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El sol espléndido que lucía cuando abandoné el aula, al término del examen de latín; esa mezcla de olores rancios a algas en descomposición, a paredes húmedas, a fritos de taberna que predomina de costumbre, según creo, en el aire de las localidades del litoral cantábrico; el fragor del tráfico; un soplo de brisa; tal vez algún semblante familiar, entrevisto un segundo antes del fatal desvanecimiento: tales o muy parecidas debieron de ser las percepciones últimas de la madre en el breve lapso de su agonía sobre la acera de la calle de Loyola, rodeada de curiosos más o menos consternados al escuchar de boca de un transeúnte caritativo, quizá de un médico que pasaba casualmente por allí, que ya era inútil darse prisa en llamar a la ambulancia, que el corazón de aquella pobre señora había cesado de latir.

La jornada me deparó otros sucesos no desfavorables, pero igualmente merecedores de un recuerdo. El examen de latín, sin ir más lejos, por más que considerado desde la perspectiva de hoy se me antoje, como tantas cosas trascendentales en la vida que cuestan trabajo y van acompañadas de insomnio, palpitaciones y temor, un acontecimiento baladí. Entonces no, entonces tenía la corazonada de que todo mi futuro profesional se decidiría en el transcurso de aquella mañana y acudí a la facultad con el ánimo del duelista que acometido de presagios adversos se encamina al campo del honor. Por fortuna, la santa de la brecha purulenta en la frente se mostró sobremanera dadivosa. Obró el milagro, conmovida al parecer por la vela de la madre y los cien duros que tenía ella previsto depositar en el cepillo y que presumo depositó una o dos horas antes de acabar sus días en un zas, caída junto al puesto de una vendedora callejera de sardinas, frente a una de las entradas del mercado de San Martín. Desde soltera, en los difíciles años del racionamiento en que mataba el hambre de su familia trabajando en una fábrica de boinas, la madre jamás se había perdido una novena de mayo. Uyuyuy, enferma y con fiebre iba si era necesario, solía decir, y a continuación, indefectiblemente, contaba aquello de que una vez, a media misa, le sobrevinieron los dolores del parto y a punto estuvo de meterse en un confesionario a dar a luz a mi hermana Petra; pero le fallaron las fuerzas y al fin, dios bendito, mandaron buscar al lego, que sabía conducir la furgoneta, etcétera.

Las leyendas acaso cuenten un día que la monja de Casia intercedió con el agrio profesor para que éste dispusiese, durante el preludio usual del examen con que de ordinario procuraba amedrentar a los alumnos, que me colocara en el llamado paraíso de los copiones, un rincón del aula mal iluminado que los chuleteros (estirpe a la que, huelga decir, yo pertenecía) se disputaban punto menos que a codazos. Temí se me notara el regocijo enorme que me invadía cuando me instalé en aquel lugar retirado, el más idóneo para la ejecución de las triquiñuelas en que se cifraban mis pocas esperanzas de aprobar el examen, por cuanto llevaba toda mi ciencia escondida dentro de las mangas. Durante unos instantes el severo jesuita me dirigió una mirada de gavilán. Rígido sobre el estrado, se diría que una duda le desazonaba: ¿Qué razones tendrá la venerable Rita para proteger al haragán de Goicoechea y forzarme a hacer la vista gorda mientras el bribón, porque no es más que un bribón, se dedica a copiarme de pe a pa el examen? Al rato fueron repartidas las hojas, un cuadernillo de ocho páginas cuadriculadas, unidas con grapas. En la primera campeaba, como era de rigor, junto al espacio reservado a los datos personales del examinando, el sello de la facultad. Este incluía un pequeño escudo entre cuyas líneas, no fácil de descubrir a simple vista, acostumbraba pintar el Monstrum Horrendum una mancha diminuta en forma de triángulo: ojo minúsculo de dios al que lógicamente nada podía pasar inadvertido. Se trataba de una artimaña reveladora de la naturaleza aviesa de aquel hombre. Sabía él que los alumnos solían proveerse de cuadernillos; aunque ignoraba que aparte los sobrantes en las pruebas escritas de otras asignaturas, conseguíamos muchos en la portería, aprovechando las frecuentes ausencias del bedel. El truco estribaba en traer escrita de casa la mayor cantidad posible de la materia señalada para el examen y efectuar en el curso de éste, si se había tenido la fortuna o el buen olfato de acertar con las preguntas, el cambio secreto de cuadernillos, y si no, ponerse a transcribir de uno a otro con la tranquilidad que daba saberlos iguales. Nadie supo cómo, allá por el otoño, Praetor Verres descubrió la trampa. Disimuló, y otro día comenzó sin más ni más a hacerse el afable, manifestando el gusto que le produciría ponernos buenas notas. Y para que sus palabras no quedaran en el aire, dijo, había resuelto incrementar el número de exámenes, de modo que no tuviéramos que jugarnos todo a una sola carta, sino más repartidamente.

—Conque el próximo lunes —concluyó— os examinaréis sólo de Virgilio.

Así fue como encontró ocasión de poner por obra la argucia de los triangulitos, que le permitió consumar una de las mayores redadas de copiones que se haya producido jamás desde que existen en el mundo academias y universidades. Fui de los primeros a quienes entregó la cartita acusadora destinada a los padres y acaso el único que abrió el sobre para leer la misiva. Estaba redactada a mano, en un lenguaje marmóreo y con una caligrafía que mis padres jamás hubieran sabido descifrar. Aquel alarde de prepotencia soliviantó al grupo de infractores. Al fin de la clase nos reunimos en el puente y a imitación del más resuelto arrojamos las cartas a las vías del ferrocarril, en medio de un cachondeo indescriptible. Yo seguí con mucha atención el vuelo de la mía, por ver dónde se posaba y bajar más tarde a recogerla, pues presentía que no había de quedar sin represalias nuestra acción.

Dos semanas después hubo otro examen y yo volví a estar entre los que fueron llamados a la mesa del profesor a recibir la consabida carta para los padres. Gran parte de la mañana los universitarios estuvieron escrutándose con cara de perro, en la inteligencia de que había un traidor entre ellos, alguno que, a cambio de una buena calificación a final de curso, se pasaba los exámenes anotando los nombres de los que copiaban y entregaba después la lista al señor de horca y cuchillo. Se deja imaginar que las mayores sospechas recaían principalmente sobre los estudiantes que habían librado bien en las dos últimas pruebas escritas. Algunos de éstos rechazaban con ahínco la latente imputación, alegando que también ellos habían copiado, aunque de otro modo, o que habían ocupado un asiento en la primera fila, desde donde no es posible advertir lo que sucede por detrás. Los ánimos estaban crispados y no se les creyó. La profesora de literatura medieval, encinta, se asomó a la puerta, y al percibir la ruidosa disputa, se retiró con su manoseado tomo de Alborg en la cesta. Ajeno a la gritería, el gordo Aizpurua iba por las mesas pidiendo le dejaran echar un vistazo a los cuadernillos. Nadie reparó en él cuando se acercó a la pizarra y reprodujo en ella, a gran tamaño, el sello de la facultad.

—Aquí tenéis al que os delata —dijo, y todos comprobamos con una mezcla de indignación y asombro la existencia de los triángulos secretos.

La primera ojeada a las preguntas del examen final me hizo concebir esperanzas. Se conoce, me dije, que el día se obstina en serme propicio. Ganas me daban de atribuir también a la intervención prodigiosa de Santa Rita el que de dieciocho traducciones posibles me tocase examinarme de una de las cuatro por mí elegidas a la ventura para ser trasladadas a chuleta, si bien por desidia o por pesimismo había omitido un trozo no breve de ella. Se trataba del pasaje XCI, correspondiente al libro tercero de De bello civili. Habré olvidado lo poco que aprendí entonces de literatura latina; pero me acuerdo como si la hubiera escrito yo de la arenga fogosa que Crastino dirige a sus camaradas con el fin de enardecerlos, y asimismo del momento en que se encara con César y un tanto fanfarrón le espeta aquello de que vivo o muerto le debería agradecimiento en aquella jornada que fue, según el relato, la última de su vida. Fiado a la imaginación logré traducir la parte final del ejercicio. A todo esto se posó sobre la página una mosquita amarilla, de alas irisadas y abdomen traslúcido. En otras circunstancias me hubiera complacido capturarla, pues odio los bichos pequeñitos y cautelosos, ya que me recuerdan a mí, y por la misma razón que los odio los amo. Aquél no era el mejor momento para dedicarse a la caza. Temía atraer la mirada del estricto preceptor y que en el transcurso del divertimiento se me saliesen las chuletas de la manga. Dejé, pues, que la mosquita errara a su gusto por la página. De vez en cuando se detenía y libaba aquí o allá con su trompetilla diminuta. Me pareció que no le hacía ascos a la tinta. Sus marchas intermitentes y sinuosas la condujeron adentro del escudo, en el borde superior izquierdo de la hoja, donde defecó un puntito casi imperceptible a no más de dos o tres milímetros de la marca triangular, hasta la cual arrastré con la punta de mi bolígrafo el minúsculo excremento. De esta forma se me figuró haber conseguido cegar el omnividente ojo delator. Pensé, con desánimo risueño, mirando cómo se alejaba la mosquita por el aire, que mientras que el cielo, según se cuenta, envía por medio de los ángeles mensajes proféticos a sus elegidos, y mientras que en el vuelo majestuoso de ciertas aves descifra el héroe de la canción de gesta la fortuna que le deparará su próxima batalla, mi vida parece consistir en un argumento trivial que la mierdilla de un bichito es capaz de predecir. Con todo, se me antojaba un buen augurio la visita de la pequeña mosca. Y en efecto, no bien hube concebido esa premonición, se abrió la puerta y entró en el aula la figura rechoncha del bedel, que venía a entregar un paquete voluminoso al profesor. Ni el más optimista de los allí congregados podía imaginarse que el solícito subalterno había de tardar más de cinco minutos en retirarse, tiempo durante el cual la tribu de perillanes quedó prácticamente libre de vigilancia. Traía el bedel una noticia, una explicación, tal vez unas preguntas que transmitió en voz baja a su superior. Sea lo que fuere que le dijo, ello suscitó el diálogo entre ambos y motivó que el jesuita abriera deprisa el paquete, que contenía libros y varias hojas sueltas a modo de documentos que procedió a leer y firmar. Estas se las entregaba al bedel, desde cuya llegada había cundido una silenciosa agitación en las filas de examinandos. Algunos se comunicaban por señas. Vi a otros extraer con más o menos maña papeles, papelitos y hasta hojas enteras de cuaderno. Y lo mismo era sacar que introducir. También vi que un compañero engullía precipitadamente una chuleta, recurso extremo de hacerla desaparecer. No muy lejos de donde yo me hallaba, surcó el aire una bolita de papel, que fue a parar a manos de su destinatario, quien enseguida la deshizo y, tras escribir algo en ella, la devolvió asimismo por vía aérea. A este punto, la chica sentada a mi izquierda me insinuó el trueque de nuestros respectivos cuadernillos. La maniobra no dejaba de entrañar riesgo; pero también era verdad que consumada con éxito aumentaría de una manera probablemente decisiva mis posibilidades de aprobar el examen. Quise cerciorarme de que el profesor no nos vigilaba. Con satisfacción comprobé que ya ni siquiera, como en un principio, miraba de reojo a los estudiantes. Debía de ser un asunto de suma importancia el que en aquellos momentos le entretenía. Es posible que albergase el convencimiento de que sus triángulos detectores de trampas hacían superflua la vigilancia, ignorante de que todos sus discípulos estaban al cabo del ardid. En vista de lo cual, indiqué por medio de un gesto a mi compañera que aceptaba su proposición. Al punto dejó ella caer su cuadernillo al suelo. Yo me agaché a recogerlo y en ese instante puse el mío en manos de la muchacha. El paraíso de los copiones permitía tales tretas con tal que fuesen ejecutadas con la debida discreción y rapidez. Calígula no se enteró. Me dije entre mí: Santa Rita, merecería ser cierta tu historia de milagros. Y acto seguido me puso en los linderos de la euforia descubrir en el cuadernillo de mi compañera la ardua transcripción fonética íntegra, que reproduje sin demora, primero sobre la mesa, más tarde en mis propias hojas de examen, recobradas al tiempo que el profesor acompañaba al bedel hasta la puerta. La parte referida a gramática la despaché como el instinto me dio a entender, desatinando probablemente aquí, disparatando sin duda allá, en la esperanza de arañar con suerte algún que otro punto. Pasados siete días, supe el resultado, que en circunstancias normales habría sido causa de una alegría desbordante. Busqué mi nombre en la vitrina. Leí: SUFICIENTE. Evitando encontrarme con otros estudiantes, abandoné la facultad por un camino lateral, y al llegar al paseo del Urumea, me encaramé al pretil y arrojé todos mis libros y apuntes de latín al río.