18

Llegó julio con días de bochorno, moscas y noches estrelladas. Por entonces Genaro Zaldúa, que desde la conclusión de sus exámenes había vuelto a profesar el surrealismo, se manifestaba partidario de emprender a toda costa algún tipo de acción, no importaba cuál con tal que contribuyese a difundir el nombre de La Placa. Su plan consistía en trasladar al campo de la cultura los métodos de ETA.

—Hoy golpeamos aquí, mañana allá —decía— y al cabo de unos cuantos meses tendremos a las más dilectas molleras del país ocupadas en pronunciarse a favor o en contra de nuestro grupo, es decir, hablando de nosotros, que es de lo que se trata.

Ninguno se contagió de su entusiasmo; antes bien, todos sus compañeros tomaron la propuesta a chirigota y Genaro se defendió insultando. Para él no éramos más que gentecilla de tertulia con vocación de pelagatos. Durante varios minutos brotó de su boca un chorro ininterrumpido de improperios. La exaltación le hacía sudar en abundancia. A mí, sentado a su costado, me daba la impresión de que la frente se le estaba derritiendo. Al fin se percató de que la filípica producía un efecto cómico en los presentes, los cuales no paraban de intercambiar miraditas y sonrisas mientras él despotricaba. Exasperado, descargó un fortísimo puñetazo en el borde de la mesa, que provocó un temblor tintineante de tazas y platillos, y a tiempo de abandonar la reunión abruptamente, anunció que emprendería la lucha por su cuenta. El Pulcro tuvo suerte de recibir tan sólo una mirada de fuego cuando se guaseó:

—Si piensas dar muerte a alguno, empieza por mi padre.

Durante un tiempo Genaro Zaldúa recorrió la ciudad de un extremo a otro, visitando redacciones, oficinas y cualesquiera sótanos o locales donde le daba el olor de que podía hallarse alguna máquina impresora. En su incansable busca de promotores, se colgó una corbata debajo de la barba y mendigó subvenciones en despachos de bancos y cajas de ahorros. Nadie había oído hablar de la presunta asociación cultural llamada La Placa; nadie parecía tampoco interesado en dar crédito a su existencia. No le faltaron percances, como el que le sucedió en el vestíbulo de un banco de la avenida de la Libertad, donde a raíz de una disputa con el vigilante, éste llegó a desenfundar la pistola.

—Con esas pintas que tiene —había vaticinado Josu Ruiz— no va a conseguir nada.

Tal debía de ser, en efecto, la razón principal de su fracaso. Yo al menos no alcanzo a imaginarme que aquel rostro hinchado, sudoriento, con el par de pupilas que asomadas entre barba y pelambre parecían las de una fiera al acecho en los matojos; aquel vozarrón; aquellos dientes negros y mellados; aquel atuendo, con corbata o sin ella, de atracador de gallineros, ejemplo de rusticidad pordiosera; aquel hedor asobacado de su corpachón y, en fin, su catadura patibularia, pudiesen inspirar, a las personas que aceptaban recibirlo —hombres de traje o de bata y lapicero enristrado detrás de la oreja— otra cosa que recelo, cuando no repudio. Genaro Zaldúa atribuía a dos causas su falta de éxito y se quejaba:

—En cuanto digo buenos días, vengo en representación de La Placa, ¿la qué?, La Placa, los tíos me toman por albañil que se ha equivocado de puerta o señalando la salida me advierten sin contemplaciones que no tienen tiempo que perder.

Exigió en consecuencia un cambio inmediato de nombre. Entonces al Pulcro se le ocurrió que para facilitar las gestiones de su amigo deberíamos llamarnos Las Monjitas de la Caridad. Después de no pocas chanzas y pitorreo, Izaskun Ayestarán puso el punto final.

—Yo propongo La Placa —y así quedó.

Otra razón de su fracaso la hallaba Genaro Zaldúa en la falta de amigos que fueran una o dos calles por delante de él recomendándolo. Todos convinimos en que decía una gran verdad y Josu Ruiz, sardónico, agregó que también convenía ganar enemigos influyentes que nos atacaran en público, porque se le figuraba que la mayoría de las personas, así las instruidas como las comunes, atienden menos al valor de las obras que a la frecuencia con que los autores aparecen citados en la prensa o asoma su rostro a las pantallas.

—Como en toda época superficial —concluyó—, triunfa la presencia, no el mérito.

A diferencia de sus compañeros, que en punto a ser escritores desconocidos no albergaban la menor inquietud, al menos en apariencia, Genaro Zaldúa experimentaba por esta causa un visible nerviosismo. Yo, al comienzo, admiré en secreto su actitud, pues vislumbraba en ella indicios de una fortaleza de carácter que tarde o temprano se resolvería en éxito, por lo que juzgué conveniente tomarla como ejemplo. Pero lo que a mí se me antojaba firmeza perseverante, para los demás miembros de La Placa no era sino ambición desmesurada. Con esas y peores palabras se lo habían de afear a veces a Genaro, sobre todo Josu Ruiz, que ni en público ni en privado tenía reparo en soltarle las verdades del barquero. A mí, por el contrario, el instinto me susurraba de continuo a la oreja que por nada del mundo me mezclase en aquellos festivales de mofas y reproches. Mi cautela no pasó inadvertida y una tarde, en ausencia de Genaro, mis compañeros me recriminaron por mi silencio. Me sentí punto menos que impelido a soltar alguna pulla contra él. Con el pensamiento puesto en no mostrarme demasiado gracioso ni sutil, dije dos o tres mordacidades acerca de su vestuario, cosa de poca monta que, pese a todo, provocó una descarga de carcajadas. Me sobrevino entonces una preocupación tan grande que cuando a los pocos minutos apareció Genaro Zaldúa en el umbral y clavó en mí sus ojos enormes y profundos, el corazón comenzó a darme martillazos dentro del pecho. Lo sabe, me dije, estaba escuchando detrás de la puerta. Durante varios días me asedió el temor de que alguno le fuese a escondidas con el cuento.

Desde mi incorporación al grupo, no cesaba de obsesionarme la idea de que Genaro Zaldúa proyectara ajustarme las cuentas por lo mucho que le había hecho padecer durante la infancia. Yo vivía por esta razón con un pie fuera de La Placa y con el otro listo a sacarlo en cuanto percibiese la menor señal que confirmara mis presentimientos. Pasaba un día, pasaba otro, y aunque a menudo departíamos a solas, nunca sacaba él a relucir los penosos episodios de nuestra niñez, lo cual me procuraba gran alivio. Con todo, no quise confiarme, lo uno porque me parecía improbable que no le tomara algún rencor cada vez que nos juntábamos o que viera su diente roto en el espejo, lo otro por la certeza de que yo, en su lugar, no habría dejado de vengarme.

Por fuerza debieron de agolparse en su mente los recuerdos la mañana de julio en que sus correrías en busca de editor lo llevaron precisamente al barrio de Illarra-Berri, donde pocos años antes había sido construido el edificio de El Diario Vasco. Esa tarde llegó muy irritado a la reunión en casa del Pulcro. No bien supe dónde había estado, me acometió un grandísimo temor. Sin poderlo evitar comencé a perderme. Se me hacía que de vez en cuando me miraba con fijeza amenazadora, y cada dos por tres me decía entre mí lo que tantas veces habría de decirme en los meses ulteriores: hoy es tu último día en La Placa, porque hoy Pichablanda se va a vengar. Sus compañeros lo escuchaban en silencio, impresionados por el arrebato de furia. Yo, en mi rincón, mantenía mis manos cerca del rostro para protegerme de los puñetazos que esperaba. Porque ¿de dónde podía proceder semejante rabia sino del reencuentro con aquel puñado de casas polvorientas arracimadas al pie del monte? Sin duda yo debía de ser la causa de aquella rabia. Estaba convencido de que más, mucho más que el trato humillante que, según dijo, había recibido por parte de un redactor del periódico, lo soliviantaba el avispero que seguramente le andaba bullendo en la memoria. A tal grado llegaba su enojo que ninguno se atrevió a reír cuando contó lo que le había sucedido esa mañana. Después de presentarse en la portería, bajó a reunirse con él un joven periodista que lo saludó con mucha cordialidad y le invitó a tomar asiento en un sofá de la sala de recepción. Genaro aceptó gustoso, aunque no sin extrañeza, que le sacasen varias fotografías. En todas partes lo habían acogido como al pobrecillo o al carota que viene a pedir. De buenas a primeras se dirigían a él con respeto, le convidaban a café y hasta le preguntaban por el estado de su hombro, cortesía que no pudo comprender.

—Pensé —dijo— que el tipo me adulaba.

Cuando acto seguido le fue propuesto grabar en magnetófono una entrevista, se creyó el hombre más dichoso del universo. ¡Una entrevista, la ocasión inmejorable de dar a conocer al grupo dentro y fuera de la provincia! Genaro Zaldúa se formó la idea de que aquel periodista debía de ser un experto en asuntos relacionados con el mundillo literario local; sólo así se explicaba el que La Placa, en tan breve espacio de tiempo y con tan escaso esfuerzo, ya hubiera comenzado a granjearse algún prestigio. Admirado y satisfecho, dedujo que en aquel periódico se tomaban la cultura en serio. Su chasco fue mayúsculo. Comenzada la entrevista, a la primera pregunta se percató el joven periodista de que el muchachote barbudo de dientes cascados y mirada de brasa a quien había hecho fotografiar y servido café, no era el jugador de balonmano con quien había concertado el día anterior una cita por teléfono.

—Yo he decidido —concluyó Genaro con mueca torva— apuntar los nombres de los que ahora nos dan con la puerta en las narices. Llegará el día y la hora de cobrárselo caro.

Las repetidas contrariedades no lo desanimaron. Supongo que quería demostrar a los compañeros el valor de la tenacidad, de lo que él, enmendando a Baroja, llamaba no sin énfasis «la lucha por el pastel». Firme en su designio de encontrarle mecenas a La Placa, continuó recorriendo la ciudad, llegando en sus merodeos y caminatas hasta los barrios periféricos y poblaciones limítrofes. Por fin en una de ellas, en Rentería, donde al parecer anduvo presentándose como sobrino de Jorge Oteiza, logró su tesón la apetecida recompensa. Y fue que allá los redactores de un programa de fiestas le cedieron dos páginas con tal que escribiese «alguna cosa de interés para los vecinos renterianos, a ser posible chispeante y desde luego nada de versos». Se le advirtió que corría prisa y que cualquier renglón que excediese las medidas acordadas sería suprimido. Que tuviera en cuenta, le dijeron, que la existencia de la revista dependía en gran parte de los ingresos de publicidad, por lo que no debía él escribir los renglones muy apretados, a fin de que quedase sitio al pie de las dos páginas para los anuncios. Genaro, después de tantas fatigas infructuosas, aceptó sin titubeos aquellas condiciones.

El mismo día, por la tarde, de camino a una nueva reunión en casa del Pulcro, me topé con él en una calle del barrio de Amara. Estaba parado junto a la puerta de un estanco, del cual acababa de salir. Nunca hasta entonces le había visto yo fumar sino del prójimo y me sorprendió hallarle en las manos un paquete de cigarrillos. Me ofreció uno con esa amabilidad un tanto avasalladora de los que están poco habituados a dar y repartir. Cortesía estítica, convite de tacaño, pensé mientras le mostraba en el jersey, resuelto a hacerle el juego, el bulto de mi provisión de tabaco; pero él insistió en que tomara el cigarrillo, venga, melindroso, y me lo encendió con mi mechero que desde hacía algunas semanas era suyo. A Josu Ruiz le había oído pocos días antes decir que Genaro, por no gastar, ni llevaba a un restaurante ni dejaba coger un taxi a los personajes de sus relatos. Así que algún motivo debía de haber para tan insólita prodigalidad. No me equivoqué. Con entusiasmo parlanchín y aspaventoso me puso en autos sobre su gestión exitosa en Rentería. Hablaba a borbotones, como enajenado por un violento ataque de felicidad. Algunos transeúntes se volvían a mirarlo. A veces, sin darse cuenta, posaba en mi hombro una mano grande, dura como un casco de caballo, y me zarandeaba y atraía con afecto vehemente hacia él, hacia su gruesa camisa de cuadros impregnada de hedor corporal. Embocando la calle de Catalina de Erauso, donde vivía el Pulcro Matallana, por darle gusto le dije que me parecía de perlas publicar en aquella revista. Impelido entonces por un golpe de alegría desvariada, profirió un grito descomunal que paralizó por un instante la vida de la calle e hizo que algunas ventanas del vecindario se poblasen de semblantes curiosos. Se le veía tan feliz que no juzgué oportuno recordarle que los surrealistas no solían escribir para los programas de fiestas de los pueblos.

Al piso entró saludador, ocurrente, reverencioso. Estrechó manos, prodigó sonrisas. En el vestíbulo estuvo departiendo amigablemente con el padre del Pulcro, por quien se dejó convencer sobre la inconveniencia de trasladar al barrio de Amara el campo de fútbol de la Real Sociedad. Allí mismo le sirvieron medio litro de café en el tazón enorme de costumbre, deferencia que los demás nunca merecíamos. Una ráfaga de risas atravesó la pared desde el cuarto donde los otros ya se hallaban reunidos. Supuse que el Pulcro habría soltado alguna de sus cuchufletas habituales: «Llegó el valido», u otra similar.

Genaro oó la boca para abrevar un sorbetón de café. Doña Mercedes, la madre del Pulcro, mientras le ponía en orden el cuello de la camisa comenzó a madrearlo con la cándida ternura que le inspiraba aquel mozo corpulento, a quien tenía por el hijo que dios debía haberle dado en lugar del otro enteco y respondón.

—Genarito, ¿por qué no dejas que te arreglen la dentadura?

Oír después de tantos años aquel nombre en diminutivo me dolió como una puñalada, y por un momento experimenté la estremecedora sensación de haber vuelto a la penumbra del rellano donde la mujeruca besuqueaba a su niñín. El repeluzno fue tan intenso que pensé me zamarreaban. Antes que se hiciera demasiado visible mi turbación, resolví pasar al cuarto donde los otros jugaban animadamente al parchís envueltos en una nube densa de humo. Se conoce que aún no se me había borrado el desasosiego del rostro, pues a la primera mirada, sin sacarse los dos cigarrillos de la boca (el suyo y el que el adolescente fumaba a escondidas), me preguntó Izaskun Ayestarán con guasa si venía escapándome del coco. La aparición de Genaro Zaldúa en el umbral me dispensó de responder.

—Pulquérrimo —dijo con voz de trueno y aire jactancioso—, desenfunda la Olivetti, que hay trabajo.

Tenía yo la vaga sospecha de que a sus compañeros no iba a entusiasmarles la noticia; lo que no podía prever es que éstos llegaran a encolerizarse con una saña menos propia de seres razonadores que de fieras. A Genaro Zaldúa se le heló la sonrisa entre las barbas cuando Josu Ruiz descargó de pronto un manotazo en la mesa que hizo salto por los aires las fichas y los cubiletes del parchís, y dijo, mordiendo las sílabas con furia parsimoniosa:

—Sencillamente repugnante.

Tras un primer momento de sorpresa en que pareció no comprender que le pagasen sus desvelos y caminatas llamándolo codicioso, vendido, lameculos, Genaro adoptó un gesto sereno que era un claro desafío a sus exaltados oponentes. No se dejó apabullar por la tromba de recriminaciones. Con ostensible cachaza se llevaba pedazos de bizcocho a la boca y bebía largamente de su tazón, y por si aún le quedaba a alguno duda de lo poco que le importaban insultos y reproches, tomó un dado y se puso a jugar solo una partida de parchís. Andaban los otros postulando a gritos la necesidad y conveniencia de dotar al grupo de lo que Josu Ruiz denominaba un «ideario moral», cuando Genaro les interrumpió:

—¡Mierda, tres seises seguidos!

Y a continuación, en un tono abiertamente retador, anunció que dada la negativa del sector ético de La Placa a colaborar en la revista de Rentería, él, en representación del sector libre, había decidido entregar un cuento suyo que casualmente ocupaba dos páginas. Se encresparon los ánimos de nuevo y esta vez las oleadas de insultos no quedaron sin respuesta. La ruptura parecía inevitable. Yo presenciaba en silencio la porfía; de pronto reparó Genaro en mí, y recordando que por la calle me había mostrado conforme con su proyecto, columbró la oportunidad de formar bando conmigo y romper con mi ayuda el cerco a que los otros lo tenían sometido, y con ese propósito les reveló mis palabras dichas en privado. Al instante seis pupilas me arrojaron a la cara sendos chorros de hierro candente. Sentí el apremio de excusarme.

—Yo pensaba nada más en que va pasando el tiempo y aún no hemos dado a conocer un manifiesto. Esta me parecía la ocasión adecuada, eso es todo.

La jauría de pendencieros enmudeció. ¿Un manifiesto? Vi que intercambiaban miradas y dije entre mí: a la señal de uno cualquiera de ellos se lanzarán a despedazarme. Pero en esto se oyó exclamar a la muchacha que vaya idea genial, y de inmediato todos secundaron el aserto, afirmando que yo era el único sensato de la pandilla y que, en efecto, un grupo de las características del nuestro estaba punto menos que obligado a exponer públicamente sus convicciones filosóficas, estéticas y políticas, aunque fuera en un folleto de fiestas o en una hoja parroquial, porque qué cojones, ¿acaso no aspirábamos a ser el gusano de la manzana? De esta manera se reconciliaron y hubo paz y risas entre ellos hasta que, emprendida la tarea de escribir el manifiesto, comenzaron otra vez las discusiones por este punto y por aquella coma, sin que al cabo de hora y pico de acaloradas discrepancias consiguieran ponerse de acuerdo ni en el título ni en la formulación de un sólo parágrafo. Harto de discordias, propuso finalmente Josu Ruiz que cada cual redactase en su casa medio folio con absoluta libertad de pensamiento y les pidió que diesen su palabra de acatar las aportaciones individuales aunque no fuesen de su gusto. Pareció bien a todos y convinieron en que a la tarde siguiente efectuarían la recopilación. Fue así como compusimos, el día que el Pulcro Matallana abandonó su encierro, el Manifiesto urbi et orbi, protozoario y de la leche condensada.