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Se llamaba Jaime, nombre que aborrecía. Lo consideraba un yunque que le habían colgado al cuello sus progenitores. Para que nos hiciéramos idea del odio que sentía por ellos, solía decir que su sola presencia le ocasionaba dolores punzantes y erráticos, como si le clavaran agujas en la carne. También con sus hermanas estaba a matar. Las tres formaban bando contra él, lo chinchaban y establecían turnos de espionaje encaminados a sorprenderlo en alguna infracción de las normas domésticas. Sin pérdida de tiempo acudían a los padres con el cuento y celebraban como un triunfo personal cada bofetada, cada réspice, cada correctivo que por obra y gracia de su intervención cizañera hubiese recibido el hermano. Lo llamaban el Perrito. Él replicaba llamándolas Puta A, Puta B, Puta C, y cubriéndolas de injurias que ellas reproducían después al pie de la letra en la cocina, a fin de que bien el padre, bien la madre, adoptaran las medidas disciplinarias correspondientes.

Tanto como el nombre y la familia, le disgustaba su edad, que era de sólo dieciséis años cuando lo conocí. Estaba persuadido de haber alcanzado para entonces, a puro de estudio y de lecturas, un grado considerable de madurez intelectual. Parecían confirmar esta impresión sus ingentes conocimientos en materias literarias, así como su elocuencia devastadora, impropia de un adolescente. Nada de ello se compadecía, sin embargo, con su corta edad, que un rostro imberbe de facciones aniñadas declaraba a todas luces. La consecuencia, su drama particular, era que nadie o casi nadie tomaba en serio su talento. Si a ello agregamos su propensión incorregible al chascarrillo y a la anécdota chusca, se entenderá fácilmente la razón de que sobre él pesase una de las peores condenas intelectuales que se conocen: la de causar gracia se diga lo que se diga, asemejándose así a esos monos del circo que al imitar los gestos y acciones de los hombres no hacen sino resaltar su condición de monos. El día que por primera vez me estrechó la mano, el Pulcro Matallana se apresuró a decirme:

—¿Qué tal? Yo tengo diecinueve años.

En los inicios de su voluntaria reclusión, Genaro Zaldúa acudió varias veces a su casa, en Catalina de Erauso, con el fin de consolarlo y ver la manera de que el adolescente se desenfadase; pero no consiguió ni que saliera del retrete, donde se encerraba con pestillo tan pronto como oía sonar el timbre, ni que correspondiese a ninguno de los ofrecimientos cordiales de diálogo. El Pulcro permanecía en silencio mientras el otro, ante las miradas lastimosas de la madre y de la abuela, se interesaba por él desde el vestíbulo, le prometía libros y trataba lo más buenamente que podía de convencerlo para que abriese la puerta. El empeño no condujo a nada positivo y después de unas cuantas visitas, Genaro Zaldúa, agotada su paciencia, que por regla general era poca, lo mandó a paseo y desistió de volver.

Los padres estaban muy preocupados pensando que el hijo indomable, al paso que iba, perdería el curso escolar. Don Raúl Matallana se informó por teléfono de las fechas de exámenes y una mañana sacó al Pulcro por la fuerza de su cuarto, lo metió en el automóvil y lo llevó a clase. Diez minutos después el Pulcro se hallaba de nuevo en casa. El año precedente la compasión de un director lo había eximido de repetir curso. En cambio, no le fue renovada la matrícula. Una serie de incidentes graves (entre los cuales se contaba por lo visto una intentona esperpéntica de robar sin ayuda de compinches un encerado de dos metros y medio de anchura) motivó su salida del colegio, uno de los más prestigiosos y caros de la ciudad. Sólo fue admitido en la cochiquera, nombre con que de ordinario aludía al Instituto. Nunca logré saber la causa desencadenante de la expulsión, a menos que no fuera falsa la historia que él solía contar con aquella sonrisa de pícaro que tenía la facultad de volver inverosímiles hasta los puntos y comas de cuanto refería. Según esa historia, alguien lo sorprendió una mañana abrazado con mucho amor y poca ropa al esqueleto del aula de biología.

—Les juré que me había equivocado, que pensaba que el muñeco de huesos era mi madre, pues tenía un parecido asombroso. Y cuando mi madre vino a llorarle al dire a su despacho, yo le dije a éste: ¿lo ve usted?, la pobre está esquelética perdida. Pues ni aun así se dignó creerme, conque no me quedó más remedio que imputarle inconsecuencia pedagógica. Las cosas como son.

Andando el tiempo habría de confesar que estuvo a pique de poner término a su designio de cenobita no bien Genaro Zaldúa se cansó de visitarlo; pero se sobrepuso y ya no volvió a flaquear hasta pasadas dos semanas, cuando su padre le embargó los libros e Izaskun Ayestarán, que había prometido llevarle algunos de matute, pasó varios días sin ir a verlo. Por ahí comenzó su claudicación, pues nada podía torturarlo tanto como la falta de lectura, justo a él, que se vanagloriaba de leer a diario uno de los promedios de páginas más altos de Europa y que aseguraba haber logrado tal dominio sobre su vista que era capaz de leer dos libros a la vez, uno con el ojo izquierdo y otro con el derecho. Ahora que no tenía un mal renglón con el que contentarse, sintió que lo aplastaba el peso de la soledad. Apenas supo que ni siquiera el periódico le estaba permitido, corrió como un desesperado al teléfono para marcar el número de Izaskun. Ella fue quien me lo contó con palabras no muy distintas de éstas:

—Me daba apuro porque yo lo conocía poco. Después de declarar su nombre se quedó callado; ¿por qué me llamas?, pero siguió sin abrir la boca. Estuve un buen rato oyendo su respiración y supongo que él la mía; al fin, por romper el hielo, le pregunté si quería que hablase sólo yo. Que sí, ah pues no hay ningún problema, le contesté. Entre mí pensaba: este tío anda tan pirado como dicen. Y comencé a trabajármelo con suavidad, no sabes el rollo guay que te estás perdiendo, el grupo funciona a tope, tenemos la ciudad en el bolsillo. Total patatas, porque después de diez minutos de cantarle las últimas proezas de La Placa, que por supuesto eran inventadas, él seguía más mudo que el gancho de una grúa, a ver si el capullo ha colocado la grabadora cerca del teléfono y me está haciendo rajar por malicia, me han advertido que es un redomado cabroncete. Ya iba a colgarle, coge y me sale con que La Placa significa mucho en su vida, que anda con grandísimas ganas de volver, ¿no podría yo persuadir a los demás para que nos reuniéramos todos en su casa, sin revelarles que la idea había sido suya? ¡Será lagarto!, pensé, pero le di mi palabra de hacer como pedía y de llevarle libros, él se mostró muy agradecido y hasta cariñoso. Me confió que estaba harto de su familia, sobre todo del viejo, que le tenía guardados los libros bajo llave, ¿cómo bajo llave?, sí, sí, dentro del armario. Qué rollo más chungo, le dije, ¿por qué no te piras de casa?, sal por lo menos a la calle, piérdeles de vista; pero se conoce que al pobre le daba vergüenza sacar a pasear la pelada atroz que le metieron en el cuarto de socorro, y entonces, para consolarlo, le dije: vale, no te preocupes, mañana por la tarde iremos a verte. Y le eché un besito.

La idea de una reunión en casa del Pulcro soliviantó a Genaro Zaldúa.

—¿Yo ir a ver a ése? —contaban que dijo—. Por mí que se pudra dentro de su ermita. En plena época de exámenes, traté de hablar con él varias veces y en todas me dio con la puerta en las narices. El niñato me sentía llegar y se escondía. Lo mandé a la mierda. Si vais a su casa, dadle por favor recuerdos de mi parte a la puerta del retrete. Seguro que aún se acuerda de mí, del que hablaba con ella hace dos semanas.

Izaskun y Josu Ruiz prepararon minuciosamente el reencuentro. Convinieron en que para no causar mala impresión a la familia, acudirían él seco y ella sin maquillaje ni botones desabrochados; llevarían además bien visible el inofensivo tablero de parchís. Por el camino se proveyeron de obsequios en abundancia. Todo les parecía poco: los libros, los cómics, el paquete de tabaco, la pastilla de marihuana, la caja enorme de bombones que era lo único que no tuvieron que esconder. De buena gana costeó Josu Ruiz aquellos presentes en que se cifraban sus mayores esperanzas de reconciliarse con el muchacho. Por su parte, Izaskun Ayestarán, que se daba mucha maña con las agujas de punto, había confeccionado la noche anterior un gorro de lana azul con una borla amarilla y una franja del mismo color en la que figuraban las letras LP, iniciales de La Placa que Genaro Zaldúa, en secreto, interpretó como firma de la autora (de La Puta, según me dijo). El gorro había sido hecho con la finalidad de que el Pulcro cubriese su ominosa trasquiladura cuando tuviera visita. Bien mirado, hasta podría permitirle salir a la calle sin reparo.

Pero el Pulcro no los recibió. Y es que la víspera, al poco rato de su conversación con Izaskun, llamó por teléfono el director del Instituto para notificar a los padres del alumno Jaime Matallana que no habiéndose éste presentado a las pruebas de evaluación final, sin que en poder de los titulares de las asignaturas obrase hasta la fecha justificación ninguna de dicha ausencia, fuera médica o de cualquier otra especie, el citado alumno había sido desposeído de su derecho a nota; estudiado detenidamente el caso por el claustro de profesores, reunido al efecto ese mismo día, éste había acordado por unanimidad, en vista de las numerosas como graves faltas de conducta que constaban en el expediente del citado alumno, excluirlo de los exámenes recuperatorios de septiembre, por lo que lamentándolo de veras, señor Matallana, la repetición de curso se hace de todo punto inexcusable, usted comprenderá.

El Pulcro barruntó enseguida lo que pasaba.

—No te achantes, papá, demuéstrales quién eres.

Tras colgar el aparato, don Raúl permaneció cosa de cinco segundos en actitud pensativa, rascándose en silencio la calvicie. La versión oral del Pulcro rezaba con quevedil remedo: «Miré los músculos del padre mío, si un tiempo fuertes, ya desmoronados». Pero no había tal cosa. La pasividad momentánea de aquel hombre de naturaleza vehemente engañó al Pulcro, que persuadido de hallarse a salvo de la cólera paterna, supuso que ésta se desataría en todo caso contra la caterva de profesores de la cochiquera, en justa represalia por su arbitrario, ilegal, corrupto y vergonzoso proceder. Ocupado en ocultar la sonrisa, plaf, la primera bofetada lo pilló desprevenido. Nos moríamos de risa oyéndoselo contar. Según sus cálculos, había sido un manotazo de grado 7 en la escala de Richter. Convencido aún de su inocencia, no dudó en atribuir el castigo a las pocas letras de su progenitor, quien ignorante del significado del verbo achantar, probablemente había supuesto que se trataba de una palabrota. El Pulcro se apresuró a explicarle:

—La Real Academia…

La segunda bofetada, aunque fallida, lo puso en la senda de la verdad. Hurtando el rostro con presteza, logró esquivar la mano, que pasó a medio palmo de su nariz en un vuelo terrible de guadaña.

—He estado muy enfermo, papá, sometido a depresiones…

Fue lo último que alcanzó a decir antes que lo derribase un revés descomunal. Había perdido la cuenta de los golpes cuando su padre lo asió con fuerza de la ropa, a fin de inmovilizarlo mientras le pegaba, y de esta suerte el Pulcro no pudo poner por obra la añagaza de hacerse el muerto. Desde el umbral de la cocina, la madre, llorosa, asustada, no paraba de dar gritos.

—Raúl, que me lo matas. Raúl, en la cabeza no. Por dios, que le vas a abrir la herida. Pégale en las nalgas. En las nalgas, Raúl, que me lo matas.

No fue, al decir del Pulcro, la zurra lo peor del escarmiento, sino que al fin de ella lo sentó su padre por la fuerza en una silla y a tijeretazos le cortó la melena. Dio luego con él (y con su orgullo de no haberse lavado hacía mucho tiempo) en la bañera, aunque con grandísima dificultad, ya que el Pulcro pataleaba y se resistía con tal ahínco que para reducirlo fue precisa la colaboración de las tres hijas, de la madre sollozante, de la abuela achacosa que no hacía más que estorbar y hasta de un vecino que subió a la casa alarmado por el alboroto.

Yo estuve presente la tarde que el Pulcro nos lo contó con su habitual parsimonia rebosante de ironía y de intención sarcástica. Aún resuenan en mis oídos las carcajadas que cada dos por tres provocaba en nosotros su relato.

—El verdugo, de aspecto extranjero, pigmeo diría yo, me tenía cogido por una oreja con su mano de hierro roñoso cubierto de escamas, porque sufre de psoriasis desde que es subnormal, o sea, desde siempre, me alegro, y lo mismo mi hermana Yoli, que fue creada a imagen y semejanza de su padre un día que dios estuvo enfermo y había escasez de cerebros en los almacenes celestiales, la Yoli luce en las posaderas unas costras que recuerdan las nalgas de un mandril, a veces le duele y tiene que hacer los deberes del cole tumbada, le dije hace poco: esta noche, así que duermas, te desnudaré callandito y te pondré sal en el ipurdi para que te escueza, la pobre no durmió, temerosa de apartar el culito de la pared. Pues como decía, colegí de pronto que el extranjero leproso con cara de sapo trataba de arrancarme la oreja, ajá ¿conque era eso?, y, en efecto, al punto me arreó un tirón fortísimo del susodicho apéndice, impidiendo que yo, en pleno uso de mis facultades mentales, pudiera proseguir con la debida serenidad unas reflexiones de índole poética a que me había entregado mientras recibía la azotaina, sentí el repentino desplome de mi espíritu, acompañado de un tremor de huesos en la cabeza, me sobrevino una tan descompasada debilidad que pensé me moría sin remedio y estuve a punto de confesarlo todo, señor usted se equivoca, no es mi cumpleaños, suelte mi oreja, pero él, rosa de ira y con las canas del cairel pochas, continuaba felicitándome impertérrito, y entonces, considerando mi desventura con la única parcelita de mi cerebro no atosigada por el torrente de señales dolorosas que me llegaba desde el pabellón de la belarri, coma, concebí la sospecha de que aquel oligofrénico tripudo, aquel tirano congestionado que se preciaba de ser mi padre, qué descaro, no debía de entender ni jota de mi idioma. Después del aguacero de cachetes, escampó y el canalla comenzó a pelarme con las tijeras del pescado, cis cis, al par que me apretaba el cuello con un tentáculo, astucia sutil puesta en práctica para tenerme quieto, estoy convencido. Tomábase el sayón muy en serio la poda capilar, pobre hombre, sin percatarse de que su servicio era contra mi voluntad y gusto, aunque no se lo quise decir por no desanimarlo, ya me conocéis, al fin siempre me pierde el sentimentalismo, y para que os hagáis una idea de cuán cerca andaba él de estrangularme, sabed que se me salía más de dos tercios de lengua fuera de la boca, causa por la que de continuo me cosquilleaban en ella los pelillos que iban cayendo, y también deseo referir a este mi auditorio enajenado por la risa que otras vedijas y nudos de pelo que derramábanseme por la faz no me daba casi tiempo de sentirlos, pues que solícitamente don Raúl el bestia me los apartaba a sopapos, y en eso vi que el buen hombre carecía de cepillo. Discurrí a continuación llevar a cabo el rezo en defensa propia, padre nuestro que ojalá te consuma lentamente un cáncer de testículo, pero en vista de que la fe no me salvaba, me puse a embadurnarle el entrecejo torvo con una mirada melosa de cordero en agonía, por si le entraba al matarife alguna gana de apiadarse, pero él siguió esquilándome con inhumana impavidez, conque sí, ¿eh?, me dije ya empezando a enfadarme, pues balaré, sabrá el mundo mi pena y tu crueldad, y vaya si balé, bee, bee, bee, sin que el desgraciado captase el trasfondo del mensaje, o sea, que dada la premisa: el hijo es recental, en pura lógica ha de concluirse que el padre no anda lejos de carnero, primo del cabrón, lo cual un poquitillo debió de columbrarlo su cerebro de saltamontes porque precisamente entre el quinto y sexto balido me propinó un capón que por poco no me abre la brecha del porrazo. En esto, viéndome Sansón pelado, la hueste de familiares me perdió el respeto y se vino a mí en tromba, opuse resistencia, forcejeé heroicamente, a alguien le arranqué un mechón, pero fue inútil mi denuedo. Al fin, debilitado por el olor nauseabundo de aquella chusma populosa, fui violentamente despojado de mi torpe aliño indumentario. Asióme cada cual de un miembro de mi cuerpo, quedándome sólo libre aquel que a nadie es lícito tocar ni ver sin mi consentimiento, y ése pensé que me lo agarraría a falta de otro mango un vecino que apareció en la casa cuando el populacho me conducía en volandas a la bañera, donde ya humeaba el agua jabonosa. Presentí que me escaldaría y comencé a agitarme como gato despavorido, pero eran siete anormales y tuve que sucumbir.

Conociendo al Pulcro, su propensión al entuerto, a la peripecia novelesca, a las anécdotas curiosas, por protagonizar las cuales salía a menudo malparado, nadie dudó de que aquella trifulca doméstica hubiera acontecido de una forma mucho más vulgar de lo que el hilarante relato daba a entender. Estaban (estábamos) todos menos atentos a conocer la verdad de lo sucedido que a reír, y el Pulcro, que no lo ignoraba, por procurarnos y procurarse gusto ofrecía versiones cada vez más estrafalarias, adornándolas con infinidad de piruetas verbales y detalles jocosos. Jamás conocí a una persona que pusiera tanto empeño en construirse una biografía. A este respecto me viene ahora a la memoria un encuentro fortuito que tuve con él una mañana, bajando yo las escaleras de la estafeta de correos. Dos o tres semanas habían transcurrido desde mi incorporación al grupo. Él ya salía de nuevo a la calle. De pronto lo vi. Caminaba a la sombra de la catedral, arrastrando por la acera un pato de juguete con ruedas, que llevaba cogido de una cuerda. Se vino derecho a mí y me dijo:

He sacado esto para ver qué pasa. ¿Sabes?, hoy comienza el capítulo ochenta y ocho de Historia de la vida, andanzas y proezas del Pulcro Matallana. Sostengamos tú y yo ahora un coloquio. Después, si tienes tiempo, podremos irnos por ahí y cometer los dos juntos algún crimen.

Bañado y sin melena, aunque no lo rapó su padre tanto que dejara de notársele la tonsura en torno de la cicatriz, el Pulcro persistió en su reclusión con despecho renovado. La visita, por él mismo proyectada, de Izaskun Ayestarán y Josu Ruiz fracasó como semanas antes habían fracasado las de Genaro Zaldúa. El Pulcro se escondió en el retrete, corrió el pestillo y al fin los otros se tuvieron que marchar con los regalos. La muchacha no se enojó por ello, sino que al día siguiente volvió sola y puso en práctica un ardid, que fue meter por debajo de la puerta un papelito en el que podía leerse: HE VENIDO CON CIORAN, ONETTI Y MACHADO DE ASSIS. Tres segundos después salió el Pulcro, luciendo una sonrisa del tamaño de una raja de sandía. Ni un cuarto de hora le costó a Izaskun conseguir que el tenaz cenobita se diese a partido y condescendiera a todo lo que ella le pidió. Obsequios, halagos, besos y besitos lo ablandaron, y aunque todavía continuó algún tiempo encerrado en casa, hizo que en adelante sus amigos lo visitaran a diario, de modo que una temporada su habitación se transformó en el lugar habitual de encuentro de todos los miembros de La Placa. Precisamente en el curso de una de tantas reuniones en su casa resolvieron ampliar el grupo y llamarme. Mi llegada coincidió con una fase sobremanera emprendedora del adolescente, como si se hubiera propuesto compensar a puro de actividades el mes de retiro que había pasado en completa holganza. Animado por sus compañeros y bajo la supervisión de Genaro Zaldúa, redactó para los periódicos innumerables cartas burlescas. Reproduzco a continuación una de las pocas que le publicaron:

LA PLACA IMPARTIRÁ NUEVAMENTE

CURSOS DE DEFENSA PERSONAL

PARA INVÁLIDOS Y MUTILADOS DE GUERRA

¿Por qué negar a un tullido el derecho a la educación física? Gracias a los cursos intensivos de karate, yudo, riña de tasca, yiuyitsu y taekwondo que organiza anualmente la asociación benéfica La Placa, estos seres imperfectos, desmembrados e inútiles aprenderán a valerse por sí mismos y dejarán en consecuencia de significar un estorbo tanto para sus familias como para la sociedad. Por un precio razonable nuestros métodos modernos de lucha cuerpo a cuerpo permitirán que pasen en poco tiempo de su grotesca incapacidad defensiva actual a la franca matonería. Con todo, recordamos a cuantos alberguen el propósito de participar en estos cursos la dureza espartana de los mismos. Este año para evitar los acostumbrados derramamientos de sangre, se prohibirá en el curso de los combates el empleo de muletas, patas de palo, bastones, dentaduras postizas, así como de cualesquiera artilugios ortopédicos capaces de otorgar ventaja a uno u otro de los contendientes. Como siempre los siameses pagarán doble, mientras que los mutilados gozarán de los descuentos habituales, según lo que les falte.

El Pulcro Matallana,

jefe del departamento de asuntos militares de La Placa.