En un periódico viejo, arrojado sobre las bolsas de basura que se hacinaban cerca de su portal, reconoció la fotografía de Blas de Otero, fallecido una semana antes en Madrid. Arrancó la noticia y con un nudo en la garganta se fue a la acera de enfrente a entristecerse bajo el resplandor de una farola. Contaba que en su vida se había sentido tan solo, tan hecho polvo. Era la primera vez que yo veía emocionarse a un miembro de La Placa. Me impresionó la apenada y grave veneración que el poeta muerto le inspiraba. Nunca hasta entonces se me había ocurrido a mí pensar que un escritor pudiera ser más que an hombre admirable por sus logros y en vano, mientras escuchaba el relato dolorido de mi compañero, traté de recordar entre mis poetas preferidos uno tan sólo por quien yo profesara un sentimiento próximo al amor. No fui, pues, el único que había pasado la noche sin acostarse, aunque por razones harto distintas de las de él y con resultado asimismo muy dispar. De anochecida se metió en una taberna de su barrio, donde, sentado a la mesa de un rincón, estuvo escribiendo febrilmente en servilletas de papel hasta que, vencido por la ebriedad, se quedó traspuesto con la cabeza sobre los brazos. No por mucho tiempo, pues enseguida lo despertaron con el achaque de que era la hora de cerrar. Lo sorprendió el alba solo, borracho y triste, dando vuelta tras vuelta en torno a la plaza de Cataluña.
Josu Ruiz nos lo contaba en la habitación del Pulcro Matallana a éste y a mí mientras aguardábamos la llegada de los demás. A cada rato el adolescente me dirigía un guiño malicioso, muequeaba o ponía los ojos en blanco, burlándose a escondidas del duelo de su amigo. El cual fumaba su puro horro de costumbre tumbado sobre la cama de la Yoli, la mirada laxa, ojerosa, y el cenicero de cristal encima del pecho. Calzaba unos mocasines lustrosos de color negro, grabado en cuyas suelas yo podía ver, desde el atadijo de revistas que me servía de asiento junto a la mesa, el número 39. A todo esto entró en el cuarto la menor de los Matallana, una chicuela menuda, nerviosa, de trece o a lo más catorce años, a quien su madre enviaba a preguntar si queríamos el café ahora o cuando hubiesen llegado los que faltaban. No esperó la respuesta, sino que viendo de repente que un amigote de su hermano se hallaba tendido con zapatos sobre su cama, rompió a llorar y profiriendo gritos corrió hacia la cocina en busca de justicia. Estaba pasando Josu Ruiz de una cama a otra cuando vino la buena mujer, menos a que le presentasen disculpas que a darlas ella por el comportamiento de la niña y las molestias que ésta nos habría probablemente ocasionado. Y añadió:
—Ya le he sacudido un cachete, para que aprenda a respetar.
Dicho lo cual, salió del cuarto y al poco rato regresó la Yoli, hiposa y con los ojos bañados en lágrimas. Visiblemente despechada, recompuso y alisó la colcha, y mientras esto hacía, comenzó el Pulcro a burlarse de ella. Le preguntó con mucha coña si ya le había venido la primera regla, aconsejándole, en caso afirmativo, que la conservase en un frasco, porque había oído decir que algunos laboratorios de cosméticos pagaban muy bien la sangre de virgen. No era lerda la muchacha.
—Si crees —replicó— que con ese truco vas a conseguir que me largue, estás listo.
Pero su madre la llamó desde la cocina y tuvo que marcharse. Apenas se hubo ido, lo vi, juraría que lo vi. Lo mismo que la tarde de la reunión en la cafetería Goya, apareció suspendido sobre la cabeza de Josu Ruiz el nimbo azulado, una especie de rosquilla fosforescente que duraba lo que un parpadeo, quizá ni eso.
—¿Por qué me miras así? —dijo, y sin esperar contestación se dio a contarnos cómo había conocido a Blas de Otero.
Cosa de tres años antes, cuando aún residía en Bilbao, supo por mediación de un amigo librero, de nombre Merino, que se iban a celebrar en el salón de un conocido hotel de la ciudad unas conversaciones poéticas y que entre los participantes de las mismas figuraba su ídolo, Blas de Otero. Desde la separación de sus padres, Josu Ruiz compartía piso con su único hermano, algo mayor que él, el cual, según me enteré en otra ocasión, habría de morir tiempo después a consecuencia de una sobredosis de heroína. Por entonces Josu Ruiz profesaba con ardor de neófito lo que denominaba «sacerdocio de la poesía». La idea de oír y contemplar de cerca al célebre poeta, de quien se confesaba admirador ferviente (a este punto le acometieron al Pulcro unos empujoncillos de risa), le subyugó. Confiado en la promesa de Merino, que se había comprometido a conseguir entradas para ambos, se apostó de atardecida junto a la puerta del hotel, en cuyas inmediaciones aguardaba ya un nutrido concurso de gabardinas y paraguas. Por más que habría tenido tiempo de sobra para desandar el corto camino hasta su casa y allí abrigarse como lo exigían las inclemencias meteorológicas, prefirió la mojadura al riesgo de perderse la llegada de algún rostro famoso. Pasaban los minutos y en esto fue anunciada la apertura del salón. El tal Merino seguía sin aparecer.
—En mi vida —dijo Josu Ruiz— he estado más cerca de matar a un hombre.
La procesión de asistentes enfiló sin demora hacia la puerta del hotel, en cuyo umbral un conserje malcarado, con una ceja ininterrumpida de sien a sien, comprobaba la autenticidad de las invitaciones. A su espalda un señor de traje y corbata inspeccionaba el trabajo del adusto cancerbero y a una seña suya éste vedó el paso a un joven de largas melenas y calzado deportivo. En un instante la acera se despobló y allá quedó Josu Ruiz royendo a solas su decepción bajo la lluvia, hasta que faltando uno o dos minutos para el comienzo del acto, apareció Merino por el fondo de la calle.
—Me dio mala espina la cara que el cabrón me venía poniendo.
No se equivocaba. Merino traía una sola invitación, la suya propia. Por lo visto un colega del gremio se le había adelantado. Lo sentía, qué se le iba a hacer y tal y cual, pero que no se preocupase, porque enseguida pensaba hablar con alguno de los organizadores, y si no salían a buscarlo antes de cinco minutos aún quedaba el recurso de acreditarse en la puerta como periodista o podía intentar colarse por la entrada principal del hotel, adiós, nos vemos mañana en la librería. De nuevo solo, le acometió a Josu Ruiz un grandísimo coraje; apretó los dientes, estiró el cuello, y agarrando con fuerza el cartapacio que a buen seguro le daba un aire de hombre letrado, se encaminó derechamente hacia el conserje. Pidió disculpas por la tardanza y entró sin detenerse ni que lo detuvieran.
—Nada más terminar el acto —siguió contando— lo abordé. Él descendía con ayuda de una señora los escalones de acceso al estrado. Todavía sonaban aplausos cuando estreché la mano que escribió Ángel fieramente humano. Os juro que fue como recibir a dios a pie de avión. Hubo flases y al otro día reconocí un fragmento de mi cogote en el periódico. Otero, viejito y esmirriado el buen hombre, me miraba con ojos de roedor, supongo que esperando le declarase de parte de qué organismo institucional me interponía de aquel modo brusco en su camino. Había más gente deseosa de hablarle, gente que me empujaba y que decía el nombre del poeta por encima de mi hombro, conque me apresuré a sacar del cartapacio un soneto aún crujiente, escrito ese mismo día al fuego de una lectura apasionada de los suyos con la esperanza de entregárselo, que lo leyera cómodamente en su casa y me mandara su opinión a las señas que figuraban en el borde de la hoja. Ahora no, me dijo cordialmente, y acto seguido indicó a la mujer que lo acompañaba que me diese una tarjeta donde constaba su dirección de Madrid. Una hora después eché la carta en un buzón y al cabo de unas semanas Blas de Otero me contestó aconsejándome paciencia y que leyese a los clásicos. Al final me mandaba un fuerte abrazo. Nunca sabré dónde cojones puse la carta, no la he encontrado por ninguna parte. Me huelo que mi hermano me la chingó y se la regaló a alguno a cambio de un chute.
Tumbado en el lecho del Pulcro, comenzó después a declamar poemas de Blas de Otero. Los decía sin entonación, sin gracia, con un apagamiento mecánico que revelaba su mucha familiaridad con las obras de su ídolo, pese a lo cual una y otra vez se trascordaba. Perdido el hilo de la recitación, su voz se desdibujaba momentáneamente hasta convertirse en una monodia incomprensible de murmullos; saltaba luego a otra estrofa o bien cambiaba de poema. Desde mi asiento yo lo escuchaba fascinado, no tanto por lo que decía como por el hecho de que él lo dijese. El Pulcro, entretanto, había resuelto ponerse de luto en honor del poeta fallecido y alegremente andaba ataviándose de negro ante el espejo del armario. Al sacarse los pantalones mostró unas nalgas tan flacas que me pareció sería una misma cosa pellizcarlas y cogerlas. No tomó a mal Josu Ruiz la irreverencia del adolescente. Sin hacerle el menor caso, siguió con su recitación, y estando en ello llegaron Izaskun y Genaro.