Acabado el examen de latín salía de la facultad por la rampa que discurre paralela a las vías del tren, cuando oí que a mi espalda, muy cerca, alguien pronunciaba mi nombre. Al darme la vuelta, el sol me ofuscó, de suerte que en un primer momento no supe quién era aquel muchacho fornido de larga melena, que olía a chotuno y extendió los brazos como para agredirme y al fin me estrechó entre ellos. Me saludó efusivamente y dijo, apoyando en mi hombro una mano pesada, pilosa y grande como zarpa de oso:
—Te acompaño adondequiera que vayas.
Juntos caminamos por el paseo del Urumea, inhalando la vaharada fétida que incesantemente subía del río. El caudal fluía menguado a causa de la bajamar. Deyecciones y residuos putrefactos se acumulaban en el agua estancada cerca de la orilla. Genaro Zaldúa tenía en uno de los pómulos un vestigio amarillento de equimosis. Vestía idéntica camisa de cuadros que la tarde de la reunión, hacía poco más de dos semanas. La levaba abotonada hasta la nuez. Una prenda tan gruesa en un día caluroso como aquél, unida a los pantalones de pana, los borceguíes de invierno, la barba tupida y el pelambre, por fuerza debía hacerle sudar. Y, en efecto, tenía el rostro empapado y lleno de perlas líquidas que de vez en cuando se enjugaba con el dorso de la mano. Me contó que venía de examinarse de Prehistoria.
—Las preguntas han sido tan chupadas que hasta me ha dado tiempo de planear un relato que voy a escribir en cuanto llegue a casa.
Declaró, ignoro con qué intención, que detestaba a los estudiantes aplicados («cobardes empollones», dijo), que no conocen otro estímulo intelectual que la obtención de una buena nota. A su juicio, merecerían que les marcaran las calificaciones en el muslo con un hierro candente, como a reses. Ponía tanto ahínco en demostrar la poca importancia que concedía a sus estudios y a su futuro profesional, que comencé a sospechar que me mentía. La hinchazón de sus párpados, las escleróticas inyectadas en sangre, cierta languidez y brillo tenue que atemperaban la habitual fiereza de sus ojos, delataban cansancio, tal vez el cansancio inevitable después de una noche en vela, entregado de lleno al estudio. La idea de que me mintiera, de que a pesar de su complexión robusta adoptara una estrategia para hablar conmigo, me reconfortó. Yo correspondía a cada afirmación suya con un gesto de asentimiento, tanto por no disgustarle como para que se explayase en aquel tema que no me afectaba en absoluto. Caminaba a su lado en silencio, pendiente de no pisar su larga sombra, que se proyectaba por delante de ambos, sobre el suelo de gravilla. Temía que me atribuyese mala fe; que acudieran a su memoria ciertos episodios de nuestra infancia; que los sacase de pronto a relucir y tomara a continuación cabal venganza de ellos, allá mismo, junto al río. A pesar de su aspecto cansado, se le notaba exultante, ganoso de conversación, muy satisfecho de su rendimiento en el examen reciente. Se conoce que tenía el cerebro abarrotado de erudición y necesitaba soltar lastre. Hablaba del hombre de Neandertal como si contara la vida de un pariente. Yo me decía entre mí: este individuo ha pasado horas delante de un mamotreto de prehistoria. De vez en cuando interrumpía la charla prolija, y como para darme a entender que él sobrellevaba su ciencia de mala gana, me formulaba preguntas de este tipo:
—Dime, Hilario, ¿tengo yo cara de tomarme en serio esas zarandajas del neolítico, el paleolítico y el paralítico en vinagre?
Al parecer consideraba deshonrosas sus obligaciones universitarias, por figurársele opuestas a su condición de guerrillero del surrealismo. Tampoco yo, a decir verdad, sabía por entonces cuán nocivo y empobrecedor resulta para un escritor o un artista de cualquier especie el menosprecio de la cultura. Tuve poco después una prueba de que Genaro pensaba como yo sé que pensaba. Habíamos entrado en una tasca de la plaza de Bilbao. Mientras esperábamos que nos sirvieran, guiñándome un ojo se franqueó:
—Si mis amigos de La Placa supieran que soy un pringado de los estudios, me fusilarían.
Me inquieta un presentimiento: que el vino compartido nos va a amistar después de tantos años de separación. El bar, vacío y en penumbra, hiede a lejía. Desde la cocina, que cela una colgadura antepuesta al vano, nos llega el canturreo de una mujer. Genaro, cada vez que el tabernero nos da la espalda, alarga la mano con una velocidad de lengua de camaleón hasta los platillos repletos de tapas y en un santiamén se mete alguna en la boca. Las traga enteras, sin mover un sólo músculo del rostro. Para que no se note el hurto, no toma más de una pieza por platillo. Al abrir la boca asoma fugazmente la dentadura horrible: dos líneas de no se sabe si más huesos que dientes negros y carcomidos. Me dice que enseguida vuelve, que tiene que ir al servicio, y en ese instante me acomete un grandísimo apuro al advertir un churrete de mayonesa en su barba. No bien se ha marchado, le pregunto al tabernero cuánto se debe. Este se pone a bisbisear la suma.
—¿Alguna tapa? —dice, mirándome con fijeza.
—Cinco —respondo sin vacilación, seguro de que sabe cuántas faltan en los platillos, y apoquino las bebidas y el banquete furtivo de Genaro, que regresa poco después abrochándose tan campante la bragueta.
Yendo por la calle, le referí que la víspera había leído la carta del periódico. Me disuadió de elogiarla su mirada sonriente; pero agregué, con la mayor firmeza de que fui capaz, que la secundaba sin restricciones, pues a mi manera yo también militaba en el surrealismo. Me preguntó, creo que con socarronería, cuál era esa manera. La del solitario, contesté, y en el gesto de su cara advertí que no le había desagradado mi respuesta. Esto me procuró el arrojo suficiente para aludir a Max Ernst, más que nada por demostrarle a Genaro Zaldúa que yo no hablaba por hablar, y por hacerme valer, y por que se persuadiese de que no me faltaban méritos ni cualidades para haber sido admitido en su pandilla. No pude pasar del primer aserto, pues al instante, poseído de súbito entusiasmo, Genaro se apoderó del tema y se lanzó a impartirme una lección de pintores y pintura, en el curso de la cual se me figuró sentir lo mismo que sienten los perros cuando les hablan sus amos.
Mientras recorremos la calle de Guetaria, nos da alcance un convoy de la policía. La primera furgoneta reduce la marcha para avanzar a la velocidad de nuestros pasos. De pronto se detiene y en un segundo la acera se puebla de uniformes.
—¡Quietos! —nos grita por detrás una voz imperiosa.
El teniente da órdenes pistola en mano. El pavor me trae de golpe a la mente el rostro de la madre, que acaso, pienso hoy, a esa hora de la mañana ya ha sufrido o esté a punto de sufrir en una calle próxima el ataque cerebral que segará su vida. Las manos apoyadas en el techo de un automóvil aparcado (en el asiento trasero ladra desaforadamente un perro), las piernas separadas, más abiertas, hijoputa, percibo el olor a agua de colonia del policía que me registra. A mi lado Genaro Zaldúa recibe un sonoro pescozón. Presumo que lo golpean por causa de la barba y de la melena de cavernícola izquierdista, por los papeles de la universidad, sin duda por su complexión vigorosa que despierta el instinto de hombría del macho armado. Otro agente le arrebata la carpeta con los apuntes de Prehistoria y se dirige con ella y con nuestros documentos de identidad a uno de los vehículos de la patrulla. Regresa al poco rato, hechas las pesquisas de rigor, con los carnés, pero sin las anotaciones acerca de los monumentos megalíticos en Euskalherría.
—Que se los metan por el culo —reniega Genaro cuando nos quedamos solos.
Seguimos la calle adelante comentando con guasa el cacheo a que se nos acaba de someter, y al llegar al soportal de la plaza de Guipúzcoa, a petición mía Genaro comienza a referirme cómo conoció a su amigo el Pulcro Matallana.
—El año pasado, por otoño, me enteré de que existía un grupo de teatro en Amara, una iniciativa reciente, de la parroquia, cómo no, siempre andamos metidos en los mismos lodazales, o sea, apartar a la juventud de la depravación y el vicio. Resuelvo darme un voltio por los locales donde me habían dicho que funcionaba la cosa, pues por fisgar, ¿sabes?, a mí el teatro sinceramente me la refanfinfla, y no te jode, llego al local y me encuentro con que la congregación de gazapos dispone de unas instalaciones de mil pares. Luces, telón, vestuario, altavoces, concha para el apuntador y toda la pesca. Por las verrugas de mi amona, pienso nada más entrar, yo me engancho a esta cofradía de alevines aunque se me exija acudir a misa todas las mañanas. No me ha dado tiempo de presentarme, estoy anonadado por el lujo y esplendor que ven mis ojos, ¿me sigues?, cuando de buenas a primeras un chamaco medio en pelotas que estaba subido a una silla sobre el escenario y blandía una lanza, me espeta: eh tú, Hércules, como te lo cuento, eh tú, Hércules, ¿tienes chocolate?, venga carnoso, lía unos canutos para la trupe, no seas taba, o sea que de impedir que los críos se perdieran por el mal camino naranjas de la China. Los demás mocosos corean al unísono bacanal, bacanal, todos de chunga contra mí, me cago en la leche jodida, y con la cara que les brillaba de una manera que ni para qué, y al cabo de cinco minutos o así se arrima el emperadorcillo con su lanza de palo, me da una palmada poniéndose de puntillas, porque, te lo aseguro, ni él ni ninguno de los canijos que allí había me llegaban a los botones de la bragueta, y hala, otra vez con la murga macarena de la marihuana, muy jatorra, muy pelma, pero con picardía, ¿sabes?, o sea queriendo engatusarme para que le cambiase un manido librote de mitología por un cacho de talego. Si no he venido a proveerlos qué huevos pinto en aquel refugio del arte, textual, a lo que respondí, pues mira, chaval, me interesa el teatro. ¿De veras?, salta el bufón, echándome una ojeada de arriba abajo, pues claro, le respondo mosqueado, y entonces me mira fijamente, me mira y se pone: mejor te das el piro porque lo que aquí se hace no tiene nada que ver con el teatro, aquí estos colegas y yo lo único que hacemos es tramar atentados, conque ya sabes, cómo se descojonaban los cabrones. Por ahí comenzó el asunto, fui un par de tardes más a los ensayos, de mirón y porque la cosa me apetecía de pelotas, ¿me sigues?, y como sucedió que al tiempo vino a faltarles uno que por lo visto había estirado la pata a raíz de un accidente de moto aceptaron presentarme al caporal de la farándula, un tipo bajito, calvo, de treinta para arriba, al parecer actor en tiempos y muy abierto de ideas, según decían. El fulano casi nunca se dejaba ver, curraba de locutor en una emisora donde llevaba un programa de música y chismes de la ciudad, nos mencionaba a menudo y a veces nos hacía entrevistas en las que cada cual se esforzaba por decir la mayor incongruencia. Bueno, pues éste, que todavía currela en la radio y que de vez en cuando nos cede el micrófono para lo que se tercie, me citó en su despacho, que a decir verdad de despacho no tenía nada, porque todo se reducía a una mesa con máquina de escribir en un rincón junto a las estanterías de los discos, y delante de sus compañeros, que, por supuesto, se tronchaban a escondidas, me hizo leer media docena de poemas de Espronceda, primero de pie, luego sentado, para examinarme de pronunciación, ¿entiendes?, y otro día me presentó al párroco. ¿Crees en dios todopoderoso, creador del cielo y la tierra?, naturalmente, qué iba a decir, pues hala, hijo, cuando quieras puedes empezar. Me incorporé al grupo y enseguida me previnieron que el chavalín que dirigía el cotarro era un pulguillas de armas tomar. Por qué andarán todos tan medrosos con el mocito, me preguntaba yo. Total, un simple colegial, un tragón de libros, más endeble que un barquillo, pero se conoce que el granuja tenía vara alta y podía despedir a voluntad. En fin, estoy exagerando, lo que pasaba es que era de palabras afiladas y no desperdiciaba ocasión de chungarse de sus semejantes, sin ofrecer verdadera amistad a ninguno. Encima era el genio de la farándula, un inteligentillo de esos que escriben, dirigen, actúan, reparten los papeles, hacen, deshacen y no dejan a nadie en paz. Pero yo no me arrugué, pues eso faltaba, y me decía: si pretendes medrar en compañía de estos enanos no te queda más remedio que aguantar las gilipolleces del pelagatos, más adelante ya le pararás los pies, un sopapo a tiempo le bajará los humos. Según me dijeron, el nene se había comprometido a escribir cada día cierta cantidad de diálogos para los ensayos, ¿me sigues?, y de ese modo iba componiendo su obra, Un camión cisterna lleno de sangre coagulada. A veces aparecía de vacío, lógicamente el ensayo se iba al garete, pero no se te fuera a ocurrir hacerle el menor reproche, me cago en la leche jodida, al punto se te encaraba el tío poniéndote la lanza ante los ojos y con una displicencia del carajo te largaba una retahíla de sarcasmos a cual más afrentoso o te suplicaba de rodillas que por favor rebuznases, a mí no me lo hizo, eso faltaba, le parto la cara. Me acuerdo de que una vez, al poco tiempo de ingresar yo en el grupo, a un chorra con muy poco temple de actor, aún menos que yo, que ya es decir, porque el metemuertos la cagaba de todas todas, le pidió amablemente que se subiese a una escalera de mano que solía estar en el proscenio, y cuando el incauto llegó a lo alto, delante de todos ¿qué crees que le dijo?, le preguntó si desde allí se avizoraba el rabo de su talento, todavía me estoy mondando de risa. Así era él, en ocasiones llegaba tarde, enfurruñado y sin los diálogos imprescindibles para emprender el ensayo, y por toda excusa a lo mejor refería que en la última línea del último folio había pulsado una tecla equivocada y en consecuencia había destruido todo el trabajo. No admitía ningún fallo y muy orgulloso se hacía llamar el Pulcro, lo pudiste conocer el otro día en el Goya, el fastasmilla del sombrero de copa, aunque en los últimos tiempos ha cambiado mucho, hay que reconocerlo. El Pulcro, la tarde que se confirmó mi ingreso en la farándula, dijo que de momento no había papel para mí, pero que no me preocupase porque para la siguiente sesión ya me habría hecho un hueco en la trama, y otro día coge el tío y, pumba, se me pone que tengo que hacer de guardia civil, toma del frasco, Carrasco. Yo con tricornio y un subfusil de cartón piedra, para jiñarse, ah y eso no es todo, qué va, resulta que mi timbre de voz no le molaba. No te enojes, me suelta, como tienes la dentadura hecha un cristo tu voz suena demasiado esparragosa, qué quieres decir, ni idea, pero imagina cómo hablaría un espárrago si pudiera, en vano le respondí: no sacas nada de la mollera, no se te ocurre cómo meterme en el argumento. El caso es que no me quedó otra posibilidad. Mi misión consistía en apresar a un etarra cheposo, provisto de rabo y orejas de burro, a quien después de atentar contra la vida de un emperador romano de origen vasco le da por esconderse en un bidón de basura, de basura auténtica, no te vayas a creer, el Pulcro mismo se encargaba de traerla de su casa. Al rato de prender al terrorista jorobado, éste se me escapaba, pues aparte de mudo y de guardia civil yo era bobo y ciego, o sea, la rehostia. El etarra, la mar de astuto, me decía: se le ha caído a usted la nariz al suelo. Y cuando yo me inclinaba a mirar, tururú, se daba a la fuga, con lo que te harás una idea de la historia grotesca que se traía el Pulcro entre manos. A lo último ocurría que el cheposo era mi hijo, échale guindas al pavo, mi hijo fugado del hogar paterno hacía una porrada de años. Entonces yo, conmovido, me hago también de la ETA, recupero la voz, pero sólo para cantar, y la vista, todo ello después de realizar un atentado fallido contra mí mismo y tatachín, tatachín, hallo refugio en el bidón de las inmundicias junto a mi hijo pródigo, y allí dentro, apretujados, a los sones del Eusko Gudari izamos la ikurriña con los ojos cubiertos de lágrimas patrióticas, mientras proclamamos emocionadamente la independencia del Sudán. El Pulcro, ataviado de patricio romano en vísperas de empuñar el lábaro imperial, luego de una increíble y esperpéntica conjuración, acostumbraba iniciar los ensayos arengando a los presentes desde lo alto de su silla para estimularlos, no veas, y con frecuencia, siempre erguido sobre la puta silla, decía: chusma infeliz, nunca olvides la máxima de tu césar, no existe teatro que más repugne al espíritu sensible que el vitoreado por el público, esa manada de puercos trajeados que paga por aplaudirse a sí misma, es grande, sublime y digno de perpetuarse en la memoria de los hombres el arte que acierta a herir el amor propio de las masas, y si la induce al suicidio colectivo tanto mejor. Con estos o similares razonamientos justificaba el desmadre e insolencia de sus textos, ¿comprendes?, y a pesar de su corta edad ya para entonces era un virtuoso en el arte de inflamar ánimos y de joder al personal, conque no te extrañe que el Consejo General Vasco nos denegase una de sus apetitosas subvenciones y no sólo eso, sino que finalmente llegó a oídos del cura la clase de tiparracos que éramos y nos prohibió, con mucha amabilidad, eso sí, seguir usando el local. En adelante tuvimos que ensayar en un vagón de mercancías que descubrimos por casualidad en una vía muerta de la estación de los Vascongados, donde a menudo coincidíamos con parejas que se recogían allí a follar. Faltos de fondos con que arrendar para dos o tres sesiones el teatro Principal, tal como sugería nuestro promotor, el bajito calvo de la radio, pues frangollamos sin permiso de la municipalidad un tabladucho en los jardines de la Alameda, el caso era recaudar dinero cuanto antes. No sé dónde se lo hacen desde entonces las parejas de Amara, porque para montar nuestro tinglado no tuvimos más remedio que desguazar el vagón una noche, así que nada, con un frío que se cagaba la perra se anunció por la precaria megafonía, y antes con pasquines fotocopiados que anduvimos distribuyendo desde la mañana por toda la ciudad, el estreno mundial de Un camión cisterna lleno de sangre coagulada.
El gesto de Genaro Zaldúa se atiranta y entenebrece cuando me cuenta que la representación resultó un desastre. Todo lo que pueda imaginarme es poco, ¿comprendo? No lleva el Pulcro más vestimenta que la sábana de emperador romano ni más calzado que unas pantuflas domésticas, sin calcetines, y eso en diciembre, en un atardecer de viento gélido, a ratos impetuoso, del que no cabe resguardarse sino acogiéndose a algún lugar cerrado. Con todo, mucho más que la inclemencia del tiempo le pesa y enoja la deserción de sus camaradas de farándula. Solamente uno le ha permanecido fiel hasta el final, el fuertote cuyo traje de guardia civil hacen irreconocible múltiples destrozos. En plena vía pública le sobrevienen al Pulcro las arcadas. Al amparo de un olmo de la Alameda descarga la vomitina, y entre temblores y toses a duras penas consigue mantenerse de pie.
—Escupió una flema sanguinolenta, del tamaño de una moneda de cinco duros, en serio. Pues ni aun así quiso que lo acompañara a su casa, porque decía que sin darle tiempo a entrar su padre iba a molerlo a palos. Pero yo te aseguro que si me hubiera percatado de que ya tenía la pulmonía lo hubiera llevado aunque fuera a rastras.
Desde hace tiempo las chifladuras del adolescente son causa de preocupación y enojo para sus padres, que están desesperados. Ni un día discurre sin que el rapaz, único varón de una prole de cuatro hijos, los soliviante con sus desatinadas ocurrencias, con sus travesuras y malas contestaciones. Para las tres chicas, en cambio, las extravagancias del hermano chalado constituyen por lo común un manantial inagotable de regocijo. La menor, que es un año y pico más joven que él, no le quita ojo de encima; el Pulcro sospecha que por comisión de sus padres o de sus hermanas, que la envían a espiarlo. El Pulcro se lleva a matar con toda la familia. Busca la confrontación, promueve disputas, se enorgullece de que su padre ponga las manos más veces en su cara que en las toallas del baño. La abuela vive con ellos. Por falta de espacio el Pulcro ha de compartir alcoba con la pequeña Yoli, la delatora que de continuo lo tiene sometido a un acecho agobiante. Afirma que cualquier día de éstos la va a matar a hachazos, siguiendo el ejemplo aleccionador del estudiante Raskólnikov, uno de sus grandes ídolos. Genaro se echa a reír ruidosamente. Yo le imito, aunque en realidad no entiendo el chiste, ya que por entonces aún no he leído una sola línea de Dostoyevski.
Entramos en un café de la calle de Garibay, donde Genaro me arrebata confianzudo el paquete que acabo de extraer de la máquina de tabaco. Lo abre y saca dos cigarrillos, uno para sí y otro para el bolsillo de la camisa. Y me cuenta que el Pulcro se había metido en el retrete de su casa a fin de acicalarse con miras a la representación. La Yoli lo observa por el ojo de la cerradura, escucha el incomprensible soliloquio que su hermano recita ante el espejo y le ve arrollarse en torno al cuerpo la túnica imperial que para ella no es más que una sábana sustraída del armario donde la madre guarda las ropas de cama. Sin demora acude a la cocina con el chisme. Gritos y reconvención materna al otro lado de la puerta, rotunda negativa del emperador a descorrer el pestillo. Este, envalentonado por la ausencia del padre, se despacha a su gusto con una andanada de groserías. Mal hijo, sinvergüenza, replica la madre, que a continuación ordena a la niña cerrar con llave el cuarto del granuja. La medida persigue retener al emperador en casa, y así se lo hacen saber: atrévete a salir a la intemperie sin abrigo ni pantalones. El romano no se arredra; antes bien, en un arranque, abandona su escondite y medio desnudo echa a correr hacia la puerta de salida. Lo detienen unos brazos que huelen a jabón de fregadero. En medio de una confusión patética de insultos y sollozos se produce un forcejeo entre madre e hijo. El Pulcro, que es esmirriado, empuja, al paso que la madre lo golpea con tanta fuerza como poco tino. Menudean las tortas y aparece la Yoli armada con una escoba. El Pulcro jadea y se revuelve bajo una lluvia de escobazos. Le acomete un arrebato de cólera al advertir que madre y hermana se proponen rasgarle la túnica. De un rabioso empellón consigue deshacerse de la primera, que, a punto de caer, recula varios pasos y choca de espaldas contra el perchero. El Pulcro agarra el picaporte; ya casi es libre. Por la noche recibirá la gran zurra de su vida, pero qué le importa; para entonces ya habrá estrenado su obra de teatro y a lo mejor al día siguiente aparece su fotografía en los periódicos. Siente de pronto en un antebrazo un fuego terebrante. Ciego de ira y de dolor, asesta a la odiosa hermana, que aún tiene los dientes clavados en su carne, una patada brutal. La niña cae al suelo y rompe a gemir. Antes de alcanzar la calle el Pulcro ya tirita de frío. Ha comenzado para él la catástrofe.
Del café, donde Genaro tampoco pagó la ronda ni una tapa de atún con pepinillo que le vieron comer, nos dirigimos a la Parte Vieja. Sobre el empedrado de la plaza de la Constitución un grupo de niños correteaba en pos de una pelota. Hicimos alto en el soportal, junto al escaparate de una librería. Genaro me hizo saber que tenía un asunto pendiente en aquel comercio y que para resolverlo de la mejor forma posible le convenía que yo esperase fuera. Me aseguró que no tardaría en salir. Como a través del cristal se abarcase con la vista casi todo el interior de la librería, por mostrarle a Genaro buena voluntad y que no recelase que lo vigilaba, determiné apartarme hasta un escaparate lateral, donde podía contemplarse una muestra no pequeña de volúmenes repartidos ordenadamente por el suelo. Portadas hermosas; títulos sugerentes, cifra de intuidas maravillas; nombres de autores desconocidos entonces por mí en su mayoría, pero de cuyas obras, andando el tiempo, gustaré con apasionada admiración que a algunas de ellas aún les profeso. Pessoa, Kafka, Camus, Poe, Rulfo y otros cuyas hondas huellas en mi memoria nunca podrán borrarse si no se borra ésta previamente; y Proust, con cuyas páginas me aburrí y deleité durante las horas muertas de un sinnúmero de noches; y Luis Cernuda, que me enseñó la fatuidad de intentar la poesía, ya que escribió todo lo que a mí me hubiese apetecido escribir y jamás pude; y aquel Pavese entrañable, atormentado y lúbrico, cuyos versos me impuse leer sin tardanza aquella mañana de 1979, si bien hubieron de discurrir varios años antes que me decidiera a cumplir tan gozosa obligación. Tras la luna de cristal reposaban unas junto a otras las numerosas obras encerradas en sus flamantes cofrecillos de papel, configurando cada una por sí sola y todas juntas realidades infinitamente más ricas y consoladoras que la nuestra de seres atrapados en un laberinto de ilusiones vanas y de vicisitudes de poca monta. Acaso estribe la tragedia, mi tragedia, en no ser libro.
Al poco rato salió Genaro Zaldúa de la librería, sonriente, muy tieso y jacarandoso, con aspecto de haber llevado a buen término el asunto que decía haberle traído hasta allí. Cruzamos la plaza por entre la bulliciosa chiquillería que jugaba a fútbol. En el balcón 134 una mujer desempolvaba una estera con un sacudidor. Ringlas de palomas se amodorraban sobre el alero de la Biblioteca Municipal. Al enfilar la calle de San Jerónimo, Genaro miró un instante hacia atrás, como para cerciorarse de que nadie nos seguía. Después se sacó de entre camisa y panza un grueso tomo que acababa de afanar. Me dejó ojearlo. Se trataba de un estudio monográfico acerca de los validos en tiempo de los Austrias, ochocientas y pico páginas rebosantes de láminas en color y un precio para poner los pelos de punta. Con el libro en las manos, concebí el comienzo de una narración: «Contaban que de niño lo llamaban “el hijo de los ladrones”».
En la calle del 31 de Agosto, Genaro Zaldúa me mostró la pared junto a la que el Pulcro, aterido y enfermo, había llorado amargas lágrimas aquel anochecer de su desastroso estreno teatral. Previamente lo había acompañado hasta un zaguán de la calle Mayor, donde lo dejó tendido en el suelo mientras él partía en busca de alguna prenda con que arroparlo. Movido de piadosas intenciones, se llegó a una cafetería próxima, atestada de clientes, y en los colgadores de la pared, cerca de la puerta, encontró un chaquetón de señora que no dudó en llevarse.
—El resto de la historia —prosiguió, parándose ante la entrada de un bar— te va a costar una nueva ronda de vino.
Y entramos, claro está, y me contó que, para empezar, no comparecieron dos de los ocho actores, la chica que tocaba el acordeón y, ahí es nada, su compadre de argumento, el etarra giboso.
—Toda la trama a tomar por el saco —dijo, al par que cogía otros dos cigarrillos de mi paquete.
El tipo de la emisora se najó apenas hubo visto el tablado. Que si aquello era una plasta, que de dónde habían sacado la madera; total, que divisó a un conocido y desapareció con él en la muchedumbre. El Pulcro tiritaba; pero por pundonor soportaba el frío sin quejarse, ¿le seguía? Alguno llegó a proponer el aplazamiento del estreno, alegando que por Navidades estarían las calles igualmente llenas, ellos tendrían ocasión de montar un escenario como es debido, el tiempo no sería peor y acaso la farándula acudiese a la cita al completo. El Pulcro rechazó tajante la propuesta. Más tarde explicaría a Genaro por qué: después de la que había armado en casa por la tarde, calculaba que durante una o dos semanas no se le iba a permitir poner los pies en la calle. Anunció que él se encargaría de representar el papel del ausente; haría de etarra y de emperador, y dispuso que la actuación comenzase lo antes posible. No se percataba de que a su espalda los compañeros se estaban conjurando para abandonarlo. Había oscurecido y la temperatura no debía de andar muy por encima de los cero grados. Por delante del tablado discurría una riada de transeúntes. Iban camino de la feria de Santo Tomás, en la Parte Vieja, o regresaban de ella. De estos últimos muchos hacían sonar matasuegras, panderos o carracas. El ambiente no podía ser más pueblerino: los niños ataviados de caseritos, la ciudad pendiente de la rifa de un cerdo, el olor ubicuo de la chistorra frita, el pon pon pon de un bombo en la acera de enfrente, la parda felicidad de las fiestas invernales. ¿Me parecía a mí que tales eran la ocasión, el sitio y el público adecuados para escenificar una obra de vanguardia? Aguardó a que le dijera que no y continuó contando. Y contó que las adversidades empezaron a sucederles en racimo. Por toda decoración tenían una mampara de tablas y cartones, con dibujos de columnas al estilo romano; la cual de pronto se desclavó y, al desplomarse, estropeó un pequeño altavoz alquilado que constituía su única posibilidad de hacerse oír. El Pulcro corrió a poner orden en el escenario; pero ya con calentura y muy mermado de fuerzas, no pudo levantar él solo la mampara. Ninguno salvo Genaro acudió en su ayuda; los demás se habían escabullido o lo hicieron poco después, cuando la luz de la farola que sobre ellos iluminaba el tablado comenzó a titilar y de repente se apagó. Y ahora, con el decorado deshecho, el escenario en penumbra, el altavoz roto y el elenco reducido a un guardia civil y un emperador con pantuflas, ¿qué se podía hacer? Optaron por la sinrazón y mano a mano se pusieron a representar algunas escenas de la obra. El gentío pasaba ante ellos sin advertirlos, hasta que la farola recobró la luz, y entonces aconteció aquella apoteosis grotesca cuyo recuerdo seguía sulfurando a Genaro después de transcurridos más de cinco meses. Y fue que a tiempo que se hallaban metidos en el bidón de la basura y enarbolaban la ikurriña, acertó a pasar por el lugar una pandilla de seis o siete mocetones barbudos y vocingleros, que al ver la bandera de sus amores, el odiado uniforme y a los dos chorúas que declamaban no se sabe qué monsergas dentro del bidón, saltaron sobre el tinglado y profiriendo gritos corrieron a rescatar el trapo patrio. Con el puño hacia el cielo comenzaron después a corear el himno vasco, mientras Genaro se esforzaba inútilmente por hacerles comprender en euskara y en castellano lo que los alegres cuadrilleros no ignoraban: que se habían entrometido en una representación teatral. Que callase, español, chacurra, le decían con la guasa propia de los achispados, y sin más ni más se pusieron a arrancarle los botones, las mangas y los bolsillos y le rasgaron el disfraz. Poco más les costó desmantelar a pisotones la plataforma de tablas. Hecho el estropicio, convidaron a Genaro a beber de un porrón que llevaba uno de ellos y después se alejaron Alameda adelante voceando goras a Euskadi. Con el Pulcro no se pudieron reconciliar, pues para entonces el infeliz ya se había ido con sus bascas, sus repeluznos y su fiebre a apoyarse en el tronco de un olmo, cerca del quiosco de la música.
La historia, no sé si veraz, me produjo honda impresión. Nunca hasta entonces había yo sospechado que la vocación artística implicara sacrificios tan extremos. Mi idea del triunfo se concretaba en la imagen de un fuego emblemático, una llama solitaria que de pronto se enciende en la noche y reúne a su alrededor, en virtud de su luminosidad, a una muchedumbre agradecida. Eso era todo: atesorar méritos y esperar, tumbado a la bartola en el sofá verde de mi cuarto, que los insectos se acercasen al resplandor. Sin proponérselo, Genaro Zaldúa me demostró la radical ingenuidad de esta creencia. La gloria no consiste en un obsequio, sino antes bien en una adquisición, en la consecuencia de un precio casi siempre alto que se ha pagado.
Estas divagaciones reventaron, por así decir, como pompas de jabón, cuando le oí pronunciar el nombre de Izaskun Ayestarán. La inquina que sentía por la muchacha le torció el gesto. Camino del Boulevard, se detuvo y comenzó a denostarla: advenediza rijosa, enana tetuda. Recias palabras dedicó también al amigo que había propiciado el ingreso de la chica en el grupo, a cambio, recelaba, de sus servicios sexuales. Genaro Zaldúa estaba absolutamente persuadido de la incapacidad intelectual de las mujeres.
—Todos los meses pierden un pedazo de cerebro con el menstruo —sentenció, buscando con ojos encendidos y mueca hosca mi asentimiento, que no me atreví a negarle.
Se consideraba traicionado por sus camaradas, que aparte encandilarse con la intrusa, habían secundado la propuesta de ella de otorgar al grupo el nombre de La Placa, en contra del parecer de Genaro, cuya sugerencia fue rechazada con choteo.
—Hilario —me dijo—, te juro que si el otro día no hubieras alabado el poema de esa puta, ahora estarías trabajando con nosotros.
Me encogí de hombros para darle a entender que ya no había remedio. Se quedó mirándome, y por la forma de escrutarme, como si examinara ganado en una feria, y por lo que acababa de contar barrunté que se sentía solo en el grupo y que andaba a la busca de algún prosélito con quien formar fracción. Esta sospecha se vio de pronto confirmada por su promesa de hacer gestiones cerca de sus compañeros con miras a mi admisión. Le agradecí su buena voluntad, que me costó otros dos cigarrillos. Mientras le daba fuego le pregunté, para que advirtiese el profundo interés que me infundían las cosas relacionadas con el grupo, cómo había conocido a Josu Ruiz.
—Pues el Cojo y yo —empezó a contar— coincidimos en 1976 en un viaje a París con que nos obsequió la Caja de Ahorros a los ganadores de un certamen literario para jóvenes. A él le habían premiado un estudio sobre Unamuno, me parece recordar, y yo gané ese año y el siguiente en la modalidad de cuentos en castellano. Nos reunimos delante de la estación, la pollada de pipiolos, unos diez o doce, y los dos monitores, y cuando yo llegué con mi equipaje el Josu ya andaba a la greña con ellos porque querían prohibirle que fumase un puro. Simpatizamos enseguida y por la noche, en el tren, él sacó una garrafa de vino pardillo que había comprado por cuatro perras y llevaba escondida en la maleta, y mientras los demás dormían como ángeles para estar al día siguiente despejados y fresquitos durante la visita al museo tal y a la iglesia cual, tú ya me entiendes, nosotros nos liamos a empinar el codo. Trago va, trago viene, cuando el tren pasó por Poitiers, a las tantas de la madrugada, te puedes imaginar la mandanga que llevábamos. Una vez en el hotel, Josu se empeñó en visitar la tumba de Vallejo y discutió con los monitores, que por supuesto ni querían ni podían permitir que ninguno de sus pupilos se aventurase a vagar solo por las calles de París. Josu se insolentó con ellos, a él Notre Dame le traía sin cuidado y no pensaba ir a ningún sitio en tanto no hubiese rendido homenaje al poeta ese, yo ni idea, pues a mí la poesía me la suda aún más que el teatro, que ya es decir, pero me puse de su parte, porque nos habíamos hecho amigos y la verdad es que el programa de excursiones previsto por la Caja de Ahorros me tocaba los cataplines, ¿entiendes?, conque nos enzarzamos en una disputa de la órdiga con los tutores, pobrecillos, y al fin, mapa de la ciudad en mano, nos fuimos. A las dos o tres calles me sale el Josu con que no sabía dónde estaba enterrado su poeta, pues estamos buenos, le dije. Además llovía y no teníamos paraguas. Nos pateamos París de cementerio en cementerio y tiro porque me toca, y así los cuatro días, mira tú por aquí, yo miro por allá, cientos, miles de lápidas, sin dar con la puñetera tumba, te puedes imaginar, sólo para leer las inscripciones del Père Lachaise harían falta semanas, si no meses. El Cojo quedó tan frustrado que hizo el viaje de regreso en un vagón aparte, ni conmigo quería estar, y cuando llegamos a San Sebastián se largó sin tomar el piscolabis de despedida ofrecido por la Caja de Ahorros. En los años siguientes coincidimos alguna que otra vez en el cine-club, pero hablarnos, lo que se dice hablarnos, casi nada, hola y adiós, ¿entiendes? El último verano, en vísperas de marcharse de soldado a Ceuta, nos topamos a la puerta de una librería y fuimos a beber una copa juntos. Me contó que con posterioridad a nuestro viaje a París había él hecho otro por su cuenta y que había encontrado la tumba de Vallejo en el cementerio de Montparnasse. No supe más de él hasta comienzos de esta primavera. Una noche el Pulcro y yo leímos por radio media docena de prosas surrealistas que habíamos escrito al alimón, y como al final dábamos un número de teléfono, porque ya entonces nos atraía la idea de fundar un grupo, Josu pudo ponerse en contacto con nosotros y así comenzó a gestarse la guerra civil estética que en la actualidad libramos. Él se encontraba en la ciudad disfrutando de un permiso especial, ya que siendo recluta, a raíz de un accidente, del que al Pulcro le dio una versión y a mí otra, se había destrozado una pierna. En el hospital militar acabaron de tullirlo y desde hacía algunos meses estaba a la espera de la licencia anticipada, que le concedieron a fines de abril. Su vuelta impulsó decisivamente el proyecto de llevar a cabo una conjura surrealista en San Sebastián. Fue él, que está puestísimo en el tema, quien concibió el funesto propósito de reclutar militantes por medio de una reunión en el café Goya, ya sabes, el concilio de fantoches de hace dos semanas, no se le puede llamar de otra manera, y así nos fue, que no vinieron más que memos, con perdón, y la pelandusca esa que me tiene frito, te lo juro.
Genaro refirió a continuación lo que les había sucedido al Pulcro y a él durante los tumultos callejeros en que participaron después de abandonar la cafetería Goya. No poco ufano me mostró la mancha amarillenta de su cara. Cerca del ayuntamiento convinimos en separarnos. Se había hecho tarde para ambos. Me pidió un cigarrillo. Esta vez sólo cogió uno; pero a cambio se quedó con mi encendedor, no sé si adrede. A tiempo de abrazarme, quiso saber si mi número de teléfono figuraba en la guía. De nuevo me aseguró que pensaba hablarles de mí a sus compañeros. Después me llamó amigo, quién lo dijera, y se despidió. En mi confusión olvidé preguntarle quiénes eran Marrajo de Puente la Reina y los otros que constaban como firmantes en la carta del periódico, aunque ya me figuraba yo que no serían nadie.