23

Ardían sobre el centro de la mesa las cinco velas, o por mejor decir cuatro y lo que había quedado de la de Genaro Zaldúa al término de la batalla, cuando Josu Ruiz se puso de pie y comenzó el discurso que sus compañeros le habían pedido con tanta insistencia.

—Contemplad —dijo— la llama fervorosa de estos cirios erguidos sobre un altar improvisado cuya pobreza, sencillez y manchas conmoverían hasta el llanto al difunto que hoy es objeto de nuestro homenaje. La vida es fuego porque la muerte existe. No sangre, sí lava por nuestras venas fluye. La carne ¿por qué es roja? Yo os lo diré: porque es materia incandescente, porque vivir se ha puesto al rojo vivo. Y nuestra conciencia es un nido de desasosiego.

—Y dos y dos igual a tres —se inmiscuyó el Pulcro con ostensible socarronería. Le mandaron callar y Josu Ruiz prosiguió sin inmutarse en el mismo tono enfático y parsimonioso que hasta entonces.

—La hora actual se llama aflicción. Señores, lamento comunicarles lo que no ignoran: ha muerto un poeta. Le pegaban todos sin que él les haga nada. E incluso a don Genaro Zaldúa, repantigado a mi diestra, tan amigo de versos como yo de que me arranquen un ojo, se le nota que no sabe, que no puede, que no logra ocultar su inmenso dolor y abatimiento mientras zampa como un cherri el cacho de bizcocho que le han servido.

La alusión desencadena una tempestad de carcajadas. Tiene su justificación: durante la arenga, Genaro Zaldúa no ha dejado un segundo de comer y ronzar. También a él le sobreviene un pujo de risa; pero con la boca atiborrada no tiene forma de desembucharlo. El momento es crítico. Gruesas gotas de sudor bañan su rostro crispado, lívido, y descienden templas abajo hasta la barba corrida, chamuscada y nevada abundantemente de migas. La hinchazón de las mejillas señala la pugna feroz que están librando dentro de su boca la risa y el bizcocho, aquélla por salir, éste por meterse. El espectáculo es de una repugnancia obscena. Genaro se levanta de pronto con gran apuro y comienza a toser; una violenta salida de pasta por las narices termina de sofocarlo. Lo que sigue a continuación no tiene nombre. Una erupción indescriptible se expande sobre la mesa y cada cual se pone a salvo como puede. La metralla alcanza de lleno a las velas y al Pulcro, que por cubrir la máquina de escribir con la funda no tiene tiempo de resguardarse. Enfrente de mí, Izaskun Ayestarán llora y ríe y entre convulsiones y carcajadas suplica el cese del jolgorio porque si no se mea. Pero el Pulcro no tiene conmiseración; haciendo jeribeques y monadas, jineteando a lomos del Josu y llenándose la boca de aire con el objeto de remedar la tragonería de Genaro, suscita nueva hilaridad en el corro. El único que permanece serio es Josu Ruiz. Con todo, una media sonrisa delata sus esfuerzos por contenerse. Mientras fuma y muerde el puro, mira a unos y otros con aire flemático, como tratando de averiguar las razones de tan desaforado alborozo, hasta que un repentino estornudo de Genaro acaba con su serenidad y le provoca el cómico tembleque en que suele consistir su risa.

No poco rato hubo de transcurrir antes que estuviéramos en condiciones de guardar el minuto de silencio. Una y otra vez fracasaban sin embargo las tentativas, siempre por idéntico motivo: a los pocos segundos a éste o al otro se le escapaba la carcajada. Josu Ruiz dirigía la ceremonia. Atento a las manecillas de su reloj, señalaba el momento en que debíamos callar bajando de golpe el brazo, como si ordenara la salida de una carrera. Bastaba entonces un ruidillo, la malicia de un visaje furtivo o el simple encuentro de dos miradas para que nuevamente se desatase la gran juerga. Advirtiendo Izaskun Ayestarán que Josu Ruiz comenzaba a ponerse serio, le dirigió una seña a fin de pedirle que no se enfadase, y acto seguido propuso a todos:

—Chicos, ¿por qué no lo intentamos con los ojos cerrados? Seguro que si no nos vemos las caras aguantaremos un minuto y más sin reírnos.

El Pulcro saltó con una de las suyas:

—¡Ostras, un minuto de silencio y ceguera! No se quejará tu poeta, ¿eh, Josu? Claro que si el homenajeado fuera Dostoyevski, yo exigiría de vosotros la castración.

—¡Serás bruto! —exclamó Izaskun sin poder reprimir la sonrisa, al tiempo que propinaba un suave cachete al lenguaraz.

—Se entiende —añadió éste— que pasado el minuto nos coseríamos los huevos con aguja e hilo.

Había entre los concurrentes más ganas de risas que de homenajes y se entabló entre ellos una disputa jocunda acerca de si sería mejor o peor método de autorrestituirse las referidas glándulas la solución propuesta por el Pulcro, o bien pegarlas con cola o sujetarlas con tachuelas, posibilidad ésta a la que después de una serie de consideraciones que no vienen al caso nos adherimos Josu Ruiz y yo para satisfacción de Genaro Zaldúa, de quien había partido la idea. Dirimida la cuestión a su favor y ya curado de su reciente catarro bizcochil, se puso de pie y con ojos espeluznantes tomó la palabra para exigirnos juramento individual de que no otro había de ser el remedio usado entre nosotros cada vez que La Placa honrase la memoria de algún escritor con la intensidad, fervor y valentía requeridos por la grandeza de tal persona, así como por el amor exacerbado que profesaríamos en todo instante a los poquísimos genios que, como los cinco allí presentes, se habían dignado hollar con sus plantas los míseros lodos de este analfabeto mundo, obra de un dios chapucero. Genaro, cuya exaltación no había cesado de crecer a medida que improvisaba su discurso, explotó al abordar la última frase, que pronunció a gritos en medio de un descomunal ataque de furia retórica mientras aleteaba vehementemente con las manos, como si arrease sopapos a sus palabras según iba expeliéndolas por la boca. Enjugó después con una manga de su camisa el sudor copioso que humedecía su frente, y apenas se hubo sentado, nos levantamos los demás y premiamos con una ovación de locos de remate su alocución desenfrenada.

De uno en uno iniciamos a continuación la ronda de juramentos que con tanto ímpetu se nos había solicitado. Agudezas y gansadas con que cada cual adornó su intervención fueron aplaudidas a rabiar. La timidez me atenazaba cuando llegó mi turno, consciente de que yo nunca podría competir con la pericia verbal de mis compañeros. ¿Qué hacer, qué decir? Me levanté raudo y resuelto como buen cobarde, las manos a la espalda para ocultar su temblor, y farfullé un puñado de palabras sin brillo ni chispa. A fin de contrarrestar mi sosez, se me ocurrió, por si topaba, contar hasta cincuenta; pero no había llegado a siete cuando Josu Ruiz me interrumpió, y propinándome una palmada afectuosa en la espalda, declaró que yo era el Demóstenes de La Placa. Acto seguido fui literalmente lapidado a elogios, que aumentaron mi rubor, pues no se me ocultaba la segunda intención con que me los arrojaban. Izaskun Ayestarán alabó mi serenidad, mi saber estar y el timbre varonil de mi voz, que no vaciló en calificar de erótico. Aún más hirientes fueron algunos ditirambos del Pulcro, que fingí no oír mirando hacia otra parte. A todos puse buena cara, consolándome con el pensamiento de que peor se trataban a veces entre ellos, y aun me di por satisfecho de que no se me hubiera vapuleado más. No sabía que Genaro Zaldúa me tenía reservada la puntilla.

—A mí —dijo— me ha gustado más la forma del discurso que el contenido, y en particular la manera magistral que tiene este orador de hacerse el soso.

La puntada fue tan dolorosa que las risas y comentarios irónicos que suscitó en rededor me dejaron por completo indiferente. No menos que el propósito protervo de aquellas palabras, me hirió el tono despectivo, la altanería, con que fueron dichas. Al punto me tomó una rabia lacerante, como no había vuelto a sentirla desde los lejanos tiempos de infancia. Creo que a mis compañeros no les pasó inadvertido mi disgusto, pues enseguida me dejaron en paz y en el resto de la tarde ninguno volvió a meterse conmigo. Durante largo rato guardé silencio mientras evocaba con dientes apretados y sangre encendida la época en que solía tirar a Pichablanda al río. Estuve así royendo mi rencor hasta que, llegado el momento de compilar las respectivas contribuciones al manifiesto, Genaro Zaldúa enjuició positivamente la mía. Tan sólo entonces me sentí aliviado del encono que me abrasaba.

Todos habían pronunciado su particular fórmula de juramento menos Izaskun Ayestarán. Para excusarse de jurar les saltó con una donosa picardía; pero de esa forma no logró desviarlos un ápice del deseo de escucharla, sino que tuvo mucha batería de ellos y al fin se avino a darles gusto. No los defraudó. Fumaba cuando tomó la palabra uno de esos cigarrillos con droga, llamados porros, a que era por demás aficionada. Sabía liarlos con admirable maestría. Colocaba todo lo necesario encima de la mesa y en menos que canta un gallo tenía hecha un hilera de canutillos listos para su consumición. Enseguida encendía uno o se lo dejaba encender al Pulcro, cuyo apego extremado a estas fumaderías le llevaba de costumbre a corretear en torno a su amiga como un perrillo faldero, dispuesto a lamerle las manos a cambio de unas cuantas caladas. El resto de porros lo guardaba Izaskun en una cajita metálica que era una especie de recipiente para té, dorada en su interior y con un dibujo de dragón en la tapa. En la cajita guardaba asimismo el mechero, el papel de fumar y las pastillas de marihuana, a las que según el tamaño llamaba chinas o talegos.

Pidió hablar sentada; pero no se lo consintieron. En su semblante podían percibirse con claridad los efectos de la droga. Un fulgor aguanoso enturbiaba sus pupilas, que parecían más grandes que de costumbre tras los cristales de las gafas. La rigidez de sus facciones y su constante sonrisa le daban un aire aturdido que bien mirado no dejaba de tener su gracia. En un momento de su intervención intentó fijar sus ojos en los míos y no pudo. Ora los apuntaba hacia mi boca, ora por corregir el enfoque, hacia una de mis orejas, y de este modo los llevaba a la deriva por mi cara sin lograr detenerlos en un punto. Se volvió después a probar fortuna con Genaro; pero creo que no le fue mejor. Así y todo, aquel mirar sin ver que recordaba la mirada perdida de los ciegos no estaba en consonancia con la fluidez y desenvoltura con que Izaskun Ayestarán acertó a expresarse. Apenas hubo tomado la palabra, estiró el cuello, y al tiempo que hacía un gesto ostensiblemente retador, se declaró mujer, hembra, emakume, tía, woman y señora.

—Y nosotros que estábamos tan confiados —replicó Josu Ruiz— y te teníamos por persona inteligente y honrada.

—Sin duda nos debe una explicación —añadió Genaro en el mismo tono de guasa.

Y el Pulcro soltó la típica cuchufleta.

—Propongo violarla, compañeros.

Le arreó Izaskun Ayestarán un cogotazo de padre y muy señor mío, y hecha una manola en jarras, sandunguera y con mucho desparpajo le respondió:

—¿Tú vas a violarme a mí, pulga capada? ¿Tú que no sabrías echarte una paja sin un manual de instrucciones?

De esta guisa lo cubrió de exabruptos y lo amilanó a sus anchas durante un rato, sin que ninguno acudiera en socorro del adolescente, sino que todos mirábamos complacidos cómo le andaban dando a éste para el pelo. Desahogada su rabia salerosa, retomó Izaskun el hilo de su discurso por donde se lo habían roto y enumeró sin remilgos las partes de su cuerpo que llegado el caso estaría dispuesta a sacrificar. Dichas partes fueron por ella calificadas de equivalentes y aun de superiores a aquellos atributos colganderos y antiestéticos, dijo, que la naturaleza había hecho el favor de no darle y cuya función primordial, según le habían explicado de niña en el colegio de monjas, consistía en ser tarde o temprano cortados a cercén. A este punto el Pulcro comenzó a aplaudir con el propósito evidente de adular a la muchacha; pero Josu Ruiz le indicó por señas que parara porque quería decir algo. Se levantó de su asiento y habló con mucha y bien fingida gravedad:

—Señores de La Placa, esta mujer tiene razón y a ninguno de nosotros, por muy mal nacido que sea, le asiste derecho alguno de contradecirla.

—Es una santa —aseveró Genaro Zaldúa con ademán tajante.

Izaskun se puso en guardia.

—Cabritos, os veo venir.

Exhaló Josu Ruiz una larga bocanada de humo y luego prosiguió:

—Camaradas, no debemos ser malos perdedores ni negar por vana soberbia cuanto esta gentil dama —la señaló con la brasa de su puro— ha tenido la bondad de afirmar acerca de esas partes tan esenciales de nuestras personas. ¿Quién ignora que un día habremos de perderlas por mandato imperioso de un destino contra el que nada podemos hacer? No flaqueemos. Asumamos sin angustia la provisionalidad de nuestros cataplines. Hay que aceptar nuestro infortunio viril con noble y saludable estoicismo.

—Rollero —le espetó Izaskun.

Y Josu Ruiz concluyó:

—En resumen, he notado que en ocasiones esta señorita dice perogrulladas.

Genaro le imitó el engolamiento de la voz.

—Desde luego —dijo— hay algo sospechoso en ella. ¿Y si se tratase de un varón? ¡La primera mujer varón!

—A ese punto —añadió el otro— quería yo que llegáramos. Convendría llevar a cabo una verificación inmediata.

Dicho esto, tomaron acuerdo de agarrarla cada uno por un lado para bajarle los pantalones a la fuerza. Viendo la chica que efectivamente se disponían a poner por obra el taimado propósito, por defenderse se apoderó de una de las velas encendidas, y empuñándola con ambas manos, dio un paso atrás y amenazó con hincársela en el ojo al primero que se acercase. No consiguió, sin embargo, arredrarlos y comenzó a pedir socorro a gritos para alertar a los de la casa. Armados igual que ella, a fuerza de acosarla le obligaron a retroceder hasta la puerta del balcón, y si no libraron una segunda batalla a cera y fuego fue porque oportunamente entró en el cuarto doña Mercedes, que venía con idea de servirnos más café. Volvieron ellos a sus asientos conversando como si tal cosa y el Pulcro se apresuró a pasarme el porro por debajo de la mesa. La mujer sacudía manotadas a la humareda; corrió luego las cortinas y nos pidió permiso para abrir el balcón. A la pregunta de si su Jaime fumaba le contestaron todos simultáneamente que no. Genaro Zaldúa, tanto por darle gusto como por hacer rabiar al Pulcro, aseguró que mientras él lo pudiese impedir su hijo no se llevaría jamás un cigarrillo a la boca, aun cuando para ello tuviera que emplear la fuerza. Esto agradó sobremanera a la candida señora, que no vaciló en otorgar a Genaro, por quien sentía una declarada predilección, poderes plenos para soltarle al incorregible mozalbete cuantas tortas considerase necesario. El Pulcro inició una tímida protesta que Genaro atajó sin contemplaciones, como para demostrar que estaba dispuesto a ejercer con el máximo rigor la autoridad que acababa de conferírsele. Mientras vertía café en las tazas, doña Mercedes contó que se nos oía mucho desde la cocina. Temía que algún vecino subiera a quejarse, y en tono afectuoso censuró que nos tomáramos tan a pecho, dijo, nuestro trabajo de escritores. Quiso luego saber el sentido de las velas, y por qué razón estaba su Jaime vestido de negro, y qué había sucedido para que Izaskun tuviera aquellas manchas tan grandes en la blusa. A cada pregunta mis compañeros respondían con vaguedades y embustes que tranquilizaron a la mujer; la cual, cuando por lo visto ya no supo qué más preguntar, se disculpó varias veces por las molestias que suponía habernos causado con su venida, nos refirió un incidente doméstico que no venía a cuento de nada y por fin, de puntillas, como si temiera despertar a alguien, abandonó la habitación, cerrando la puerta con mucho cuidado de no hacer ruido. Estaba el Pulcro muy molesto por lo que había dicho Genaro delante de su madre y en tono quejumbroso manifestó que ya tenía un papá y no necesitaba odiar a dos; dijo varias cosas por el estilo, encaminadas a que de una vez para siempre dejáramos de tratarle como a un niño, y aun después de que Izaskun Ayestarán con cálidas palabras y un porro lograse desenojarlo, le vino a la boca una mordacidad y la soltó:

—Yo no tengo como otros la suerte de ser huérfano.

Antes de emprender la confección del manifiesto, hubo un nuevo intento de dedicar un minuto de silencio a la memoria de Blas de Otero. Josu Ruiz advirtió muy seriamente que sería el último, fuera cual fuese el resultado. Por iniciativa de Izaskun nos tapamos los ojos con las manos. El truco funcionó. Mentalmente me puse a contar los segundos. No se oía una mosca en la habitación, sólo los sonidos callejeros aminorados por la distancia. Llegué en mi cuenta a doce segundos, a quince. ¿Habría alguno más, aparte de mí, en la habitación? Silencio. Dieciséis segundos. Mira que si se han ido sigilosamente, me dije, y están detrás de la puerta divirtiéndose a mi costa. Diecinueve segundos y por primera vez desde que comenzáramos a guardar silencio sonó un leve, casi imperceptible tintineo. Conjeturé (dieciocho segundos) que alguno de mis compañeros habría cambiado de postura o rozado sin querer cualquiera de los numerosos objetos esparcidos sobre la mesa. Ni yo ni nadie dio importancia al ruidito y el homenaje siguió adelante. Pero en esas, inconfundible, sonó un sorbetón y acto seguido una palabrota de Josu Ruiz y risas de Izaskun Ayestarán. Me descubrí los ojos en el instante en que Genaro Zaldúa apartaba de su boca el tazón enorme, al que por lo visto acababa de dar un trago furtivo. Insinuó una sonrisa de disculpa al tiempo que Josu Ruiz declaraba concluido el homenaje, expresaba su agradecimiento a todos por su participación y decía con sorna llena de despecho:

—Hay gente poco poética. Hay gente antipoética. Finalmente —señaló a Genaro mediante un giro de cabeza a modo de cornada— está este individuo.

Izaskun Ayestarán no quiso que comenzáramos el manifiesto sin antes recordar el convenio que habíamos hecho la víspera, según el cual cada miembro del grupo quedaba comprometido a aceptar sin restricciones lo que los demás trajeran escrito de casa, tanto si les gustaba como si no. Un «por supuesto» unánime y clamoroso selló el pacto. Reunidas las diferentes aportaciones, comprobamos que sumaban entre todas once apartados. A fin de evitar rencillas resolvimos numerarlos conforme a un sistema de azar, consistente en extraer a ciegas del interior de una bolsa de plástico unos papelitos en los que figuraría el número correspondiente a cada parágrafo. Mientras el Pulcro ponía a punto el procedimiento, me preguntaron por qué razón contribuía yo con tan poca cosa al manifiesto, a lo que respondí un tanto corrido que en realidad había redactado muchas líneas durante la noche pasada, pero al final sólo una frase había conseguido atravesar el tamiz de mi autocrítica. Josu Ruiz elogió mi actitud y contó al respecto un caso suyo parecido de hacía un tiempo.

De buenas a primeras el Pulcro comenzó a teclear sin que nadie le hubiese dictado nada. Le preguntaron qué escribía y él respondió con naturalidad que simplemente estaba mecanografiando el título del manifiesto. Al punto arrancó Genaro Zaldúa de un zarpazo la hoja puesta en el rodillo, y sin molestarse en leer cómo rezaba el dicho título, pegó fuego al papel con la llama de una de las velas. Izaskun Ayestarán, no menos indignada, reprochó al muchacho que aún no supiese qué cosa fuera trabajar en equipo. También ella traía pensado un título y lo mismo manifestó a continuación Genaro Zaldúa. Ambos me miraron instintivamente y casi a un tiempo, para recordarme tal vez la promesa que había contraído con ellos por la mañana. Me tomó entonces una grandísima inquietud pensando en el momento en que no me quedara más remedio que elegir uno de los títulos en discordia. El del Pulcro, Manifiesto urbi et orbi, quedaba por supuesto descartado para mí. Ahora bien, ¿qué decisión tomar con respecto a los otros dos? En menudo lío te has metido, me dije. Y añadí: Hilario Goicoechea, eres un imbécil de marca mayor. Pero precisamente entonces, cuando más falta me hacía, acudió en mi ayuda Josu Ruiz sin saberlo, y fue que movido por el buen propósito de preservar la armonía entre todos concibió la idea de fundir los tres títulos, solución que secundé de forma entusiástica. Determinaron los otros seguir el consejo de su compañero; pero ocurrió que cada cual quería poner su parte al comienzo del encabezado y entablaron por esta causa nueva disputa que terminó cuando Josu Ruiz y yo les convencimos de que la dirimiesen por medio de un sorteo. Extrajo el Pulcro el número 1, Genaro Zaldúa el 2 e Izaskun Ayestarán, que profirió una ristra de tacos al descubrir el suyo, el 3. De este modo la primera declaración pública de principios por parte de La Placa recibió el nombre de Manifiesto urbi et orbi, protozoario y de la leche condensada.

Me tocó ser a mí el primero en presentar su escrito, y no por nada, sino que de manos a boca me puso Genaro Zaldúa la bolsa de plástico delante para que eligiese mi papelito. Saqué uno y lo desdoblé; era el número 7. Luego que el Pulcro Matallana me hiciera indicación de que podía empezar a dictarle, leí mi trozo, que decía:

«7.º Que la supuesta lentitud de la tortuga constituye una falacia monstruosa, lo prueba el hecho comúnmente admitido de que la tortuga es sin lugar a dudas el animal más veloz de la Tierra».

Me rogaron mis compañeros que releyese despacio el texto porque algunas partes no las habían entendido. Yo así lo hice y al cabo me complació observar que intercambiaban gestos de aprobación. Genaro Zaldúa aún fue más lejos, declarando que mi escrito le había causado una impresión inmejorable. El Pulcro, después de asegurar que compartía el mismo parecer, me sugirió que cambiara el animal por la planta, a fin de que el conjunto resultase, no mejor, dijo, sino un poquitillo más surrealista, y que añadiera al final una frase contundente que se le acababa de ocurrir: Ya basta, pues, de infundios perversos. No tuve inconveniente en acceder a sus propuestas, que se me antojaron fundadas, aunque herían mi orgullo de autor, y con dichas modificaciones apareció mi parágrafo en la revista.

Izaskun Ayestarán fue la siguiente en extraer los papelitos y leer sus apartados:

«6.º Surrealismo es lamer la gota dulce de rocío que habita en nuestros labios sin saberlo. Son los niños cubiertos de ceniza cuya madre es un manojo de violetas. Son los ángeles alcohólicos que se tambalean bajo un aguacero de esperma de leones. Mi abuela dormida en su mecedora sobre las olas. La policía disparando mazorcas de maíz contra las nubes. Una melena de libélulas.

»8.º Día y noche los trenes de mercancías abastecen de amor a la ciudad. Los rinocerontes ciegos sacuden sus graciosos tirabuzones a la entrada de los burdeles y alrededor de un lápiz de labios los partidarios del realismo se llenan la boca de nieve mientras se abanican con raspas de pescado que guardaban ocultas bajo la almohada.

»11.º Cuidaos, amigos míos, de los cuerdos y de las cuerdas, de los sonetistas y de los prohombres de polietileno, del espíritu santo y de las bolas de navidad, de nuestros antecesores y de nosotros mismos. ¿Quién no me ama ahora que he dado mis ojos a los que sueñan?».

Como a mí un rato antes, el Pulcro le propuso algunos retoques y añadidos; pero ella los rechazó de plano. Alegaba que no había pasado la noche en vela discurriendo frases y puliéndolas para que al día siguiente un mequetrefe viniera a meterles la cuchara, ah, eso sí que no. Izaskun Ayestarán habría de derramar amargos lagrimones la tarde que Genaro Zaldúa le mostró un ejemplar del programa de fiestas. El apartado 6 aparecía inexplicablemente reducido a la mitad y, al igual que los otros dos, resultaba ininteligible por causa de las erratas. Había una particularmente deliciosa sobre la que a escondidas de la muchacha nos reímos de lo lindo. En el último renglón del apartado 11 se leía «osos» en lugar de «ojos».

Le llegó luego el turno de lectura a Josu Ruiz, que comenzó a sacar de todos los bolsillos de su indumentaria papeles y más papeles arrugados y formó con ellos un montón sobre la mesa. Eran las servilletas de la taberna próxima a su apartamento donde había pasado gran parte de la noche bebiendo y escribiendo para desahogar el ansia que le consumía desde que había descubierto en la basura la noticia del fallecimiento de Blas de Otero. Durante un largo rato anduvo buscando con ahínco dos notas que decía haber escrito ex profeso para el manifiesto. No las encontraba, y como le metiesen sus compañeros prisa, tomó al azar dos servilletas de papel y las leyó:

«4.º En toda acción surrealista deben considerarse tres factores: a) los intereses particulares de las ideas, b) la suma de apariencias inmediatas cuya interrelación configura el núcleo objetivo de la acción, y c) el número exacto de perros muertos que participaron en el asedio. (En pura lógica, de los tres factores enumerados únicamente el cuarto resulta imprescindible con vistas a un desarrollo coherente de la acción.)

»10.º Jamás entenderemos la sensibilidad como un don sobreañadido al ser concreto, sino más bien la fuerza que determina un severo minucioso despojo, ejercido conscientemente tanto sobre el producto como sobre el gusto y afectos de quien se aventura al acto creativo. Este propósito de erigir algo para quebrarlo después, al menos hasta un extremo en que aún lo sintamos reconocible, sobrepasa con creces los límites de una teoría del estilo. De ello inferimos que a la libertad le corresponde muy poco espacio en esta dimensión básica del arte, entendiendo por tal una indeterminable conciencia cuidadosa y por aquélla la consecuencia inmediata de una voluntad urgente».

—Ahora viene lo mejor del manifiesto —afirmó el Pulcro Matallana al llegarle el turno de mecanografiar sus apartados.

Su engreimiento le acarreó un ruidoso abucheo, mezclado con gritos de muera, hay que emplumarlo, linchemos al presumido y otras imprecaciones jocosas que él escuchaba con visible complacencia.

—Reconozco —dijo— que me falta talento para escribir mal. La envidia me corroe y llena el estómago de clavos cuando leo vuestros textos tan monos, tan apañaditos, tan inferiores a cualquiera de los míos.

—¿Qué esperamos para asesinarlo? —nos propuso Josu Ruiz al tiempo que hacía ademán de empuñar una de las velas.

Genaro Zaldúa le detuvo el brazo y exclamó con vanilocuencia teatral:

—¡Alto, don Tobías! El infame tiene que pasar primero a máquina mis apartados.

Esa noche, a solas los dos tras la columna de una taberna, mientras Izaskun y Josu Ruiz porfían junto a la barra, empeñado cada uno de ellos en pagar las bebidas, y Genaro Zaldúa mantiene una mano dentro del bolsillo del que sacará con calculado retraso la cartera, el Pulcro tratará de conocer mi opinión acerca de sus tres parágrafos. La misma pregunta habrá ido formulando por separado, a lo largo de la noche, a sus compañeros. Por encima de su hombro observaré dos bocas aframbuesadas que estarán besándose con lésbica fruición. El Pulcro se mostrará ansioso de escuchar mis palabras y aún seguirán unidos los labios de las mozuelas, en la penumbra del rincón, cuando o no me atreva a decirle al muchacho lo que pienso y me lance a elogiar con entera hipocresía sus tres apartados que en el fondo me dejan frío.

«1.º Declaremos con valentía a la opinión pública nuestra suprema ambición de artistas: acudir de tapadillo a los sepelios, incorporarnos discretamente al cortejo fúnebre, levantar con disimulo la tapa del ataúd, susurrar hacia dentro una selección de nuestros mejores poemas para que se nos empiece a conocer donde más importa.

»3.º Basta de literatura, sonemos igual que una cacerola golpeada con un pedrusco mohoso.

»9.º Los socialistas sacan su lengua esponjosa, los abertzales sacan su lengua de madera, los fachas sacan su lengua de granito, los curas sacan su lengua bífida, las víctimas de ETA sacan su lengua morada, los cabos de la Guardia Civil sacan su lengua de charol, los Karamázov sacan su lengua purulenta, las meninas de Velázquez sacan su lengua podrida, los filósofos tipo Heidegger sacan su lengua de hielo, las mujeres desnudas sacan su lengua de plástico, Chillida saca su lengua herrumbrosa, los profesores de la cochiquera sacan su lengua con pinchos, dios saca su lengua infinita, André Breton saca su lengua soluble, todos sacan su lengua deseosos de chuparme las rodillas, mamá.»

El contenido de este último apartado disgustó sobremanera a los responsables del programa de fiestas, que presionaron a Genaro Zaldúa para que lo suprimiese; de lo contrario, le dijeron, el manifiesto no sería publicado. Genaro, en contra del parecer de Josu Ruiz, que hubiera preferido no publicar una sola línea a hacerlo con recortes, pero con la expresa aprobación del Pulcro, ufano de ser el primer miembro de La Placa que sufría una censura, consintió en eliminar aquel controvertido parágrafo que sin aportar, dijo, nada esencial a la declaración del grupo, nos cerraba una puerta y a lo mejor algunas más en el futuro.

El hueco dejado por aquella supresión lo aprovechó Genaro para alargar a última hora uno de sus apartados, cuya versión definitiva difería notablemente de la que había leído pocos días antes en casa del Pulcro. Me contaron que por este motivo Josu Ruiz le echó en privado un rapapolvo. Genaro Zaldúa ofreció a todos disculpas por los retoques que había introducido en el manifiesto, efectuados bajo mano pero con la mejor de las intenciones, aseguró, pensando en la conveniencia del grupo, no en la suya propia, y le juró a Izaskun Ayestarán que él no había intervenido en la misteriosa reducción del apartado sexto. Sus dos apartados, limpios de las innumerables erratas con que apareció en la revistilla, rezaban así:

«2.º Atacados una mañana por los voraces comejenes impelidos por un extraño viento sur hasta Donostia desde las sombrías espesuras a orillas del perezoso Kuilu, infestado de monos carniceros, entre Kikvit y las casuchas de troncos podridos a la entrada de Bandungu, en el corazón del antiguo Congo belga…, un grupo selecto de honorables cuanto candorosos jóvenes transfigurados de antuvión en artistas sumamente agresivos y temibles en virtud de las descomunales picaduras inferidas por la insaciable plaga, antes de perecer emponzoñados al cabo de veinte lunas ha decidido organizar ante la indiferencia congénita de las autoridades municipales su propio lazareto benéfico (conocido bajo el nombre, evocador de fragancias tropicales, de La Placa), en cuyos confortables lechos con baldaquino y sábanas del más suave lino bávaro, además de almohadas recubiertas de terciopelo malva perfumado con esencia de repollo, podrán espatarrarse los inoculados con este incurable deliquio que asola desde hace varios días la ciudad debiendo pagar la estancia en nuestras lúgubres galerías mediante poemas marianos con rima asonante en versos impares, pues en caso de insumisión o de insolvencia el paciente será meticulosamente ejecutado… ¡y nadie piense que nos ha de temblar el pulso!

»5.º Valiéndose de las tinieblas nocturnas, el homúnculo esquizoide escaló las rampas del violonchelo ensangrentado profiriendo aullidos estremecedores de dolor antes de arrojarse al vacío desde lo alto del traste, con un libro de José María Pemán atado al cuello, porque los augures habían vaticinado con lágrimas en los ojos que los dioses no regresarían nunca a un país que había osado entregarse a los desmanes literarios promovidos por una asociación de lujuriosos y malhechores llamada (según rumores muy pesimistas… y extendidos) La Placa».

La tarde calurosa y azul declinaba cuando dimos por terminado el manifiesto. Josu Ruiz ocupó el lugar del Pulcro y en un periquete improvisó a máquina una breve nota sobre un presunto homenaje nuestro a Blas de Otero que días después habría de aparecer publicada en dos periódicos. Izaskun Ayestarán había salido al balcón en busca de aire fresco y desde fuera nos anunció sumamente alborozada que por el cielo iba y venía una gran cantidad de golondrinas. Genaro Zaldúa, que acababa de apagar a soplidos lo poco que quedaba de las velas, le respondió:

—Da lo mismo, me he dejado la ametralladora en casa.

A propuesta de Josu Ruiz acordamos ponernos en camino hacia alguna zona de tabernas, con el propósito de celebrar por todo lo alto lo que a su juicio había sido una jornada memorable de trabajo y concordia. Al abandonar el cuarto ninguno se percató de que el Pulcro no salía con nosotros; yo sí, pero no quise decir nada. Acuclillada en el lloradero, la Yoli sollozaba al par que don Raúl, su padre, que por lo visto acababa de llegar a la casa, le reprendía desde la cocina. Vino el hombre en mangas de camisa a estrecharnos la mano cuando supo que nos íbamos. Preguntó por su hijo y entonces advirtieron mis compañeros que el Pulcro se había quedado en el cuarto.

—O sea —dijo Genaro Zaldúa—, que usted quiere que el chaval salga con nosotros a la calle.

El tono de voz de don Raúl denotaba resignación.

—Por querer claro que quiero, pero no hay manera y a la fuerza no le puedo hacer salir.

—Pues ya verá usted qué pronto lo convenzo.

Esto dicho, regresó Genaro Zaldúa a la habitación y unos segundos después reapareció en el vestíbulo con el adolescente cargado al hombro, pidiendo le abriéramos la puerta. Como lo había encontrado lo bajó hasta el portal, de luto y con pantuflas, sin que por un instante dejara el Pulcro de patalear y chillar, que no parecía sino un puerco de camino al matadero. Visiblemente satisfecho, nos entregó don Raúl mil pesetas para que adondequiera que fuéramos no se quedara su hijo atrás a la hora de pagar y a todos nos despidió con una palmada en la espalda, salvo a Genaro, que se había ido corriendo escaleras abajo con su fardo aullante. En el portal, el Pulcro, aferrado al pasamanos, se negaba a poner el pie en la calle. Tuvo palabras muy feas para todos; también para mí, que no le había hecho nada. Juró, con los ojos bañados en lágrimas, que se había de recluir en su casa durante más de un año. En esto Izaskun Ayestarán nos hizo una seña para que la dejáramos a solas con él. Casi media hora permanecimos los tres en la acera, charlando y fumando en espera del resultado de aquella conversación privada. Y yo no sé qué sucedió entre ella y el chaval que de repente se abrió la puerta y salió éste a la calle saltando, retozando y metiéndonos prisa para que empezáramos cuanto antes la parranda.

El Manifiesto urbi et orbi, protozoario y de la leche condensada se publicó una semana después en un zafio programa de fiestas. No obtuvo la menor resonancia en los ámbitos culturales de la provincia. Tres páginas ocupó y no dos, como estaba previsto, circunstancia sobre la que Genaro Zaldúa no acertó a ofrecernos una explicación convincente. La lista con nuestros nombres al final del texto había sido suprimida. En su lugar figuraba el anuncio de una tal Pescadería Manoli, Vda. de Antxon Sistiaga, presidido por el dibujo de una gamba con gorro de cocinero. Otros cinco anuncios similares ilustraban aquel primer manifiesto que la acumulación de erratas había transformado en un grotesco disparate. Su publicación significó un grandísimo disgusto para los miembros de La Placa. Desengañado e irritado, Josu Ruiz sugirió la conveniencia de cambiar el nombre al grupo, de modo que nadie pudiera identificarnos jamás con la revistucha de Rentería. La propuesta encontró en el Pulcro un firme antagonista y al cabo el propio Josu Ruiz reconoció que exageraba. Fue a consecuencia de la decepción formidable que aquella publicación nos produjo como surgió la idea de crear en un futuro próximo, costase lo que costase, nuestra propia revista.