo lejos sirenas policiales. Remitía el calor y el monte Urgull iba poblándose de parejas amarteladas en busca de un escondido tálamo de borrajo donde sobarse. Un vientecillo terral levantaba hasta nosotros el olor suculento de arenques asados a la parrilla en los figones del puerto. La ciudad reverberaba al fondo con el sol rojizo del ocaso. Veleros y yates fondeados frente al Club Náutico se mecían blandamente sobre un incendio de cabrilleos, y a lo largo de los malecones exteriores, sentados en el suelo con las piernas colgantes, se alineaban numerosos pescadores de caña. La idílica calma se vio de pronto alterada por el estruendo de varios disparos. Comenzaba uno de tantos tumultos de atardecida en el Boulevard y zonas adyacentes. Aparecieron poco después los primeros penachos de humo por encima de los tejados. En esto Josu Ruiz nos llamó la atención sobre una figura femenina vestida enteramente de negro, con falda muy corta y zapatos de tacón, que subía por el camino. La cuesta y el suelo de adoquines dificultaban ostensiblemente su caminar. Detenida junto al muro, nos saludó con la mano. En ese momento un dálmata juguetón acudió presuroso a olisquearle las medias de luto. Izaskun Ayestarán reculó torpe y acoquinada. El melindre soliviantó al perro moteado, que no cesó de ladrar hasta que su amo, a gritos imperiosos, le mandó volver junto a él y sentarse. Llevaba Izaskun una cinta negra de cuero en torno a la cabeza y en cada brazo cinco o seis pulseras de bisutería. Antes que ella llegó su efluvio. A todos nos besó en la boca.

—Borrachines —dijo—, apestáis a pasillo de hospital. ¿Se puede saber con qué desinfectante os estáis amonando?

Josu Ruíz chapurreó acentos mexicanos:

—Tequila calentita, no más que para curarnos del frío que nos daba estar sin ti.

Y tras pedir disculpas por habernos bebido toda la botella, ofreció a la muchacha un puñado de la sal sobrante.

—Hay que joderse en qué andurriales os citáis.

Josu Ruiz la invitó a sentarse junto a él, al amparo del cañón, diciéndole:

—Acomódate cerca de mí, preciosa, para que me pueda saturar de tu aroma femenino.

—Y meterme mano en cuanto me descuide.

—¿Acaso no estoy en mi derecho? ¡Soy un varón!

—Pues te la cortas.

El Pulcro metió baza, atento a la cajita de porros que Izaskun había sacado del bolso.

—Las mujeres de hoy día sólo piensan en capar.

Supimos a continuación que Genaro Zaldúa no vendría. Él e Izaskun habían pasado la tarde de librerías. Nos contó la muchacha que caminando los dos por la Parte Vieja, se le había ocurrido a Genaro de repente el desenlace para un cuento que por lo visto le llevaba de cabeza por esos días, y que con el fin de escribirlo se había marchado a toda prisa a su casa. Genaro Zaldúa, por una causa o por otra, nunca asistió a una urgulina.

Menudeaban las detonaciones y las varias columnas de humo habían formado al juntarse una nube blanca y espesa sobre el centro de la ciudad. Desde nuestra apacible atalaya pudimos ver una desbandada de manifestantes atravesar a la carrera los jardines de Alderdi-Eder, frente al ayuntamiento. Tras ellos, algunos motoristas de uniforme trataban de alcanzarlos antes que se mezclaran con la muchedumbre pacífica que paseaba por la Concha o se desarenaba los pies a la sombra de los tamarindos.

Izaskun Ayestarán cedió a los ruegos insistentes de Josu Ruiz y tomó asiento a su lado. Recogida la falda, enseñaba descaradamente los muslos. Hizo el otro ademán de tocárselos; pero ella lo rechazó de un certero manotazo. Luego se descalzó y estuvo largo rato acariciándose los pies dolidos.

—Chavales —dijo—, andamos de enhorabuena. Los sandinistas han triunfado. Es la noticia del día. ¿Y sabéis qué? Somoza escapó anteayer de Nicaragua. Se rumorea que embarcó en el helicóptero el esqueleto de su padre.

—Planeará hacerse un caldo de pollo —soltó el Pulcro en son de burla, luego de la primera calada al porro.

Izaskun se miraba hablar en el espejito, mientras repintaba de fresa los labios. Que si Donostia entera estaba celebrando el acontecimiento, ¿no era fabuloso? Que si en algunos barrios habían sacado las charangas a la calle. Que si los abertzales, eufóricos, habían pegado fuego a dos o tres autobuses. Había que apoyar a toda costa esa revolución.

Josu Ruiz ironizó con aire, aburrido.

—¿Cómo? ¿Destrozando el servicio público?

Y bostezó. Yo me animé a intervenir, agorero, y dije:

—Mañana o pasado mañana oiremos que las playas nicaragüenses están abarrotadas de marines.

—Pues se buscan un Vietnam tan caliente como el otro —replicó Izaskun, al par que empuñaba con indignación un fusil imaginario—. He venido a proponeros que La Placa haga algo.

El Pulcro soltó de inmediato su parida:

—Podríamos quemar algunas bicicletas.