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Publicaron a fines de mayo «Huelga de surrealistas», la carta para el periódico que habían redactado con intención de dar a conocer el grupo. El ansiado revuelo sin precedentes no se consumó y por espacio de un mes los miembros de La Placa se abstuvieron de emprender nuevas actividades. Por aquella época acaparaban el interés de la opinión pública los sucesos sangrientos de cada día. Entre bombazo y funeral, la gente no estaba para humoradas del estilo de aquella carta. Menudeaban los atentados y las represalias, los tumultos callejeros y las detenciones. A un secuestro sucedía un asesinato y el ovillo de la violencia crecía sin cesar. A cualquier hora, de día o de noche, sonaba en algún sitio de la provincia el estruendo de una explosión, una ráfaga de metralleta, un disparo. Ululaban luego las sirenas. Los hechos luctuosos acontecían con celeridad rutinaria. Apenas quedaba tiempo para comprender, para reflexionar; imperaba el rencor, la impulsividad fanática que era la que dictaba los movimientos en aquella partida de ajedrez siniestra con piezas de carne y hueso. Una década de bombas y tiros había terminado por habituar a los ciudadanos al charco de sangre en la acera, al automóvil calcinado, a los añicos de vidrio, al féretro envuelto con una u otra bandera, a la inconsolable viuda de gafas negras, a la madre crispada que pedía venganza en el atrio de la iglesia, a las notas de repulsa de los partidos. En medio de semejante torbellino de agitación política nació La Placa. Su primera carta en un periódico local pasó inadvertida como un suspiro exhalado al paso de un huracán. La deseada polémica y escándalo que el escrito debía suscitar no se produjo. Y entretanto había transcurrido un mes.

Por aquellos días de mi ingreso en La Placa, Josu Ruiz e Izaskun Ayestarán acababan de volver de un viaje de casi dos semanas por Italia. La muchacha no hablaba de otra cosa.

—El Norte nos pareció vulgar, ¿verdad, Josu?, dominado por la avidez del dinero. No salvo a Venecia, aunque de Venecia vimos muy poco, nos pasamos los dos días de visita corriendo de la habitación al servicio por culpa de unos pasteles en mal estado que nos dieron una cagalera de morirse. Pero el Sur… el Sur es una excitación continua. El calor achicharrante, los autobuses ¡menudas carracas!, los pueblitos llenos de flores, las casas por dentro, las que vimos, una gozada, tan vetustas que yo no me explico cómo no se han derrumbado todavía. Allí, desde que uno llega a esos parajes, siente que todo le invita a desnudarse, en serio, a hacer el amor con el primero que pasa.

Se me figuró, recién incorporado al grupo, que me convenía usar de mucha discreción y no menos astucia para conciliarme la simpatía de mis compañeros, y ya que me pareciese que la de ella se me ofrecía fácil a la mano, por ganarla me di a escuchar con atención sus relatos del viaje y a soportarlos con gesto admirativo, mostrando un interés que no sentí sinceramente más allá de los cinco primeros minutos. Sus amigos no le ocultaban la fatiga que ya tenían de escucharla. Entonces la muchacha me tomó por confidente, ya que sólo en mis oídos hallaba su locuacidad vaciadero. Me cobró ley y sin rebozos se ponía a veces a hablar bien de mí delante de los demás. Tampoco yo le escatimaba elogios, en especial desde la tarde que descubrí que los pagaba con besos en la boca. Me refirió no pocas intimidades concernientes a su trajín erótico con Josu Ruiz en alcobas y arboledas italianas. Soltaba confidencias con absoluto desparpajo. Algunas particularmente sicalípticas yo no las supe escuchar sin arrobo. Al fin me obsequió con una fotografía que aún conservo en mi archivo particular.

Está desnuda, pero es como si no lo estuviera, porque carne, lo que se dice carne, se ve poca y además no de la que en nuestros días sirve para determinar la desnudez; se ve una pierna (bastante rolliza, por cierto), una zona que abarca la cadera y parte de una quijada y que es de donde saco que la muchacha no lleva ropa, y los antebrazos escorzados entre los cuales cuelga un jarro grande de color rojizo. El jarro tapa los pechos y el burro sobre el que ella está montada todo lo demás. Al fondo se perfila bajo un cielo deslumbrante, casi blanco, la cresta de una colina. En el dorso figura esta anotación escrita con aquella letra chiquitilla de Izaskun Ayestarán: PROXIMIDADES DE AREZZO.

—Me enamoré del burro, tan suave, tan calentito, una gozada de animal. Si es por mí lo habría comprado, pero Josu se opuso. Que a ver dónde lo íbamos a meter. Pues conmigo en la cama, le dije. Se conoce que le corroían los celos.

La tarde que Genaro Zaldúa me llevó a conocer a los miembros del grupo nos encontramos con ella en el puente de Santa Catalina. Se dirigía al igual que nosotros hacia el apartamento de Josu Ruiz, en el barrio de Gros, donde estaba previsto que nos reuniéramos. Contemplaba el río, detenida junto al pretil. Parecía razonable que con el paso que llevábamos y estando ella parada le habíamos de dar alcance en cosa de quince o veinte segundos. Inexplicablemente Genaro Zaldúa comenzó a llamarla a voces. Izaskun Ayestarán se volvió con presteza, como asustada por los gritos. Al reconocernos, sus facciones tostadas por el sol de Italia se suavizaron, al par que en la bermejura brillante de sus labios apuntaba una graciosa sonrisa de acogida. El viento alborotaba sus cabellos. Ella procuraba con inhabilidad coqueta reunirlos en un haz junto a la nuca, para que no se le siguieran derramando sobre el rostro. Ese mismo viento procedente del mar, que de costumbre, como no topa con el obstáculo de las casas, entra impetuoso por la boca del río, inflaba su blusa blanca bajo la que se transparentaban con nitidez provocativa los dos pezones negros. Mientras nos acercábamos a ella, observé que sus ojillos vivarachos no apuntaban a Genaro Zaldúa, sino un poco a la derecha de éste y por tanto hacia mí. Más que esa constatación sobradamente intranquilizadora, me turbó la sospecha de que su mirada risueña pudiese indicar que no le había pasado inadvertida mi fugaz inspección de su blusa. La entrada en el área de alcance de su perfume puso mi azoramiento en estado de ebullición. Instintivamente me apresuré a ocultar mi sonrojo parapetándome tras las espaldas hercúleas de Genaro Zaldúa, que con un paso por delante llegó hasta ella y se inclinó para recibir su ración de besitos en las mejillas. Al apartarse quedamos la chica y yo enfrentados. Fue ella la que sin vacilación se vino a mí, al tiempo que separaba sus manos igual que cuando un momento antes las había puesto en los hombros de su amigo. Supuse que se disponía a saludarme de la misma manera y, ya más sosegado, pensé: bueno, será como besar a una prima. Pero entonces pasó aquella cosa lamentable de la que no pocas veces Izaskun y Genaro se habrían de acordar con gusto y risa en los meses ulteriores. Y fue que por no parecer huraño a quien con tan claras muestras de efusión me recibía, me apresuré a poner por obra mi parte correspondiente de abrazo, o por mejor decir me precipité, de tal suerte que mi mano entorpecida por la timidez agarró por descuido un pecho. La retiré al instante, como si la hubiera puesto sobre un ascua; pero la rectificación tan sólo logró hacer aún más patente lo sucedido.

—¡Uy, madre! —exclamó ella con guasa—. Acaba de llegar y ya me está metiendo mano.

—¿No os advertí —terció Genaro Zaldúa— que con este pibe hay que tener cuidado? Es la zorrería en persona.

Por aquella época me contaron que de no haber sido por los buenos oficios de Izaskun Ayestarán, probablemente el grupo La Placa no habría despertado nunca del letargo en que cayó poco después de su creación a finales de mayo. Al día siguiente de la tertulia en el café Goya, los cuatro miembros fundadores celebraron asamblea en el apartamento de Josu Ruiz, en el transcurso de la cual decidieron el nombre del grupo, redactaron entre todos la carta para el periódico, se hicieron mutuas promesas de fidelidad y camaradería y acto seguido tuvieron sus más y sus menos y se enfadaron. Al fin cada cual tiró por su lado y durante varias semanas no volvieron a encontrarse ni emprendieron actividad ninguna en nombre de La Placa. Fue Izaskun, que no soportaba la soledad, según ella misma reconocía sin tapujos, quien a su vuelta de Italia los reconcilió. Sus frecuentes llamadas telefónicas, sus visitas sin previo aviso, los regalos con que dejaba contentos a todos y su empeño tenaz en concertar citas a las que en ocasiones sólo acudían ella y su mazo de fotografías, contribuyeron decisivamente a evitar la definitiva disolución del grupo. Ella logró, por así decir, mantener encendida la pequeña llama que a partir de finales de junio comenzaría a crecer y expandirse con aquel brío que no habría de abandonar a La Placa durante mucho tiempo.

Al decir de Genaro Zaldúa La Placa tuvo un comienzo triste. La misma tarde de su fundación se produjo el abandono del miembro que con mayor empeño, perseverancia e ilusión había contribuido no sólo a llevar adelante el proyecto, sino también a concebirlo en la forma que desde un principio se le dio. El Pulcro Matallana compareció en la reunión inaugural con un vendaje aparatoso en la cabeza, que Josu Ruiz se apresuró a tildar de «papahígo de vendas». Desagradaron al adolescente el chiste y las sonrisas con que el chiste fue por todos acogido, y señalando la puerta, aseguró que se marcharía tan pronto como volvieran a hacerle objeto de otra burla. Quiso dejar bien claro que no estaba el horno para bollos, y con una seriedad que a los demás pareció no menos cómica que su facha, agregó:

—Nadie me verá reír en lo que resta de año.

No tardó en saberse que la causa de tan insólita determinación provenía del despecho que desataron en él los porrazos de la víspera; pero sobre todo y por encima de todo la trasquiladura a que fue sometido en el cuarto de socorro. A ello hay que añadir que de camino hacia el apartamento tuvo pleito con Genaro Zaldúa, cuyo rostro, desfigurado por el enorme hematoma, tampoco presentaba un aspecto especialmente saludable. Parece ser que yendo los dos juntos por la calle, comenzaron a echarse el uno al otro la culpa del infortunio que les había deparado su caprichosa participación en los enfrentamientos con la policía. A tal extremo llevaron la disputa que sólo les impidió reñir a golpes el hallarse a ese punto ante la puerta del apartamento, adonde entraron con las caras desencajadas por el enojo. Les abrió Izaskun Ayestarán. Consternada al encontrarse de sopetón frente a aquel par de cataduras, no pudo reprimir un grito de espanto. Sus pupilas chiquitinas se vidriaron por efecto de las lágrimas. Llena de temblor y de susto se ofreció a acompañar a los dos heridos en un taxi al hospital, pensando acababan de sufrir un accidente, por más que el vendaje del Pulcro revelaba a las claras que el médico ya había hecho su obra. Ni siquiera después que en breves palabras le contaron lo que había sucedido y cuándo, se le pasó la fuerte impresión. Durante un rato siguió haciendo de madre desasosegada y empezó luego a despotricar contra la policía, hasta que finalmente Josu Ruiz puso las cosas más o menos en su sitio mediante la importuna chanza del papahígo.

La reunión discurrió entre alusiones personales y tiquismiquis, con intervalos de avenencia cada vez más cortos. A Genaro Zaldúa le sentó muy mal que cierto nombre que tenía previsto para el grupo fuera unánimemente rechazado por sus compañeros. Aún más le dolió que Josu Ruiz, achispado bajo el efecto del coñá que sin descanso ingería, tomara su idea a cachondeo. Tampoco el Pulcro votó a su favor, aunque por teléfono le había prometido su apoyo. Triunfó por tres a uno la propuesta de la chica, a quien Genaro cogió una gran inquina aquella tarde. La redacción de la carta para el periódico le ofreció ocasión de desquitarse. En gran parte fue obra suya y lo demás lo retocó a su gusto en los días ulteriores. Sin embargo, el incidente que habría de desencadenar el final brusco de la asamblea no lo protagonizó él, que para entonces ya estaba a malas con todos, sino Josu Ruiz y el Pulcro Matallana; aunque en honor a la verdad habría que decir que fue el primero quien con sus pullas lo promovió. Harto de soportarlas en silencio, el Pulcro, a raíz de una ni más ni menos hiriente que las anteriores, se rebeló.

—Qué bien —dijo, gacha la cabeza entrapajada—, ahora ya somos todos lisiados.

Intervino rápidamente Genaro Zaldúa, interponiéndose entre los dos malquistados para impedir que Josu Ruiz consumara la agresión. Esa misma tarde el Pulcro abandonó La Placa y se recluyó por largo tiempo en su domicilio, de donde no lo pudieron sacar los ruegos ni mensajes de buena voluntad que sus amigos le hicieron llegar repetidamente por medio de la familia, única manera de ponerse en contacto con él, ya que ni contestaba a las cartas ni quería acudir al teléfono. Tan sólo la tenacidad y dotes persuasivas de Izaskun Ayestarán hicieron posible que al cabo de un mes de encierro el despechado adolescente perdonara el agravio y se aviniera, si no a salir a la calle, al menos a recibir a los compañeros en su casa. Por entonces Genaro Zaldúa, ya libre de exámenes, asumió la iniciativa que a su peculiar manera la muchacha había mantenido desde su regreso de Italia. Con nuevo impulso La Placa reanudó sus actividades y las reuniones adoptaron un carácter periódico. En una de ellas se decidió la ampliación del grupo y fui llamado.

Mi ingreso coincidió con los últimos lances de ruptura sentimental entre Izaskun y Josu Ruiz. La habían previsto y planeado semanas antes en una pensión de Cesena. La chica, que no se mordía la lengua a la hora de airear intimidades, me reveló, lo mismo que antes había revelado a los otros, que las largas sesiones de fornicación sin freno habían terminado por aburrirles. Necesitaban una tregua, dejar que el tiempo los volviera paulatinamente extraños.

—Porque yo —decía ella con una falta de pudor que me dejaba boquiabierto— le entregué mi cuerpo y él me entregó el suyo, y como además nos comunicamos todos nuestros secretos, ahora ya no nos queda nada interesante que decirnos.

A su retorno del viaje, los que ya no querían quererse hallaron a los amigos encerrados en sus casas, dispuestos nada el uno y poco el otro a asistir a las exhibiciones de frivolidad que aquéllos les tenían preparadas. La pareja resolvió en consecuencia postergar las ceremonias de su pública separación. Llegado el momento propicio de llevar a cabo su propósito, comenzaron por devolverse los regalos ante la estupefacción inicial de los testigos, que pronto habrían de acostumbrarse a la mascarada. Yo estuve presente una vez en que Izaskun Ayestarán le preguntó a Josu Ruiz: ¿qué tal si nos tiramos los tejos a la cabeza? Y de común acuerdo se pusieron a insultarse. Inventaron la palabra desbesar, que significaba fundir las bocas con el objeto de succionarse los besos que ambos se habían prodigado en el curso de sus amoríos. Este juego les procuraba grandísimo alborozo. Decía Josu Ruiz:

—Guarra, devuélveme aquel beso a tornillo que te di en el Vaticano.

Al punto le rodeaba Izaskun el cuello con sus brazos, se dejaba besar y replicaba:

—Pues ahora devuélveme tú alguno de los de Venecia.

—¿De los de antes de la cagalera o de los de después? —y así tenían los dos su juerga y los demás nuestro fastidio.

Con desparpajo y ostensible regocijo hablaban también de desacariciarse, de desjoder, y se exigían la devolución inmediata de orgasmos y de cuantos caprichos eróticos se habían concedido mutuamente. A mí aquellas manifestaciones de salacidad me producían una confusa sensación de asombro, de vergüenza ajena y malestar; pero no quise que nadie me tomara por simple y determiné, a ejemplo de otros, callarme. De esa forma fui bienquisto de ellos y sobre todo de Izaskun Ayestarán, que me recompensó con simpatía la paciencia y buena cara con que me presté a escuchar sus cuentos cada tarde. Yo me consolaba pensando que pronto se les había de acabar a los dos la cuerda y tendríamos todos descanso de su murga, como en efecto sucedió.

No hizo falta aguardar mucho tiempo para recoger los primeros frutos de mi prudencia. Desde un comienzo la táctica de hacerme a todos agradable funcionó a la perfección. Acudía a las reuniones provisto de puros para Josu Ruiz y de cigarrillos para todos los demás. Asentía, a ninguno llevaba la contraria y las más de las veces guardaba silencio, que es la mejor forma de no meter la pata; y por eso, y porque además me encontraron bastante puesto en surrealismo, fui aceptado en La Placa sin reservas.