Por la abertura de la puerta entornada podía vérsele sentado, con la cabeza abatida, en el borde de la cama matrimonial. El padre frisaba entonces en los sesenta años, que cumpliría en otoño. La mitad de ese tiempo había estado unido a la mujer regordeta y hacendosa que acababa de morir. El suyo fue un matrimonio bien avenido. No me los figuro intercambiando palabras amorosas ni recuerdo haberlos visto nunca besarse; pero a su modo armonizaban. De la confluencia de sus temperamentos dispares, dócil el de él, enérgico el de ella, resultaba un vínculo llamado a perdurar. Era, por así decir, el vínculo del cauce y el raudal, que no son nada si no están juntos. En casa no faltaron, desde luego, las disputas, en parte porque la madre jamás daba su brazo a torcer, en parte porque el padre, con ser un mandado, a veces se rebelaba. Tenía el hombre un punto fogoso y gruñón que de vez en cuando le llevaba a proferir unas cuantas palabras fuertes. Encerrarse en el retrete constituía su gesto más airado. Reaparecía a los pocos minutos, después de haberse amansado a solas, y al momento emprendía algún tipo de tarea doméstica con objeto de granjearse la deseada reconciliación.
Hacia 1979, aunque ya habían empezado a marcársele los huesos bajo la tez y las canas predominaban sobre los cabellos negros en el cerco de su calvicie, el padre aún conservaba cierta presencia del mozo correoso que había sido en el pasado. Le gustaba enseñarme una fotografía que llevaba siempre en la billetera. Lo estoy viendo sacársela del bolsillo de sus pantalones con el ademán del pistolero que desenfunda su revólver. Luego, ufano y cordial, me ponía ante los ojos el papel sobado en que se veía a un joven corpulento, vestido con indumentaria de pelotari, las piernas separadas, los brazos en jarras y una sonrisa, qué digo una sonrisa, un sonrisón que a mí se me antojaba un alarde de salud y de fortaleza. Al fondo, en el blancor de una pared, se recortaba la silueta negra y menuda de un gato, que era lo que por puntillo yo prefería mirar, como si fuese el objeto central de la fotografía y el padre, en primer plano, un detalle sin importancia. Me daba cuenta de que me tenía por todo lo contrario del machote que él había sido y, al mismo tiempo, de la decepción que su esmirriado y cobarde hijo le infundía. No me lo declaraba abiertamente; pero yo lo deducía una y otra vez de sus frecuentes insinuaciones, con las que me zahería mucho más de lo que acaso alcanzaba a imaginarse. Por fin un día me atreví a atajarle. Mi solicitud de ingreso en la universidad había sido aceptada recientemente, un logro que ni en sueños habría estado al alcance de sus brazos de hierro ni de su pecho velludo. Inflado de presunción le solté con malévola ironía, fingiendo sorprenderme:
—Uy, mira, también se te ve a ti en la foto del gato. ¿Cómo no me habías advertido?
Al padre le complació la burla y de buen talante replicó con una de sus habituales, alusiones. Picado, sonreí, y mirándolo de arriba abajo, en un tono que no podía ser más displicente, lo llamé obrerillo. Al punto su semblante se atirantó. La fotografía temblaba entre sus manos. Comprendí la gravedad de mi ofensa al observar sus facciones demudadas, revestidas de un brillo mineral, del fulgor rosado de una cólera que nunca había visto en ellas. Alzó la mano con intención de golpearme por primera vez en su vida; pero no lo hizo. Advertí su desconcierto, su vacilación, su temor a causar daño a la carne de su carne. En silencio recogió la fotografía, que no volvería a mostrarme nunca más; luego abandonó el cuarto, refunfuñando entre dientes como cuando tenía pleito con la madre, y se encerró en el retrete, donde según su costumbre permaneció hasta que se hubo desenfadado.
Durante el último lustro su salud había comenzado a quebrantarse. Quieras que no, cuatro décadas de labor esforzada en su empresa de artes gráficas, respirando ocho horas diarias aire malsano, trabajando a menudo con las manos mojadas, llevando de un lado para otro pesadas resmas de papel, siempre con los oídos expuestos al estrépito de las máquinas, debían dejar huella incluso en un cuerpo vigoroso como el suyo. La edad, los innumerables cigarrillos y el trago de más que con harta frecuencia bebía también contribuyeron a debilitarlo. Era muy reservado con sus dolencias. La madre lo sorprendió un amanecer tomando bicarbonato a escondidas. Fue así como supimos que a veces lo mortificaba la rescoldera. De sus dolores de espalda nos enteramos cuando a causa de su intensidad ya no pudo disimularlos. Su propio patrón bajó un día a apartarlo de la máquina y lo llevó en su coche al médico. Decían que entró en la consulta pidiendo perdón por molestar. Una noche, a la hora de la cena, le obligamos a admitir que se le estaban curvando los dedos de una mano. Se defendía, según costumbre, comparándose con un roble. La inopinada muerte de la madre, el 1 de junio de 1979, terminó de ahuecar aquel tronco añoso, robusto ya sólo en apariencia y para el cual cada día de viudez habría de significar un duro hachazo.
Recuerdo su llegada a casa aquel viernes fatídico. Eran cerca de las tres de la tarde. Venía cansado de trabajar y renegó cuando tuvo conocimiento de la insólita ausencia de la mujer. Renegó poco, sin convicción, más bien por hábito. Anduvo dándole vueltas a la ruedecilla de la radio hasta que encontró un programa sin música. Luego maldijo las lentejas, que arrojó como yo un rato antes a la bolsa de la cherrijana. Mientras fregaba la olla me refirió cierto incidente trivial ocurrido por la mañana en su fábrica. Se interesó, cosa rara, por el correo. Comprendí que estaba haciendo un gran esfuerzo por aferrarse a la normalidad. Al cabo de media hora descubrí que aún no se había descalzado. Ese detalle bastó para que me contagiara el mal presagio. A las cuatro de la tarde, luego de un largo silencio, la sospecha saltó de su boca como un borbotón.
—¡Me cago en la puta leche, a ver si le ha pasado algo!
A los pocos minutos sonó el teléfono. Lo dejé ir a él; temeroso, no descolgó el auricular hasta después del quinto timbrazo. Diga, sí, espere, se pone mi chaval, que tiene más luces que yo. Era sencillo de entender y él, que quizá se agarraba a la esperanza de haber entendido mal, lo sabía. Después nos quedamos los dos a solas con la trágica noticia. Me dije: ahora me abrazará. Pero se limitó a mirarme con la serena idiotez que ya no iba a desaparecer nunca de su rostro.
Por la rendija de la puerta lo vi más tarde sentado en el borde de la cama, con la vista fija en un cigarrillo que se consumía entre sus dedos. A la luz mortecina de la lámpara su semblante ofrecía, envuelto en las lentas volutas de humo, un aspecto acartonado, mate, de un descaecimiento casi lóbrego. A su lado tictaqueaba el despertador. Obra de quince minutos estuve mirándolo a hurtadillas, avergonzado de no poder imitar ni su abatimiento ni sus lágrimas. Advirtió o supuso mi presencia detrás de la puerta y dijo con voz desdibujada por un pujo de llanto:
—Hay que avisar a Petra.
Mi hermana llegó ostensiblemente determinada a afrontar el infortunio con entereza. No bien hubo entrado en la casa, dio en quejarse del tufo reinante en la cocina, del desorden de la sala, de que no la hubiéramos llamado antes. Sin duda confiaba en evitar una escena dolorosa con ayuda del mal humor. El arbitrio sólo funcionó conmigo. Al toparse con el padre mi hermana se derrumbó, y sin besarlo ni abrazarlo como era su costumbre, vencida por la emoción corrió a desahogar su pena en el retrete. Desde fuera la oíamos gemir. Por un instante envidié su lógica: ha perdido a su madre y se aflige. Yo no tenía esa suerte, a mí no me daba tregua la obsesión de que alguna clase de culpa en lo que había pasado secaba mis ojos. Hecho un pasmarote en el centro de la sala, una repentina imaginación me hizo estremecer: en medio del duelo familiar mi boca rompía a reír involuntariamente. Ese pensamiento insoportable estuvo a pique de arrancarme una carcajada. Otras cavilaciones y fantasías igualmente embarazosas le sucedieron. Prefiero no entrar en detalles; ya tuve por aquella época bastante rumia de remordimientos. Algo de alivio me procuró un rato después la severidad de mi hermana. Había salido ella de su encierro con los ojos húmedos; pero tiesa y digna y dispuesta a hacerse cargo de la situación. Verme de brazos caídos le incomodó. Reprochándome con su habitual falta de ternura mi pasividad, me ordenó que llevase de inmediato la cherrijana a Illarra-Berri. La asignación de una tarea que me permitiese ausentarme de aquel hogar ensombrecido por el luto me pareció punto menos que un favor, y a decir verdad, aunque no se me ocultaba que la Petra tan sólo quería librarse de un estorbo, en un arranque de inconsciencia estuve a dos dedos de darle las gracias. Tuve en el instante de salir un pensamiento mezquino: se me figuró que acaso la muerte de la madre era una incitación de la fortuna para que yo me convirtiese en el Jorge Manrique de mi siglo.
Una vez fuera de casa, no sé si por instinto, o por alguna razón psicológica inextricable, o porque sí, en lugar de seguir el camino obligado, tomé un sendero de piedras en la dirección contraria, conocido por mí de cuando era niño y a diario lo recorría dos veces en cada sentido. Andando por él monte arriba, llegué al término de no breve caminata hasta la puerta de mi antiguo colegio, donde años atrás había cursado una parte del bachillerato, que posteriormente proseguí en otro centro. Serían alrededor de las cinco y media de la tarde. El sol daba de lleno en la pared trasera del edificio. Desde algún aula de los pisos superiores llegaba hasta la calle desierta algarabía de colegiales. No encontré la cancela cerrada; pero preferí escalar furtivamente la tapia, como en los días de colegial. Solía acortar así el trayecto hasta el patio, al paso que evitaba encuentros fortuitos, por lo común enojosos, con los frailes. La tapia, enjalbegada sin duda recientemente, parecía como nueva, franca de aquella lobreguez verdinosa y conventual de cuando yo era alumno del colegio, en las postrimerías de la dictadura.
Una relación, que sin exageraciones podría calificarse de sentimental, me había unido durante varios años a la tapia de aquel colegio regentado por agustinos. A ella le confiaba mis secretos, con ella compartía mis cuitas y satisfacciones. No tengo por qué morderme la lengua: esa tapia de cemento fue la persona a la que más he querido en la vida. Mi madre, asidua desde antiguo de la capilla del convento, no dudó en inscribirme en la nueva escuela tan pronto como le informaron que los clérigos habían obtenido licencia para impartir clases a alumnos externos. Acababa la década de los sesenta. Un puñado de niños, de familias humildes unos, acogidos otros a un hospicio próximo, se congregaba cada día en los austeros aposentos habilitados de la noche a la mañana para aulas. Durante mucho tiempo el crucifijo fue el único adorno de las paredes. Los frailes, hombres severos, habituados al rigor disciplinario de su orden, habían contratado para las clases de gimnasia a un capitán del ejército, que nos adiestró como a reclutas. A escondidas lo llamábamos el Capi. Yo no tendría ni diez años la primera vez que lo vi. Pronto me familiaricé con la invariable imagen de su llegada. Al apearse de su modesto automóvil, se alisaba cuidadosamente el uniforme verde oliva. Se calaba después la gorra de plato, y saltando el seto de boj, la carpeta en una mano, las botas negras y bruñidas, enristraba con zancadas resueltas, casi vehementes, hacia el punto céntrico del círculo central de la cancha de baloncesto. Impresionante. A un toque de su silbato corrían los chiquillos desde todas partes a formar ante él. Convenía no llegar el último. A los frailes que observaban la escena desde las ventanas, el patio debía de parecerles entonces una bañera llena de niños que corrieran hacia un punto como agua atraída por el orificio del desagüe. El Capi, cuando alguno lo enfadaba, descargaba su cólera arreándole en la cabeza con el chiflo metálico. A veces tardaba el dolor varios días en disiparse. A los obesos les pellizcaba en las nalgas; a los flacos nos retorcía las orejas. Aquéllos nos envidiaban, convencidos de que el retortijón dolía menos que el pellizco, y por la razón contraria nosotros considerábamos que ellos tenían más suerte. El Capi practicaba un método didáctico simple y efectivo, basado en el fomento de la virilidad, que entendía por descontado a la manera esquemática de los hombres de su oficio. Un día nos largó una arenga para explicarnos su peculiar sistema de calificaciones. La nota más baja era «maricón redomado»; la óptima, la que equivalía al tradicional sobresaliente, «tío con cojones». Entre una y otra se situaba la gama de suspensos (maricón, mujercita, pajarito, cagueta) y de aprobados (medio hombre, musculitos, lobo de charco, lobo de mar, machote). Al fin de las clases solía mandar que nos alineásemos, daba a continuación la orden de firmes y antes de proferir el marcial grito de despedida, leía con mucha seriedad:
—29 de octubre. Resultados del ejercicio de potro. Aguirreche, Aitor.
El aludido debía contestar: «presente».
—Machote.
—Bardají, Manuel.
—Presente.
—Más fuerte.
—¡Presente!
—Lobo de charco.
Al llegar a mi nombre se dibujaba en la boca de todos los niños la sonrisa que antecedía a la consabida carcajada. El Capi siempre inventaba alguna agudeza con que ridiculizarme.
—Pajarito, Hilario.
—Presente —qué otra cosa podía hacer.
—Goicoechea.
Una o dos veces por año venía con sus hijos al colegio, dos pequeños espigados, pelones y orejudos, a quienes mandaba ejecutar diversos ejercicios gimnásticos a modo de exhibición, a fin de aleccionarnos en lo que llamaba el «arte viril de la abnegación». Les hablaba con severidad teatral, a gritos secos y bruscos, en un idioma incomprensible que el padre Dionisio suponía húngaro y el padre Saturnino, en la hora siguiente, alemán. El cuello estirado, los pies juntos y las manos pegadas a las caderas, el militar observaba los saltos y contorsiones de sus solícitos cachorros con cierto aire de domador del circo. Los pobres angelitos, tan ágiles y sumisos, nos infundían una lástima enorme. Yo, entre mí, daba gracias a dios por no ser hijo de aquel hombre autoritario, tenaz habitante de mis pesadillas, para quien desde un comienzo fui el inútil, el torpe, el pusilánime por antonomasia. De continuo me imponía algún castigo: diez lagartijas, cinco vueltas a paso ligero en torno al patio, limpiar el foso de saltos mientras los demás jugaban a fútbol o a baloncesto. Crecí cinco centímetros en pocos meses. La madre pensó que debía repartir agradecimiento entre la santa de su devoción y el militar, y una mañana, con el consiguiente bochorno por mi parte, se presentó por sorpresa en el colegio, y tras explicar quién era y a qué venía, entregó un paquete de regalo para el señor capitán. Este lo aceptó sonriente, rasgó un lado del envoltorio a fin de conocer con qué se le obsequiaba (una caja de pastas) y siguió sonriendo cuando mi madre le rogó que me hiciese entrar en vereda y usara conmigo de toda la mano dura que hiciera falta. Transcurridos algunos meses, descubrí por casualidad las pastas bajo unas ruedas viejas hacinadas en un rincón de aquel garaje que en los días de lluvia servía de gimnasio.
Hasta cierto punto los castigos obraban en mí un efecto sedante, que compensaba con creces las penalidades de la fatiga. Para empezar me libraban de algo peor, del temor a recibirlos; pero además me permitían estar solo. Con el fin de que no se notase que sabía acomodarme a ellos, al pasar junto al Capi deliberadamente exageraba las muecas de sufrimiento. Los prefería a los escarnios, porque de éstos no había forma de resguardarse. Algunos particularmente aviesos y chistosos eran después repetidos con muchísimo gusto en el aula por el resto de los niños, a veces durante varios días. La convicción de que esas burlas no carecían de fundamento, me llevó muy pronto a probar una de las hieles más amargas que existen: el autoodio.
—Voy a hacer de ti un hombre aunque tenga que estrujarte el alma —me increpó en una ocasión delante de toda la clase formada, y lanzó un chorro de juramentos que obligó al padre Rufino a apartarse horrorizado de la ventana, como si le viniera a buscar la peste por el aire.
Con los ojos cerrados logré a continuación, yo no sé cómo, subir la trepa hasta el gancho. Nunca hasta entonces lo había conseguido. El Capi solicitó tres hurras y un aplauso. Para el gallina, dijo. Se deja imaginar cuánto me dolió que también mi éxito le inspirara un insulto. ¿De qué me había servido el esfuerzo? Decepcionado, me dejé caer como de costumbre, raspándome las palmas a lo largo de la soga. El Capi tenía rigurosamente prohibida esa forma arriesgada de descenso, a la que denominaba, por razones que no preciso declarar, «goicocheína».
Sobremanera sarcástico solía mostrarse conmigo cuando tocaba lanzamiento de peso. Esos días, la verdad, me habría gustado no vivir. Toda la clase triunfaba menos yo, el único que nunca conseguía superar la línea del «medio hombre» trazada con un palo en la arena. Ocho kilos pesaba la bola roñosa. Puede que pesase menos; nadie lo supo nunca con certeza. Las había más ligeras y llevadizas en el suelo del garaje: «canicas indignas de un vástago de España», según el Capi. Sólo en levantar la bola empleaba yo la mitad o más de mis fuerzas. Para entonces ya todos en rededor habían comenzado a sonreír y el militar a impacientarse. Mi primer lanzamiento desataba su enojo. Fruncía el ceño, rompía a despotricar, daba un rabioso taconazo. Con ocasión de los dos o tres siguientes se limitaba a humillarme. Y así, haciendo visera con la mano, simulaba buscar la bola por las nubes, o medía mis marcas en milímetros, cuando no a ojo, diciendo desdeñosamente:
—Un par de palmos.
Podía suceder también que señalara a lo lejos con el dedo y dijese a algún alumno:
—Fulanito, ¿ves aquellos albañiles subidos al andamio? Ve y pídeles que se pongan a cubierto porque va a tirar el forzudo.
Sé que no hacía esto por maldad, aunque el efecto no dejaba por ello de ser dañino, sino antes bien por enfado y porque se le figuraba que zahiriéndome lograría infundirme una miaja de coraje. Nunca en los años que lo tuve de profesor me excluyó de una sola prueba atlética, ni rebajó para mí las patas de los aparatos, ni dejó, en suma, de exigirme lo mismo que a los otros. Quizá por esa causa, aunque lo temía más que a la muerte, nunca llegué a odiarlo del todo, pues no se me ocultaba que creía en mí más que yo mismo y que fracasaba día a día en el empeño de alcanzar un objetivo superior a sus fuerzas. Castigos, reprimendas y vejaciones no sirvieron para que yo saltara nunca más de tres metros de longitud, ni lanzara la bola allende la línea de la vergüenza ni pasara el potro como estaba por él prescrito. Al fin su fortaleza no pudo nada contra mi debilidad. Fue, por lo que a mí concierne, un fracasado.
Sin un amigo al que hacer partícipe de mis confidencias ni un sustituto de Genarito Pichablanda sobre quien descargar mis frustraciones y reconcomios, únicamente la tapia me procuró consuelo durante la época en que fui alumno del colegio de Santa Rita. Para mí no estaba menos viva que cualquier persona. De haberme faltado la privanza afectuosa con ella yo no sé cómo habría podido aguantar lo que aguanté. La escalaba dos veces por la mañana y otras dos por la tarde, cuando venía de casa y cuando salía del colegio. Me detenía un instante a su lado y le hablaba. Aparte esas ocasiones, a menudo, en el tiempo de recreo, disimuladamente me marchaba del patio a fin de estar a solas a su lado. Acercaba la boca a una cualquiera de sus oquedades, que eran para mí lo que para otros la rejilla del confesonario, y en voz baja le refería mis incontables infortunios y mis escasas dichas. Dudo que entienda esto quien haya vivido una infancia libre de humillaciones. Aún menos comprenderá que a veces yo acariciara y besase aquella pared sucia, verdinosa y requemada, único sitio de cuantos frecuentaba a diario donde me podía sentir plenamente aceptado y protegido.
Años después, un viernes luctuoso, siendo mayor de edad volví al colegio y lo hallé desconocido, con un edificio nuevo adosado a la primitiva casa profesa y la tapia enlucida de forma que no parecía sino que la acababan de construir. Su blancura bajo el sol intenso de mediatarde era tal que no la resistía la mirada. El revoque había borrado todo vestigio de grietas y agujeros. En la calle desierta me dio la impresión de que no nos reconocimos. Tan sólo algunas lagartijas medrosas me recordaron vagamente el pasado. Me encaramé sin dificultades a lo alto, y sentándome a horcajadas, quise pero no pude sentirme niño. Se dijera que la tapia había encogido de caballo a burro. Le hablé y no me contestó. Temí a este punto que desde alguna de las numerosas ventanas de los alrededores alguien me tomase por malhechor: a partir de cierta edad la gente honrada ya no salta muros. Me descolgué hacia el otro lado con el convencimiento de que aquella tapia estaba muerta.
Al arrimo de los pilares que sostienen el viejo edificio crucé después el patio, deprisa pero sin correr, por no levantar sospechas, aunque no se veía a nadie en las inmediaciones. Una capa de asfalto recubría la antigua explanada polvorienta. Percibí otras novedades, o acaso no más que una impresión fugitiva de novedad, y eché en falta árboles y setos. Con todo, una mirada rápida al gancho de la trepa, en la pared lateral del frontón, me devolvió la certidumbre, perdida momentáneamente, de no ir descaminado. Me habría complacido saber si entre los colegiales de ese tiempo seguía usándose el vocablo goicocheína.
No había nadie tampoco en la capilla. Cerré la puerta y el corazón me dio un vuelco. Ante mi vista se desplegaba una parcela intacta de pasado: el recinto angosto y largo, aromado de incienso (que al decir del padre José María es el olor de dios); el pasillo central flanqueado de bancos; la hilera de ventanas a lo largo de la pared derecha, que daba al patio; los confesonarios junto a la otra pared, donde este o el otro fraile con halitosis fomentaba la delación entre condiscípulos; el altar al fondo; todo tal como yo lo había conocido años atrás. Un enjambre de viejas sensaciones, de pensamientos y recuerdos comenzó a agitarse en mi cerebro. Durante unos instantes fui incapaz de dar un paso. Temía que al menor movimiento el espejismo se desvaneciese. Eché por fin a andar pasillo adelante, mirando a una y otra parte con asombro. Objetos, detalles y sombras suscitaban simultáneamente el niño que yo había sido; lo percibía en rededor y lo sentía en mí, no evocado, sino real, palpable, vivo. Sólo un espejo habría sabido decirme quién era yo en aquel momento. Las sucesivas escenas del vía crucis me recordaron las consejas truculentas del padre Gregorio. En mis oídos volvió a resonar lúgubremente, después de tantos años, un eco de su voz cavernosa. Era un hombre dado a fantasías macabras, que aplicaba con tesón inquebrantable el recurso evangélico del terror. Pasé asimismo junto al banco sobre cuya tabla hubimos de permanecer una hora de rodillas los tres colegiales que nos escabullimos de la misa de funeral por el alma del hermano de uno de los clérigos. Pecado gravísimo. El padre Gregorio afirmó que en el infierno los precitos comen brasas y beben pus. También fue viernes el día del castigo. Varios bancos más atrás nos vigilaba, bisbiseando preces, el Pitilines, así llamado en secreto por su incomprensible costumbre de interrumpir las lecciones para contar chistes que invariablemente versaban sobre pililas, huevines y cojoncitos. A menudo los colegiales pagaban un precio alto por la risa, cuando el fraile, que no soportaba el menor ruido, se lanzaba por entre las filas de pupitres, y propinando reglazos a diestro y siniestro, acababa con el jolgorio que él mismo había suscitado. Era, en cosa de repartir cachetes y capones, el despilfarro en persona. Tenía un punto de crueldad sonriente. La tarde que se nos impuso el castigo de permanecer arrodillados en la capilla, dejaba de vez en cuando de susurrar sus oraciones, y acercándose quedamente por detrás, con melifluo retintín nos preguntaba:
—¿Qué, os duelen los menisquitos, hijos míos?
Un obstáculo me detuvo, el altar rodeado de numerosas vasijas con flores. Sobre el atril, cerrada, una Biblia grande, la misma tal vez entre cuyas páginas contaban haber visto escupir a Murguizu, un colegial a quien se atribuía tratos con el demonio. A un lado, con llama inmóvil, ardían varias ringlas de velas. La creencia supone a esas lenguas de fuego la capacidad de conmover a la patrona de los imposibles. La madre habría encendido al menos una por la mañana, para que yo librase bien en el examen de latín. Eran al pie de cincuenta o sesenta, quizá más, todas iguales. Las apagué de unos cuantos soplidos. La pestilente fumarada envolvió la talla de san Agustín, y expandiéndose, blanca, perezosa, se introdujo después en la hornacina desde donde me observaba, con la dulce fijeza de su rostro de muñeca, santa Rita. Un repentino traqueteo comenzó a sonar por los pisos superiores. Enseguida se formó en el patio la habitual bullanga de niños que salen en tromba de las aulas. Bajo la ventana entreabierta, colgado en la pared, se hallaba el cepillo de las limosnas. Traté de saltar la tapa, primero a viva fuerza, haciendo luego palanca con la llave de nuestro sótano; pero no lo conseguí. El barniz, reseco, se desprendía con sólo tocarlo. Fuera aumentaba la gritería por momentos y algunas voces cercanas se podían entender. Comencé a inquietarme. Un rabioso puñetazo contra la caja de madera me permitió advertir que los goznes se hallaban flojos. Tenía el convencimiento de que un golpe atinado con algún objeto sólido bastaría para desencajarlos. Con ese fin agarré un apagavelas que estaba apoyado en una de las puertas de acceso a la sacristía. Al primer baquetazo con el cono de hierro el cepillo se soltó de uno de sus enganches y se giró hasta ponerse boca abajo en la pared, de suerte que como la tapa se había roto a consecuencia del golpe, comenzaron a desparramarse por el suelo monedas y billetes en abundancia. La gran cantidad de dinero no despertó mi codicia. No era el robo mi propósito, sino recobrar las quinientas pesetas de la madre. Así lo hice y me dispuse a marchar; pero antes me volví hacia la figura de carita apacible y hábitos de monja con el fin de reprocharle, de decirle con rencor no sé qué cosa que olvidé de repente, ya que entonces, al bajar la vista, reparé no poco sorprendido en la bolsa de la cherrijana, depositada encima del altar. No recordaba en absoluto haberla puesto en aquel sitio y por un instante me sentí como el hipnotizado que, despertándose de golpe, contempla con asombro y hasta con incredulidad la obra que realizó inconscientemente. Desde mi salida de casa había llevado conmigo los desperdicios sin notarlo. Ni tan siquiera cuando salté la tapia advertí el estorbo y sólo una casualidad había impedido que olvidara la bolsa en la capilla. Pensé que quizá eso era lo conveniente. La idea de cruzar con ella el patio atestado de colegiales me disgustó y a pique estuvo de vencerme la tentación de ocultarla dentro de un confesonario. Al fin prevaleció la determinación de arrojarla en cualquier descampado, aunque nada más fuera por un mínimo respeto a la devoción con que la madre solía visitar aquel recinto sagrado. Al retirar la bolsa, que chorreaba, advertí un corro de humedad en el paño blanco. Una racha de tufo acre me hirió el olfato. El llanto me sobrevino mientras me dirigía a la salida, con el ánimo ciertamente destrozado; pero al mismo tiempo con la satisfacción eufórica de comprobar que la muerte de la madre no me dejaba indiferente, como temía que acaso hubieran pensado el padre y mi hermana y como yo mismo había llegado a creer. Y también lloraba cuando a pocos pasos de la puerta volví la cabeza para mirar por última vez en mi vida la capilla y en una explosión de rabia grité: «¡viva el surrealismo!»; y lloraba después, delante de la tapia, cuando acometido de un furor vesánico me di a restregar la bolsa de la cherrijana por el revoque impoluto, trazando círculos, equis y lunas fétidas al par que me refocilaba viendo escaparse por los desgarrones del plástico la pasta de lentejas, las raspas de pescado, las peladuras mohosas…