Siguieron días de calor, lentos, pegajosos, interminables. Días de marasmo, de dejadez en que fermentan con más pujanza que de costumbre los sueños vanos. Pasé largas horas acostado en mi viejo sofá verde, la mirada perdida en las manchas del techo, imaginando ser un artista que merecía la aclamación de las masas. Dondequiera que soñase hallarme oía de continuo por delante, por detrás y a los costados, susurrar mi nombre con veneración. Algunos alargaban disimuladamente la mano por tocarme. Rara era la capital de provincia, rara la población de más de diez mil habitantes, donde no existiese al menos una calle, una plaza o un parque a mí dedicados. En los días posteriores al sepelio de la madre aquellas fantasías me preservaron de las cavilaciones fúnebres. La casa estaba como muerta, llena de calor y de silencio. En cierto modo yo lo percibía de pasada, pues aunque salí muy pocas veces a la calle por entonces, mentalmente me encontraba a todas horas en lugares frescos y distantes, protagonizando entre gente admirada y más o menos parlanchina algún que otro episodio de gloria literaria. No se me ocultaba la vanidad de aquel cúmulo de figuraciones, cuyo efecto balsámico me reconfortaba quizá no menos que a mi afligido padre los tranquilizantes que le inyectaban a diario; pero no me cuidé poco ni mucho de ponerles freno, lo uno porque me hacían bien en el ánimo, lo otro porque albergaba la deleitable sospecha, lindante con la certidumbre, de que era simple cuestión de tiempo que aquellas ensoñaciones se tornasen realidad. Eso sí, yo no estaba dispuesto a pasarme la vida entera corriendo en pos de una ilusión como un romántico de tantos, pues eso faltaba, conque a fin de evitar esfuerzos inútiles, y de llegar a viejo y descubrir de repente que siempre tuve pegada a mí la sombra de mi fracaso, determiné fijarme un plazo de tres años, sin posibilidad ninguna de prórroga, para ganar en todo el país fama de buen escritor. Si al término de ese tiempo no hubiera alcanzado mi objetivo, daría por muertas mis ambiciones literarias y en adelante me dedicaría a otras actividades más sencillas y descansadas, como aprender inglés o prepararme para un oficio de los que requieren poco esfuerzo físico. Y si no me dejara paz para ello el acoso de mi desengaño ni me quedase al fin del plazo previsto gana ninguna de seguir con vida, pondría entonces por obra un suicidio que cuando estaba tumbado en el sofá no cesaba de acudirme al pensamiento; el cual, muy brevemente, consistía en embarcarme sin carga de víveres ni de agua potable, pero con todos mis libros y papeles escritos, en un bote de los que se alquilan en el puerto por verano, y adentrarme a golpe de remos con él en el mar hasta donde me saliese al encuentro alguna clase de muerte.
Con mucho ahínco me consagré a la literatura, resuelto a no permitir que ocupaciones de otra índole me distrajesen. En breves noches de lectura apasionada agoté los libros sobre surrealismo que había comprado aquel jueves lluvioso de la reunión en el café Goya. Cada vuelta de página acrecentaba mi fe en las posibilidades de la imaginación. No escribía, pero me pertrechaba por así decir con los conocimientos necesarios para mi viaje hacia las cumbres. Influido por lo que leía, comencé a ejercitarme en el recurso de suscitar visiones a mi alrededor. Bastaba por ejemplo mirar unos cuantos segundos fijamente a la lámpara o al cenicero abarrotado de colillas para que la una se transformase en una especie de girasol del que caían lágrimas incandescentes o el otro en un ovillo de vísceras sanguinolentas. Algunos volúmenes diseminados sobre el escritorio en espera de ser leídos, se ponían sin más ni más a rehilar a modo de peces vivos fuera del agua. Recuerdo también que el techo empezaba de pronto a descender, emitiendo un lúgubre chirrido; enseguida me veía obligado a agachar la cabeza y por último a tumbarme en el suelo. Más de una noche me quedé dormido en esa postura. Otras veces me tomaba, mientras leía, una fortísima exaltación, un descomunal arrebato; pero no de golpe, sino de forma que yo lo sentía crecer poco a poco dentro de mí y me decía: prepárate, que ya viene. Llegaba luego una descarga vesánica, que por ser siempre ocasión de enajenarme con mucho gozo, me dejaba a su término tan desilusionado por su corta duración como deseoso de experimentarla nuevamente. Aprovechando aquellos trances hervorosos inventé una noche los conciertos estelares. Los cuales consistían en dirigir desde la ventana (con un zapato sobre la cabeza que, para que no se cayese, solía atarme con un cordel a modo de barboquejo) una orquesta imaginaria repartida por el firmamento. Y ya que me he acordado de mencionar lo del zapato, añadiré que tenía un sentido, y era el de simular que el universo con todas sus galaxias y nebulosas me pisaba; pero entiéndaseme bien, me pisaba a mí, a Hilario Goicoechea Echeverría. Anhelaba enloquecer y no escatimaba esfuerzos para conseguirlo. Comprendía, sin embargo, que al no ser yo ni de lejos hombre de acción, sólo los libros relacionados con el surrealismo me proporcionaban el combustible necesario para suscitar aquellas explosiones mentales de cada noche. Leídos todos los míos, comencé a frecuentar las bibliotecas de la ciudad. Estando una tarde en una de ellas, arranqué de un grueso volumen, con mucho cuidado de no hacer ruido, un retrato en blanco y negro de André Breton, a quien idolatraba. Lo hice enmarcar sin demora y lo colgué en la pared de mi cuarto, en el lugar que por imposición materna había ocupado hasta entonces una vieja efigie de escayola que representaba a santa Rita.
A la hora en que solía ponerme a leer, hacia las diez de la noche, oía al padre acostarse. Había tomado la costumbre de hablar en voz alta mientras se desplazaba por la casa. Al principio, tratando de entenderle, permanecía yo con la oreja pegada a la puerta. Sin embargo, pronto me di cuenta de que sus soliloquios eran por completo incongruentes, formados por más gruñidos y eructos que palabras, y desistí de intentar descifrarlos. En ocasiones los trastornos derivados del consumo de bebidas alcohólicas le impedían ganar la cama. Se perdía por las habitaciones, regresaba a la cocina, buscaba en el retrete. Maldecía y juraba sin cesar, y en el summum de su enojo comenzaba a insultarse. Ni aun en el curso de sus mayores borracheras se atrevía a entrar en mi cuarto, temeroso de encontrarse con mi semblante ceñudo, cargado de reproche y de desprecio; y si alguna rara vez, por descuido, lo hacía, sin darme tiempo de decirle nada se excusaba modosamente y, cerrada la puerta, por un instante proseguía en silencio la búsqueda de su cama. Reanudaba después su farfulla incomprensible y de ese modo a mí me resultaba fácil adivinar desde mi cuarto por dónde discurría la trayectoria errátil de sus pasos. A menudo se desplomaba haciendo un ruido de esos llamados sordos, que son como el de una gran manzana que rebotase en una piedra, y no era infrecuente que arrastrara en su caída alguna silla, lámpara o adorno más o menos valioso que a la mañana siguiente aparecería hecho trizas en el suelo. Después de caerse, de ordinario comenzaba a despotricar y proferir blasfemias; pero alguna que otra vez, consciente quizá de su grotesca ruina, rompía a reír y durante un rato soltaba agudas carcajadas, como de niño. Ni en las ocasiones en que con estrépito destrozaba algún objeto ni cuando me percataba de que por falta de fuerzas para levantarse se había quedado dormido sobre las baldosas, acudía yo en su ayuda. El asco me impedía tenerle piedad. Lo único que hacía por él era despertarlo de amanecida, para que no llegara tarde a la fábrica. De poco servía hablarle; así que con la suela del zapato sacudía su cuerpo pestilente, hasta que por fin abría los ojos y soltando ventosidades se ponía de pie con gran esfuerzo.
Algunas mañanas, antes de salir para el trabajo, llamaba quedamente a la puerta de mi cuarto con el fin de despedirse. Sin esperar contestación, se alejaba; pero a veces, movido por no sé qué impulso, entraba de puntillas, evidenciando de una forma harto molesta sus deseos de no molestar. Después de una larga noche dedicada por entero a la lectura y a toda clase de juegos y ensayos oníricos, la aparición con las primeras luces de aquel hombre abotagado, hediondo, de orejas inmensas, de cara cárdena y mal afeitada, constituía para mí un regreso doloroso a la realidad, la dura resaca tras la marea de los sueños. Tenía después de todo el buen sentido de no dirigirme la palabra hasta pasados unos momentos, en la creencia de que yo seguía preparándome a esas horas para los exámenes y una interrupción brusca por su parte podría acarrear funestas consecuencias. Por razones que desconozco y que nunca intenté averiguar, a partir de aquel verano mi padre empezó a cobrarme miedo. No le debía de pasar inadvertido mi constante repudio hacia su persona, actitud a la que por añadidura se sumaban los domingos las regañinas de su hija, que venía a casa a llamarlo borracho y, de paso, a preparar la comida y a limpiar.
Aquellas visitas breves de amanecer eran por lo común la única ocasión de los días laborales en que el padre y yo nos encontrábamos. Duraban un cigarrillo. Él me ofrecía uno de su paquete, ahora que la madre no se hallaba entre nosotros para prohibirlo; aceptárselo equivalía a concederle tácito permiso para quedarse un rato en mi compañía. Tomaba asiento en el sofá y fumábamos en silencio, oyéndonos uno al otro respirar en la penumbra humosa del cuarto. A menudo, después de varias caladas, el padre trataba de suscitar el diálogo.
—Hijo, ¿estorbo?
Yo no me tomaba la molestia de responderle, o bien le respondía de malas, como la mañana en que señalando la fotografía de Breton en la pared me preguntó quién era aquel señor.
—Pues quién va a ser, un amigo —le dije secamente.
La segunda vez que me formuló la misma pregunta, sabiendo que él era votante del PSOE, por hacerle sufrir le dije:
—Es uno de ETA con quien suelo tomar café de vez en cuando.
Tan sólo una vez, que yo recuerde, accedí a sostener con él un intercambio de palabras parecido a una conversación. Faltaban pocos días para que recibiese el primer sueldo de su vida que no iría a parar directamente a las manos de su mujer. Me preguntó cuánto solía yo necesitar para mis gastos; él me lo había de dar sin regateos, dijo, y aun algo más si yo se lo pedía. Me giré con presteza, y en ese instante, a la vista de su gesto bondadoso, cuando no estúpido, me di cuenta de que en las pocas ocasiones en que por ese tiempo me había dignado dirigirle la palabra nunca lo había hecho mirándole a la cara. Exageré de propósito la cantidad que me asignaba la madre cada mes.
—¿Tanto? —se asombró.
—Pues no me llega ni para pipas. Vamos, que si no fuera por los préstamos de mis amigos, yo no sé cómo…
Silencio. Hilario Goicoechea Echeverría. Figura descollante del surrealismo vasco. Nació en San Sebastián el miércoles 14 de enero de 1959. Sus magníficas obras en prosa y verso pronto alcanzaron resonancia inusitada que nunca hasta ahora ha decaído y le valieron el premio Nobel de Literatura a la tiernísima edad de treinta y dos años. La prensa descubrió por entonces que a fin de persuadirlo para que aceptara el preciado galardón, el rey de Suecia dilapidó su fortuna llamándolo por teléfono. Sería imposible enumerar los monumentos erigidos en su honor por todos los rincones del planeta. Se cree que en su conjunto sobrepasan la población actual de Dinamarca. Hay una calle con su nombre en Londres (la Goicoechea Street, famosa por sus boutiques), en Berlín (la Hilariusstrasse, donde como es bien sabido coinciden el prostíbulo más grande y el más pequeño de Europa) y en otras muchas ciudades repartidas por los cinco continentes. No podríamos olvidar la bellísima Piazza D’Ilario el Donostiarreto, en el centro de Milán, a la sombra de cuyos enormes tilos acostumbra reunirse cada día la gente de buen corazón para dar de comer ratoncillos muertos a las únicas águilas domesticadas del mundo. Pues bien, conviene que se sepa que este celebérrimo genio de las letras, este hombre capaz de hacer música con las estrellas, era hijo de un borrachingas y de una gorda santurrona. ¡Vaya orígenes!
A mi espalda la respiración un punto estertorosa del padre parecía una risita mal disimulada.
—Bueno, hijo, ya sabes que yo te doy lo que tú me digas.
Acordamos que a condición de que yo asumiese algunas tareas de la casa me asignaría una paga mensual de diez mil pesetas, gastos de ropa, manutención y material de estudios aparte; o sea, diez mil al contado para libertad y caprichos. Quedaba aún una pequeña nube entre nosotros.
Si se lo cuentas a mi hermana le advertí, te juro que te dejo solo y me meto en ETA.
Pasaron aquellos días de calor, lentos, pegajosos, interminables, y yo seguía con la mente absorbida por la pasión del surrealismo, resuelto a convertirme en visionario, en loco de remate si hacía falta, cosa que, barrunto, esporádicamente conseguía. El paso posterior, una vez alcanzada la fase que denominé autonomía de la imaginación irracional, estribaba en traducir a forma escrita aquellos sueños y visiones de cada noche. Fue así como adopté la escritura automática, siguiendo los modelos e instrucciones que se contenían en los libros sobre surrealismo que no paraba de leer. Aquella dedicación fervorosa trajo como consecuencia el descuido de mis estudios universitarios. A raíz del óbito de la madre éstos se me habían vuelto insufribles y después del examen de latín no me presenté a ningún otro. Las calificaciones desastrosas que recibí no me preocuparon; a fin de cuentas nadie, empezando por el padre, tenía por qué enterarse de ellas.
Y de improviso aconteció que mis desvelos nocturnos obtuvieron recompensa. Por esas fechas, acabando junio, me llamó por teléfono Genaro Zaldúa para comunicarme, con una solemnidad muy suya y un arrastrar de eses que permitía imaginar su boca desdentada al otro extremo de la línea, que él (él primero) y sus amigos habían acordado admitirme en La Placa.