Pasé la noche en vela inclinado sobre el escritorio rebosante de papeles, resuelto a concluir mi parte del manifiesto antes del alba. A medianoche, cuando se apagó la última ventana en el edificio de enfrente, la jaqueca era más que un goteo incesante de dolor. Se había convertido en el único pensamiento posible. Desesperado, me acosté en el sofá con la firme determinación de dormir hasta las cinco; pero a los pocos minutos me obligaron a levantarme la sensación de que la oscuridad aumentaba mi sufrimiento y la evidencia de que el calor sofocante y el acoso de los insectos harían inútil cualquier tentativa de descanso. Encendí un nuevo cigarrillo y me senté a la mesa. A la vista de la profusión de hojas inútilmente garabateadas o aún en blanco, me acordé de haber leído en alguna parte que Benito Pérez Galdós escribía un promedio diario de once cuartillas, para mí una hazaña inconcebible. Ese recuerdo me animó a tratar de combatir mi esterilidad escribiendo frases a vuelapluma. Llenaría no sólo once hojas, sino veinte o treinta si hacía falta, hasta que en algún momento de la noche se produjese el ansiado arranque de la inventiva. Fue en vano; ni siquiera se me ocurrían trivialidades. No quise, con todo, hundirme en la resignación, sino seguir el ejemplo de moscas y polillas, que a pesar de abrasarse las alas en la lámpara ardiente no cejaban en su frenético empeño de zambullirse en la luz. A fin de cuentas, me dije, no es posible que seas tan tonto como crees, pues nadie es tonto y lo sabe. El argumento se me antojó irrebatible y fundado en su verdad me declaré persona inteligente. Durante varios minutos me lo anduve bisbiseando con voz cambiada, para persuadirme de que era otro el que lo decía. La treta me produjo un efecto alentador. Al amparo de una naciente confianza en mis posibilidades, inferí que mi falta de ideas no guardaba relación con mi cociente intelectual, sino con el empleo de lo que, para entenderme, denominé «táctica escritural errónea». Enseguida me vinieron al recuerdo unas palabras que solía repetir el profesor de Filosofía, hombre quizá no sabio, pero leído; el cual, dando razón a Nietzsche, recomendaba a sus alumnos estudiar, meditar y escribir de pie. Seguro que la postura sedente ocasionaba mis dificultades. Sentado, la sangre y otros humores se acumulan en las nalgas, que de esta forma privan de combustible al cerebro y se convierten en el peor enemigo de la inspiración. Sí, mi problema era el culo, quién lo iba a decir. Así que me levanté y me puse a dar vueltas por la habitación, y anduve obra de doscientos pasos en redondo, entre el escritorio y el sofá, sin concebir ni una miaja de idea ni hacer cosa de más provecho que aumentar mi cansancio; maldije al profesor y me senté. Minutos después, una mirada casual al cartapacio de los borradores me inspiró el propósito de buscar entre ellos alguna antigua anotación que, debidamente retocada, sirviera para el manifiesto. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Llevaba más de cuatro horas mortificándome por causa de una tarea que en realidad ya tenía hecha desde hacía mucho tiempo. De poco vale, me dije, la inteligencia sin astucia, la orquídea hermosa sin el peludo abejorro que ayuda a fecundarla. Y seguí hablando conmigo: ¿ves?, ya hasta metáforas se te ocurren. Con el mejor de los ánimos y la certeza del trabajo resuelto, desplegué el cartapacio. La revisión duró apenas quince minutos; más tiempo no fue posible negar la cruda evidencia. Aquel fajo de papeles viejos no contenía sino ideas para relatos que jamás escribiría, así como esqueletos de poemas que ni disfrazados de prosa se asemejaban remotamente a un parágrafo de manifiesto. Ni inteligencia sin astucia, ni astucia con escrúpulos: qué narices, agarré un breviario sobre surrealismo y lo abrí con la furiosa resolución de plagiar una docena de líneas. Que piensen ellos. Bastó un somero vistazo a las páginas del libro para encontrar mucho más de lo que necesitaba. Elegí finalmente un fragmento que me atrajo por su perfume filosófico y lo transcribí cambiando las comas de lugar y salpicándolo de borrones para que pareciese fruto de mi esfuerzo. Lo cual hecho, tuve la desacertada ocurrencia de figurarme que mi habitación era la del Pulcro Matallana al día siguiente y que sentados en el viejo sofá verde mis cuatro compañeros insistían en conocer mi contribución al manifiesto. Cometí entonces el error de leer en voz alta aquellos doce renglones demasiado elocuentes, armoniosos y profundos como para que nadie que me conociese bien me creyese digno de ellos. Al punto imaginé a Josu Ruiz solicitándome con retintín una puntualización al texto que yo jamás estaría en condiciones de ofrecerle, o al Pulcro citando de memoria el libro y la página donde se hallaba el trozo plagiado. No sé si más triste que colérico, rasgué el papel y luego todos los papeles que cubrían la mesa; tampoco el breviario sobre surrealismo se salvó de mi arrebato. Acababan de sonar las tres en el reloj de la sala y a pesar del agotamiento no sentía las menores ganas de dormir. Aún se me ocurrió un último recurso, último y desesperado, antes de resignarme a dar la noche por definitivamente perdida, y fue que de uno de los cajones del escritorio extraje una botella de güisqui, decidido a buscar inspiración en la embriaguez. El primer trago desató la náusea. Corrí entonces hacia la ventana con el tiempo justo de derramar una gorgozada de vómito a la calle. Cuando después de un largo rato pude por fin desasirme del antepecho, me llenó de satisfacción comprobar que la jaqueca había desaparecido como por obra de un milagro.
Poco antes de las cuatro de la madrugada se me agotaron los cigarrillos. Salí de la habitación porque supuse que el padre habría dejado los suyos como de costumbre en la cocina, encima de la lavadora. Pensaba cogerle uno o dos, fumarlos y hacer después un nuevo intento de dormir. En el pasillo reinaba una oscuridad de fondo de sima que me obligó a avanzar tanteando las paredes. Una fetidez bestial saturaba el aire, como si en algún rincón de la casa estuviera descomponiéndose un cadáver. De pronto, una ráfaga de ronquidos confirmó su presencia. El cadáver, sin duda vivo, dormía el lobo tumbado sobre las baldosas. No podía vérsele en las tinieblas profundas del pasillo y me acerqué a él con cuidado de no pisarlo. En esto hundí el pie en una especie de pasta resbaladiza. Temiendo se tratase de lo que parecía, me apresuré a encender la luz. El cuadro sórdido que entonces se presentó a mi vista me colmó no sé si más de asco que de rabia. Yacía el padre en el suelo como un feto enorme, con la cabeza recostada en un charco cárdeno de vómito sobre el que flotaban algunos cigarrillos; tenía los pantalones empapados de orina y una expresión de serenidad angelical en el semblante que me irritó. Luego de limpiarme el pie restregándolo en su camisa, le volteé el cuerpo con una media coz que no le supo bien; rezongó entre sueños y después siguió durmiendo con su gesto que denotaba felicidad.
Lo desperté temprano para que tuviera tiempo de lavar el suelo del pasillo antes de marcharse. No me quise acercar, sino que lo llamé desde el cuarto a fin de ahorrarme la repelente visión de su cuerpo varado en la papilla. Al poco rato oí que baldeaba. Por la ventana del cuarto, abierta durante toda la noche, podía percibirse la primera claridad del alba. Abajo, la calle iba llenándose de estrépito. Rendido de cansancio, me acababa de tumbar en el sofá cuando un airecillo agrio delató la presencia del padre tras la rendija de la puerta. Sin darle tiempo de asomarse, hice con la lengua un chasquido de disgusto y le ordené que se duchara, marrano. Él se apresuró a responder, con docilidad y con esa habla corrida de los beodos, que en eso mismo estaba pensando, hijo. Su mansedumbre culpable me tentó, de suerte que antes que se fuera rasurado y limpio a trabajar le sonsaqué cien duros a cambio de mi silencio el domingo siguiente, cuando viniera la Petra.
Ya alto el sol, me despertaron los timbrazos del teléfono. Zas, el viejo ha sido atropellado por un camión. Me levanté de un brinco, pensando y acaso deseando una cosa nefanda de la que enseguida me arrepentí. Al cruzar el pasillo supe que iba descalzo; una balsa de agua con burbujas cubría el suelo. Al pronto me extrañó que el médico de urgencias empleara un tono abiertamente campechano para transmitirme la trágica noticia; pero, pasada la sorpresa inicial, advertí que no había ni tragedia ni médico, sino la voz y carraspeos matutinos de Genaro Zaldúa al otro lado de la línea telefónica. Posada sobre el anaquel, una mosca se frotaba los artejos. La estaba observando fijamente cuando Genaro me contó que no hacía ni cinco minutos que había terminado su parte del manifiesto.
—Me ha quedado de rechupete —se jactó.
De una zarpada atrapé la mosca. El problema era que sus dos parágrafos sobrepasaban en ocho renglones el medio folio convenido. A fin de prolongar el grato cosquilleo dentro del puño, yo abría entre las yemas y la palma pequeños resquicios que cerraba tan pronto como sentía que la mosca trataba de fugarse. Me propuso entonces un recorte en las dimensiones de mi escrito, de forma que el suyo cupiese completo en la revista. Zumbaba el bicho prisionero y Genaro apeló a nuestra amistad. Preferí ese modo hipócrita de imposición a cualquier otro y no vacilé ni un segundo en condescender a lo que me solicitaba. En medio de todo, me dije, puedes consolarte pensando que tu cobardía reduce a la mitad la engorrosísima tarea que te ha tenido en vela hasta la madrugada. Pero no me consolé mucho ni poco; antes al contrario, comenzó a tomarme una rabia creciente, creciente, que fue un tizón en el estómago no bien me sorprendí dándole a Genaro Zaldúa mi palabra de apoyar por la tarde el título de manifiesto que para entonces se le hubiera ocurrido. Me despidió después, cordial y bromista; lo despedí y colgué. Al momento, apretando el puño con todas mis fuerzas, estrujé la mosca.
Cerca del mediodía me despertó otra llamada telefónica. Al aparato similares peticiones a las de Genaro Zaldúa, transmitidas en tono lagotero por Izaskun Ayestarán. Me leyó ella después sus apartados, elogié aunque apenas los comprendí. Tampoco tuve valor de negarle mi promesa de voto a su título, Manifiesto de la leche condensada, que califiqué, sin pararme mucho a pensar en ello, sino más bien todo lo contrario, de inteligente y bonito. Izaskun me dio las gracias a su manera.
—Flaco, escucha qué beso tan grande te mando por el teléfo… —no esperé a que terminara la frase, pues habiendo comprendido de sobra su intención, rápidamente me puse el auricular pegado a la bragueta y allí me dejé besar.
Se me ocurrió mi parágrafo o, por mejor decir, mi paragrafito para el manifiesto en menos de medio minuto, a las dos de la tarde, mientras abría un bote de alubias en conserva.