Dos sillas había en la habitación y una butaca vieja, con el cuero cuarteado, donde solía repantigarse Genaro Zaldúa. La costumbre había asignado a cada cual su sitio en derredor de la mesa y lo mismo puede afirmarse de los asientos, que rara vez variaban de ocupante. Yo nunca me habría atrevido a sentarme sino sobre el peor, y el peor era una paca de revistas junto al cesto de tahona donde el Pulcro guardaba los libros que no cabían en una pequeña estantería de tres anaqueles. Un nudo de la cuerda con que estaban atadas las revistas constituía mi cilicio. Tan pronto como se presentaba la ocasión tomaba secretamente algún ejemplar de los del cesto, y poniéndomelo de cojín, libraba a mis posaderas de la picadura del nudo. El asiento era tan bajo que el canto de la mesa me quedaba delante de la boca. Sin necesidad de agacharme podía verle a más de uno las narices por dentro y a Izaskun Ayestarán, sentada enfrente, cuando vestía faldas una franjita de braga por debajo de la mesa. Del balcón, al que se accedía desde el cuarto, solía entrar el Pulcro su asiento, un taburete despintado de madera, comido de polillas y con un agujero en el centro de la plataforma para facilitar su transporte. Como renqueaba le había puesto de nombre el Josu. Acostumbraba calzarlo con una biografía resumida de Francisco Franco Bahamonde, al parecer propiedad de su padre. El Pulcro, que gozaba con la burla y disponía de un amplio repertorio de chistes al respecto, se cuidaba muy mucho de nombrar al Josu en presencia de su homónimo. Lo cierto es que a él más que a ningún otro habría de acarrear disgustos el asiento de marras. Disgustos que meses después culminarían en un incidente sobremanera asqueroso. Lo voy a contar ahora.
Tenía Genaro Zaldúa la traviesa afición de hundir un dedo de abajo arriba en el orificio del taburete tan pronto como advertía que el Pulcro se hallaba descuidado. Este, al sentir el pinchazo, daba un respingo y protestaba. Con todo, no le servía de nada quejarse ni vigilar las manos que tan a menudo le aguijaban, en parte porque tarde o temprano, en el transcurso de las reuniones, surgía una nueva ocasión de hacerle la diablura, en parte porque a veces, por el otro flanco, Izaskun Ayestarán le clavaba también el dedo. A fin de protegerse discurrió el Pulcro taponar el agujero mediante algún libro de los del cesto. Lograba de esta forma librarse de la molestia; pero a menudo olvidaba tomar la precaución o simplemente, cuando se ausentaba del cuarto para ir al servicio o porque su familia hubiese requerido su presencia en la cocina, le quitaban el libro y a su vuelta ya había alguno preparado para poner por obra la mala idea. Por fin un día, hacia el otoño de aquel año, maquinó el Pulcro una estratagema digna de su infinita malicia para escarmentar a quienes tanto le hurgaban, y fue que colocó una pella fresca de sus excrementos sobre lo pegadizo de un trozo de esparadrapo, con el cual tapó después el agujero del Josu. Comenzada la reunión, le faltó tiempo para hacerse el distraído; en esto, sintió el dedo que oprimía la inmundicia y de inmediato escuchó a su espalda un bramido de asco y la voz, quién lo dijera, de Josu Ruiz, que exclamaba:
—¡Mierda, pero si es mierda!
El Pulcro no se inmutó; pero en su cara podía advertirse un rictus ostensivo de satisfacción. Conocida la sucia treta, prorrumpimos todos en sonoras carcajadas, todos menos Josu Ruiz, que visiblemente enojado limpió la yema mancillada en la nuca del chaval. El Pulcro se encorajinó y hubo un amago de pelea entre ambos que zanjó Izaskun Ayestarán interponiéndose conciliadora. Se enzarzaron a continuación Genaro Zaldúa y Josu Ruiz en una disputa acalorada, pues suponía éste que su compañero andaba conchabado con el Pulcro. Si no, decía, ¿cómo explicarse el empeño de Genaro, mientras venían los dos juntos por la calle, para persuadirle de que esta vez fuera él (que nunca hasta entonces había participado en aquellas diversiones) quien introdujese el dedo en el orificio? Genaro juraba a gritos no haber estado en ningún momento al cabo de la marranada, y por justificar la proposición que le había hecho por la calle, decía y repetía exaltadamente que como él e Izaskun eran siempre los autores de la broma, el Pulcro ya estaba sobre aviso y los vigilaba, y que para sorprenderlo, ¿me oyes?, imbécil de la hostia, para sorprenderlo se le había ocurrido que esa tarde fuese otro quien hincara el dedo y que lo mismo podía habérmelo pedido a mí, a ver si se enteraba de una puta vez.
La discusión terminó en enfado general luego que Izaskun, sospechando no les faltase fundamento a las suposiciones de Josu Ruiz, interviniera en defensa de éste; hubo gritos, insultos, palabras gruesas y, en fin, un bochinche de aupa que hizo venir corriendo a la habitación al padre y a la madre del Pulcro Matallana. Tres días estuvimos sin vernos por esta causa. Pasado ese tiempo, acordamos con el fin de celebrar la reconciliación reunirnos en el mismo escenario del alboroto, y estando todos sentados a la mesa, volvió de repente el Pulcro a dar uno de aquellos respingos como cuando le pinchaban con el dedo en el trasero, sólo que esta vez no fue un dedo lo que le pinchó sino que Genaro Zaldúa había optado precavidamente por introducir la punta de un bolígrafo en el agujero.