Recién comenzada la reunión, una voz nos anuncia desde la cocina que el café ya está preparado. El Pulcro pide a gritos que lo traiga la Yoli. No hay respuesta.
—Te toca —me dice entonces Josu Ruiz y voy.
En el vestíbulo, que está en penumbra, se levanta de las baldosas un olor picante a lejía. De pronto escucho un hipido a mi costado y enseguida otro. Acurrucada dentro de un espacio hueco que dejan entre sí la cómoda y un resalte del tabique, veo sollozar a la menor de los Matallana. Sé por el Pulcro que la chicuela suele retirarse a ese escondite para llorar y que por eso todos en la casa lo llaman el «lloradero» de la Yoli. No bien se percata de que la miro, se apresura a ocultar las lágrimas con las manos. Tiene las rodillas cubiertas de costras y en el extremo deshilachado de una de sus chinelas un agujerito por donde asoma una uña del pie. Flota un no sé qué en el aire de ese hogar que siempre habrá de producirme lasitud y somnolencia. A pocos pasos de la cocina, salen a mi encuentro las lamentaciones de doña Mercedes, la madre del Pulcro, que entre suspiro y suspiro pregunta a dios qué mal ha cometido ella para merecer unos hijos tan difíciles.
La señora Mercedes es una mujer delgada y ojerosa, con una dulce expresión de rostro que acaso sea el último vestigio de una belleza consumida. Sentada en una silla minúscula de enea, lustra calzado con aire de sufrimiento. A mi llegada le da un estironcito pudoroso a la falda y me obsequia con una sonrisa marchita, más bien un recular del labio superior por la parte de la boca donde reluce una muela de oro. En sus manos rosadas hay una especie de flojedad elegante que no se compadece en absoluto con las tiznaduras de betún. A sus pies se amontona una muchedumbre de zapatos: grandes, pequeños, de varón, de mujer, todos revueltos en espera de que la mujer los acaricie y abrillante.
Traspuesta en un rincón, la abuela no advierte mi llegada. El calor excesivo que reina en la cocina no parece afectarle. Una manta gruesa de cuadros envuelve sus piernas. No mucho más fina es su bata de nailon, sobre la que se extiende, a la altura de los hombros, una toquilla azul de lana con flecos. Toda una losa de ropa que se completa con un pañuelo arrollado al cuello. De su mano violácea, caída a un costado del sillón, pende un rosario de cuentas nacaradas en cuyo extremo, cerca de rozar las baldosas, oscila levemente un diminuto crucifijo de plata. Tiene la vieja octogenaria el cabello lacio y gris, recogido en moño; la cara rayada de surcos y la boca sumida, con labios arqueados que de continuo se adelantan y contraen. Quizá rece, quizá rumie un pedazo de comida que le cuesta deglutir. A cada rato la anciana o entreabre un ojo, o cabecea, o emite un ronquido suelto que parece salir de una flauta cascada, o sopla.
Mientras me refiere las penalidades que le causa su prole, doña Mercedes vierte despaciosamente café en las tazas, empezando por el tazón de su favorito, Genaro Zaldúa, y deposita como de costumbre una rodaja de bizcocho en los platillos repartidos sobre la bandeja. Se encarama después a la sillita de enea a fin de alcanzar el azucarero que guarda en una balda alta de la alacena. Sé por su hijo que lo guarda allá arriba para impedir que la abuela se atiborre de azúcar a escondidas. En esto se le cae una caja y media centenada de mondadientes se esparce por el suelo. Le ayudo a recogerlos, y estando los dos agachados, me dice en tono dolorido:
—Macario, majo, tú que pareces tan formal, ¿no podrías hacer alguna cosa para que mi Jaimito cambie? Yo estoy desesperada, yo no duermo ni como. Nos va a matar a disgustos.
En lo alto de la pared el reloj tictaquea con soñolienta monotonía. Va y viene dentro de la jaula el canario blanco. Adheridos a los azulejos, por encima de la mesa, hay tres letreros de papel y en cada uno de ellos una palabra: DESPILFARRO. INYECCIÓN. EFERVESCENTE. El Pulcro corrige de ese modo los yerros lingüísticos de la familia. Al principio colocaba los letreros en cualquier lugar de la casa, preferentemente en las paredes del cuarto de baño, donde era inevitable que todos los vieran. Ello provocaba frecuentes rencillas, más que nada porque las tres hermanas, como no sabían sufrir las correcciones del Perrito, arrancaban los letreros o los llenaban de pintarrajos y alusiones. El Pulcro se desquitaba escribiendo en los bolsos, en las fotografías de la pared y en otras pertenencias de ellas las palabras y giros gramaticales que pretendía enseñarles a emplear correctamente. Las constantes discordias obligaron a don Raúl a tomar cartas en el asunto. El buen hombre, que tenía un genio tajante, por poner término de una vez para siempre a la porfía prohibió, reprendió, impuso castigos, abofeteó; pero fue en vano, pues con su cólera indiscriminada no conseguía sino malquistar cada vez más a las hijas con el hijo y viceversa, por lo que al fin hubo de allanarse a concederle al Pulcro un metro cuadrado de pared en la cocina para que éste pudiera proseguir sin impedimentos con su empeño de mejorar el idioma de los de la casa, dándole garantías de que nadie tocaría los letreros siempre y cuando no los pegase fuera del lugar convenido ni los tuviera allí fijados más de un mes.
La señora Mercedes me pide disculpas con mucho sentimiento cuando le revelo que en realidad mi verdadero nombre no es Macario. Le hiede la boca malamente.
—No hay forma de que salga a la calle —dice—, y como piensa mi vecina, eso es malísimo para la salud, pues como son jóvenes y no se les ha formado aún el cuerpo, si no les pega el sol todos los días se quedan raquíticos, hay que ponerles indiciones para que no paren de crecer, porque los huesos se ablandan igual que el pan que nos venden en la tienda de abajo, que a media tarde ya está matigocho.
Le preocupa sobremanera que a su Jaimito, desde que no sale de casa, estando la familia ausente le da por mortificar a la abuela y le hace tan crueles diabluras por enloquecerla y asustarla que la pobre anciana anda diciendo a todas horas que se quiere morir y que se pasa el día rezando para que dios se la lleve.
—Pues cuando vuelvo de la plaza cargada como una burra, que hasta tengo que dejar alguna bolsa en el portal y hacer dos viajes, porque no te pienses que mi niño mueve un dedo para ayudar a su madre, qué más quisiera yo, y entro en la cocina y ¿qué te crees que me encontré el sábado pasado?, a mi suegra con la boca amordazada, ya casi sin aire la pobre, y toda la cara llena de crucecitas negras que le había pintado el muy bandido con un chisme. Yo no me explico cómo ha podido salir así, tan pecador y tan sinvergüenza que no parece ni de la familia, y contra más le riñes menos le aprovecha, que yo hasta lloro a ver si se conmueve y le pido que se reforme, pero es como si le hablarías a un muro de hormigón. El otro día, fíjate, salí con las niñas a comprar algún trapito en las rebajas y yo tenía idea de que Raúl iba a venir pronto a casa y la abuela no se quedaría mucho tiempo a solas con el desalmado. Pues el Raúl que se entretenió en la oficina y entonces coge Jaimito y le forzó a su abuela a beber medio litro de clarete, a ella que menuda ha sido, agua del grifo y para de contar. Encima, como sufre de mareos el alcohol la dejó postrada, que a la noche le subió la fiebre a cuarenta y ya pensábamos todos que no llegaba con vida a la mañana.
A tiempo de poner la bandeja en mis manos, me susurra al oído que dios haría una gran caridad a su suegra, y de paso a toda la familia, llevándosela cuanto antes de este mundo. No quiero contrariarla y hago un gesto afirmativo, que ella agradece con una de sus sonrisas ladeadas por la que asoma la muela de oro. Resuena a este punto un chillido de Izaskun y a continuación gritería y jolgorio de mis compañeros. Le insinúo a doña Mercedes que tengo que regresar al cuarto. Apenas doy un paso en dirección a la puerta, ella me retiene cogiéndome de un brazo y me suplica de nuevo que convenza a su Jaimito para que salga de casa y haga la vida normal de cualquier chico de su edad. Se lo prometo rotundamente, a fin de que me suelte.
—Dios premiará tu bondad —dice al borde de las lágrimas, y cuando ya he salido al vestíbulo añade—: y que vuelva al colegio. Y que no fume y nos respete, Macario, por favor. Ese barrabás nos está amargando la vida. Dios mío, cualquier día de éstos se nos mete en la ETA.
De regreso a la habitación hallé a mis compañeros muy alegres y aceitados por causa de un singular combate que acababan de sostener; el cual había sido con unas velas largas de casi medio metro, compradas esa misma tarde por Josu Ruiz con el propósito, según dijo, de proporcionar la debida solemnidad al minuto de silencio en memoria de Blas de Otero que pensaba proponernos. Tenía también previsto redactar un informe para la prensa, a fin de dar publicidad al acto y que el nombre de La Placa figurase entre los de otros grupos e instituciones que por aquellos días homenajeaban al insigne poeta fallecido. La idea fue acogida con unánime alborozo por sus compañeros, alguno de los cuales hablaba de prolongar el minuto de silencio a media hora o más. Desempaquetadas las velas, cada cual se sirvió una y la encendió. Resolvieron, con todo, no empezar el homenaje hasta que yo hubiese vuelto de la cocina con los cafés, porque la gravedad e importancia de la ceremonia exigía que La Placa participase en ella al completo; lo cual, dicho sea de paso, cuando me lo contaron me sonó a música celeste, por cuanto entendí que todos ellos me guardaban una consideración mayor de la que yo en mi fuero interno suponía. Mientras aguardaban mi llegada, armados de cera y fuego, dieron en atacarse unos a otros con las velas, de suerte que cada uno se afanaba por ganar victoria apagando la llama de los demás. Pero sucedía que algunos soplaban más que acuchillaban y en medio de un tumulto de protestas fue interrumpida la pelea para acordar unas normas que mínimamente la ajustasen a la ley tradicional de esgrima. Por lo pronto decidieron prohibir los ataques aéreos, declarados deshonrosos, y asimismo prohibieron que ninguno de los contendientes se levantara del asiento mientras durase la batalla. Reanudada la cual, ya en el primer envite se le apagó al Pulcro su vela, lo que dejó a Josu Ruiz victorioso y, de momento, libre de adversarios. Enardecido por aquel triunfo fácil, giró sobre su silla en busca de más pelea. A su costado, hundido en la vieja butaca de cuero, Genaro Zaldúa se defendía con grandísimo apuro de las acometidas de Izaskun Ayestarán, que aparte combatirle con denuedo se esforzaba por debilitarlo diciéndole muchos improperios jocosos y palabrotas que lo moviesen a risa. Discurrió entonces Josu Ruiz atacar a traición a su compañero aprovechando que éste se hallaba de espaldas, y con ese fin adelantó la punta de su vela por sobre el hombro de él. El alevoso ardid acarreó, con todo, su perdición. Un súbito calorcillo en la oreja había advertido a Genaro del peligro que por detrás le venía; volviéndose con presteza, de un ágil velazo consiguió desmocharle el arma a Josu Ruiz. La valerosa reacción, que había servido para dejar fuera de combate a un enemigo temible, puso a Genaro a merced de otro peor. Pues comoquiera que por repeler el ataque de Josu Ruiz hubiese desamparado un momento el flanco por donde Izaskun le combatía, ésta se apresuró a hincarle en las barbas la llama de su vela, de forma que se las chamuscó muy malamente. Al punto Genaro se revolvió como un tiburón lancinado y a ciegas asestó un mandoble brutal a la vela que le quemaba. El violento encuentro de las dos armas apagó y partió por la mitad la de Genaro, mientras que la de su rival conservó milagrosamente el fuego. De ambas saltó por el aire una lluvia de cera líquida, y quiso la fortuna que una de las varias gotas ardientes que rociaron a Izaskun, fuese a parar dentro de su escote. La escaldadura le arrancó un grito pavoroso, para jolgorio de todos los circunstantes, que la proclamaron vencedora de la lid: un triunfo costoso a la vista del estado lamentable en que quedó su blusa. Tantas veces habría de oírles en el futuro relatar pormenores de la insólita contienda que acabé por figurarme que yo también había participado en ella y asistido a la temprana caída del Pulcro Matallana, al infortunio que le sobrevino a Josu Ruiz por confiarse en demasía, a la estocada que socarró las barbas de Genaro, así como a su noble derrota frente a Izaskun y, en fin, al desenlace donoso que tuvo la pelea. Semanas después yo mismo me aventuraría alguna que otra vez a intervenir en la remembranza de aquellos lances vélicos, como si los hubiera vivido personalmente y en el fondo no pasaran de parecerme una simple chiquillada.